355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Владимир Набоков » Barra siniestra » Текст книги (страница 1)
Barra siniestra
  • Текст добавлен: 26 сентября 2016, 19:11

Текст книги "Barra siniestra"


Автор книги: Владимир Набоков



сообщить о нарушении

Текущая страница: 1 (всего у книги 15 страниц)

Annotation

Krug se detuvo en el portal y contempló la cara de ella, vuelta hacia arriba. El movimiento (pulsación, radiación) de sus facciones (diminutas ondas arrugadas) se debía a que estaba hablando, y él se dio cuenta de que este movimiento duraba ya desde hacía un rato. Posiblemente, desde que estaban bajando las escaleras del hospital. Con sus marchitos ojos azules y su largo y arrugado labio superior, la mujer se parecía a alguien que él conocía desde hacía años pero a quien no podía recordar —curioso. Una vía lateral de indiferente conciencia le permitió reconocerla como la enfermera jefe. La continuación de su voz se hizo real, como si una aguja hubiese encontrado el surco. Su surco en el disco de la mente de él. De su mente que había empezado a girar al detenerse él en el portal y mirar hacia abajo, a la cara levantada de ella. El movimiento de sus facciones era ahora audible.



Vladimir Nabokov


Barra siniestra



BEND SINISTER

Traducción de

J. FERRER ALEU


Este libro se ha publicado originalmente en inglés con el título de

BEND SINISTER


INTRODUCCIÓN



Barra siniestrafue la primera novela que escribí en América, y esto ocurrió media docena de años después de que ella y yo nos adoptásemos mutuamente. La mayor parte del libro se compuso durante el invierno y la primavera de 1945-1946, en un período de mi vida particularmente despejado y vigoroso. Mi salud era excelente. Mi consumo diario de cigarrillos había alcanzado la marca de cuatro cajetillas. Dormía al menos cuatro o cinco horas, y me pasaba el resto de la noche paseando, lápiz en mano, por el deslucido pisito de Craigie Circle, Cambridge, Massachusetts, donde me alojaba, entre una anciana de pies petrificados y una joven de oído hipersensible. Todos los días, incluidos los domingos, me pasaba diez horas estudiando la estructura de ciertas mariposas en el paraíso-laboratorio del Museo de Zoología Comparada de Harvard; pero, tres veces más por semana, sólo permanecía allí hasta el mediodía, hora en que me apartaba a viva fuerza del microscopio y de la cámara lúcida para trasladarme a Wellesley (en tranvía y autobús, o en Metro y ferrocarril), donde enseñaba gramática y literatura rusa a unas chicas del Instituto.

El libro quedó terminado una cálida noche de lluvia, más o menos como la que describió al final del capítulo XVIII. Un amable amigo, Edmund Wilson, leyó la copia mecanograliada y recomendó el libro a Alien Tate, el cual lo hizo publicar por Holt en 1947. Yo estaba profundamente sumido en otros trabajos, pero no dejé de advertir el poco ruido que armó. Que recuerde, sólo dos semanarios, Timey The New Yorker, según creo, lo alabaron.

El término «barra siniestra» significa una faja o tira heráldica que parte del ángulo siniestro (y que, común pero incorrectamente, se considera signo de bastardía). Su elección como título fue un intento de sugerir un perfil quebrado por refracción, una distorsión en el espejo del ser, un mal giro dado por la vida, un mundo siniestro, en ambos sentidos de la palabra. El inconveniente del título está en que el lector solemne, que busca en una novela «ideas generales» o «interés humano» (que es casi lo mismo), se sienta inducido a buscarlos en ésta.

Existen pocas cosas más aburridas que una discusión de ideas generales, impuesta por el autor o el lector, sobre una obra de ficción. El objeto de este prólogo no es mostrar que Barra siniestrapertenece o deja de pertenecer a la «literatura seria» (que es un eufemismo de la profundidad superficial y de la siempre bien recibida vulgaridad). Nunca me ha interesado la llamada literatura de comentario social (en la jerga periodística y comercial: «grandes libros»). No soy «sincero». No soy «provocador». No soy «satírico». No soy didáctico ni suelo alegorizar. La política y la economía, las bombas atómicas, las formas de arte primitivas o abstractas, todo el Oriente, los síntomas de «deshielo» en la Rusia soviética, el Futuro de la Humanidad, etc., me dejan absolutamente indiferente. Como en el caso de mi Invitation to a Beheading—con el cual tiene este libro visibles afinidades—, una comparación automática de Barra siniestracon las creaciones de Kafka o los tópicos de Orwell sólo serviría para demostrar que el autómata no ha leído al gran escritor germano ni al mediocre escritor inglés.

De manera parecida, la influencia de mi época en el presente libro es tan insignificante como la influencia de mis libros, o al menos de éste, en mi época. Desde luego, pueden percibirse ciertos reflejos en el cristal, causados directamente por los idiotas y despreciables regímenes que todos conocemos y que me rozaron en el curso de mi vida: mundos de tiranía y de tortura, de fascistas y bolcheviques, de pensadores filisteos y de mandriles de botas altas. También es indudable que, sin estos infames modelos ante mí, no habría podido mechar esta fantasía con fragmentos de discursos de Lenin, un trozo de la Constitución soviética y pedazos de seudoeficiencia nazi.

Aunque el sistema de retener personas como rehenes es tan viejo como la más antigua guerra, se introduce un matiz más nuevo cuando un Estado tiránico está en guerra con sus propios subditos y puede tomar a cualquier ciudadano como rehén, sin ninguna ley que lo restrinja. E incluso hubo un perfeccionamiento más reciente, consistente en el uso sutil de lo que llamaré «la palanca del amor» —diabólico método (aplicado con gran éxito por los soviéticos) de atar a un rebelde a su desdichado país con las retorcidas cuerdas de su propio corazón. Sin embargo, es de observar que, en Barra siniestra, el todavía joven Estado policíaco de Paduk —donde cierto embotamiento del ingenio es un rasgo nacional del pueblo (aumentando con ello las posibilidades de confusiones y chapucerías, tan típicas, a Dios gracias, de todas las tiranías)– va retrasado, en relación con los regímenes actuales, en el empleo afortunado de esta palanca del amor, el cual busca al principio bastante a tientas, perdiendo tiempo en la inútil persecución de los amigos de Krug, y sólo advirtiendo por casualidad (en el capítulo XV) que, apoderándose de su hijo pequeño, se le puede obligar a hacer lo que se quiera.

El argumento de Barra siniestrano gira realmente alrededor de la vida y la muerte en un grotesco Estado policíaco. Mis personajes no son «tipos» ni portadores de tal o cual «idea». Paduk, el abyecto dictador y ex condiscípulo de Krug (indefectiblemente atormentado por los chicos, indefectiblemente mimados por el celador del colegio); el doctor Alexander, agente del Gobierno; el inefable Hustav; el frío Crystalsen y el desventurado Kolokololiteishchikov; las tres hermanas Bachofen; el chusco policía Mac; los brutales e imbéciles soldados: todos ellos son sólo absurdos espejismos, ilusiones opresivas para Krug, durante su breve lapso de existencia, pero que se desvanecen, inofensivos, cuando yo despido a los actores.

El tema principal de Barra siniestra lo constituyen, pues, los latidos del amante corazón de Krug, la tortura y la intensa ternura a que se ve sometido..., y, si se escribió este libro y creo que debe ser leído, es por mor de las páginas referentes a David y su padre. Otros dos temas acompañan al principal: el tema de la estúpida brutalidad que frustra su propio objetivo al destruir al niño verdadero y conservar el equivocado; y el tema de la bendita locura de Krug, cuando percibe súbitamente la simple realidad de las cosas y sabe, aunque no puede expresarlo en palabras de su mundo, que él y su hijo y su esposa y todos los demás son meramente antojos y jaquecas míos.

¿Formulo por mi parte algún juicio, pronuncio alguna sentencia, doy alguna satisfacción al sentido moral? Si unos imbéciles y unos brutos pueden castigar a otros brutos e imbéciles, y si el crimen conserva aún un significado objetivo en el mundo insensato de Paduk (todo lo cual es muy dudoso), podemos afirmar que el crimen es castigado al final del libro, cuando los uniformados muñecos de cera padecen de verdad, y los testaferros sufren por fin un terrible dolor, y la linda Mariette sangra lentamente, pinchada y desgarrada por la lujuria de cuarenta soldados.

La trama empieza a fraguarse en el caldo brillante de un charco de lluvia. Krug observa el charco desde una ventana del hospital donde se está muriendo su esposa. El charco oblongo, con la forma de una célula a punto de escindirse, reaparece como una música temática a lo largo de toda la novela, como un borrón de tinta en el capítulo IV; como una mancha de tinta en el capítulo V; como leche derramada en el XI; como un pensamiento ciliado, parecido a un infusorio, en el XII; como la huella fosforescente de un pie de un isleño en el capítulo XVIII, y como la marca que deja un alma en la textura íntima del espacio, en el párrafo final. El charco, avivado y reavivado de esta suerte en la mente de Krug, permanece ligado a la imagen de su esposa, no sólo porque él ha contemplado el inserto ocaso desde el lecho de muerte de ella, sino también porque este charquito le hace evocar vagamente el eslabón que nos une: un desgarrón en este mundo, que conduce a otro mundo de ternura, de brillantez y de belleza.

Una imagen contigua, que habla aún más elocuentemente de Olga, es la visión de ésta despojándose de sí misma, de sus joyas, del collar y la tiara de la vida terrena, delante de un resplandeciente espejo. Este cuadro aparece seis veces en el curso de un sueño, entre el líquido, recuerdos refractados por el sueño, de la muchachez de Krug (capítulo V).

La paranomasia es una especie de epidemia verbal, una enfermedad contagiosa en el mundo de las palabras; no es de extrañar que éstas aparezcan monstruosa y torpemente retorcidas en Padukgrado, donde cada cual es simplemente un anagrama de todos los demás. El libro abunda en distorsiones estilísticas, como retruécanos cruzados con anagramas (en el capítulo II, la circunferencia rusa, krug, se convierte en un pepino teutónico, gurk, con una alusión adicional a Krug invirtiendo su trayecto sobre el puente); sugestivos neologismos (la amorandola —una guitarra local); parodias de tópicos narrativos («que había oído las últimas palabras» y «que parecía ser el jefe del grupo», capítulo II); transposiciones («silencio» y «ciencia», saltando a la una la mula en el capítulo XVII, y, desde luego, hibridación de lenguas.

El idioma del país, tal como se habla en Padukgrado y en Omigod, y también en el valle del Kur, en los montes Sakra y en la región del Lago Malheur, es una mezcla híbrida de eslavo y germánico, con un fuerte acento kuraniano en todo él (especialmente acusado en las eyaculaciones de dolor); pero el ruso y el alemán familiares son también empleados por representantes de todos los grupos, desde el vulgar soldado elkwilistahasta el intelectual discriminador. Por ejemplo, Ember, en el capítulo VII, da a su amigo una muestra de los tres primeros versos del soliloquio de Hamlet(Acto III, Escena I) traducidos a la lengua vernácula (con una seudoerudita interpretación del primer verso, tomado para referirse a la proyectada muerte de Claudius, a saber, «¿tiene que ser o no ser el asesinato?»). Lo cual continúa con una versión rusa de parte del parlamento de la Reina en el Acto IV, Escena VII (también con la introducción de un escolio) y una espléndida traducción al ruso del pasaje en prosa del Acto III, Escena II, que empieza «Would not this, Sir, and a forest of feathers...». Los problemas de traducción, las fluidas transiciones de una lengua a otra, las semánticas transparencias que tienden capas de un sentido que se encoge o se dilata, son tan características de Sinisterbad como lo son los problemas monetarios de tiranías más conocidas.

Es este espejo deformante de terror y de arte, una seudocita tomada de oscuros shakespearinismos (capítulo III) produce de algún modo, a pesar de su falta de significación literal, la confusa imagen diminutiva de la acrobática hazaña que, tan espléndidamente, nos da un brillante final con vistas al capítulo siguiente. Una selección casual de incidentes yámbicos entresacados de la prosa de Moby Dick aparece disfrazada de «un famoso poema americano» (capítulo II). Si el «almirante» y su «flota», en un manido discurso oficial (capítulo IV), son mal interpretados por el viudo, que oye «animal» y sus «pies», esto se debe a que la casual referencia que acaba de hacerse a un hombre que pierde a su esposa, oscurece y deforma la frase siguiente. Cuando Ember recuerda, en el capítulo III, cuatro novelas de gran éxito, el alerta viajero no puede dejar de advertir que los títulos de tres de ellas forman, aproximadamente, la orden fijada en los lavabos de No Tirar de la Cadena cuando el Tren pasa por Ciudades y Pueblos, mientras que el cuarto alude a la vana Canción de Bernadette, de Werfel, medio santita y medio bombón. De manera parecida, al principio del capítulo VI, donde se mencionan otras novelas populares del día, una ligera desviación en el espectro del significado sustituye el título Lo que el viento se llevó (sisada de Cynara, de Dowson) por el de Rosas lanzadas (sisada del mismo poema), y una fusión de dos novelas baratas (de Remarque y Solojov) produce la límpida Sin novedad en el Don.

Stephan Mallarmé dejó tres o cuatro bagatelas inmortales, entre las que se cuenta L'Aprés-Midi d'un Faune(La siesta de un fauno) (redactada por primera vez en 1865). Krug está obsesionado por un pasaje de esta voluptuosa égloga, donde el fauno acusa a la ninfa de desprenderse de su abrazo «sans pitié du sanglot dont j'étais encore ivre» («sin apiadarse del sollozo que aún me emborrachaba»). Fragmentos de este verso resuenan en todo el libro, brotando, por ejemplo, en el malarma ne don jedel lamento del doctor Azureus (capítulo IV) y en el donje te zankorivde Krug, cuando, con aire de disculpa, interrumpe el beso del estudiante y su pequeña Carmen (prefiguración de Mariette), en el mismo capítulo. También la muerte es una despiadada interrupción; la fuerte sensualidad del viudo busca una patética salida en Mariette, pero, cuando ase ávidamente las caderas de la improvisada ninfa a la que está a punto de gozar, el ensordecedor ruido en la puerta rompe para siempre el palpitante ritmo.

Tal vez me preguntaréis si vale la pena que un autor cree y distribuya estas delicadas marcas, cuya naturaleza exige que no sean demasiado visibles. ¿Quién se molestará en advertir que Pankrat Tzikutin, el andrajoso y viejo pogromista (capítulo XIII), es Sócrates Hemlocker; que «el niño es atrevido», en la alusión a la inmigración (capítulo XVIII), es una frase hecha que se emplea para probar la habilidad en la lectura de un presunto ciudadano americano; que Linda no hurtó a fin de cuentas el pequeño buho de porcelana (principio del capítulo X); que los pihuelos del patio (capítulo VII) han sido dibujados por Saul Steinberg; que el «padre de otra doncella del río» (capítulo VII) es James Joyce, que escribió El lago Winnipeg( ibid.), y que la última palabra del libro no es un error de imprenta (como supuso, en el pasado, al menos un corrector de pruebas)? A la mayoría, ni siquiera les importará haber pasado todo esto por alto; los hombres de buena voluntad traerán sus propios símbolos y móviles, y radios portátiles, a mi pequeña fiesta; los irónicos señalarán la fatuidad fatal de mis explicaciones en este prólogo y me aconsejarán que ponga notas la próxima vez (las notas siempre parecen cómicas a ciertas mentalidades). Sin embargo, a la larga, lo único que cuenta es la satisfacción privada del autor. Raras veces releo mis libros, y, cuando lo hago, es con el fin utilitario de revisar una traducción o de comprobar una nueva edición; pero, cuando los repaso, lo que más me gusta es el murmullo, en la orilla, de este o aquel tema escondido.

Así, en el segundo párrafo del capítulo V, aparece la primera insinuación de que hay «alguien que sabe» —un misterioso intruso que aprovecha el sueño de Krug para transmitir su propio y peculiar mensaje cifrado. El intruso no es el Charlatán Vienes (todos mis libros deberían ser titulados de Freudianos, Prohibido el Paso), sino una deidad antropomorfa encarnada por mí. En el último capítulo del libro, esta deidad siente una punzada de piedad por sus criaturas y se apresura a actuar. Krug, en un súbito estallido de locura, comprende que está en buenas manos: nada importa realmente en el mundo, no hay nada que temer, y la muerte sólo es una cuestión de estilo, un simple recurso literario, una resolución musical. Y mientras la rosada alma de Olga, simbolizada ya en un capítulo anterior (IX), zumba en la húmeda oscuridad de la ventana iluminada de mi habitación, Krug regresa tranquilamente al seno de su Hacedor.

9 de setiembre de 1963

VLADIMIR NABOKOV

Montreux


CAPÍTULO PRIMERO



Un charco oblongo engastado en el tosco asfalto; como la caprichosa huella de un pie llena hasta el borde de azogue; como un agujero espatulado a través del cual puede verse el cielo inferior. Rodeado, según advierto, por una difusa y negra humedad tentacular, en los lugares donde se habían pegado algunas pardas y opacas hojas muertas. Ahogadas, diría yo, antes de que el charco se redujese a su tamaño actual.

Yace en la sombra, pero contiene una muestra del brillo más alejado, de un sitio donde hay árboles y dos casas. Mirad desde más cerca. Sí, refleja un fragmento de pálido cielo azul —un tono suave e infantil de azul– que pone un regusto de leche en mi boca, porque, hace treinta y cinco años, tenía yo una taza de este color. También refleja una breve maraña de ramitas desnudas y la parda cavidad de una rama más gruesa cortada por su borde, y una barra transversal de brillante color crema. Se te ha caído algo, esto es tuyo, casa cremosa bajo el sol en la lejanía.

Cuando el viento de noviembre tiene uno de sus recurrentes estremecimientos helados, un rudimentario torbellino de ondas diminutas arruga la brillante superficie del charco. Dos hojas, trilobuladas, que parecen dos bañistas temblorosos que llegan corriendo para nadar, son arrastrados por su ímpetu hasta el centro, donde amaran de súbito y flotan completamente planas. Las cuatro y veinte minutos. Vista desde una ventana de hospital.

Árboles de noviembre, álamos, según creo, dos de los cuales brotan directamente del asfalto: todos ellos bajo el frío y brillante sol, con sus cortezas relucientes y llenas de estrías, y una intrincada red de innumerables ramitas pulidas y desnudas —oro viejo—, pues ellas son las que reciben mayor cantidad del falsamente suave sol de allá en lo alto. Su inmovilidad contrasta con el espasmódico temblor del reflejo en el charco —pues la emoción visible de un árbol es la masa de sus hojas, y apenas si quedan más de treinta y siete o cosa así, aquí y allá, en uno de los lados del árbol. Sólo llamean un poco; su matiz es neutro, pero bruñido por el sol hasta darle el mismo, color de icono de los enredados trillones de ramitas. Desmayado azul del cielo cruzado por pálidos e inmóviles mechones de nubes superpuestas.

La operación no ha tenido éxito y mi esposa va a morir.

Más allá de una valla baja, al sol, en la brillante desolación, la fachada de una casa pizarreña tiene como marco dos pilastras laterales de color crema y una ancha, vacía y descuidada cornisa: la capa de azúcar de un pastel que ha envejecido en la tienda. De día, las ventanas parecen negras. Son en número de trece; celosía blanca, postigos verdes. Todo muy claro, pero el día ya no durará. Algo se ha movido en la negrura de una ventana: un ama de casa sin edad abre —abe, solía decir mi dentista, un tal doctor Wollison, cuando yo tenía aún los dientes de leche– la ventana, sacude algo, y ya puede cerrar.

La otra casa (a la derecha, más allá de un garaje que sobresale) es ahora completamente dorada. Los álamos de mil ramas proyectan sus ascendentes tiras de sombra de alambique sobre ella, entre sus propios miembros extendidos y curvados, pulidos y sombreados de negro. Pero todo se desvanece, se desvanece; ella solía sentarse en el campo, a pintar una puesta de sol que nunca permanecía, y un rapazuelo campesino, muy pequeño y callado y vergonzoso a pesar de su persistencia de ratón, se quedaba plantado junto a su codo, y miraba el caballete, los colores y el húmedo pincel de acuarela, erguido como la lengua de una serpiente —pero el ocaso se iba, dejando sólo una barahúnda de purpúreos restos del día, amontonados de cualquier manera —ruinas, chatarra.

La moteada fachada de aquella otra casa está cruzada por una escalera exterior, y la buharda a la que conduce aparece ahora tan brillante como lo estaba el charco —pues éste ha cambiado ahora a un blanco líquido y opaco, de modo que parece una copia acromática de la pintura que antes hemos visto.

Probablemente, nunca olvidaré el verde mate del estrecho prado de delante de la primera casa (la moteada se levanta a uno de sus lados, oblicuamente). Un prado desgreñado y ralo, con una raya de asfalto en medio, y todo incrustado de pálidas hojas pardas. Los colores se van. Hay un último destello en la ventana a la que todavía conducen los peldaños del día. Pero todo ha acabado y si encendiesen las luces en el interior, éstas matarían lo que queda del día exterior. Los jirones de nubes se tiñen con rubor de carne, y los trillones de ramitas se están volviendo sumamente distintas: y ahora ya no hay color aquí abajo: las casas, el prado, la valla, las vistas intermedias, todo ha sido atenuado hasta un gris castaño rojizo. ¡Oh!, el cristal del charco es de un malva brillante.

Han encendido las luces en la casa en que estoy, y se ha extinguido la vista de la ventana. Todo tiene una negrura de tinta, bajo un cielo de tinta azul pálida —«sale azul, escribe negro», como se decía en un frasco de tinta; pero no lo hacía, como no lo hace el cielo, y sí los árboles con sus trillones de ramitas.


CAPITULO II



Krug se detuvo en el portal y contempló la cara de ella, vuelta hacia arriba. El movimiento (pulsación, radiación) de sus facciones (diminutas ondas arrugadas) se debía a que estaba hablando, y él se dio cuenta de que este movimiento duraba ya desde hacía un rato. Posiblemente, desde que estaban bajando las escaleras del hospital. Con sus marchitos ojos azules y su largo y arrugado labio superior, la mujer se parecía a alguien que él conocía desde hacía años pero a quien no podía recordar —curioso. Una vía lateral de indiferente conciencia le permitió reconocerla como la enfermera jefe. La continuación de su voz se hizo real, como si una aguja hubiese encontrado el surco. Su surco en el disco de la mente de él. De su mente que había empezado a girar al detenerse él en el portal y mirar hacia abajo, a la cara levantada de ella. El movimiento de sus facciones era ahora audible.

Pronunció la palabra que significaba «luchando» con acento noroccidental: fakhtungen vez de fahtung. La persona (¿varón?) a quien se parecía se asomó entre la niebla y desapareció antes de que él pudiese identificarla o identificarle.

—Todavía están luchando —dijo—...oscura y peligrosa.

La ciudad está a oscuras, las calles son peligrosas. En realidad, debería pasar aquí la noche... En una cama del hospital ( gospitalisha kruvka) —de nuevo aquel acento de las tierras pantanosas, y él se sintió como un pesado cuervo ( kruv) volando contra el ocaso—. Por favor. O al menos podría esperar al doctor Krug, que tiene coche.

—No es pariente mío —dijo él—. Pura coincidencia.

—Lo sé —dijo ella—, pero, en todo caso, usted no debería no debería no debería —(la palabra siguió rodando, como si hubiese gastado su sentido).

—Tengo un salvoconducto. —dijo él.

Y, abriendo su cartera, consiguió desplegar el papel en cuestión con dedos temblorosos. Tenía unos dedos gruesos y (veamos) chapuceros (esto es) que siempre temblaban ligeramente. Chupaba metódicamente el interior de sus mejillas, y éstas chascaban también ligeramente, cuando desplegaba algo. Krug —pues éste era el hombre– mostró a la mujer el borroso papel. Era un hombrón cansado, que andaba algo encorvado.

—Esto no le servirá de nada —gimió ella—. Una bala perdida puede alcanzarle.

(Como puede verse, la buena mujer pensaba que las balas estaban todavía flukhtung en la noche, como restos meteóricos del tiroteo terminado hacía tiempo.)

—No me interesa la política —dijo él—. Y sólo tengo que cruzar el río. Un amigo mío vendrá a arreglar las cosas mañana por la mañana.

Dio una palmada en el codo de la mujer y siguió su camino.

Cedió, con todo el placer que podía haber en el acto, a la suave y cálida presión de las lágrimas. Pero la sensación de alivio duró poco, pues, en cuanto las dejó fluir, se volvieron atrozmente cálidas y abundantes, hasta el punto de cortarle la visión y la respiración. Caminó a través de una niebla espasmódica por la empedrada calle de Omigod, en dirección al malecón. Trató de aclararse la garganta, pero esto sólo provocó otro sollozo entrecortado. Ahora lamentaba haber cedido a aquella tentación, pues ya no podía dejar de ceder y el hombre palpitante que llevaba dentro estaba empapado. Como de costumbre, distinguió entre el hombre tembloroso y el que miraba hacia delante: miraba hacia delante con interés, con simpatía, con un suspiro o con blanda sorpresa. Ésta era la última fortaleza de un dualismo que aborrecía. La raíz cuadrada de uno es uno. Notas marginales, recordatorios. El desconocido observando en silencio los torrentes de dolor local desde una orilla abstracta. Una figura familiar, aunque anónima y solitaria. Me vio llorar cuando yo tenía diez años y me condujo a un espejo, en una habitación no utilizada (con una jaula de loro vacía en el rincón), de modo que pudiese estudiar mi cara deshecha. Me había escuchado, arqueando las cejas, cuando yo decía cosas que no hubiese debido decir. En todas las máscaras que yo probaba, había rendijas para sus ojos. Incluso en todos los momentos en que me mecía la convulsión más apreciada por los hombres. Mi salvador. Mi testigo. Y ahora buscó Klug el pañuelo, que era una confusa burbuja blanca en las profundidades de su noche particular. Habiéndolo sacado al fin de un laberinto de bolsillos, restregó y enjugó el oscuro cielo y las casas amorfas; y entonces vio que se acercaba al puente.

Otras noches, solía haber una hilera de luces ligeramente cantarínas, una incandescencia métrica que cada paso escandía y prolongaba con reflejos sobre el agua negra y serpenteante. Esta noche sólo había un resplandor difuso en el punto en que un Neptuno de granito se erguía sobre su cuadrada roca, la cual continuaba como parapeto, el cual se perdía entre la niebla. Al acercarse Krug, arrastrando regularmente los pies, dos soldados ekwilistas le cerraron el paso. Otros acechaban en los alrededores, y, cuando una linterna se movió, con arrogancia, para escrutarle, Krug descubrió a un hombrecillo vestido de meshchaniner(pequeño burgués) que, cruzado de brazos, esbozaba una sonrisa enfermiza. Los soldados (curiosamente, ambos tenían la cara picada de viruela) pedían, según comprendió Krug, su documentación (la de Krug). Mientras buscaba desmañadamente el salvoconducto, le dijeron que se diese prisa y mencionaron una breve aventura amorosa que habían tenido, o que tendrían, o que le invitaban a tener con su madre.

—Dudo —dijo Krug, mientras seguía hurgando en sus bolsillos– de que estas fantasías que surgieron como gorgojos de antiguos tabúes pudiesen transformarse realmente en actos, y esto por varias razones. Aquí está (casi se me cayó cuando hablaba con la huérfana..., quiero decir, la enfermera).

Lo agarraron como si hubiese sido un billete de cien coronas. Mientras sometían el salvoconducto a una minuciosa inspección, él se sonó la nariz y empezó a meter despacio el pañuelo en el bolsillo izquierdo de su abrigo, pero lo pensó mejor y lo pasó al bolsillo derecho del pantalón.

—¿Qué es esto? —preguntó el más gordo de los dos, señalando una palabra con la uña del pulgar aplicado sobre el papel.

Krug, calándose las gafas para leer, miró por encima de la cabeza del hombre.

—Universidad —contestó—. Un lugar donde enseñan cosas. Nada importante.

—No; esto —dijo el soldado.

—¡Oh! «Filosofía». Usted ya sabe. Cuando trata de imaginar un mirok (pequeña patata rosada) sin la menor referencia a cualquiera de lo que ha comido o comerá.

Hizo un vago ademán con las gafas y las deslizó en su rincón de lectura (bolsillo de la chaqueta).

—¿Adónde va? ¿Por qué está haraganeando cerca del puente? —preguntó el soldado gordo, mientras su compañero trataba a su vez de descifrar el salvoconducto.

—Todo tiene explicación —respondió Krug—. Desde hace unos diez días, he ido todas las mañanas al «Hospital Prinzin». Asunto particular. Ayer, mis amigos me dieron este documento, porque pensaron que el puente estaría vigilado después de anochecer. Mi casa está en el lado sur. Hoy regreso a ella más tarde que de costumbre.

—¿Paciente o doctor? —preguntó el soldado más flaco.

—Permitan que les lea lo que dice este papel —replicó Krug, alargando una mano solícita.

—Léalo y yo lo sostendré —dijo el flaco, sosteniendo el papel cabeza abajo.

—La inversión —dijo Krug– no me preocupa, pero necesito mis gafas.

Y volvió a la acostumbrada pesadilla del abrigo, la chaqueta, los bolsillos del pantalón, y encontró un estuche de gafas vacío. Se dispuso a continuar la búsqueda.

—¡Manos arriba! —gritó el soldado gordo, con histérica brusquedad.

Krug obedeció, sosteniendo el estuche en alto.

La parte izquierda de la luna estaba tan sombreada que resultaba casi invisible en la charca de claro pero oscuro éter a través de la cual parecía navegar rápidamente, ilusión debida al movimiento en dirección a la luna de unas nubéculas de chinchilla; en cambio, la parte derecha, un lado o mejilla algo porosa pero bien empolvada con talco, permanecía vivamente iluminada por el resplandor, aparentemente artificial, de un sol invisible. Un efecto de conjunto muy notable.

Los soldados le cachearon. Encontraron un frasco vacío que, muy recientemente, había contenido un cuartillo de coñac. Aunque era un hombre corpulento, Krug tenía cosquillas, y se revolvió un poco al hurgarle ellos rudamente en las costillas. Algo saltó y cayó al suelo con el ruido de un saltamontes. Habían localizado las gafas.


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю