Текст книги "Barra siniestra"
Автор книги: Владимир Набоков
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Классическая проза
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—Cuéntame algo más acerca de Hustav —pidió Mariette—. ¿Cómo le estrangularon?
—Pues verás. Entraron por la puerta de atrás, mientras yo estaba preparando el desayuno, y dijeron que tenían instrucciones de liquidarle. Yo les dije que muy bien, pero que no quería que me ensuciasen el suelo ni que hubiese disparos. Él se había encerrado en un armario de ropa. Se le oía temblar allí dentro, y caer la ropa encima de él y tintinear las perchas a cada temblor. Algo espeluznante. Yo les dije: no quiero ver cómo lo hacéis, ni quiero pasarme todo el día limpiando. Por consiguiente, lo llevaron al cuarto de baño y allí empezaron a justarle las cuentas. Desde luego, me estropearon la mañana. Yo tenía que ir al dentista a las diez, y ellos seguían en el cuarto de baño, haciendo unos ruidos sencillamente horribles..., sobre todo Hustav. La cosa debió durar al menos veinte minutos. Según me dijeron después, él tenía la nuez de Adán, dura como el acero..., y, desde luego, llegué tarde a casa del dentista.
—Como de costumbre —comentó el doctor Alexander. Las muchachas rieron. Mac se volvió a la más joven de las dos y, dejando de mascar, preguntó:
—¿De veras no tienes frío, Cin?
Su voz de barítono estaba cargada de amor. La adolescente enrojeció y, disimuladamente, le estrechó la mano. Respondió que tenía calor, ¡oh!, mucho calor. Había enrojecido porque él había empleado un diminutivo secreto que nadie conocía, que él había adivinado de algún modo. La intuición es el sésamo del amor.
—Está bien, está bien, ojos de caramelo —dijo el joven y tímido gigante, desprendiendo la mano—. Recuerda que estoy de servicio.
Y Krug volvió a sentir el aliento de «drugstore» de aquel hombre.
CAPITULO XVII
El coche se detuvo ante la puerta norte de la cárcel. El doctor Alexander llamó, presionando delicadamente la goma turgente de la bocina (mano blanca, amante blanco, seno piriforme de una concubina negra).
Se produjo un lento bostezo de hierro, y el coche penetró en el patio N.° 1. Allí, un enjambre de guardias, algunos provistos de máscaras de gas (cuyo perfil tenía un extraño parecido con cabezas de hormigas enormemente ampliadas), trepó a los estribos y a otras partes accesibles del vehículo; incluso, dos o tres, se encaramaron gruñendo sobre la cubierta. Muchas manos, algunas con pesados guantes, tiraron del encorvado y aterido Krug (todavía en estado larval) y lo sacaron del coche. Los guardias A y B se encargaron de él, mientras los demás corrían en zigzag de un lado a otro, en busca de nuevas víctimas. Con una sonrisa y un medio saludo, el doctor Alexander dijo al guardia A: «Hasta pronto», y, seguidamente, dio marcha atrás e imprimió un giro enérgico al volante. El coche dio media vuelta y salió disparado hacia delante; el doctor Alexander repitió el medio saludo, mientras Mac, después de apuntar a Krug con su enorme dedo índice, se embutía en el asiento que Mariette le había preparado a su lado. Entonces se oyeron los festivos bocinazos del coche al alejarse a toda velocidad, con rumbo a un departamento perfumado de almizcle. ¡Oh, alegre, ardiente e impaciente juventud!
Krug fue conducido, a través de varios patios, al edificio principal. En los patios N.° 3 y N.° 4 habían sido dibujadas siluetas de reos en una pared de ladrillos, para prácticas de tiro. Una antigua leyenda rusa dice que lo primero que ve un rastrelianyi (persona ejecutada por el pelotón de fusilamiento), al entrar en el «otro mundo» (no interumpan, por favor; sería prematuro; tengan las manos quietas), no es una asamblea de «sombras» o «espíritus» corrientes o de queridos y repulsivos, indeciblemente queridos e indeciblemente repulsivos seres queridos, envueltos en anticuadas vestiduras, como podríais pensar, sino una especie de ballet lento y silencioso, un grupo de esas siluetas de tiza que os dan la bienvenida y se mueven oscilando como infusorios transparentes... Pero, ¡al diablo con estas estúpidas supersticiones!
Entraron en el edificio, y Krug se encontró en una estancia curiosamente vacía. Era perfectamente redonda y su suelo había sido perfectamente fregado. Si hubiese sido un personaje de novela, habría preguntado, al desaparecer sus guardianes, si todos estos extraños sucesos y demás no habían sido una visión de pesadilla o algo por el estilo. Tema un pulsátil dolor de cabeza: una de esas jaquecas que parecen, de una parte, rebasar los límites de la propia cabeza, como los colores en las historietas baratas, y de otra, no llenar del todo el espacio de la cabeza; y los sordos latidos decían: uno, uno, uno, sin llegar nunca a decir dos. De las cuatro puertas situadas en los puntos cardinales de la redonda habitación, sólo una, una, una, estaba abierta. Krug la abrió de un empujón.
—¿Sí? —dijo un hombre de rostro pálido, sin dejar de mirar el secante en forma de columpio con el que estaba enjugando algo que acababa de escribir. —Exijo una acción inmediata —dijo Krug. El funcionario le miró con ojos húmedos y cansados. —Me llamo Konkordii Filadelfovich Kolokololiteishchikov —dijo—, pero todos me llaman Kol. Siéntese.
—Yo... —empezó de nuevo Krug.
Kol meneó la cabeza y buscó apresuradamente los impresos necesarios.
—Espere un momento. Primero debemos consignar todos los datos. ¿Se llama usted...?
—Adam Krug. Le ruego que haga traer inmediatamente a mi hijo aquí, inmediatamente...
—Un poco de paciencia —dijo Kol, mojando la pluma—. Confieso que el procedimiento es engorroso, pero cuanto antes terminemos, tanto mejor será. Muy bien. K,r,u,g. ¿Edad?
—¿Serían necesarias todas estas tonterías si le dijese que he cambiado de opinión?
—Es necesario en cualquier circunstancia. Sexo: varón. Cejas: pobladas. Nombre del padre...
—Igual que el mío, ¡maldito sea!
—Bueno, no me maldiga. Estoy tan harto de esto como usted. ¿Religión?
—Ninguna.
—«Ninguna» no es ninguna respuesta. La ley exige que todo varón declare su confesión religiosa. ¿Católico? ¿Vitalista? ¿Protestante?
—No hay respuesta.
—Pero, mi querido señor, ¿ha sido usted, al menos, bautizado?
—No sé de qué me está hablando.
—Bueno, esto es muy... Escuche: tengo que poner algo.
—¿Cuántas preguntas más? ¿Tiene que llenar todo esto? —y señaló la página con un dedo que temblaba furiosamente.
—Temo que sí.
—En tal caso, me niego a continuar. Tengo que hacer una declaración de suma importancia... y usted me hace perder el tiempo con tonterías.
—«Tonterías» es una palabra fea.
—Escuche: firmaré lo que quiera si mi hijo...
—¿Un chico?
—Sí. Un chico de ocho años.
—Muy jovencito. Confieso que es duro para usted, señor. Quiero decir... que también yo soy padre, etcétera.
Sin embargo, puedo asegurarle que su chico está perfectamente a salvo.
—¡No lo está! —gritó Krug—. Envió usted a dos rufianes...
—Yo no envié a nadie. Está usted en presencia de un chinovnik mal pagado. En realidad, lamento todo lo que ha ocurrido en la literatura rusa.
—En todo caso, sea quien fuere el responsable, tienen que elegir: puedo guardar silencio para siempre, o puedo decir, firmar y jurar... todo lo que quiera el Gobierno. Pero sólo haré esto, y más, si traen a mi hijo aquí, a esta habitación, inmediatamente. Kol reflexionó. Todo esto era muy irregular.
—Todo esto es muy irregular —dijo, al cabo de un rato—, pero sospecho que tiene usted razón. Mire, el procedimiento ordinario es algo por este estilo: primero hay que llenar el cuestionario, y luego, usted ingresa en su celda. Allí, sostiene una conversación de hombre a hombre con otro preso, que, en realidad, es un agente nuestro. Después, a eso de las dos de la madrugada, lo despiertan de su inquieto sueño, y yo empiezo a interrogarlo de nuevo. Personas competentes calcularon que se rendiría usted entre las seis cuarenta y las siete quince. Nuestro meteorólogo predijo una amanecida particularmente triste. El doctor Alexander, su colega, se avino a traducir al lenguaje corriente sus indescifrables balbuceos, porque nadie había previsto esta súbita, esta... Supongo que puedo añadir que habría escuchado usted una voz infantil lanzando gemidos de ficticio dolor. Lo estuve ensayando con mis propios hijos: será una desilusión para éstos. Pero, ¿quiere decir que está realmente dispuesto a jurar fidelidad al Estado y a todo lo demás, si...?
—Será mejor que se apresure. La pesadilla puede escapar a mi control.
—Claro, claro; lo arreglaré inmediatamente. Su actitud no puede ser más satisfactoria. Nuestra gran prisión lo ha convertido en todo un hombre. Un verdadero éxito. Me felicitarán por haberle convencido con tanta rapidez. Discúlpeme.
Se levantó (un pequeño y flaco funcionario del Estado, de cabeza grande y pálida, y mandíbulas negras y endentadas), apartó los pliegues de una portiére de terciopelo, y el preso se quedó solo con su sordo «uno-uno-uno». Un archivador ocultaba la puerta por la que había pasado Krug minutos antes. Lo que parecía una ventana con cortinas. Se arregló el cuello de la bata.
Transcurrieron cuatro años. Después, partes desarticuladas de un siglo. Fragmentos de un tiempo desgarrado. Digamos veintidós años en total. El roble de delante de la vieja iglesia había perdido todos sus pájaros; sólo el nudoso Krug no había cambiado.
Precedido de un empujón o de un tirón, o de ambas cosas, a la cortina, y después, de su propia mano visible, volvió a entrar Konkordii Filadelfovich. Parecía complacido.
—Traerán a su chico en un periquete —dijo, vivamente—. Todo el mundo siente un gran alivio Ha estado al cuidado de una niñera competente. Dice que el chico se ha portado bastante mal. Un niño difícil, ¿no? A propósito, me han dicho que le pregunte si prefiere escribir su discurso y someterlo a aprobación o si empleará el material preparado.
—El material. Tengo una sed terrible. —En seguida nos traerán unos refrescos. Y ahora, hay otra cuestión. Tiene que firmar algunos documentos. Podríamos empezar en seguida. —No antes de ver a mi hijo.
—Le advierto que estará usted muy ocupado, sudar (señor). Seguro que un par de periodistas están rondando ya por ahí fuera. ¡Oh, lo que hemos tenido que pasar! Pensamos que nunca volvería a abrirse la Universidad. Supongo que mañana habrá manifestaciones estudiantiles, desfiles, actos públicos de acción de gracias. ¿Conoce usted a d'Abrikosov, el productor de cine? Bueno, ha dicho que él sabía que comprendería usted de pronto la grandeza del Estado y todo lo demás. Dijo que esto era como la gráce en religión. Una revelación. Dijo que era muy difícil explicar cosas a alguien que no hubiese experimentado esta súbita impresión deslumbrante de la verdad. Personalmente, celebro haber tenido el privilegio de ser testigo de su hermosa conversión. ¿Sigue todavía enfurruñado? Vamos, borre esas arrugas de su frente. ¡Adelante! ¡Música!
Por lo visto, apretó un botón o hizo girar un disco, porque unos sones marciales brotaron de alguna parte, y el buen hombre añadió, en un murmullo reverente:
—Música en su honor.
Sin embargo, el ruido de la banda fue ahogado por el estridente timbre del teléfono. Sin duda era una noticia importante, pues Kol colgó el auricular con ademán triunfal y empujó a Krug hacia la puerta ornada de cortinas. Usted primero.
Era un hombre de mundo; Krug no lo era, y se precipitó como un oso salvaje.
Escena sin numerar (pero perteneciente a uno de los últimos actos): la espaciosa sala de espera de una prisión elegante. Lindo y pequeño modelo de guillotina (servida por un tieso muñeco con sombrero de copa) dentro de una campana de cristal, sobre la repisa de la chimenea. Cuadros al óleo representando varios oscuros temas religiosos. Una serie de revistas sobre una mesita (la Geographical Magazine, Stolitza Usad'ba, Die Woche, The Tatler, L'Illustration). Un par de muebles librería, con los libros acostumbrados ( Mujercitas, el volumen III de la Historia de Nottingham, etc.). Un manojo de llaves sobre una silla (olvidadas allí por uno de los guardianes). Una mesa con refrescos: un plato de bocadillos de arenque y un jarro de agua rodeado de varios vasos procedentes de diversos kurortsalemanes (el de Krug tenía una vista de Bad Kissingen).
Una puerta situada al fondo de la estancia se abrió de par en par; varios fotógrafos de Prensa y reporteros formaron una galería viviente para dar paso a dos hombres fornidos que conducían a un asustado y delgado muchacho de doce o trece años. Llevaba la cabeza recién vendada (nadie tenía la culpa, dijeron; el chico había resbalado sobre el pulido suelo y se había dado de cabeza contra un modelo del motor de Stevenson en el Museo de los Niños). Vestía un uniforme negro de colegial, con cinturón. Uno de los hombres hizo un súbito ademán para calmar la impaciencia de los miembros de la Prensa, y el chico levantó rápidamente un codo para taparse la cara.
—Ése no es mi hijo —dijo Krug.
—Tu papá siempre está de broma, siempre está de broma —dijo Kol amablemente al chico.
—Quiero a mi hijo. Ése no es el mío.
—¿Qué está diciendo? —preguntó vivamente Kol—. ¿Que no es su hijo? No diga tonterías, hombre. Emplee los ojos.
Uno de los esbirros (un policía de paisano) sacó un documento y lo entregó a Kol. El documento decía claramente: Arvid Krug, hijo del profesor Martin Krug, ex Vicepresidente de la Academia de Medicina.
—El vendaje tal vez le cambia un poco —dijo apresuradamente Kol, con una nota de desesperación en la voz—. Y, además, los chicos crecen tan de prisa...
Los guardias estaban desarmando los aparatos de los fotógrafos y empujaban a los reporteros fuera de la habitación.
—Sujetad al chico —dijo una voz brutal.
El recién llegado, un tipo llamado Crystalsen (cara roja, ojos azules, alto cuello almidonado) y que era, según se supo muy pronto, segundo secretario del Consejo de Ancianos, se acercó al pobre Kol y, agarrándole del nudo de la corbata, le preguntó si no se consideraba responsable de la estúpida equivocación. Kol esperaba aún contra toda esperanza...
—¿Está usted completamente seguro —siguió preguntando a Krug– de que ese muchachito no es su hijo? Los filósofos son muy distraídos, ¿no? Y la luz de esta habitación no es muy intensa...
Krug cerró los ojos y dijo, a través de los apretados dientes:
—Quiero a mi hijo.
Kol se volvió a Crystalsen, extendió las manos y emitió un desolado y desesperado sonido crepitante con los labios ( ppft). Mientras tanto, se llevaron al inoportuno muchacho.
—Discúlpenos —dijo Kol a Krug—. Estos errores son inevitables cuando hay tantas detenciones.
—Aún son pocas —interrumpió Crystalsen, vivamente.
—Quiere decir —explicó Kol a Krug– que los que han cometido esta equivocación serán debidamente castigados.
Crystalsen, même jeu:
—O lo pagarán muy caro.
—Exacto. Desde luego, todo se arreglará inmediatamente. Hay cuatrocientos teléfonos en este edificio. Su niño perdido será encontrado en seguida. Ahora comprendo por qué tuvo mi esposa un sueño terrible la noche pasada. ¡ Ah, Crystalsen, was ver a trum(menudo sueño)!
Los dos funcionarios, hablando volublemente y manoseándose la corbata el más bajito, manteniendo el otro un lúgubre silencio y mirando al frente con sus ojos glaciales, salieron de la habitación.
Krug continuó esperando.
A las 11.24 de la noche, entró un policía (ahora de uniforme), buscando a Crystalsen. Quería preguntarle qué tenían que hacer con el muchacho detenido por equivocación. Hablaba con roncos susurros. Cuando Krug le dijo que habían salido por allí, se dirigió delicadamente a la puerta, con aire interrogador, y, después, cruzó la estancia de puntillas, moviendo tímidamente la nuez de Adán. Tardó siglos en cerrar la puerta, sin el menor ruido.
A las 11.43, el mismo hombre, pero ahora con el cabello revuelto y los ojos desorbitados, cruzó de nuevo la sala de espera, conducido por Guardias Especiales, para ser fusilado después como cabeza de turco, junto con el otro «hombre corpulento» (véase escena sin numerar) y el pobre Konkordii.
A las 12 en punto, Krug seguía esperando.
Sin embargo, diversos ruidos, procedentes de las oficinas contiguas, aumentaban poco a poco en volumen y agitación. En varias ocasiones, ciertos oficinistas cruzaron la estancia, corriendo desalentados, y, en una de ellas, una telefonista (una tal señorita Lovedale), que había sido terriblemente maltratada, fue llevada al hospital de la prisión en una camilla, por dos colegas de buen corazón y cara de palo.
A la 1.08 de la madrugada llegaron rumores de la detención de Krug al grupito de conspiradores anti -ekwilistas dirigidos por el estudiante Phokus.
A las 2.17, un hombre barbudo, que dijo ser electrotécnico, vino a inspeccionar el radiador de la calefacción, pero un receloso guardián le dijo que la electricidad nada tenía que ver con su sistema de calefacción y que hiciese el favor de volver otro día.
Las ventanas habían adquirido un fantástico color azul cuando, al fin, reapareció Crystalsen. Celebraba poder informar a Krug de que el niño había sido localizado. «Se reunirá con él dentro de pocos minutos», le dijo, y añadió que, en aquel preciso instante, estaba preparando una sala de tortura completamente modernizada, para recibir a los que habían cometido aquel tremendo error. Quería saber si le habían informado correctamente al referirle la súbita conversión de Adam Krug. Krug le respondió que sí, que estaba dispuesto a radiar a algunos de los más ricos Estados extranjeros su convicción de que el ekwilismoera una cosa estupenda, pero que sólo lo haría si su hijo le era devuelto sano y salvo. Crystalsen le condujo a un coche de la Policía y empezó a explicarle cosas durante el trayecto.
Estaba claro que se había cometido una terrible equivocación: el niño había sido llevado a una especie de... bueno, de Instituto de Niños Anormales, en vez de a la mejor Casa de Reposo del Estado, tal como se había convenido. Me está usted haciendo daño en la muñeca, señor. Desgraciadamente, el director del Instituto se había imaginado, ¿y quién no habría pensado lo mismo?, que el niño que le entregaban era uno de los llamados «Huérfanos» que se empleaban, de vez en cuando, como «instrumento de relajamiento» en favor de los internados más interesantes y poseedores de algún llamado antecedente «criminal» (violación, asesinato, destrucción de bienes del Estado, etc.). La teoría —no vamos a discutir ahora su valor, y me va a pagar usted el puño de la camisa si lo rompe– era que, si los pacientes más difíciles podían tener, una vez a la semana, posibilidad de desahogar completamente sus deseos reprimidos (exagerado afán de dañar, de destruir, etc.) con alguna criaturita humana sin valor para la comunidad, podría escapar gradualmente la maldad encerrada en ellos, podría, por decirlo así, «desenfundarse» y hacer que, en definitiva, aquellos hombres se convirtiesen en buenos ciudadanos. El experimento puede criticarse, desde luego; pero ésa es otra cuestión (Crystalsen se enjugó cuidadosamente la sangre de la boca y ofreció su no demasiado limpio pañuelo a Krug... para que éste se enjugase los nudillos; Krug lo rehusó; subieron al coche; varios soldados se reunieron con ellos). Bueno, el cercado donde se realizaban los «juegos de relajamiento» estaba situado de manera que el director, desde su ventana, y los otros doctores e investigadores de ambos sexos (por ejemplo, la Doktor Amalia von Wytwyl, una de las personas más fascinadoras que imaginarse pueda, una aristócrata; le gustaría conocerla en circunstancias más agradables; sí, seguro que le gustaría), desde otros gemüllichobservatorios, pudiesen observar el procedimiento y tomar notas. Una enfermera bajaba con el «huérfano» por la escalera de mármol. El cercado era una hermosa extensión de terreno herboso, y todo el lugar parecía, sobre todo en verano, sumamente atractivo, evocando aquellos teatros al aire libre a que eran tan aficionados los griegos. El «huérfano», o la «personita», era dejado solo, en libertad para corretear por todo el cercado. Un fotógrafo captó a uno de ellos tumbado desconsoladamente boca abajo, arrancando una mata de hierba con distraídos dedos (la enfermera reapareció en la escalera del jardín y dio unas palmadas para que no lo hiciese. Y él no lo hizo). Al cabo de un rato, los pacientes o «internos» (ocho en total) eran llevados al cercado. Al principio se mantenían a distancia, mirando a la «personita». Era interesante observar cómo se iba formando gradualmente el espíritu de «grupo». Habían sido individuos toscos, desorganizados y fuera de la ley; pero, ahora, algo los unía; el espíritu de comunidad (positivo) empezaba a dominar los antojos individuales (negativos); por primera vez en su vida, estaban organizados; la Doktor Von Wytwyl solía decir que era, éste, un momento maravilloso: uno sentía que, según la original expresión de la doctora, «algo ocurría de verdad», o, en lenguaje técnico: el «ego» salía «ouf» (fuera) y el puro «huevo» (extracto común de «egos») «permanecía». La «personita» hacía lo que le decían, y el joven, con infalible precisión, escupía una china en la boca abierta del niño. (Esto iba un poco contra el reglamento, ya que, hablando en términos generales, estaban prohibidos toda clase de proyectiles, instrumentos, armas, etc.) A veces, el «juego del estrujón» empezaba inmediatamente después del «juego del escupitajo»; pero, en otros casos, el paso desde los inofensivos pellizcos, empujones o tímidas insinuaciones sexuales, hasta el descuartizamiento, la fractura de huesos o la extracción de los ojos, requerían un tiempo considerable. Naturalmente, había muertes inevitables; pero, muy a menudo, la «personita» era reparada y podía volver a la brega. El domingo próximo, querido, volverás a jugar con los mayores.
Una «personita» reparada era la más adecuada para un «relajamiento» especialmente satisfactorio.
Ahora, tomemos todo esto, comprimámoslo en una bolita e incrustemos ésta en el centro del cerebro de Krug, para que se dilate poco a poco.
El trayecto fue muy largo. En alguna parte, en una abrupta región montañosa, a mil o mil quinientos metros sobre el nivel del mar, se detuvieron: los soldados querían su frishtik(desayuno) y estaban dispuestos a despacharlo tranquilamente en aquel salvaje y pintoresco lugar. El coche permaneció inerte, ligerísimamente inclinado sobre un costado, entre rocas oscuras y manchas de nieve blanca y muerta. Sacaron pan y pepinos, así como sus termos de ordenanza, y empezaron a masticar pensativamente, sentados en el estribo o sobre la marchita, desgreñada y tosca hierba de la orilla de la carretera. La Garganta Real, una maravilla de la Naturaleza, excavada por las aguas cargadas de arena del turbulento río Sakra a lo largo de milenios, brindaba un escenario de gloria y esplendor. Nosotros, en el Rancho del Velo Nupcial, procuramos comprender y apreciar la actitud mental que observan muchos de nuestros huéspedes al llegar de sus ciudades y sus negocios, y ésta es la razón de que les invitemos a hacer exactamente lo que quieran en lo concerniente a diversión, ejercicio y descanso.
Krug recibió permiso para salir del coche durante un minuto. Crystalsen, a quien no interesaba la belleza, permaneció en el automóvil, comiendo una manzana y leyendo una prolija carta particular recibida el día anterior y que aún no había tenido tiempo de hojear (incluso los hombres de acero tienen preocupaciones domésticas). Krug se detuvo ante una roca, de espaldas a los soldados. Así estuvo un largo rato, hasta que uno de los soldados observó, con una carcajada:
– Podi galonishcha dva vysvital za-noch(Creo que esta noche se ha bebido una par de galones).
Aquí tuvo ella el accidente. Krug volvió atrás, y, despacio y dolorosamente, subió al coche y se sentó al lado de Crystalsen, que seguía leyendo.
—Buenos días —murmuró este último, encogiendo el pie.
Después, levantó la cabeza, se metió apresuradamente la carta en el bolsillo y llamó a los soldados.
La carretera 76 les condujo a otro sector del llano, y pronto vieron las humeantes chimeneas de la pequeña ciudad fabril en cuyas cercanías se hallaba emplazada la famosa estación experimental. Su director era un tal doctor Hammecke: bajo, vigoroso, de poblado bigote blanco amarillento, ojos saltones y piernas como tocones. Tanto él como sus ayudantes y las enfermeras se hallaban en un estado de excitación rayano en pánico. Crystalsen les dijo que aún no sabía si iban a ser destruidos o no; esperaba, dijo, que le diesen destrucciones (quería decir «instrucciones») por teléfono (miró su reloj), a no tardar. Todos se mostraban terriblemente obsequiosos y zalameros con Krug, ofreciéndole una ducha, los servicios de una linda masseuse, una armónica requisada a un interno, un vaso de cerveza, coñac, desayuno, el periódico de la mañana, un afeitado, una baraja de naipes, un traje nuevo, cualquier cosa. Saltaba a la vista que trataban de ganar tiempo. Por último, introdujeron a Krug en una sala de proyecciones. Le dijeron que le llevarían junto a su hijo dentro de un instante (el niño dormía, le dijeron) y le preguntaron si, mientras tanto, le gustaría ver una película tomada unas horas antes. Ella demostraba, dijeron, lo sano y contento que estaba el niño.
Se sentó. Aceptó el frasco de coñac que una de las temblorosas y sonrientes enfermeras tenía levantado delante de su cara (tan asustada estaba que pretendía dárselo como biberón a un niño pequeño). El doctor Hammecke, con sus dientes postizos castañeteando como dados en su boca, dio la orden de empezar la representación. Un joven chino trajo el abriguito de David, ribeteado de piel (sí, lo reconozco, es el suyo), y lo mostró del derecho y del revés (recién lavado, sin desgarrones, ¿lo ve?) con los ágiles ademanes de un prestidigitador, para demostrar que aquí no había truco: el niño había sido realmente encontrado. Por último, con un grito parecido a un gorjeo, sacó de uno de los bolsillos un pequeño automóvil de juguete (sí, lo compramos juntos) y una sortija infantil de plata a la que faltaba la mayor parte del esmalte (sí). Después, hizo una reverencia y se retiró. Crystalsen, que estaba sentado junto a Krug en primera fila, parecía sombrío y receloso. «Un truco, un maldito truco», murmuraba una y otra vez.
Se apagaron las luces y apareció en la pantalla un rectángulo de trémula luz. Pero el zumbido de la máquina se interrumpió de pronto (pues el operario se había contagiado del nerviosismo general). En la oscuridad, el doctor Hammecke se inclinó hacia Krug y le habló en un espeso torrente de aprensión y de vaharada.
—Nos alegramos mucho de que esté con nosotros. Confiamos en que le gustará la película. En interés del silencio. Esperamos una palabra de aprobación. Hicimos cuanto pudimos.
De nuevo sonó el zumbido; apareció un rótulo boca abajo, y una vez más se detuvo el motor.
Una enfermera rió entre dientes.
—¡ Science, por favor! —dijo el médico.
Crystalsen, que empezaba a hartarse de todo aquello, se levantó rápidamente de su asiento; el desdichado Hammecke trató de retenerle, pero recibió un empellón del rudo funcionario.
Una inscripción temblorosa apareció en la pantalla: «Test 656». Se fundió para dar paso a un subtítulo: «Fiesta Nocturna en el Prado.» Enfermeras armadas, abriendo puertas. Unos internos salieron en tropel, pestañeando. «La Doctora Von Wytwyl, Directora del Experimento (No Silben, Por Favor)», decía el siguiente rótulo. A pesar del terrible apuro en que se hallaba, incluso el doctor Hammecke se permitió un ¡ja-ja! de apreciación. La señora Wytwyl, una rubia monumental, cruzó soberbiamente la pantalla, con un látigo en una mano y un cronómetro en la otra. «Observen Estas Curvas»: apareció una línea curva en una pizarra, mientras una mano con guante de goma señalaba con un puntero las situaciones climáticas y otros puntos de interés en la yarovización del ego.
«Los Pacientes Están Agrupados en la Entrada del Rosal del Recinto. Son Registrados en Busca de Armas Ocultas.» Uno de los médicos sacó una sierra de leñador de la manga del muchacho más gordo. «Mala suerte, Fatso.» Después, una colección de artículos rotulados fue mostrada en una bandeja: la susodicha sierra, un trozo de tubería de plomo, una armónica, un pedazo de cuerda, un cortaplumas de veinticuatro hojas y demás, un tira-chinas, leznas, barrenas, agujas de gramófono, una antigua hacha de guerra. «Yaciendo a la Espera.» Yacieron a la espera. «Aparece la Personita.»
Y apareció él, en la escalera de mármol brillantemente iluminada que conducía al jardín. Le acompañaba una enfermera de blanco, la cual se detuvo y le indicó que siguiese bajando él solo. David llevaba puesto su abrigo más grueso, pero sus piernas aparecían desnudas, y sus pies, calzados con zapatillas. Todo aquello duró sólo un momento: el niño levantó la cara para mirar a la enfermera, pestañeó, y sus cabellos se enredaron en un ligero rayo de luz; después, miró a su alrededor, sus ojos se encontraron con los de Krug, a quien no pareció reconocer, y bajó los pocos peldaños que quedaban. Su cara se hizo más grande, más difusa, y se desvaneció al encontrarse con la mía. La enfermera permaneció en la escalera, con una débil sonrisa, no desprovista de ternura, bailando en sus oscuros labios. «Qué Estupendo para Una Personita —decía el rótulo– Salir de Paseo en Plena Noche», y después: «¡Huy! ¿Quién es Ése?»
El doctor Hammecke tosió con fuerza, y cesó el zumbido de la máquina de proyección. Se hizo de nuevo la luz.
Quiero despertarme. ¿Dónde está él? Me moriré si no me despierto.
Rehusó los refrescos, se negó a firmar en el libro de visitantes distinguidos, se abrió paso entre personas que le cerraban el camino como si fuesen telarañas. El doctor Hammecke puso los ojos en blanco, jadeó y, llevándose una mano al doliente corazón, hizo una señal a la enfermera jefe para que acompáñasela Krug a la enfermería.
Poco queda que añadir. Crystalsen, con un enorme cigarro en la boca, estaba anotando toda la historia en una libreta que tenía apoyada en la pared amarilla, a la altura de su frente. Señaló con el pulgar la puerta A-l. Krug entró. La doctora Von Wytwyl, de soltera Bachofen (la mayor de las tres hermanas), sacudía delicadamente, casi soñadoramente, un termómetro, mientras contemplaba la cama próxima a ella, en el rincón del fondo de la estancia. Entonces, se volvió a Krug y avanzó en su dirección.