Текст книги "Barra siniestra"
Автор книги: Владимир Набоков
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Классическая проза
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CAPITULO V
Estaba erizado de anacronismos de farsa; estaba bañado de un sentido de tosca madurez (como la escena del cementerio, de Hamlet); su más bien mezquino decorado estaba remendado con retazos de otras comedias (posteriores); pero, de todos modos, el sueño recurrente que todos conocemos (encontrarnos en la antigua aula, con los deberes por hacer, debido a que, sin querer, hemos faltado diez mil días a clase) era, en el caso de Krug, una reproducción bastante buena del ambiente de su versión original. Naturalmente el guión de los recuerdos diurnos es mucho más sutil en lo que respecta a detalles reales, ya que los productores de sueños (de los que suele haber varios, en su mayoría analfabetos, de clase media y apremiados por el tiempo) tiene que hacer muchos cortes y recortes y combinaciones convencionales; pero un espectáculo es siempre un espectáculo, y el enfadoso retorno a la anterior existencia de uno (con el paso fuera de escena de los años traducido en términos de olvido, holgazanería e ineficacia) es, de algún modo, mejor representado por un sueño popular que por la erudita precisión de la memoria.
Pero, ¿es realmente una cosa tan tosca? ¿Quién está detrás de los tímidos productores? Indudablemente, este pupitre al que se encuentra sentado Krug ha sido tomado apresuradamente de otro escenario y se parece más al equipo general del auditorio de la Universidad que al mueble individual de la infancia de Krug, con su maloliente (ciruelas, orín) tintero y las marcas de cortaplumas en su tapa (que podía cerrarse de golpe) y aquella mancha de tinta especial que tenía la forma del Lago Malheur. También, sin duda, hay algo equivocado en la posición de la puerta, y algunos de los estudiantes de Krug, vagos e inútiles (daneses hoy, romanos mañana), han sido rápidamente reclutados para llenar huecos dejados por algunos de sus condiscípulos que resultaron ser menos mnemónicos que otros. Pero, entre los productores u operarios responsables del montaje de la escena, ha habido uno..., es difícil expresarlo..., un genio innominado y misterioso, que se ha aprovechado del sueño para introducir su propio y peculiar mensaje cifrado, que nada tiene que ver con los días escolares, ni ciertamente, con ningún aspecto de la existencia física de Krug, pero que le liga de algún modo a un impenetrable modo de ser, tal vez terrible, tal vez dichoso, tal vez ninguna de ambas cosas, una especie de locura trascendental que acecha detrás de la esquina de la conciencia y que no puede definirse de un modo mejor, por mucho que Krug se estruje el cerebro. Oh, sí..., la iluminación es pobre, y el propio campo visual es extrañamente estrecho, como si el recuerdo de unos párpados cerrados persistiese intrínsecamente con el sombreado sepia del sueño, y la orquesta de los sentidos se reduce a unos cuantos instrumentos indígenas, y Krug razona en su sueño peor que un estúpido borracho; pero una inspección desde más cerca (hecha cuando el yo-sueñoha muerto por diezmilésima vez y el yo-díahereda por diezmilésima vez esas polvorientas bagatelas, esas deudas, esos fajos de letras ilegibles) revela la presencia de alguien que sabe. Algún intruso ha estado allí, ha subido la escalera de puntillas, ha abierto armarios y trastornado ligeramente el orden de las cosas. Entonces, la esponja encogida, polvorienta de tiza, increíblemente ligera y seca, embebe agua hasta quedar tan rolliza como una fruta; traza relucientes arcos negros sobre la lívida pizarra, al borrar los blancos símbolos muertos; y volvemos a empezar, combinando ahora sueños indistintos con la erudita precisión de la memoria.
Entraste en un túnel mediocre; cruzaba el cuerpo de una casa sin importancia y te condujo al patio interior, revestido de vieja arena gris que se convertía en barro a las primeras gotas de lluvia. Aquí se jugaba al fútbol en el ventoso y pálido intervalo entre dos series de clases. El bostezo del túnel y la puerta del colegio, en los extremos opuestos del patio, se convirtieron en porterías de fútbol, bastante a la mañerea de un órgano vulgar de una especie animal que es transformado espectacularmente en otro por una función.
A veces, una pelota de reglamento, con su hígado rojo embutido y apretado debajo de su corsé de cuero y con el nombre de un fabricante inglés cruzando las casi apetitosas secciones de su dura y resonante esfericidad, era introducida subrepticiamente y driblada prudentemente en un rincón; pero éste era un objeto prohibido en el patio, limitado como estaba por frágiles ventanas.
Aquí está la pelota, la pelota, la suave pelota de goma, aprobada por las autoridades y súbitamente exhibida en una caja de cristal, como una pieza de museo: en realidad, tres pelotas en tres cajas, porque nos muestran todas sus fases: primero, la nueva, tan limpia que es casi blanca —la blancura de la panza de un tiburón—; después, la adulta, de un gris sucio, con granos de arena adheridos a sus mejillas ajadas por el tiempo; después, un fláccido y amorfo cadáver. Suena una campana. El museo vuelve a estar a oscuras y vacío.
¡Pasa la pelota, Adamka! Un tiro desviado de la meta o una patada deliberada raras veces provocaban un estallido de cristales, pero era frecuente que un pinchazo siguiese a la colisión con cierto saliente maligno formado por un ángulo del porche cubierto. El colapso de la pelota herida no era inmediatamente perceptible. Pero, al siguiente patadón, su aire vital empezaba a escaparse, y la pelota rodaba flaccidamente como una vieja alpargata, antes de pararse —mísera medusa de goma sucia– sobre el fangoso suelo, donde unas botas terriblemente irritadas acababan haciéndola pedazos. El fin de la bollona (festival de baile). Ella se quita la diadema de brillantes delante del espejo.
Krug jugaba al fútbol ( vooter); Paduk, no (nekht). Krug, un muchacho corpulento, carirredondo, de rizados cabellos, con bombachos de tweedabrochados debajo de las rodillas (los calzones cortos de fútbol eran tabú), luchaba sobre el barro con más celo que destreza. Ahora se encontró corriendo (¿de noche, patán? Sí, de noche, muchachos), sobre algo que parecía una vía férrea, a lo largo de un húmedo túnel (por lo visto, los que habían montado el escenario del sueño habían empleado el primer decorado disponible para hacer un «túnel», sin preocuparse en quitar los raíles ni las lámparas rojas que brillaban a intervalos en las rocosas, negras y sudadas paredes). Había una pesada pelota delante de sus pies; la pisaba continuamente al tratar de darle puntapiés; por último, quedó pegada de algún modo a un saliente de la pared de roca, que, aquí y allá, tenía unos tragaluces claramente iluminados y animados por un matiz extraño de acuario (corales, erizos de mar, burbujas de champaña). En uno de ellos, hallábase sentada ella, quitándose sus anillos brillantes de rocío y desabrochándose el collier de chien de diamantes que rodeaba su tersa y blanca garganta; sí, despojándose de todas sus joyas terrenales. Fue a coger a tientas la pelota de encima del saliente y pescó una zapatilla, una cubeta roja con la imagen de un barco de vela, y una goma de borrar, todo lo cual volvió a formar en cierto modo la pelota. Era difícil seguir driblando a través de la maraña de desvencijados andamiajes, donde tuvo la impresión de que estorbaba a unos obreros que fijaban cables o algo por el estilo, y, cuando llegó al comedor, la pelota rodó debajo de una de las mesas, y allí, medio oculto por una servilleta caída, estaba el umbral de la portería, porque la meta era una puerta.
Si abrieses esta puerta, encontrarías unos pocos zaft-pupen(buenos chicos) soñando en los asientos del ventanal, detrás de las perchas de la ropa, y Paduk estaría también allí, comiendo algo dulce y pegajoso que le ha dado el celador, un veterano lleno de medallas, con barba venerable y ojos lascivos. Cuando sonase la campana, Paduk esperaría a que cesase el rumor de los chicos acalorados y llenos de barro en dirección a la clase, y entonces subiría en silencio la escalera, acariciando la baranda con su mano pegajosa. Krug, que se había detenido a guardar la pelota (había una caja grande de juegos y de joyas falsas debajo de la escalera), le alcanzó y le pellizcó las rollizas nalgas al pasar.
El padre de Krug era un biólogo de considerable reputación. El padre de Paduk era un pequeño inventor, vegetariano, teósofo, gran experto en conocimientos hindúes baratos; parece que hubo un tiempo en que se dedicó al negocio de imprenta, imprimiendo principalmente obras de chiflados y de políticos fracasados. La madre de Paduk, una mujer flaccida y linfática de las Marismas, había muerto de parto, y, poco después, el viudo se había casado con una joven lisiada para la que había inventado un nuevo tipo de aparato ortopédico (ella le sobrevivió, con ortopedia y todo, y todavía sigue cojeando en algún lugar). El joven Paduk tenía la cara pastosa y el cráneo de un gris azulado, con bultos: su padre le afeitaba personalmente la cabeza una vez a la semana —sin duda, alguna clase de místico ritual.
No se sabe de dónde le vino el apodo de Sapo, pues su cara no recordaba en absoluto la de este animal. Era una cara extraña, con todas las facciones en su sitio, pero con algo difuso y anormal en ella, como si el muchacho hubiese sufrido una de esas operaciones faciales en que se emplea piel de otra parte del cuerpo. Esta impresión se debía tal vez a la inmovilidad de sus facciones: nunca reía y, cuando estornudaba, lo hacía con una contracción mínima y sin el menor ruido. Su naricita absolutamente blanca y sus mejillas claramente azules hacían que se pareciese, en laid, a los colegiales de cera de los escaparates de las sastrerías, pero sus caderas eran mucho más rollizas que las de estos maniquíes, y andaba contoneándose ligeramente y calzaba unas sandalias que solían provocar muchos y cáusticos comentarios. Una vez, al zarandearle brutalmente, se descubrió que llevaba sobre la piel una camiseta verde, verde como un paño de billar y visiblemente confeccionada con la misma tela. Tenía las manos permanentemente viscosas. Hablaba con voz curiosamente suave y nasal, con fuerte acento noroccidental, y tenía la irritante manía de llamar a sus condiscípulos por anagramas de sus nombres: Adam Krug, por ejemplo, era Gumakrad o Dramaguk; no lo hacía por sentido del humor, del que carecía totalmente, sino porque, según explicaba cuidadosamente a los colegiales nuevos, uno debía recordar constantemente que todos los hombres se componen de las mismas veinticinco letras diversamente combinadas.
Estas peculiaridades se le habrían perdonado de buen grado si hubiese sido un compañero amable, un buen camarada, un nuevo rico colaborador o un muchacho raro pero agradable, con músculos bien dispuestos (caso de Krug). Paduk, a pesar de sus rarezas, era soso, vulgar e insufriblemente ruin. Pensándolo después, uno llega a la inesperada conclusión de que era un verdadero héroe en el campo de la ruindad, pues, cada vez que se entregaba a ella, debía saber que le esperaba el infierno de dolores físicos que sus vengativos condiscípulos le obligaban cada vez a sufrir. Aunque resulte curioso, no podemos recordar ningún ejemplo aislado definido de su ruindad, aunque sí recordamos vivamente lo que Paduk tenía que padecer en represalia de sus recónditos crímenes. Había, por ejemplo, el caso del paidógrafo.
Tendría él catorce o quince años cuando su padre inventó la única de sus concepciones destinada a tener cierto éxito comercial. Era un aparato portátil, parecido a una máquina de escribir, y que reproducía con repelente perfección la escritura de su dueño. Uno proporcionaba al inventor un gran número de muestras de su escritura; él estudiaba los trazos y los enlaces, y le entregaba su paidógrafo individual. El escrito resultante copiaba exactamente el «tono» medio de su escritura, mientras que varias teclas al servicio de cada letra reproducían las pequeñas variaciones de los caracteres. Los signos de puntuación estaban cuidadosamente diversificados dentro de los límites de este o aquel estilo individual, y también se preveían los espacios y lo que los expertos llaman «gradaciones», a fin de disimular la regularidad mecánica. Aunque, naturalmente, un examen minucioso del escrito revelaba siempre la presencia de un medio mecánico, se podía conseguir una buena y más o menos inocente falsificación. Se podía, por ejemplo, encargar el paidógrafo a base de la escritura de un corresponsal, y gastar toda clase de bromas a él mismo y a sus amigos. A pesar de este vano matiz de torpe falsedad, el aparato captó la fantasía del honrado consumidor: los artificios que, de alguna manera nueva y curiosa, imitan la Naturaleza, suelen atraer a las mentalidades sencillas. Un paidógrafo realmente bueno, que reprodujese una multitud de sombras, era un artículo muy caro. Sin embargo, menudearon los pedidos, y fueron muchos los compradores que gozaron del lujo de ver la esencia de su nada complicada personalidad destilada por la magia de un complicado instrumento. En el curso de un año, se vendieron tres mil paidógrafos, y, de éstos, más de una décima parte, según un calculo optimista, se empleó con propósitos fraudulentos (mostrando, tanto los estafadores como los estafados, una notable estupidez en las operaciones). Paduk, padre, estaba a punto de construir una fábrica especial para la producción en gran escala cuando una disposición del Parlamento prohibió la fabricación y venta de paidógrafos en todo el país. Filosóficamente hablando, el paidógrafo subsistió como símbolo ekwilista, como prueba del hecho de que un ingenio mecánico puede reproducir la personalidad, y de que la Cualidad es meramente el aspecto distributivo de la Cantidad.
Una de las primeras muestras producidas por el inventor fue un regalo de cumpleaños para su hijo. El joven Paduk lo aplicó a las necesidades de los deberes en casa. Su caligrafía era un tenue garabato arácneo de tipo invertido, con unas tes de firme trazo que destacaban visiblemente entre las restantes letras desvaídas, y todo esto estaba perfectamente imitado. El chico no había podido evitar nunca las infantiles manchas de tinta y, por esto, su padre había añadido unas teclas adicionales para una mancha en forma de reloj de arena y dos redondas. Sin embargo, Paduk prescindió de estos adornos, y con razón. Sus maestros sólo observaron que su trabajo era un poco más pulcro y que los puntos de interrogación que tenía que poner aparecían en una tinta más oscura y rojiza que el resto de los caracteres: por uno de esos contratiempos típicos de cierta clase de inventores, su padre habíase olvidado de aquel signo.
Sin embargo, las delicias del secreto perdieron pronto su atractivo, y, una mañana, Paduk llevó su máquina al colegio. El profesor de Matemáticas, un judío alto, de ojos azules y barba castaña, tenía que asistir a un entierro, y la hora libre resultante de ello se dedicó a una demostración del paidógrafo. Era un hermoso objeto, y un rayo de sol primaveral tardó muy poco en localizarlo; en el exterior, se derretía y goteaba la nieve, brillaban joyas en el barro, palomas tornasoladas se arrullaban en el húmedo antepecho de la ventana, y los tejados de las casas de allende el patio lanzaban destellos diamantinos; y los gruesos dedos de Paduk (la parte comestible de las uñas había desaparecido, salvo un negro borde lineal sumergido en un rodillo de carne amarillenta) aporreaban las brillantes teclas. Hay que reconocer que tal actuación demostraba mucho valor por su parte: estaba rodeado de muchachos broncos y que le tenían verdadera antipatía, y nada podía impedirles hacei añicos su mágico instrumento. Pero él permanecía sentado tranquilamente, copiando un texto y explicando, con su voz aguda y pausada, las lindezas de su demostración. Schimpffer, un chico pelirrojo de origen alsaciano, dotado de unos dedos sumamente hábiles, dijo: «¡Déjame probar!», y Paduk le hizo sitio y dirigió sus al principio bastante vacilantes pulsaciones. Krug fue el siguiente en probar, y Paduk le ayudó también, hasta que se dio cuenta de que su mecanizado doble escribía sumisamente bajo el vigoroso pulgar de Krug: Soy un imbécil, soy un imbécil, y prometo pagar diez quince veinticinco coronas... «Por favor, oh, por favor —dijo Paduk rápidamente—. Alguien viene y hay que esconder esto.» Lo encerró en su pupitre, se guardó la llave en el bolsillo y corrió al lavabo, como hacía siempre que se excitaba.
Krug conferenció con Schimpffer y, entre los dos, trazaron un sencillo plan de acción. Después de las clases, engatusaron.a Paduk para que les dejase echar otro vistazo al instrumento. En cuanto estuvo abierto el pupitre, Krug apartó a Paduk y se sentó encima de él, mientras Schimpffer escribía laboriosamente una breve carta. Después, echó ésta al buzón, y Krug soltó a Paduk.
El día siguiente, la joven esposa del reumático y tembloroso profesor de Historia recibió una nota (en papel rayado y con dos agujeritos en el margen) pidiéndole una cita. En vez de quejarse a su marido, como se esperaba, la complaciente mujer, llevando un tupido velo azul, esperó a Paduk, le dijo que era un chicarrón muy malo y, con una viva oscilación de las nalgas (que en aquellos tiempos de cinturas apretadas parecían un corazón invertido), le propuso tomar un kuppe(coche cerrado) e ir a un piso deshabitado, donde podría reñirle con tranquilidad. Aunque, desde el día anterior, estaba Paduk a la espera de que le ocurriese algo desagradable, no se hallaba preparado para nada de esta clase especial, y siguió a la mujer, metiéndose en el mugriento coche, antes de recobrar su juicio. Unos minutos más tarde, aprovechando el intenso tráfico de la plaza del Parlamento, saltó del vehículo y huyó ignominiosamente. Es difícil imaginar cómo pudieron llegar estos trivesta(detalles de aventuras amorosas) a oído de sus camaradas; pero lo cierto es que el incidente se convirtió en una leyenda del colegio. Durante unos días, Paduk brilló por su ausencia; y tampoco apareció Schimpffer por algún tiempo: por una divertida coincidencia, su madre había sufrido graves quemaduras a causa de un misterioso explosivo que algún bromista había introducido en su bolso mientras ella estaba de compras. Cuando Paduk se presentó de nuevo, lo hizo tan tranquilo como de costumbre, pero no volvió a hablar de su paidógrafo ni lo trajo más al colegio.
El mismo año, o tal vez el siguiente, un nuevo prefecto, hombre de ideas, resolvió despertar la que él llamaba «conciencia político-social» de los chicos mayores. Tenía un buen programa —reuniones, discusiones, formación de grupos de partido—, ¡oh!, un montón de cosas. Los chicos más sanos evitaban estas reuniones, por la sencilla razón de que, por celebrarse después de las clases o durante el recreo, eran un atentado a su libertad. Krug se burló cruelmente de los tontos o los aduladores que participaban en esta cívica tontería. El prefecto, aún recalcando el carácter puramente voluntario de. la asistencia a tales actos, advirtió a Krug (que era el primero de su clase) que su comportamiento individualista constituía un pernicioso ejemplo. Sobre la litera de crin del prefecto había un grabado del motín de Sand Bread, de 1849. Krug no pensó siquiera en ceder, y no hizo caso de las mediocres notas que le fueron asignadas a partir de aquel momento, a pesar de que su trabajo se mantenía al mismo nivel. El prefecto le habló de nuevo. Había también una litografía en colores que representaba una dama vestida de rojo cereza, sentada ante el espejo. La situación era interesante: aquí estaba el prefecto, un liberal fuertemente inclinado hacia la izquierda, un elocuente abogado de la Rectitud y la Imparcialidad, coaccionando ingeniosamente al chico más brillante de su colegio y actuando así, no porque deseara que éste ingresase en un grupo determinado (digamos izquierdista), sino porque el muchacho se negaba a integrarse en cualquier grupo. Porque hay que decir, si hemos de ser justos con el prefecto, que, lejos de imponer sus propias predilecciones políticas, permitía que sus alumnos se adhiriesen al partido que prefiriesen, aunque éste resultase ser una combinación nueva y diferente de cualquiera de las facciones representadas en el entonces floreciente Parlamento. En verdad, sus miras eran tan amplias que deseaba realmente que los chicos más ricos formasen fuertes agrupaciones capitalistas, o que los hijos de los nobles reaccionarios mantuviesen el tono de su casta y se uniesen en Rutterheds. Lo único que pedía era que cada cual siguiese sus instintos sociales y económicos, y lo único que condenaba era la completa ausencia de tales instintos en el individuo. Veía el mundo como una fantástica representación de pasiones de clase, en un escenario convencionalmente desolado, con la Riqueza y el Trabajo lanzando truenos wagnerianos en sus predeterminados papeles; la negativa a actuar en el espectáculo le parecía un insulto tan cruel a su dinámico mito como al Sindicato al que pertenecían los actores. En tales circunstancias estimó plenamente justificada su advertencia a los profesores de que, si Adam Krug obtenía notas honoríficas en los exámenes finales, su triunfo sería dialécticamente una injusticia con respecto a sus condiscípulos menos inteligentes pero mejores ciudadanos. Los profesores entraron tan fervientemente en el juego, que causa verdadero asombro que nuestro joven amigo consiguiese aprobara duras penas.
Aquel último curso se caracterizó también por el súbito auge de Paduk. Aunque antes parecía desagradar a todos, surgió ahora una pequeña corte o guardia de corps, que le dio la bienvenida cuando ascendió delicadamente a la superficie y fundó delicadamente el partido del Hombre Común. Todos y cada uno de sus seguidores tenían algún pequeño defecto o «complejo de inseguridad», como habría dicho un maestro después de un cóctel de frutas: uno estaba aquejado de forúnculos permanentes; otro era enfermizamente tímido; un tercero había decapitado por accidente a su hermanita pequeña; un cuarto tartamudeaba tanto que uno podía ir y comprar una tableta de chocolate mientras él luchaba desesperadamente con una p o una b iniciales: el chico no trataba nunca de salvar el obstáculo empleando un sinónimo, y, cuando al fin se producía la explosión, ésta sacudía toda su estructura y rociaba de triunfal saliva a su interlocutor. El quinto discípulo era un tartamudo más refinado, ya que el defecto de su lenguaje tomaba la forma de una sílaba adicional pronunciada después de la palabra crítica, como una especie de eco poco entusiasta. La protección estaba a cargo de un joven simiesco y truculento que, a sus diecisiete años, era incapaz de aprenderse la tabla de multiplicar, pero podía levantar una silla majestuosamente ocupada Por otro alumno, por el chico más gordo del colegio. Nadie se había dado cuenta de cómo se había formado este grupito, bastante incongruente, alrededor de Paduk, y nadie podía comprender cuál había sido la causa exacta del caudillaje de Paduk.
Dos años antes de estos acontecimientos, su padre había entrado en relación con Fradrik Skotoma, de patético renombre. El viejo iconoclasta, según gustaba de ser llamado, iba cayendo en aquel entonces en una neblinosa senectud. Con su boca húmeda y de un rojo brillante, y sus sedosas patillas blancas, había empezado a parecer, si no respetable, al menos inofensivo, y su encogido cuerpo había adquirido un aspecto tan sutil que las matronas de su oscuro barrio, al verle arrastrar los pies, envuelto en el halo fluorescente de su ñoñez, sentíanse casi arrulladoras y le compraban cerezas y pasteles calientes de pasas y los chillones calcetines que llevaba. La gente que, en su juventud, se había sentido conmovida por sus escritos, había olvidado hacía tiempo aquel alud de folletos insidiosos y confundía la brevedad de su propio recuerdo con la abreviación de la existencia objetiva de aquel hombre, de modo que fruncía el ceño con incredulidad si le decían que Skotoma, el enfant terrible de los sesenta, estaba aún con vida. El propio Skotoma, a sus ochenta y cinco años, tendía a considerar su tumultuoso pasado como una fase preliminar muy inferior a su actual período filosófico, pues, como era natural, veía su decadencia como una madurez y una apoteosis, y estaba completamente seguro de que el vago tratado que había hecho imprimir a Paduk, padre, sería reconocido como una obra inmortal.
Expresaba su nuevo concepto de la Humanidad con la solemnidad debida a un tremendo descubrimiento. En todo nivel dado de tiempo en el mundo, había, según él, cierta cantidad mensurable de conciencia humana, distribuida entre toda la población mundial. Esta distribución era desigual, y aquí estaba la raíz de todos nuestros males. Los seres humanos, decía, eran otros tantos recipientes que contenían porciones desiguales de esta conciencia esencialmente uniforme. Sin embargo, sostenía que era perfectamente posible regular la capacidad de los recipientes humanos. Si, por ejemplo, una determinada cantidad de agua estaba contenida en un número dado de botellas heterogéneas —botellas de vino, frascos y redomas de diferentes formas y tamaños, y todos los frasquitos de esencia, de cristal o de oro, que se reflejaban en el espejo de la mujer—, la distribución del líquido sería desigual e injusta, pero podía convertirse en igual y justa, bien graduando los contenidos, bien eliminando los recipientes de fantasía y adoptando un tamaño fijo. Introdujo la idea de equilibrio, como base de la felicidad universal, y llamó «Ekwilismo» a su teoría. Sostenía que ésta era absolutamente nueva. Cierto que el socialismo había predicado la uniformidad en un plano económico, y que la religión había prometido lo mismo en términos espirituales. Pero el economista no había comprendido que era imposible realizar con éxito la nivelación de la riqueza, y que esto no podía tener reales consecuencias, mientras existiesen individuos más inteligentes o de más brío que otros; y, de manera parecida, el sacerdote no había advertido cuán inútil resultaba su promesa metafísica ante los favorecidos (hombres geniales, cazadores de caza mayor, jugadores de ajedrez, amantes prodigiosamente vigorosos y versátiles, mujeres radiantes que se quitan el collar después del baile), para quienes este mundo era un paraíso en sí mismo y que siempre estarían un poco por encima de los demás, a pesar de lo que pudiese ocurrirle a cada cual en el crisol de la eternidad. E incluso, decía Skotoma, si los últimos habían de ser los primeros y viceversa, imaginaos la sonrisa bonachona del ci-devantWilliam Shakespeare al ver a un ex escritor de comedias irremediablemente malas surgir como Poeta Laureado de los cielos. Es importante observar que, así como sugería una remodelación de los individuos humanos de acuerdo con una pauta bien equilibrada, el autor se abstenía prudentemente de explicar, tanto el método práctico a emplear como la clase de persona o de personas a quienes correspondería planear y dirigir la operación. Se contentaba con repetir, a lo largo de todo su libro, que la diferencia entre la más soberbia inteligencia y la más humilde estupidez dependía enteramente del grado de «conciencia del mundo» condensada en tal o cual individuo. Parecía pensar que su redistribución y regulación se produciría automáticamente, en cuanto sus lectores percibiesen la verdad de su aserto principal. También hay que observar que el buen utopista consideraba todo el brumoso mundo azul y no sólo su propio país, morbosamente consciente de sí mismo. Murió poco después de publicarse su tratado, y se evitó con ello el desengaño de ver su vago y benévolo ekwilismotransformado (aunque conservando su nombre) en una violenta y virulenta doctrina política, una doctrina que se proponía imponer la uniformidad espiritual en su país natal, por medio del sector más uniformado de sus habitantes, a saber, el Ejército, bajo la supervisión de un Estado inflado y peligrosamente divinizado.
Cuando el joven Paduk fundó el Partido del Hombre Común, inspirado en el libro de Skotoma, La Metamorfosis del ekwilismoacababa de empezar, y los frustrados muchachos que dirigían aquellas lúgubres reuniones en un aula maloliente estaban aún buscando a tientas los medios de hacer que el contenido del recipiente humano se adaptase a una escala uniforme. Aquel año, un político corrompido había sido asesinado por un estudiante de instituto llamado Emrald (no Amrald, como suele, erróneamente, pronunciarse su nombre en el extranjero), el cual, en el juicio, salió desatinadamente con un poema compuesto por él mismo, una pieza de mellada y neurótica retórica en la que encomiaba a Skotoma porque éste...
...nos enseñó a adorar al Hombre Común, y nos mostró que ningún árbol puede existir sin un bosque, ningún músico, sin una orquesta, ninguna ola, sin un océano, ninguna vida, sin la muerte.
Desde luego, el pobre Skotoma no había dicho nada de esto; pero este poema fue cantado ahora, con música de «Vstra mará, donjet domra» (una cantilena popular que ensalzaba las propiedades embriagadoras del vino de uva espina) por Paduk y sus amigos, para convertirse más tarde en una pieza clásica ekwilista. En aquellos tiempos, un periódico descaradamente burgués publicaba una historieta en la que se describía la vida hogareña del Señor y la Señora Etermon (Todo-el-Mundo). Con humor convencional y una simpatía rayana en la obscenidad, el Señor Etermon y su mujercita eran seguidos del salón a la cocina y del jardín al desván, a través de todas las fases mencionables de su existencia cotidiana, la cual, a pesar de la presencia de cómodos sillones y de toda clase de adminículos eléctricos y de una cosa singular (el coche), no se diferenciaba esencialmente de la vida de una pareja de Neandertal. El Señor Etermon, que hacía la siesta en el diván o se deslizaba en la cocina para oler con erótica avidez el sibilante estofado, representaba, con absoluta inconsciencia, la viva negación de la inmortalidad individual, ya que todo su hábito era un callejón sin salida, con nada en él capaz o digno de trascender la condición mortal. Sin embargo, tampoco podía uno imaginarse a Etermon muriéndose de veras, no sólo porque las normas del humor amable prohibían que fuese mostrado en el lecho de muerte, sino también porque ni un solo detalle de la escena (ni siquiera cuando jugaba al póquer con agentes de seguros de vida) sugería el hecho de una muerte absolutamente inevitable; de modo que, en un sentido, Etermon, que personificaba la refutación de la inmortalidad, era él mismo inmortal, y, en otro sentido, no podía esperar el goce de ninguna clase de vida ulterior, simplemente porque le era negada la elemental comodidad de una cámara mortuoria en su, por lo demás, bien distribuido hogar. Dentro de los límites de esta existencia hermética, la joven pareja era tan feliz como debía serlo cualquier joven pareja: una salida para ir al cine, una subida del salario, una golosina cualquiera para la cena —la vida estaba llena de estas y parecidas delicias, mientras que lo peor que podía sucederle a uno era el tradicional golpe en el pulgar con el martillo tradicional o equivocar la fecha del cumpleaños del jefe. Carteles de Etermon lo presentaban fumando la marca de cigarrillos que fumaban millones de personas, y millones de personas no podían estar equivocadas, y se presumía que cada Etermon se imaginaba a todos los otros Etermon, hasta el presidente del Estado, que acababa de sustituir al triste e impasible Teodoro el último, regresando, después de la jornada de oficina, a las delicias culinarias (ricas) y conyugales (pobres) del hogar de Etermon. Stokoma, completamente aparte de las seniles divagaciones de su «ekwilismo» (e incluso éstas implicaban algún drástico cambio, cierto descontento con las condiciones existentes), había considerado al que llamaba «pequeño burgués» con la ira del anarquismo ortodoxo y se habría horrorizado, lo mismo que el terrorista Emrald, de haber sabido que un grupo de jóvenes veneraba el ekwilismoen la forma de un Señor Etermon nacido de una historieta. Sin embargo, Stokoma había sido víctima de una ilusión muy corriente: su «pequeño burgués» existía solamente como un marbete impreso en un archivador vacío (el iconoclasta, como la mayoría de los de su clase, sólo se fijaba en las generalizaciones y era incapaz de observar, por ejemplo, el papel de la pared en una habitación cualquiera, o de hablar inteligentemente con un niño). En realidad, y con un poco de perspicacia, se podían aprender muchas cosas curiosas sobre los Etermon, cosas que los hacían diferentes los unos de los otros, que no podía decirse que Etermon existiese, salvo como personaje fugaz de un dibujante de historietas. Súbitamente transfigurado, echando chispas por los entornados ojos, el Señor Etermon (a quien acabamos de ver trajinando mansamente en la casa) se encierra en el cuarto de baño con su premio, un premio que preferimos no nombrar; otro Etermon, inmediatamente después de salir de su mugrienta oficina, se desliza en el silencio de una gran biblioteca para deleitarse con unos mapas antiguos de los que nunca hablará en casa; un tercer Etermon discute con la esposa de un cuarto Etermon sobre el futuro de un hijo que ella le trajo en secreto cuando su marido (ahora reposando en su sillón del hogar) combatía en una selva remota, donde vio, a su vez, mariposas del tamaño de un abanico abierto y árboles en los que palpitaban rítmicamente, por la noche, innumerables luciérnagas. No; los recipientes uniformes no son tan simples como parecen: son aparatos de ilusionista, y nadie, ni siquiera el propio mago, sabe realmente la esencia ni la cantidad de lo que contiene.