Текст книги "Barra siniestra"
Автор книги: Владимир Набоков
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Классическая проза
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Skotoma se había recreado en su tiempo en el aspecto económico de Etermon; Paduk copió deliberadamente la imagen de Etermon en su aspecto sartórico. Llevaba el mismo cuello alto de celuloide, los famosos brazales en las mangas de la camisa y el caro calzado..., pues los únicos lujos que se permitía el Señor Etermon se referían a partes lo más alejadas posible del centro anatómico de su ser: resplandecientes zapatos, lustrosos cabellos. Con el renuente consentimiento de su padre, Paduk pudo hacer que la cima azulada de su cráneo luciese el cabello suficiente para darle cierto parecido a la atildada testa de Etermon, y los puños lavables de Etermon, con gemelos como estrellas, fueron adaptados a las débiles muñecas de Paduk. Aunque, en años sucesivos, no se continuó, deliberadamente, esta adaptación mimética (aunque, por otra parte, este estilo Etermon se interrumpiese en definitiva, y pareció después completamente atípico, al ser considerado en un período distinto de la moda), Paduk no logró nunca librarse de esta pulcritud rígida y superficial; se sabía que compartía las opiniones de un médico, perteneciente al partido ekwilista, que afirmaba que el hombre que mantenía escrupulosamente limpia su ropa podía, y debía, limitar sus abluciones diarias a lavarse la cara, las orejas y las manos. A lo largo de todas sus recientes aventuras, en todos los lugares y en todas las circunstancias, en los sombríos cuartos reservados de los cafés suburbanos, en las míseras oficinas donde se confeccionaba alguno de sus obstinados periódicos, en cuarteles, en salones públicos, en los bosques y los montes donde se escondía con un puñado de soldados descalzos y ojos enrojecidos, y en el palacio, donde, por un inverosímil antojo de la historia local, se halló investido de un poder mayor que el ejercido jamás por cualquier caudillo nacional, Paduk conservó siempre algo del difunto Señor Etermon, una especie de perfil de historieta, un aspecto de envoltura de celofán resquebrajada y sucia, a través de la cual podía advertirse, empero, un tornillo recién salido de la fábrica, un pedazo de cuerda, un cuchillo oxidado y una muestra del más sensible de los órganos humanos, ligados con sus raíces llenas de sangre cuajada.
En el aula donde se celebraban los exámenes finales, el joven Paduk, con sus relucientes cabellos parecidos a una peluca demasiado pequeña para su cráneo afeitado, se sentaba entre Brun el Mono y un engomado muñeco que representaba al ausente. Adam Krug, envuelto en una bata de color castaño, estaba sentado inmediatamente detrás. Alguien, situado a su izquierda, le pidió que pasase un libro a la familia de su vecino de la derecha, y así lo hizo. Entonces advirtió que el libro era en realidad una cajita de palisandro modelada y pintada de manera que parecía un libro de versos, y Krug comprendió que contenía algunos comentarios secretos que servirían de ayuda a la mente de un estudiante mal preparado y presa de pánico. Krug lamentó no haber abierto la caja o libro al pasar por sus manos. El tema a tratar era una tarde con Mallarmé, un tío de su madre, pero la única parte que podía recordar parecía ser le sanglot dont j'étais encore ivre.
Todo el mundo estaba escribiendo con gran aplicación, y una mosca muy negra, preparada especialmente por Schimpffer para la ocasión, sumergiéndola en tinta china, se paseaba por la parte afeitada de la cabeza de Paduk, inclinada sobre su labor. Dejó una mancha cerca de su rosada oreja y una coma negra sobre el brillante y blanco cuello de su camisa. Un par de maestros —el cuñado de ella y el profesor de Matemáticas– estaban muy ocupados disponiendo tras cortina algo que sería una demostración del próximo tema a comentar. Tenían algo de mozos de escenario o de empresarios de pompas fúnebres, pero Krug no podía verles bien por culpa de la cabeza de el Sapo. Paduk y todos los demás escribían sin parar, pero el fracaso de Krug fue completo, un tremendo y odioso desastre, porque se había convertido en un anciano, en vez de aprender los sencillos pero ahora inalcanzables pasajes que ellos, simples muchachos, se habían aprendido de memoria. Afectadamente, sin ruido, Paduk abandonó su asiento para llevar su escrito al examinador, tropezó con un pie que estiró Schimpffer y, a través del hueco que dejó, Krug pudo ver claramente el croquis del tema siguiente. Éste estaba a punto para su exposición, pero las cortinas seguían corridas. Krug encontró un pedazo de papel en blanco y se dispuso a escribir sus impresiones. Los dos profesores descorrieron las cortinas, y apareció Olga, sentada ante el espejo y quitándose las joyas después del baile. Todavía envuelta en terciopelo rojo de cereza, echados hacia atrás y levantados como alas sus firmes y brillantes codos, había empezado a desabrochar, sobre la nuca, su resplandeciente collar de perro. Él sabía que se soltaría junto con sus vértebras —que, en realidad, era el cristal de sus vértebras– y experimentó una angustiosa sensación de incongruencia, al pensar que todos los que se hallaban en la estancia observarían y consignarían por escrito su inevitable, lastimosa e inocente desintegración. Hubo un destello, un chasquido: ella se quitó con ambas manos la hermosa cabeza y, sin mirarla, cuidadosamente, con mucho cuidado, esbozando una débil sonrisa de divertida recordación (¿quién habría dicho en el baile que las verdaderas joyas habían sido empeñadas?), colocó la hermosa imitación sobre el estante de mármol de su tocador. Entonces, comprendió él que todo lo demás se desprendería también: los anillos junto con los dedos, las zapatillas de bronce junto con los dedos de los pies, los senos con la blonda que los envolvía... Su compasión y su vergüenza alcanzaron el punto culminante, y, con el último movimiento de la alta y fría stripteaser, que recorría el escenario con pasos de felino, Krug se despertó con un terrible sobresalto.
CAPITULO VI
«Nos conocimos ayer —dijo la habitación—. Soy el dormitorio de los huéspedes en la dacha (casa de campo, cottage) de Maximov. Hay molinos de viento en el papel de las paredes.» «Es verdad», respondió Krug. En algún lugar de aquella casa de delgadas paredes y olor a pino, crepitaba agradablemente una estufa y David hablaba con voz cantarína, probablemente respondiendo a Ana Petrovna, sin duda desayunando con ella en la habitación contigua.
Teóricamente, no hay ninguna prueba absoluta de que el hecho de despertarse por la mañana (de encontrarse uno mismo montado de nuevo sobre la silla de su propia personalidad) no sea, en verdad, un acontecimiento sin precedentes, un nacimiento perfectamente original. Un día, Ember y él habían discutido la posibilidad de haber inventado in toto las obras de William Shakespeare, gastando millones y millones en el engaño, sobornando a innumerables editores y libreros y a los habitantes de Strat-ford-on-Avon, ya que, para explicar todas las referencias al poeta durante tres siglos de civilización, había que presumir que estas referencias eran espurias interpolaciones hechas por los inventores en obras reales que habían reeditado; cierto que persistía aquí una dificultad, una enojosa pega, pero tal vez podría eliminarse también, de la misma manera que un problema de ajedrez preparado puede resolverse con la adición de un peón pasivo.
Lo mismo podía decirse de la propia existencia personal, vista retrospectivamente al despertar: el propio efecto retrospectivo es una ilusión bastante simple, no muy diferente de los valores pictóricos de profundidad y lejanía producidos por un pincel sobre una superficie plana; pero se necesita algo más que un pincel para crear la impresión de realidad compacta apoyada en un pasado plausible, de continuidad lógica, de recogida del hilo de la vida en el punto exacto en el que fue soltado. La sutileza del truco raya en lo maravilloso, considerando el inmenso número de detalles que hay que tener en cuenta, ordenados de manera que sugieran la acción de la memoria. Krug supo en seguida que su mujer había muerto; que él se había batido presurosamente en retirada hacia el campo, con su hijito, y que el paisaje encerrado en el marco de la ventana (árboles húmedos y desnudos, tierra parda, un cielo blanco, una colina con una granja en la lejanía) no era un simple cuadro de aquella región particular, sino que estaba también allí para decirle que David había levantado la persiana y salido de la habitación sin despertarle; para lo cual, casi con obsequiosa solicitud, una litera situada en el otro extremo del cuarto le mostraba con mudos ademanes —mira esto, y esto– todo lo necesario para convencerle de que un niño había dormido allí.
Los parientes de ella habían llegado la mañana siguiente al día de su muerte. La noche antes, Ember les había informado del fallecimiento. Observad con qué finura funciona la maquinaria retrospectiva: todo encaja en todo lo demás. Ellos (pongamos una marcha más corta del pasado) llegaron e invadieron el piso de Krug. David estaba terminando su velvetina. Llegaron en masa: su cuñada Viola, el irritante esposo de Viola, un hermanastro y su mujer, dos primas lejanas, apenas visibles en la niebla, y un anciano indefinido al que Krug no había visto nunca. Aumenta la vanidad de la profundidad ilusoria.
Viola no había querido nunca a su hermana; durante los últimos veinte años sólo se habían visto de tarde en tarde. Llevaba un velito lleno de lunares: le llegaba al puente de la nariz, no más abajo, y detrás de sus oscuras violetas podía distinguirse un brillo tan voluptuoso como duro. Su barbirrubio marido la sostenía delicadamente aunque, en realidad, la solicitud con que el pomposo truhán envolvía su afilado codo sólo servía para estorbar los vivos y dominantes movimientos de ella. Viola tardó poco en sacudírselo. Cuando Krug lo vio por última vez, estaba en la ventana, contemplando con digno silencio los dos coches negros que esperaban junto al bordillo. Un caballero de negro, de mandíbulas empolvadas de azul, representante de la empresa incineradora, entró para decir que ya era hora de ponerse en marcha. Mientras tanto, Krug había escapado con David por la puerta de atrás.
Cargado con una maleta, todavía húmeda de lágrimas de Claudine, condujo al niño a la cercana parada del tranvía y, en compañía de un grupo de adormilados soldados que se dirigían al cuartel, llegaron a la estación del ferrocarril. Antes de permitirle tomar el tren con destino a los Lagos, los agentes del Gobierno examinaron sus papeles y los globos de los ojos de David. Resultó que el hotel de los Lagos estaba cerrado, y, después de rondar un rato por allí, un amable cartero los llevó en su automóvil amarillo (junto con la carta de Ember) a casa de los Maximov. Esto completa la reconstrucción.
En una casa amable, el cuarto de baño común es el único sector inhospitalario, especialmente cuando el agua sale tibia al principio y muy fría después. Un largo cabello de plata estaba incrustado en una pastilla de jabón de almendra barato. Recientemente, había habido dificultades para conseguir papel higiénico, y éste había sido sustituido por pedazos de periódico ensartados en un gancho. En el fondo de la taza flotaba un sobrecito de hoja de afeitar con la cara y la firma del doctor S. Freud. Si me quedo una semana aquí, pensó él, este bosque extraño será gradualmente amansado y purificado por sus repetidos contactos con mi prudente carne. Limpió delicadamente la bañera. El tubo de goma de la ducha se desprendió con un sordo chasquido. Dos toallas limpias estaban colgadas en una cuerda junto con unas medias negras que habían sido, o serían, lavadas. Una botella de aceite mineral, medio llena, y un cilindro de cartón gris que había sido eje de un rollo de papel higiénico, aparecían juntos en un estante. Éste contenía también dos novelas populares ( Rosas lanzadasy Sin novedad en el Don). El cepillo de dientes de David le dirigió una sonrisa de reconocimiento. Se le cayó el jabón de afeitar al suelo y, al recogerlo, se habían pegado a él unos cabellos de plata.
Maximov estaba solo en el comedor. El apuesto anciano introdujo una marca en su libro, se levantó de un salto y estrechó vigorosamente la mano de Krug, como si el sueño de una noche hubiese sido para él un largo y peligroso viaje.
—¿Ha descansado bien ( Kat pochivali) —le preguntó, y después, frunciendo el ceño, comprobó la temperatura de la cafetera tocando su almohadillada cubierta.
Su cara reluciente y sonrosada aparecía limpiamente afeitada como la de un actor (sonrisa anticuada); un gorro con una borla protegía su cráneo absolutamente calvo; llevaba una chaqueta de abrigo con hebillas.
—Le recomiendo ése —dijo, señalando con el meñique—. He descubierto que es el único queso de su clase que no atasca los intestinos.
Era una de esas personas que se hacen querer, no porque tengan brillantes destellos de talento (aquel hombre de negocios retirado no tenía ninguno), sino porque todos los momentos que se pasan con ellos se adaptan exactamente al patrón de la vida de uno. Hay amistades comparables a circos, a cascadas, a bibliotecas; hay otras que parecen batas viejas. La mentalidad de Maximov no tenía ningún atractivo especial, si se consideraba aisladamente: sus ideas eran conservadoras; sus gustos, nada distinguidos; pero, de algún modo, estos opacos componentes formaban un conjunto maravillosamente tranquilizador y armónico. Ninguna sutileza de ideas teñía su honradez; era tanto de fiar como el hierro y el roble, y, cuando Krug dijo una vez que la palabra «lealtad» le recordaba, visual y fonéticamente, un tenedor de oro expuesto al sol sobre un fino paño de seda extendido, Maximov le respondió, con cierta acritud, que, para él, la lealtad significaba únicamente lo que decía el diccionario. En él, el sentido común se salvaba de la pulida vulgaridad gracias a una delicada corriente subterránea emocional, y la un tanto desnuda y monótona simetría de sus ramificados principios era también ligeramente turbada por un húmedo viento que soplaba de regiones que él, ingenuamente, creía que no existían. Las desgracias de los demás le preocupaban más que sus propios apuros, y, si hubiese sido un viejo capitán de barco, se habría hundido con su buque antes que saltar con una frase de disculpa en el último bote salvavidas. En el momento actual se estaba preparando para ofrecer a Krug algo que tenía en la mente, y ganaba tiempo hablando de política.
—El lechero —dijo– me ha dicho esta mañana que se han fijado carteles en todo el pueblo invitando a la población a celebrar espontáneamente la restauración del orden total. Se sugiere un plan de conducta. Debemos reunimos en nuestros acostumbrados lugares de asueto, en los cafés, los clubs o los salones de nuestras sociedades, y cantar himnos a coro, en alabanza del Gobierno. Se han elegido directores de bollonas cívicas en todos los distritos. Desde luego, uno se pregunta qué van a hacer los que no saben cantar y los que no pertenecen a ninguna corporación.
—He soñado en él —dijo Krug—. Por lo visto, es ésta la única manera en que mi antiguo condiscípulo puede asociarse conmigo en la actualidad.
—¿Debo entender que no se tenían mucha simpatía en el colegio?
—Bueno, esto hay que analizarlo. Desde luego, yo le detestaba, pero la cuestión es: ¿era mutuo este sentimiento? Recuerdo un incidente extraño. Las luces se apagaron súbitamente; un cortocircuito o algo parecido.
—A veces suele ocurrir. Pruebe esa compota. A su hijo le ha gustado mucho.
—Yo estaba leyendo en el aula —siguió diciendo Krug—. Sabe Dios por qué me había quedado aquella tarde. El Sapo se había deslizado en la clase y estaba buscando en su pupitre; siempre tenía caramelos en él. Fue entonces cuando se apagaron las luces. Yo me recliné en mi asiento, esperando en la oscuridad total. De pronto, sentí algo húmedo y suave en el dorso de la mano. El Beso de el Sapo. Consiguió largarse antes de que yo pudiese agarrarle.
—Muy sentimental, diría yo —observó Maximov.
—Y repelente —añadió Krug.
Untó un bollo con mantequilla y procedió a contar los detalles de la reunión en la casa del presidente. Maximov permaneció también sentado, reflexionó un momento y, después, se inclinó sobre la mesa para asir una cesta de knakerbrod, la dejó junto al plato de Krug, y dijo:
—Quiero decirle algo. Cuando lo oiga, tal vez se enfadará y me llamará entremetido, pero me expondré a incurrir en sus reproches, porque el asunto es demasiado serio y no me importa que gruña o deje de gruñir. La, sobstvenno, uzhe vchera khotel(hubiese debido abordar el tema ayer), pero Anna pensó que estaba usted demasiado cansado. Sería una estupidez demorar más esta charla.
—Adelante —dijo Krug, dando un bocado y adelantando la cabeza al ver que iba a escurrirse la compota.
—Comprendo perfectamente su negativa a tener tratos con esa gente. Creo que yo habría actuado igual que usted. Ellos intentarán de nuevo hacerle firmar cosas, y usted volverá a negarse. Este punto ha quedado aclarado.
—Definitivamente —dijo Krug.
—Bien. Entonces, aclarado este punto, podemos deducir que otra cosa ha quedado clara. A saber: su posición bajo el nuevo régimen. Ésta adquiere un aspecto peculiar, y lo que yo deseo observar es que no parece usted darse cuenta del peligro de este aspecto. Dicho en otras palabras, en cuanto los ekwilistas pierdan toda esperanza de conseguir su colaboración, le detendrán.
—Tonterías —dijo Krug.
—Precisamente. Digamos que este hipotético suceso sea una perfecta tontería. Pero lo perfectamente tonto es parte natural y lógica del régimen de Paduk. Tiene usted que tomar esto en consideración, amigo mío: tiene que preparar alguna clase de defensa, por muy inverosímil que le parezca el peligro.
– Yer un dah(monsergas y tontería) —dijo Krug—. Seguirá lamiendo mi mano en la oscuridad. Soy invulnerable. Invulnerable: la rugiente ola ( volna) que hace rodar chinas y cascajos en su resaca. Nada puede pasarle a Krug la Roca. Las dos o tres grandes naciones (la pintada de azul en el mapa y la de color leonado) de las que mi Sapo espera el reconocimiento, créditos y todo lo que un país desgarrado por las balas puede esperar de un vecino zalamero..., estas naciones, digo, prescindirán simplemente de él, si me... molesta. ¿Es éste un buen gruñido?
—No lo es. Su concepto de la política práctica es romántico e infantil, y completamente falso. Podemos imaginar que le perdone a usted las ideas que expuso en sus anteriores obras. Podemos imaginar también que él tolere que una mentalidad sobresaliente exista en medio de una nación que, por su propia ley, debe ser tan vulgar como el más vulgar de sus ciudadanos. Mas, para imaginarnos estas cosas, tenemos que contar con un intento por su parte de sacar de usted alguna utilidad. Si nada resulta de esto, él dejará de preocuparse de la opinión en el extranjero, y, por otra parte, ningún Estado se preocupará por usted, si cree beneficioso tratar con este país.
—Las academias extranjeras protestarán. Ofrecerán sumas fabulosas, mi peso en Ra, para comprar mi libertad.
—Puede chancearse cuanto quiera, pero permítame que insistan, Adam: ¿qué piensa usted hacer? Porque supongo que no creerá que le permitirán dar conferencias o publicar sus obras o mantenerse en contacto con eruditos y editores extranjeros, ¿no es cierto?
—No lo creo. Je resterai coi.
—Mi francés es limitado —dijo secamente Maximov.
—Permaneceré doggo—dijo Krug (empezando a sentirse muy aburrido)—. A su debido tiempo, lo que pueda dejar de inteligente será ensamblado en algún libro. Francamente, no tengo preferencias por ninguna Universidad concreta. ¿Está David fuera de casa?
—Pero, mi querido amigo, ¡ellos no le dejarán tranquilo! Éste es el quid de la cuestión. Yo o cualquier otro ciudadano corriente podemos permanecer sentados tranquilamente; pero usted, no. Usted es una de las pocas celebridades que ha producido nuestro país en los tiempos modernos, y...
—¿Quiénes son los otros astros de esta misteriosa constelación? —preguntó Krug, cruzando las piernas e insertando cómodamente una mano entre el muslo y la rodilla.
—De acuerdo, es usted el único. Y por esta razón querrán que se muestre lo más activo posible. Harán cuanto puedan para que sea usted el pregonero de su manera de pensar. El estilo, la begonia (brillantez), serán de usted, naturalmente. Paduk se contentará con disponer el programa.
—Y yo permaneceré sordo y mudo. Realmente, mi querido amigo, todo esto es puro periodismo por su parte. Quiero que me dejen solo.
—¡Solo es la palabra que no debe pronunciar! —gritó Maximov, acalorándose—. ¡Usted no está solo! Tiene un hijo.
—Vamos, vamos —dijo Krug—, dejemos, por favor...
—No dejaremos nada. Ya le advertí que no haría caso de su irritación.
—Bueno, ¿qué quiere usted que haga? —preguntó Krug, suspirando y sirviéndose otra taza de café templado.
—Salga inmediatamente del país.
La estufa crepitó alegremente, y un reloj cuadrado, con dos azulejos pintados en su blanca cara de madera y sin cristal, desgranó los segundos con letras negritas. La ventana esbozó una sonrisa. Una débil infusión de sol se derramó sobre la colina lejana e hizo que se destacasen, con una especie de inútil distinción, la casita de campo y sus tres pinos en la vertiente de enfrente, que pareció acercarse y retroceder después, al extinguirse el pálido sol.
—No veo la necesidad de marcharme ahora mismo —dijo Krug—. Probablemente lo haré, si me fastidian demasiado; pero, de momento, el único movimiento que pienso hacer es un enroque largo con mi rey.
Maximov se levantó y, después, se sentó en otra silla.
—Ya veo que será muy difícil hacerle comprender su posición. Por favor, Adam, aguce su ingenio: ni hoy, ni mañana, ni en momento alguno, le permitirá Paduk marcharse al extranjero. Pero hoy puede escapar, como escaparon Berenz y Marbel y otros; mañana será imposible; las fronteras se están cerrando cada vez más herméticamente; cuando se decida usted, no quedará un solo intersticio.
—Entonces, ¿por qué no huye usted también? —gruñó Krug.
—Mi posición es algo diferente —respondió con calma Maximov—. Y, lo que es más, usted lo sabe. Anna y yo somos demasiado viejos... y, además, yo soy el tipo perfecto de hombre corriente y no constituyo ningún peligro para el Gobierno. Usted está sano como un toro, y todo lo suyo es delictivo.
—Aunque creyese prudente abandonar el país, no tengo la menor idea de cómo podría hacerlo.
—Vaya a ver a Turok... Él sabe, él le pondrá en contacto con las personas adecuadas. Le costará mucho dinero, pero puede pagarlo. Tampoco yo sé cómo se hace, pero sé que puede hacerse y que se ha hecho. Piense en la paz de un país civilizado, en las oportunidades de trabajo, de una buena enseñanza para su hijo. En sus actuales circunstancias...
Se contuvo. Después de una cena sumamente difícil la noche pasada, se había prometido no volver a tocar un tema que el extraño viudo parecía evitar estoicamente.
—No —dijo Krug—. No. No voy a hacerlo ( ne do tovo) de momento. Es usted muy amable al preocuparse por mí ( obo mne) de esta manera; pero, realmente ( pravo), exagera el peligro. Desde luego ( koneshno), recordaré su sugerencia. No se hable más de esto ( bol'she). ¿Qué está haciendo David?
—Bueno, al menos, ya sabe lo que pienso ( po kralnet mere) —dijo Maximov, cogiendo la novela histórica que estaba leyendo al entrar Krug—. Pero todavía no hemos acabado con usted. Haré que Anna le hable también, tanto si le gusta como si no. Así, ella se sentirá mejor. Creo que David está con ella en el jardín de la cocina. Comeremos a la una.
La noche había sido tormentosa, palpitante y jadeante, con brutales torrentes de lluvia, y, en la rigidez de la fría y tranquila mañana, los empapados ásteres castaños aparecían en desorden, y gotas de azogue salpicaban las hojas de las coles purpúreas de penetrante olor, entre cuyas toscas nervaduras las larvas habían practicado feos agujeros. David, con aire soñador, estaba sentado en una carretilla que la menuda y anciana señora trataba de empujar sobre la fangosa arcilla del sendero.
– Ne mogoo!(no puedo) —exclamó, riendo y apartando de su sien un mechón de finos cabellos plateados.
Krug, sin mirarla, preguntó si no hacía demasiado frío para que el chico anduviese sin abrigo, y Anna Petrovna le contestó que el suéter blanco que llevaba era lo bastante grueso y confortable. Por alguna razón, Olga no había sentido nunca mucha simpatía por Anna Petrovna y su dulzura santurrona.
—Voy a llevarlo a dar un largo paseo —dijo Krug—. Ya debe estar usted harta de él. La comida es a la una, ¿no?
No importaba lo que dijese, ni las palabras que emplease; seguía eludiendo su noble y amable mirada, que sentía que no podría resistir, y escuchaba su propia voz emitiendo sonidos triviales en el silencio de un mundo encogido.
Ella se los quedó mirando, mientras padre e hijo se dirigían al camino cogidos de la mano. Silenciosa, jugueteando con las llaves y un dedal en los tirantes bolsillos de su negra blusa.
Racimos rotos de corales cenicientos de la montaña yacían aquí y allá en el camino de color de chocolate. Las bayas estaban arrugadas y sucias, pero aunque hubiesen estado limpias y jugosas, ciertamente no las habrían comido. La compota es otra cosa. No, dije yo: No. Probar es lo mismo que comer. Algunos de los arces del húmedo y silencioso bosque a través del cual serpenteaba el camino conservaban sus hojas pintadas, pero los abedules estaban completamente desnudos. David resbaló y, con gran presencia de ánimo, prolongó el resbalón para tener el placer de sentarse» en la pegajosa tierra. Levántate, levántate. Pero él siguió sentado allí otro momento, mirando hacia arriba con fingida estupefacción y ojos reidores. Tenía los cabellos húmedos y calientes. Levántate. Seguramente, todo esto es un sueño, pensó Krug: este silencio, la profunda ridículez de finales de otoño, a muchos kilómetros de casa. ¿Por qué estamos precisamente aquí? Un sol enfermizo trataba de nuevo de animar el blanco cielo: durante un segundo o dos, un par de sombras oscilantes, el fantasma K y el fantasma D, imitaron, caminando sobre sombríos zancos, la andadura humana, y después, se desvanecieron. Una botella vacía. Si quieres, dijo él, puedes coger esta botella skotónica y arrojarla con fuerza contra el tronco de un árbol. Estallará, con un bello ruido. Pero cayó intacta sobre las oxidadas olas de helechos, las cuales tuvo que vadear a fin de cuentas, porque aquello estaba demasiado húmedo para los inadecuados zapatos que llevaba David. Prueba otra vez. Tampoco se rompió. Está bien, lo haré yo. Había un poste con un rótulo: Vedado de Caza. Lanzó violentamente contra él la verde botella de vodka. Era un hombre corpulento. David se echó atrás. La botella estalló como una estrella.
Ahora salieron a campo abierto. ¿Quién era aquel haragán sentado en una valla? Llevaba botas altas y gorro en punta, pero no parecía un campesino. Sonrió y dijo: «Buenos días, profesor.» «Buenos días», le respondió Krug, sin detenerse. Posiblemente era uno de los hombres que suministraba bayas y piezas de caza a los Maximov.
Las dachas a la derecha del camino estaban casi todas abandonadas. Sin embargo, aquí y allá, persistían algunos restos de la vida en tiempo de vacaciones. Delante de uno de los portales, se hallaban o yacían un baúl negro con asas de metal, un par de fardos y una bicicleta de desolado aspecto y con correas en los pedales, esperando algún medio de transporte, mientras un niño vestido con ropas de ciudad se mecía por última vez en un triste columpio instalado entre los troncos de dos pinos que habían visto tiempos mejores. Un poco más lejos, dos mujeres de edad y de cara llorosa estaban enterrando un perro, misericordiosamente muerto, junto con una vieja bola de croquet que mostraba las señales de sus alegres y jóvenes dientes. En otro jardín, un hombre a lo Walt Withman, de barba blanca y traje de cazador, estaba sentado ante un caballete, y, aunque eran las once menos cuarto de una mañana como otra cualquiera, una cenicienta puesta de sol manchada de rojo se extendía sobre la tela, mientras el hombre añadía unos árboles y otros varios detalles que el crepúsculo del día anterior le había impedido completar. En un banco de un bosquecillo de pinos, a la izquierda, una muchacha de erguida espalda hablaba apresuradamente (represalia... bombas... cobardes... oh, Phokus si yo fuese hombre...) con ademanes nerviosos y rostro perplejo y desalentado a un estudiante de gorro azul que permanecía sentado y cabizbajo, hurgando trozos de papel, billetes de autobús, hojas de pino, un ojo de muñeca o de pescado, y el blando suelo, con la punta del fino y perfectamente enrollado paraguas de su pálida compañera. Pero, aparte de esto, el ayer alegre lugar de vacaciones aparecía abandonado, las ventanas estaban cerradas, un maltrecho cochecillo de niño yacía volcado en una zanja, y los palos del telégrafo, esos haraganes mancos, zumbaban tristemente y al unísono con la sangre que latía en la cabeza de uno.
El camino descendió ligeramente, y apareció el pueblo, con un bosque neblinoso a un lado y el Lago Malheur al otro. Los carteles de que había hablado el lechero daban un toque delicioso de civilización y de madurez cívica al humilde caserío acurrucado debajo de sus musgosos y bajos tejados. Varias lugareñas flacas y huesudas, y sus panzudos hijos, se habían reunido frente al Ayuntamiento, que estaba siendo lindamente adornado para las próximas festividades; y, desde las ventanas de la oficina de Correos, a la izquierda, y del cuartelillo de Policía, a la derecha, los uniformados funcionarios seguían los progresos de aquel trabajo con ojos entendidos y llenos de dichosa anticipación. De pronto, con un ruido parecido al llanto de un recién nacido, sonó un altavoz de radio que acababan de instalar y que, bruscamente, enmudeció de nuevo.
—Allí hay juguetes —observó David, señalando, al otro lado del camino, una tienda pequeña pero ecléctica, donde había de todo, desde golosinas hasta botas rusas de fieltro.
—Está bien —dijo Krug—. Vamos a ver lo que hay.