Текст книги "Barra siniestra"
Автор книги: Владимир Набоков
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Классическая проза
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Relatos detallados de diversos mítines de obreros fabriles o de hortelanos de colectividades, mordaces artículos sobre los problemas de la teneduría de libros, denuncias, noticias de las actividades de innumerables sindicatos profesionales, y los recortados acentos de poesías impresas en escalier (triplicando, dicho sea de paso, los honorarios por línea) y dedicadas a Paduk, sustituían completamente a los agradables crímenes, bodas y combates de boxeo, de otros tiempos más felices y más impertinentes. Era como si un lado del Globo hubiese sufrido un ataque de parálisis, mientras el otro esbozaba una incrédula —y ligeramente tonta– sonrisa.
CAPITULO XIV
Nunca se había atrevido a buscar la Verdadera Sustancia, el Uno, el Absoluto, el Diamante suspendido del Árbol de Navidad del Cosmos. Siempre había sentido el débil ridículo de una mente finita atisbando el tornasol del infinito a través de los barrotes de cárcel de los números enteros. Y, aunque la Cosa pudiese ser captada, ¿por qué tenía que desear él, o cualquier otro, que el fenómeno perdiese sus sinuosidades, su máscara, su espejo, y se convirtiese en el calvo numen?
Por otra parte, si (como pensaban algunos de los más sabios neomatemáticos) podía decirse que el mundo físico consiste en grupos de medida (marañas de tensiones, enjambres de mosquitos eléctricos crepusculares) que se mueven como mouches volantes sobre un fondo de sombra situado fuera del alcance de la Física, entonces seguramente, la dócil limitación del propio interés a medir lo mensurable olía a la más humillante futilidad. ¡Largo de aquí, tú, con tu regla y tus balanzas! Pues, sin tus reglas, en un acontecer imprevisto, distinto de la caza de papeles de la ciencia, la descalza Materia alcanza la Luz.
Debemos imaginarnos, pues, un prisma o una cárcel en que los arcus irisno son más que octavas de vibraciones etéreas y donde unos cosmógonos de cabezas transparentes entran y pasan a través de los respectivos vacíos vibrátiles, mientras, a su alrededor, diversos marcos de referencia laten con las contracciones de Fitz-Gerald. Entonces, damos una buena sacudida al calidoscopio telescópico (pues, ¿qué es vuestro cosmos, sino un instrumento que contiene diminutos cristales de colores que, por una combinación de espejos, adoptan una serie de formas simétricas diversas cuando se hace rodar aquél: advertidlo bien, cuando se hace rodar?) y tiramos el maldito aparato.
¡Cuántos de nosotros empezamos a construir de nuevo... o pensamos que construíamos de nuevo! Entonces, ellos vigilaban su construcción. Mirad: Heráclito el Sauce Llorón emitió una trémula luz junto a la puerta, y Parménides el Humo salía de la chimenea, y Pitágoras (que estaba dentro) dibujaba las sombras de los marcos de las ventanas sobre el brillante y pulido suelo donde jugaban las moscas (yo me poso y tú zumbas alrededor; después, yo zumbo y tú te posas; después, salta-salta-salta; después, zumbamos los dos).
Los largos días de verano. Olga tocando el piano. Música, orden.
Lo malo de Krug, pensó Krug, era que durante los largos días de verano, y con enorme éxito, había destrozado delicadamente los sistemas de otros y había adquirido, con ello, fama de poseer un impío sentido del humor y un delicioso sentido común, siendo así que, en realidad, no era más que un corpulento y triste diablo, y el llamado «sentido común» había resultado ser la gradual excavación de un pozo donde acomodar su pura locura sonriente.
La gente no se cansaba de decir que era uno de los filósofos más eminentes de su tiempo, pero él sabía que nadie podía realmente definir las facetas especiales de su filosofía, ni lo que significaba «eminente», ni cuál era exactamente «su tiempo», ni quiénes eran las otras eminencias. Cuando ciertos escritores de países extranjeros eran llamados discípulos suyos, nunca podía encontrar en sus escritos nada que tuviese el más remoto parecido con el estilo o con la índole de pensamiento que, sin su ratificación, le habían asignado los críticos, de modo que, en definitiva, empezó considerarse (el robusto y rudo Krug) como una ilusión, o más bien como partícipe de una ilusión que era sumamente apreciada por un gran número de personas cultas (con un generoso complemento de otras semicultas). Era algo bastante parecido a lo que suele ocurrir en las novelas cuando el autor y sus sumisos personajes aseguran que el protagonista es un «gran artista» o un «gran poeta», pero sin aportar ninguna prueba de ello (reproducciones de sus cuadros, muestras de su poesía); e incluso cuidando muy bien de no aportar tales pruebas, ya que cualquier muestra defraudaría con toda seguridad las esperanzas y la fantasía del lector. Aunque se preguntaba quién le había empujado, quién le había proyectado sobre la pantalla de la fama, Krug no podía dejar de tener la impresión de que, por alguna razón, lo había merecido, de que era realmente más importante y más brillante que la mayoría de los hombres que le rodeaban; pero también sabía que lo que la gente veía en él, tal vez sin darse cuenta, no era una admirable expansión de materia positiva, sino una especie de inaudible y helada explosión (como si el carrete se hubiese detenido en el punto en que estalla la bomba) con algunos escombros graciosamente suspendidos en el aire.
Cuando este tipo de mentalidad, tan bueno para la «destrucción creadora», dice para sus adentros, como podría decir cualquier pobre filósofo descarriado (¡oh, ese entumecido e incómodo «Yo», ese Mefistófeles de ajedrez oculto en el cogitol): «Ahora he limpiado el terreno, ahora construiré, y los dioses de la antigua filosofía no podrán entremeterse», el resultado es generalmente un frío montoncito de perogrulladas pescadas en el lago artificial donde habían sido colocadas especialmente para tal objeto. Lo que Krug esperaba pescar era algo no sólo perteneciente a una especie o género o familia u orden nunca descritos, sino algo representativo de una clase absolutamente nueva.
Dejemos esto bien claro. ¿Qué es más importante resolver: el problema «exterior» (espacio, tiempo, materia, el fuera desconocido) o el «interior» (vida, pensamiento, amor, el dentro desconocido) o incluso su punto de contacto (muerte)? Porque supongo que estamos de acuerdo en que los problemas no existen como tales problemas, aunque el mundo sea algo hecho de nada, dentro de nada hecho de algo. ¿O son también el «fuera» y el «dentro» una ilusión, de modo que puede decirse que una gran montaña se levanta a mil sueños de altura, y que la esperanza y el terror pueden plasmarse en un mapa con la misma facilidad que los cabos y los golfos a los que dieron nombre?
¡Responde! Oh, esa exquisita visión: un prudente lógico abriéndose camino entre los espinos y las hoyas cubiertas del pensamiento, marcando un árbol o un risco (por aquí ya he pasado, este Nilo está en su sitio), mirando atrás («en otras palabras») y probando cautelosamente un terreno pantanoso (ahora, sigamos adelante...); deteniendo su autocar de turistas al pie de una metáfora o de un Sencillo Ejemplo (supongamos que un ascensor...); avanzando, venciendo todas las dificultades y llegando triunfalmente, al fin, ¡al primer árbol que había marcado!
Entonces, pensó Krug, yo soy, por encima de todo, un esclavo de las imágenes. Decimos que una cosa se parece a otra, siendo así que lo que ansiamos realmente es describir algo que no se parezca a nada de este mundo. Algunos cuadros de la mente han sido tan adulterados por el concepto de «tiempo» que hemos llegado a creer en la existencia real de una fisura brillante y en perpetuo movimiento (el punto de percepción) entre nuestra eternidad retrospectiva, que no podemos recordar, y la eternidad venidera, que no podemos conocer. No somos realmente capaces de medir el tiempo, porque no se guarda ningún segundo de oro en una vitrina de París; pero, hablando francamente, ¿no os imagináis una longitud de varias horas más exactamente que una longitud de varias millas?
Y ahora, damas y caballeros, llegamos al problema de la muerte. Puede decirse, con la mayor cantidad de verdad prácticamente disponible, que la busca del conocimiento perfecto es el intento de un punto, en el espacio y en el tiempo, de identificarse con cualquier otro punto: la muerte es, o la adquisición instantánea del conocimiento perfecto (algo similar, digamos, a la instantánea desintegración de la piedra y la hiedra que componían la mazmorra circular donde antes tenía que contentarse el preso con dos pequeñas aperturas que se confundían ópticamente, mientras que ahora, con la desaparición de todos los muros, puede contemplar todo el paisaje circular), o la nada absoluta, nichto.
Y esto, gruñó Krug, ¡es lo que llamáis un modo de pensar completamente nuevo! Servios más pescado.
¿Quién habría podido creer que su poderosa mente llegase a estar tan desorganizada? En los viejos tiempos, cuando empezaba un libro, los pasajes subrayados, sus fulminantes notas escritas en los márgenes, solían surgir juntos casi automáticamente... y ya estaba a punto un nuevo ensayo, un nuevo capítulo; en cambio, ahora, era casi incapaz de levantar el pesado lápiz de la polvorienta y gruesa carpeta donde había caído al soltarlo su flaccida mano.
CAPÍTULO XV
El día cuatro buscó entre unos papeles viejos y encontró una copia de una Conferencia Henry Doyle que había pronunciado ante la Sociedad Filosófica de Washington. Releyó un pasaje que había citado, polémicamente, sobre la idea de sustancia: «Cuando un cuerpo es dulce y blanco en su totalidad, los movimientos de blancura y de dulzura se repiten en diversos lugares y entremezclan...» (Da mi basia mille.)
El día cinco, se dirigió a pie al Ministerio de Justicia y pidió una entrevista para hablar de la detención de sus amigos, pero, poco a poco, pudo averiguar que el lugar había sido transformado en hotel y que el hombre al que había tomado por un alto funcionario no era más que el jefe de los camareros.
El día ocho, estaba enseñando a David a tocar una bolita de pan con las puntas de dos dedos cruzados, para producir una especie de efecto de espejo en términos de contacto (la impresión de una segunda bolita), cuando Mariette apoyó su brazo y codo desnudos sobre su hombro y observó con interés, sin dejar de rebullir un solo instante, haciéndole cosquillas en la sien con un mechón de sus cabellos castaños y rascándose el muslo con una aguja de hacer punto.
El día diez, un estudiante llamado Phokus intentó verle, pero no fue recibido, en parte porque Krug no permitía nunca que le molestasen con cuestiones escolásticas fuera de su (de momento inexistente) oficina, y, principalmente, porque había motivos para pensar que el tal Phokus podía ser un espía del Gobierno.
En la noche del doce, soñó que estaba gozando subrepticiamente de Mariette, mientras ésta se hallaba sentada en su falda, reculando un poco, durante el ensayo de una obra en la que ella hacía el papel de su hija.
En la noche del trece, estuvo borracho.
El día quince, una voz desconocida le informó por teléfono de que Blanche Hedron, hermana de su amigo, se había fugado al extranjero y estaba sana y salva en Budafok, lugar situado, por lo visto, en alguna parte de la Europa central.
El diecisiete, recibió una carta muy curiosa.
«Distinguido señor: un agente mío en el extranjero ha sido informado por dos amigos de usted, los señores Berenz y Marbel de que desea usted adquirir una reproducción de la obra maestra de Turok, " La Escapada". Si se toma usted la molestia de visitar mi tienda ("Brikabrak", calle Dimmerlamp, 14) el lunes, martes o viernes, a eso de las cinco de la tarde, podremos discutir la posibilidad de su...» Una gran mancha de tinta eclipsaba el final de la frase. La carta estaba firmada por «Pedro Quist, Antigüedades».
Después de un prolongado estudio de un plano de la ciudad, descubrió la calle en el sector noroccidental. Dejó la lupa y se quitó las gafas. Chascando ligeramente la lengua, como solía hacer en tales ocasiones, volvió a calarse las gafas, cogió la lupa y trató de averiguar si alguna de las líneas de autobús (marcadas en rojo) llevaba hasta allí. Sí, había una. En un destello casual, y sin ningún motivo, recordó la manera que tenía Olga de levantar la ceja izquierda cuando se miraba al espejo.
¿Ocurre esto a todo el mundo? Una cara, una frase, un paisaje, una burbuja de aire del pasado se eleva de pronto como soltada de una celda del cerebro por el hijo pequeño del alcaide de la cabeza, mientras la mente está ocupada en un asunto completamente diferente. Algo parecido a lo que sucede inmediatamente antes de quedarse uno dormido, cuando lo que cree que está pensando no es en modo alguno lo que piensa. O cuando un tren de ideas alcanza a otro que discurre paralelamente. En el exterior, los mellados filos del aire tenían un matiz de primavera, aunque el año acababa de empezar.
Una divertida y nueva ley exigía que toda persona que tomase un autobús mostrase su pasaporte y, además, entregase al conductor una fotografía firmada y numerada. La operación de comprobar si la foto, la firma y el número, coincidían con los del pasaporte, era bastante prolija. También se había decretado que, si un pasajero no tenía el importe exacto del billete (17 1/3 céntimos por milla), el exceso que pagase le sería rembolsado en una lejana oficina de Correos, a condición de que ocupase su sitio en la cola dentro de las treinta y tres horas siguientes al momento de apearse del autobús. La escritura y el sellado de recibos por el atribulado conductor ocasionaban mayores demoras; y como, según el mismo decreto, el autobús sólo se detenía en las paradas en que querían apearse no menos de tres pasajeros, una gran confusión venía a sumarse a los retrasos. Pero, a pesar de todas estas medidas, los autobuses iban singularmente llenos en aquellos días.
Sin embargo, Krug consiguió llegar a su destino: junto con dos jóvenes a los que había sobornado (diez coronas a cada uno) para formar el necesario trío, se apeó exactamente en el sitio donde pensaba hacerlo. Sus dos compañeros (que confesaron ingenuamente que se ganaban la vida con esto) tomaron inmediatamente un tranvía en marcha (cuyos reglamentos eran aún más complicados).
Había oscurecido durante el trayecto, y el retorcido callejón acreditaba su nombre. Krug se sentía excitado, inseguro, aprensivo. Veía la posibilidad de escapar de Padukgrado a un país extranjero como una especie de retorno a su propio pasado, porque, en el pasado, su país había sido libre. Dado que el espacio y el tiempo eran una sola cosa, la huida y el regreso se hacían intercambiables. El peculiar carácter del pasado (felicidad no valorada en su tiempo, los ígneos cabellos de Olga, su voz leyendo cosas de animalitos humanizados a su hijo) daba la impresión de que podía remplazarse o al menos ser imitado por el carácter de un país donde su hijo pudiese crecer en seguridad, libertad y paz (una larga, larguísima, playa salpicada de cuerpos, una miel soleada y el satén latino de ella..., anuncio de ¡algún producto americano visto en alguna parte, recordado de algún modo). Dios mío, pensó, que j'ai été veule, esto tenía que haberlo hecho hace ya meses; mi pobre amigo tenía razón. La calle parecía estar llena de tiendas de libros y de pequeñas y oscuras tabernas. Aquí era. Cuadros de pájaros y flores, libros viejos, un gato de porcelana con manchas regularmente distribuidas. Entró.
El dueño de la tienda, Pedro Quist, era un hombre de edad madura, cara morena, nariz aplastada, bigote negro y recortado, y cabellos negros y ondulados. Vestía sencillamente pero con pulcritud; un traje de verano, lavable, a rayas azules y blancas. Al entrar Krug, se estaba despidiendo de una señora anciana, que llevaba un anticuado boa gris alrededor del cuello. Miró agudamente a Krug y, después, se dejó la voilettey salió.
—¿Sabe quién es? —preguntó Quist.
Krug meneó la cabeza.
—¿Conocía usted a la viuda del difunto Presidente?
—Sí —dijo Krug—. La conocía.
—Y a la hermana del Presidente, ¿no la conocía?
—Creo que no.
—Bueno, ésa era su hermana —dijo Quist, con naturalidad.
Krug se sonó y, mientras lo hacía, echó un vistazo al contenido de la tienda: muchos libros. Un montón de volúmenes de la Librairie Hachette (Molière y cosas por el estilo), papel de mala calidad y cubiertas rotas, se estaba pudriendo en un rincón. Una hermosa lámina de un libro de insectos, de principio del siglo xix, mostraba una manchada esfinge y su pintada oruga colgada de una ramita y con el cuello arqueado. Una fotografía grande y descolorida (1894) de una docena de hombres con patillas, calzas atacadas y miembros artificiales (algunos tenían hasta dos brazos y una pierna), y una abigarrada pintura de un barco del Mississippi, adornaban una de las paredes.
—Bueno —dijo Quist—, me alegro mucho de conocerle.
Apretón de manos.
—Turok me dio su dirección —dijo el curioso anticuario, mientras se sentaban en sendos sillones, en el fondo de la tienda—. Antes de entrar en negociaciones, quiero decirle francamente una cosa: toda mi vida he hecho contrabando: drogas, diamantes, cuadros antiguos... Y ahora, personas. Sólo lo hago para cubrir los gastos de mis necesidades y gustos particulares; pero lo hago bien.
—Sí —dijo Krug—, comprendo. Yo traté de localizar a Turok hace algún tiempo, pero estaba fuera por cuestión de negocios.
—Bueno, él recibió su elocuente carta poco antes de que le detuviesen.
—Ya —dijo Krug—, ya. Así, pues, le detuvieron. Esto no lo sabía.
—Yo estoy en contacto con todo el grupo —explicó Quist, inclinándose ligeramente.
—Dígame —preguntó Krug—, ¿tiene alguna noticia de mis amigos..., los Maximov, Ember, Hedron?
—Ninguna, aunque puedo imaginarme fácilmente lo desagradable que deben encontrar el régimen carcelario. Permítame que le bese, profesor.
Se inclinó hacia delante y depositó un anticuado beso en el hombro izquierdo de Krug. Las lágrimas acudieron a los ojos de éste. Quist tosió afectadamente y prosiguió:
—Bueno, no olvidemos que soy un duro hombre de negocios y que, por consiguiente, estoy por encima de estas... innecesarias emociones. Es verdad que quiero salvarle, pero también lo es que quiero cobrar por ello. Tendrá que pagarme dos mil coronas.
—No es mucho —dijo Krug.
—En todo caso —dijo secamente Quist—, es suficiente para pagar a los valientes que llevan a mis temblorosos clientes al otro lado de la frontera.
Se levantó, fue a buscar una cajetilla de cigarrillos turcos, ofreció uno a Krug (que rehusó), lo encendió y depositó cuidadosamente la cerilla en un cenicero hecho con una concha marina rosa y violeta, de modo que siguiese ardiendo. Hasta que su extremo se retorció y se puso negro.
—Le ruego que me disculpe —dijo—, por haberme dejado llevar de un impulso de afecto y exaltación. ¿Ve esta cicatriz?
Mostró el dorso de su mano.
—Esto —dijo– me lo hicieron en un duelo, en Hungría, hace cuatro años. Nos batimos con sables de caballería. A pesar de que había recibido varias heridas, conseguí matar a mi adversario. Era un gran hombre, un cerebro brillante, un corazón de oro; pero tuvo la desgracia de llamar en broma a mi hermana menor «cette petite Phryné qui se croit Ophélie». El caso era que la romántica mocita había intentado ahogarse en su piscina.
Siguió fumando en silencio.
—¿Y no hay manera de sacarles de allí? —preguntó Krug.
—¿De dónde? ¡Oh! Ya comprendo. Mi organización es de otro tipo. En nuestra jerga profesional, les llamamos fruntgenz(ánades de la frontera), no turmbrokhen(rompedores de cárceles). Entonces, ¿está dispuesto a pagarme lo que le pido? Bene. ¿Y estaría igualmente dispuesto si le hubiese pedido todo el dinero que tiene en el mundo?
—Desde luego —dijo Krug—. Cualquier Universidad extranjera me lo reintegraría.
Quist se echó a reír y se aplicó taimadamente a pescar una bolita de algodón de un pequeño frasco que contenía algunas tabletas.
—¿Sabe una cosa? —dijo, con afectada sonrisa—. Si yo fuese un agent provocateur, lo cual desde luego no soy, haría, llegados a este punto, la siguiente observación mental: Madamka(suponiendo que éste fuese su apodo en el departamento de espionaje) está ansioso por abandonar el país, le cueste lo que le cueste.
—Y por Dios que tendría usted razón —dijo Krug.
—También tendrá que hacerme un regalo especial —siguió diciendo Quist—. A saber: su biblioteca, sus manuscritos, hasta el último papel escrito. Cuando salga del país, tendrá que hacerlo desnudo como un gusano.
—Magnífico —dijo Krug—. Incluso le guardaré el contenido de la papelera.
—Bien —dijo Quist—, si es así, poco más tenemos que hablar.
—¿Cuándo podrá arreglarlo? —preguntó Krug.
—Arreglar, ¿qué?
—Mi huida.
—¡Oh, eso! Bueno... ¿Tiene mucha prisa?
—Sí. Muchísima prisa. Quiero sacar a mi hijo de aquí.
—¿Su hijo?
—Sí; un niño de ocho años.
—Ya. Claro, tiene usted un hijo.
Se hizo un extraño silencio. Un rubor opaco invadió poco a poco el semblante de Quist. Miró al suelo. Con suaves garras, se pellizó la boca y las mejillas. ¡Qué tontos habían sido! Ahora, la ventaja era suya.
—Mis clientes —dijo Quist– tienen que andar más de treinta kilómetros a pie, a través de zarzales y de fangales poblados de arándanos. El resto del tiempo, tienen que permanecer echados en el fondo de un camión, con el consiguiente traqueteo. La comida es escasa y mala. Uno tiene que privarse de hacer sus necesidades durante diez horas seguidas o más. Usted tiene una buena constitución física, y lo aguantará. Pero, llevar a su hijo con usted..., ¡ni hablar!
—¡Oh! Se estará quieto como un ratón —dijo Krug—. Y podría llevarlo a cuestas, sin notarlo siquiera.
—Un día —murmuró Quist– no fue usted capaz de llevarlo tres kilómetros hasta la estación.
—¿Cómo?
—He dicho que, algún día, será incapaz de llevarlo más lejos que de aquí a la estación. Pero no es éste el punto esencial. ¿Se da usted cuenta del peligro?
—Vagamente. Pero no puedo dejar a mi hijo.
Hubo otra pausa. Quist enrolló un trocito de algodón a la cabeza de una cerilla y lo empleó para hurgar en el interior de su oído izquierdo. Después, observó con satisfacción el tono dorado que había obtenido.
—Bueno —dijo—. Veré lo que se puede hacer. Desde luego, debemos mantenernos en contacto.
—¿No podríamos establecer un acuerdo? —sugirió Krug, levantándose del sillón y buscando su sombrero—. Quiero decir que tal vez necesite usted un anticipo. Sí, ya lo veo. Está debajo de la mesa. Gracias.
—Siempre será usted bien venido en esta casa —dijo Quist—. ¿Qué le parece un día de la próxima semana? ¿Le iría bien el martes? ¿A eso de las cinco de la tarde?
—Me parece perfecto.
—Podríamos encontrarnos en el Puente de Neptuno. ¿Digamos junto al farol número veinte?
—Con mucho gusto.
—Siempre a su mandar. Confiese que nuestra paqueña charla ha aclarado la situación de un modo maravilloso. Es una lástima que no pueda usted quedarse un rato más.
—Tiemblo al pensar en el largo trayecto hasta mi casa —dijo Krug—. Tardaré horas en llegar.
—¡Oh! Yo puedo mostrarle un camino más corto —dijo Quist—. Espere un minuto. Un atajo muy corto y agradable.
Se dirigió al pie de una escalera de caracol y, mirando hacia arriba, gritó:
—¡Mac!
No hubo respuesta. Esperó, ahora con la cara vuelta hacia abajo, un poco en la dirección de Krug, pero sin mirarle realmente: pestañeando, escuchando.
—¡Mac!
Tampoco hubo respuesta, y, al cabo de un rato, Quist decidió subir a buscar lo que quería.
Krug examinó unos cuantos cachivaches que había en un estante: un viejo y oxidado timbre de bicicleta, una raqueta de tenis de color castaño, un portaplumas de marfil, con una pequeña mirilla de cristal. Atisbo, cerrando un ojo, y vio una puesta de sol de cinabrio y un puente negro. Gruss aus Padukbad.
Quist bajó la escalera brincando y silbando entre dientes, con un manojo de llaves en la mano. Eligió la más brillante de éstas y abrió una puerta secreta debajo de la escalera. Sin decir palabra, señaló un largo pasadizo. Había unos carteles antiguos y tuberías acodadas en las débilmente iluminadas paredes.
—Bueno, muchísimas gracias —dijo Krug.
Pero Quist había cerrado ya la puerta detrás de él. Krug echó a andar por el pasillo, desabrochado el gabán, hundidas las manos en los bolsillos del pantalón. Su sombra le acompañaba como un faquín negro cargado con demasiadas maletas.
Al cabo de un rato, llegó a otra puerta hecha con unas tablas toscas y toscamente clavadas. La empujó y se encontró en el patio de atrás de su casa. A la mañana siguiente, bajó a inspeccionar esta salida desde el lado de la entrada. Pero ahora aparecía astutamente disimulada, confundiéndose en parte con algunos tablones apoyados en la pared del patio, y, en parte, con la puerta de un retrete proletario. Sobre unos ladrillos próximos, hallábanse sentados el lúgubre detective encargado de la vigilancia de su casa y un organillero, jugando al chemin de fer; un sucio nueve de picos yacía a sus pies, sobre el suelo ceniciento, y, con una punzada de impaciente deseo, Krug se imaginó un andén de estación de ferrocarril y contempló un naipe y unas mondaduras de naranja animando la carbonilla entre los dos raíles, debajo de un coche pullman que le estaba esperando en un ambiente mixto de verano y humo, pero que, dentro de un minuto, saldría de la estación y se marcharía lejos, lejos, hacia la blanca bruma de las increíbles Carolinas. Y, siguiéndole a lo largo de las oscurecidas marismas, tenazmente suspendida en el éter del atardecer y deslizándose entre los hilos del telégrafo, casta como la filigrana de un papel de barba, moviéndose con la suavidad de esas marañas de células que flotan de través sobre el ojo cansado, la pálida copia, color de limón, de la lámpara que brillaba sobre el pasajero, viajaría misteriosamente a través del paisaje turquesa de la ventanilla.
CAPITULO XVI
Tres sillas colocadas una detrás de otra.
La misma idea.
—¿El qué?
—El botaganado.
Un tablero de damas, apoyado en las patas de la primera silla, representaba el botaganado. La última silla era el furgón de cola.
—Comprendo. Pero, ahora, el maquinista debe irse a la cama.
—Date prisa, papaíto. Sube. ¡El tren va a arrancar!
—Escucha, querido...
—¡Oh! Por favor. Siéntate sólo un minuto.
—No, querido; ya te lo he dicho.
—Pero es sólo un minuto. ¡Oh, papá! Mariette no quiere; tú tampoco quieres. Nadie quiere viajar conmigo en mi supertrén.
—Ahora no. Ya es hora de...
De ir a la cama, de ir al colegio... Hora de dormir, hora de comer, hora de bañarse, nunca «hora» a secas; hora de levantarse, hora de salir, hora de volver a casa, hora de apagar todas las luces, hora de morir.
Y qué angustia, pensó Krug el pensador, amar tan locamente a una pequeña criatura, formada en cierta manera misteriosa (aún más misteriosa para nosotros de lo que lo fue para los primeros pensadores en sus bosquecillos de pálidos olivos) por la fusión de dos misterios, o mejor dicho, por dos series de un trillón de misterios cada una; formada por una fusión que es, al mismo tiempo, cuestión de elección y cuestión de suerte y cuestión de puro encantamiento; formada así y capaz, después, de acumular trillones de misterios propios; todo ello impregnado de conciencia, que es la única cosa verdadera del mundo y el misterio mayor de todos.
Se imaginó a David dentro de uno o dos años, sentado sobre un baúl con abigarrados marbetes, en la oficina de aduana del muelle.
Se lo imaginó corriendo en bicicleta, entre brillantes forsitias y delgados y desnudos abedules, por un camino en el que había un rótulo de «prohibidas las bicicletas». Lo vio en el borde de una piscina, tumbado boca abajo, con un mojado calzón negro, con uno de los omóplatos levantado en ángulo agudo, estirando una mano y sacudiendo el agua tornasolada que inundaba un destructor de juguete. Lo vio en uno de aquellos fabulosos establecimientos ubicados en una esquina, que tienen pasteles en un lado y helados en el otro, encaramado junto a la barra y estirándose hacia las máquinas de los jarabes. Lo vio arrojando una pelota con un movimiento especial de la muñeca, desconocido en su antiguo país. Lo vio, hecho un pollito, cruzando un campus en tecnicolor. Lo vio vistiendo el curioso atuendo (parecido al de los jockeys, salvo por los zapatos y las medias) que se usa en el juego de pelota americano. Lo vio aprendiendo a volar. Lo vio, a los dos años, sentado en su orinalito, saltando, meciéndose, cruzando a sacudidas, sobre el resbaladizo orinal, el suelo de su cuarto infantil. Lo vio como un hombre de cuarenta años.
La víspera del día fijado por Quist, visitó el puente: había salido en misión de reconocimiento, pues se le ocurrió pensar que podía ser peligroso como lugar de cita, a causa de los soldados; pero los soldados se habían marchado hacía tiempo, el puente estaba desierto. Quist podía venir cuando quisiera. Krug llevaba un solo guante, y había olvidado sus gafas; por consiguiente, no podía releer la minuciosa nota que le había entregado Quist, con todas las contraseñas y direcciones, y un plano esquemático, y la clave de toda la vida de Krug. Sin embargo, esto importaba poco. El cielo, muy bajo sobre su cabeza, estaba cubierto por una capa lívida y ondulada de espesas nubes; unos copos muy grandes, grisáceos, semitransparentes y de forma irregular, caían lenta y verticalmente; y, cuando tocaban el agua oscura del Kur, flotaban en ella, en vez de deshacerse en seguida; esto era raro. Después, más allá del borde de la nube, una súbita desnudez de cielo y río sonreía al observador del puente, y una radiación de madreperla teñía las curvas de las remotas montañas, de donde se derivaban, diversamente, el río y la sonriente tristeza y las primeras luces de la noche en las ventanas de los edificios de la orilla. Al observar los copos de nieve sobre el agua oscura y bella, Krug se dijo que, o bien los copos eran reales y el agua no era un agua de verdad, o bien ésta era real y los copos estaban hechos de algún material insoluble especial. Para solventar esta cuestión, dejó caer su único guante desde el puente; pero no ocurrió nada anormal: el guante perforó la arrugada superficie del agua con el índice extendido, se sumergió y se perdió de vista.