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Barra siniestra
  • Текст добавлен: 26 сентября 2016, 19:11

Текст книги "Barra siniestra"


Автор книги: Владимир Набоков



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—Pronto —respondió él—. En cuanto diga el doctor que puede hacerlo. Y ahora, duerme, por favor.

Por fin, una piadosa puerta se interpuso entre los dos.

En el comedor, Claudina, sentada en una silla junto al aparador, lloraba copiosamente y se enjugaba las lágrimas con una servilleta de papel. Krug se sentó a la mesa y despachó rápidamente la comida, manejando vivamente los innecesarios salero y pimentero, carraspeando, moviendo platos, dejando caer el tenedor y cogiéndolo sobre el empeine del pie, mientras ella sollozaba intermitentemente.

—Por favor, vaya a su habitación —dijo él al fin—. El niño todavía está despierto. Llámeme a las siete. Probablemente, el señor Ember cuidará mañana de arreglarlo todo. Yo me marcharé con el niño lo antes posible.

—Pero ha sido tan rápido —gimió la mujer—. Usted decía ayer... ¡Oh! ¡No tenía que ocurrir de esta manera!

—Y yo le retorceré el pescuezo —añadió Krug—, si le dice una sola palabra al niño.

Apartó el plato, se dirigió a su estudio y cerró la puerta con llave.

Ember podía haber salido. El teléfono podía no funcionar. Pero, con sólo tocar el aparato al levantarlo, supo que el fiel instrumento estaba vivo. Nunca podía recordar el número de Ember. Aquí está el lomo del libro de teléfonos donde solíamos ambos anotar nombres y cifras, unidas nuestras manos, trazando palos y curvas en opuestas direcciones. Su concavidad adaptada exactamente a mi convexidad. Extraordinario... Soy capaz de distinguir la sombra de las pestañas en la mejilla del niño, pero no puedo descifrar mi propia escritura. Encontró sus gafas de repuesto y, después, el número familiar, con un seis en medio que recordaba la nariz persa de Ember, y Ember dejó su pluma, apartó la larga boquilla de ámbar de sus fruncidos labios, y escuchó.

«Estaba en la mitad de esta carta cuando llamó Krug y me dio una terrible noticia. La pobre Olga ha dejado de existir. Murió hoy, después de una operación de riñon. Yo había ido a verla al hospital, el martes pasado, y estaba tan amable como siempre y admiró mucho las realmente adorables orquídeas que yo le había llevado; no parecía haber ningún peligro..., o, si lo había, los médicos no se lo dijeron a él. He registrado el choque, pero todavía no puedo analizar el impacto de la noticia. Probablemente no podré dormir en varias noches. Mis propias tribulaciones, todas las pequeñas intrigas teatrales que acabo de describir, temo que le parecerán tan triviales como ahora me lo parecen a mí.

»De momento, se me ocurrió la imperdonable idea de que se trataba de una broma monstruosa por su parte, como aquella vez que leyó al revés, desde el final hasta el principio, su conferencia sobre el espacio, para ver si sus estudiantes reaccionarían de alguna manera. No lo hicieron, como tampoco lo hago yo por el momento. Probablemente le verá usted antes de recibir esta confusa epístola; él sale mañana para los Lagos con su pobre muchachito. Una decisión acertada. El futuro no está tan claro, pero supongo que la Universidad reanudará sus actividades dentro de poco, aunque, desde luego, nadie sabe los súbitos cambios que pueden producirse. Ültimamente, han circulado por aquí rumores espantosos; el único periódico que yo leía, hace al menos una semana que no sale. Él me ha pedido que me encargue yo mañana de la cremación, y me ha preguntado lo que pensará la gente cuando él no comparezca; pero, desde luego, su actitud ante la muerte impide que asista a la ceremonia, aunque ésta será tan breve y formal como yo pueda hacerla..., a menos que se entremeta la familia de Olga. Pobre muchacho..., ella fue para él una brillante ayuda en su brillante carrera. En tiempos normales, creo que yo habría enviado su retrato a los periodistas americanos.»

Ember dejó de nuevo la pluma y se sumió en sus pensamientos. También él había participado en aquella brillante carrera. Oscuro erudito, traductor de Shakespeare, en cuyo verde y húmedo país había pasado su estudiosa juventud..., pasó inocentemente a primer plano cuando un editor le pidió que aplicase el proceso de inversión a la Komparatiwn Stuhdaren Sophistat tuen Pekrekh, o, según rezaba el más rotundo título de la edición americana. La filosofía del pecado (prohibida en cuatro Estados, y best-selleren todos los demás). ¡Qué extraña jugada de la suerte...! Esta obra maestra del pensamiento esotérico prendió inmediatamente en el lector de clase media y disputó los primeros honores, durante una temporada, a la vigorosa sátira Straight Flus, y, el año siguiente, a la novela de Dixieland, de Elisabeth Ducharme, Cuando pasa el tren, y, durante veintinueve días (año bisiesto), a la selección del club del libro, A través de pueblos y ciudades, y, durante dos años consecutivos, a la notable mezcla de oblea y arrope que es la Anunciatade Louis Sontag, que empezó tan bien en las Cuevas de St. Barthelemy y terminó en la sección de historietas del periódico.

Al principio, Krug, aun declarando que lo encontraba divertido, se sintió muy irritado por todo el asunto, mientras Ember se sentía avergonzado y trataba de disculparse, preguntándose en secreto si su marca particular de rico inglés sintético no habría contenido algún ingrediente exótico, alguna horrible especia adicional capaz de explicar aquella inesperada situación; pero, con mayor perspicacia que la que mostraban los dos aturrullados eruditos, Olga se dispuso a disfrutar plenamente, en años venideros, el éxito de un trabajo cuyos puntos especialísimos conocía ella mejor de lo que podían conocerlos sus efímeros comentaristas. Ella hizo que el espantado Ember persuadiese a Krug de hacer aquella gira de conferencias por América, como si previese que sus fuertes ecos le ganarían en casa la estima que jamás le había valido su trabajo, en la jerga natal, de la estolidez académica, ni de la masa comatosa de lectores amorfos. Y no es que el propio viaje resultase desagradable. Nada de eso. Aunque Krug, reacio como siempre a derrochar en fútiles conversaciones experiencias capaces de sufrir, más adelante, imprevisibles metamorfosis (si se dejaban germinar tranquilamente en el aluvión de la mente), había nablado poco de su gira. Olga había conseguido reconstruirla enteramente y referirla con entusiasmo a Ember, que esperaba vagamente un chorro de sarcástico disgusto. «¿Disgusto? —había exclamado Olga—. ¡Cómo! Él ya ha tenido bastantes disgustos aquí. Júbilo, entusiasmo, una aceleración de la imaginación, una desinfección de la mente, ¡togliwn ochnat divodiv (la sorpresa diaria de despertar)!»

«Paisajes todavía no contaminados por la poesía convencional, y darle una palmada en la espalda a la vida, esa concienzuda desconocida, y decirle que descanse.» Él había escrito esto al regresar, y Olga, con maliciosa satisfacción, había pegado en un álbum de tafilete las alusiones indígenas al pensador más original de nuestros tiempos. Ember evocó su amplio ser (de Olga), sus treinta y siete espléndidos años, los brillantes cabellos, los gordezuelos labios, el firme mentón que tan bien se avenía con los tonos bajos y airulladores de su voz —tenía ella algo de ventrílocuo, un continuo soliloquio que seguía, bajo una sombra de saucedal, los meandros de su verdadero discurso. Veía a Krug, el grave y casposo maestro, sentado allí, con una sonrisa satisfecha y taimada en su rostro grande y moreno (que recordaba el de Beethoven en la correlación general de sus ásperas facciones) —sí, recostado en el viejo sillón de color de rosa, mientras Olga hacía alegremente el gasto de la conversación—, y con qué viveza recordaba la manera que tenía ella de hacer que la frase saltase u ondulase entre los tres rápidos bocados propinados al pastel de pasas que tenía en la mano, y la viva y triple pasada de su mano gordezuela sobre la de pronto estirada falda, para sacudir las migas, mientras continuaba su relato. Casi extravagantemente sana, una verdadera radabarbara (guapa moza): los ojos grandes y radiantes, la encendida mejilla, sobre la que apoyaba el fresco dorso de su mano, la frente blanca y brillante, con una blanca cicatriz —consecuencia de un accidente de automóvil en las sombrías montañas de Lagodan, de legendaria memoria. Ember no veía cómo podría uno librarse del recuerdo de aquella vida, de la insurrección de una viudez semejante. Con sus pies menudos y sus amplias caderas, con su habla infantil y su pecho de matrona, con su brillante ingenio y los torrentes de lágrimas que vertió aquella noche por la destrozada y gimiente cierva que se arrojó contra los cegadores faros del coche, mientras ella sangraba también; con todas estas y otras muchas cosas que Ember sabía que no podía saber, yacería ahora —un puñado de polvo azul– en su frío columbario.

Había sentido por ella un enorme cariño, y quería a Krug con la misma pasión que siente el grande, zalamero y boquihendido sabueso por el cazador de botas altas que ahuma la marisma mientras él se inclina sobre la roja fogata. Krug sabía apuntar a la bandada de los más populares y sublimes pensamientos humanos y derribar cada vez un pato salvaje. Pero no podía matar a la muerte.

Ember vaciló; después, marcó rápidamente el número. La línea estaba ocupada. Aquella serie de pequeños zumbidos en forma de palo parecía la larga hilera de superpuestas en un índice de las primeras líneas de una antología de versos. Yo soy un lago. Yo soy una lengua. Yo soy un espíritu. Yo tengo fiebre. Yo no soy codicioso. Yo soy el Caballero Negro. Yo soy la antorcha. Yo me levanto. Yo pregunto. Yo subo a la colina. Yo vengo. Yo sueño. Yo envidio. Yo encuentro. Yo oigo. Yo quise escribir una oda. Yo sé. Yo amo. Yo no debo afligirme, mi amor. Yo nunca. Yo jadeo. Yo recuerdo. Yo te vi una vez. Yo viajé. Yo rondé. Yo quiero. Yo quiero. Yo quiero. Yo quiero.

Pensó en salir a echar su carta al correo, cosa que no debe hacer un solterón a las once de la noche. Confió en haber tomado la tableta de aspirina a tiempo de cortar de raíz su resfriado. La inacabada traducción de sus versos predilectos en la obra más importante de Shakespeare:


follow the perttaunt jauncing 'neath the rock with her pale skeins-mate


acudió tentadora a su mente; pero las sílabas no podían cuadrar, porque, en su lengua natal, la palabra «rack» era anapéstica. Como hacer pasar un piano grande por una puerta. Había que desmontarla. O doblar la esquina del verso siguiente. Pero la litera estaba tomada, la mesa estaba reservada, la línea estaba ocupada.

Ahora ya no lo estaba.

—Pensé que tal vez te gustaría que fuese a tu casa. Podríamos jugar al ajedrez o algo por el estilo. Bueno, dime francamente si...

—Me gustaría —dijo Krug—. Pero he recibido una llamada inesperada de... bueno, una llamada inesperada. Quieren que vaya inmediatamente. Dicen que es una sesión urgente..., yo no sé..., importante, dicen. Una lata, desde luego; pero, como no puedo trabajar ni dormir, pensé que podría ir.

—¿Tuviste alguna dificultad para llegar a casa esta noche?

—Temo que estaba borracho. Rompí mis gafas. Van a mandar...

—¿Se trata de aquello a que aludiste el otro día?

—No. Sí. No... No me acuerdo. Ce sont mes collegues et le vieux et tout le trimbala. Van a mandar un coche a buscarme dentro de unos minutos.

—Comprendo. ¿Crees que...?

—Irás al hospital lo más pronto posible, ¿verdad? A las nueve, a las ocho, incluso antes...

—Sí, desde luego.

—Le he dicho a la doncella..., tal vez tú podrías cuidar del asunto..., le he dicho que...

Krug jadeaba terriblemente, no pudo terminar, colgó de golpe el receptor. Reinaba en su estudio un frío desacostumbrado. Todos tan ciegos y llenos de polvo, y colgados tan altos sobre las estanterías, que apenas si podía distinguir la agrietada tez de una cara vuelta hacia arriba bajo un halo rudimentario o los dientes de sierra de una túnica de mártir que parecía de pergamino y se disolvía en una triste negrura. Sobre una mesa de juego de un rincón, había montones de volúmenes sin encuadernar de la Revue de Psychologie, comprados de segunda mano, pasando del avinagrado 1879 al rollizo 1880, con sus cubiertas como hojas muertas, gastadas o arrugadas en los bordes y casi cortadas por el cruzado cordel que, abriéndose camino, roía el cuerpo polvoriento. Resultados del pacto de no sacudir jamás el polvo, de no deshacer la estancia. Una cómoda y horrenda lámpara de pie, de bronce, con una pantalla de grueso cristal de un granate granujiento, con porciones de amatista espaciadas asimétricamente entre venas de bronce, había crecido hasta gran altura, como un enorme hierbajo, surgiendo de la vieja alfombra azul, junto al sofá rayado donde dormiría Krug esta noche. Una generación espontánea de cartas sin contestar, de reimpresiones, de boletines universitarios, de sobres destripados, de recortes de papel, de lápices en diversos grados de desarrollo, llenaba la mesa escritorio. Gregoire, un enorme ciervo volante de hierro forjado que había empleado su padre para quitarse, tirando del tacón (apresado ávidamente por las bruñidas mandíbulas), primero una de sus botas de montar, y después la otra, atisbaba, aborrecido, desde debajo del fleco de cuero de un sillón de cuero. La única cosa pura de la habitación era una copia de la Casa de Naipes, de Chardin, que ella había colocado un día sobre la repisa de la chimenea (para ozonizar tu horrible cubil, había dicho ella) —las conspicuas cartas, las caras coloradas, el adorable fondo castaño.

Recorrió el pasillo en sentido contrario, escuchó el rítmico silencio del cuarto del niño... Y Claudina salió una vez más de la habitación contigua. Él le dijo que iba a salir y le pidió que le hiciese la cama en el diván del estudio. Después, recogió el sombrero del suelo y bajó la escalera, para esperar el coche.

Hacía frío en la calle, y Krug lamentó no haber rellenado su frasco de aquel coñac que le había ayudado a vivir aquel día. También estaba muy silenciosa, más silenciosa que de costumbre. En las anticuadas y airosas fachadas del otro lado de la empedrada calle se habían apagado la mayor parte de las luces. Un hombre al que conocía, ex miembro del Parlamento, un poco latoso, que solía sacar a sus dos educados y abrigados perros de largo cuerpo y patas cortas, al anochecer, había sido trasladado dos días atrás del número cincuenta, en un camión atestado ya de otros prisioneros. Por lo visto, el Sapo había decidido hacer su revolución lo más convencional posible. El coche se retrasaba.

Azureus, rector de la Universidad, le había dicho que un tal doctor Alexander, profesor ayudante de Biodinámica, a quien Krug no conocía, iría a buscarle. El tal Alexander había estado recogiendo gente toda la tarde, y el rector había tratado de ponerse al habla con Krug desde después del mediodía. El doctor Alexander era un caballero enérgico, dinámico, eficiente, una de esas personas que, en tiempos calamitosos, salen de la mate oscuridad para florecer súbitamente con salvoconductos, pases, cupones, coches, contactos y listas de direcciones. Los personajes de la Universidad se habían derrumbado inevitablemente, y, desde luego, la reunión no habría sido posible si no hubiese surgido un perfecto organizador en la periferia de su clase, gracias a una afortunada mutación que casi sugería la discreta intervención de una fuerza trascendental. Cuando el coche oficial autorizado, sacado por el mago en medio de nosotros, se detuvo junto al bordillo, rozándolo adrede con un neumático, se podía distinguir, a la vacilante luz de la calle, el emblema (curiosamente parecido a una araña aplastada y dislocada, pero que aún se estremecía) del nuevo Gobierno, sobre una banderita roja fijada en el capó.

Krug se sentó al lado del conductor, que no era más que el propio doctor Alexander, un hombre de cara sonrosada, muy rubio y muy atildado, de treinta y pico de años, con una pluma de faisán en su elegante sombrero verde y una pesada sortija con un ópalo en el cuarto dedo de la mano. Tenía las manos muy blancas y finas, y las apoyaba ligeramente sobre el volante. De las dos (?) personas que viajaban en el asiento de atrás, Krug reconoció a Edmond Beuret, el profesor de Literatura Francesa.

– Bonsoir, cher collegue—dijo Beuret—. On m'a tiré du lit au grand désespoir de ma femme. Comment va la vôtre?

—Hace unos días —dijo Krug– tuve el placer de leer su artículo sobre... —(no podía recordar el nombre de aquel general francés, una honrada aunque algo limitada figura histórica que había sido llevada al suicidio por unos políticos calumniadores).

—Sí —dijo Beuret—, me gustó escribirlo. Les morts, les pauvres morts ont de grandes douleurs. Et quand Octobre souffle...

El doctor Alexander hizo girar el volante con mucha suavidad y habló sin mirar a Krug; después, le echó una rápida mirada, y volvió a mirar seguidamente al frente.

—Tengo entendido, profesor, que esta noche será usted nuestro salvador. La suerte de nuestra Alma Mater está en buenas manos.

Krug gruñó, sin comprometerse. No tenía la menor idea... —¿o era una velada alusión al hecho de que el Jefe, conocido vulgarmente por el Sapo, había sido condiscípulo suyo?—. Pero esto habría sido una tontería.

El coche fue detenido en medio de la plaza de Skotoma (ex Libertad, ex Imperial) por tres soldados, dos policías y la mano levantada del pobre Teodoro Tercero, que siempre quería que le llevasen o ir a una plaza más pequeña; pero el doctor Alexander les señaló la banderita roja y negra, y ellos saludaron y se retiraron a la oscuridad.

Las calles estaban desiertas, como suele ocurrir en las lagunas de la Historia, en los terrains vagues del tiempo. En total, la única criatura viviente que encontraron fue un joven que volvía a casa de un intempestivo y, por lo visto, truncado baile de disfraces: iba vestido de mujikruso —camisa bordada, que flotaba libremente sobre un cinturón adornado con borlas; culotte bouffante; botas carmesí y reloj de pulsera.

– On va lui torcher le derrière, à ce gaillard-là—observó tristemente el profesor Beuret.

La otra persona —anónima– del asiento de atrás murmuró algo inaudible y se respondió a sí mismo de un modo afirmativo, pero también inarticulado.

—No puedo correr mucho más —dijo el doctor Alexander, mirando fijamente al frente– porque los neumáticos están gastados. Si quiere usted meter la mano en mi bolsillo de la derecha, profesor, encontrará unos cigarrillos.

—No fumo —dijo Krug—. Y, de todos modos, no creo que haya ninguno.

Siguieron rodando un rato en silencio.

—¿Por qué? —preguntó el doctor Alexander, pisando y soltando suavemente el acelerador.

—Una idea que pasó por mi cabeza —dijo Krug.

El simpático conductor apartó discretamente una mano del volante y palpó su bolsillo; después, hizo lo mismo con la otra. Al cabo de un momento, repitió la operación con la derecha.

—Los habré perdido —dijo, después de otro minuto de silencio—. Y usted, profesor, no sólo no fuma, y es un hombre genial, como todo el mundo sabe, sino que es también —con una rápida mirada– un jugador extraordinariamente afortunado.

—Esto es verad —dijo Beuret, pasando súbitamente al inglés, que sabía que Krug conocía, y hablándolo como un inglés que lee un libro francés—, esto es verdad, y sé por fuentes bien informadas que el depuesto chef del Estado ha sido capturado junto con otros dos tipos (aquí el autor empieza a aburrirse... o se olvida) en algún lugar de la montaña... ¿y fusilados? Pero no; esto no puedo creerlo..., es demasiado horrible (aquí el autor vuelve a recordar).

—Probablemente un poco exagerado —observó el doctor Alexander en su lengua vernácula—. En la actualidad pueden circular toda clase de feos rumores, y, aunque domusta barbarn kapusta(las esposas más feas son las más fieles), yo no lo creo en este caso particular —terminó, con una alegre carcajada, y se hizo otro silencio.

¡Oh, mi extraña ciudad natal! Tus estrechas callejuelas, por donde pasaron antaño los romanos, sueñan de noche en cosas diferentes de las que sueñan las fugaces criaturas que pisan tus piedras. ¡Oh, extraña ciudad! Cada una de tus piedras guarda tantos viejos recuerdos como motas de polvo hay en ellas. Cada una de tus piedras grises y calladas ha visto arder un largo cabello de bruja, atrepellar a un pálido astrónomo, patear un pordiosero a otro pordiosero en la ingle... y los cabellos del Rey arrancando chispas de tu suelo, y los lechuguinos de traje castaño y los poetas vestidos de negro entrando en los cafés, mientras tú rezumabas agua sucia a los divertidos ecos de ¡agua va! Ciudad de sueños, sueño cambiante, oh tú, piedra inconstante. Las pequeñas tiendas, cerradas todas en la limpia noche, los desvaídos muros, la hornacina compartida por la paloma sin hogar y el clérigo esculpido, el rosetón, la sudorosa gárgola, el sayón que abofeteó a Cristo: esculturas sin vida mezclando sus plumas con las de una vida oscura... Tus angostas y rudas calles no fueron hechas para las ruedas de unos ingenios borrachos de gasolina... Y al detenerse al fin el automóvil y apearse trabajosamente de él el corpulento Beuret, siguiendo la estela de su barba, el hombre anónimo y susurrante que había estado sentado a su lado, se partió en dos y produjo, por súbita germinación, a Gleeman, el enclenque profesor de Poesía Medieval, y al igualmente diminuto Yanovsky, que enseñaba escansión eslava: dos homúnculos recién nacidos, puestos ahora a secar sobre el paleolítico pavimento.

—Voy a encerrar el coche y en seguida estoy con ustedes —dijo el doctor Alexander, con una tosecilla.

Un mendigo con pinta de italiano, vestido de harapos pintorescos, que había exagerado la nota gracias a un agujero particularmente dramático en un sitio donde normalmente no hubiese debido haber ninguno —el fondo de su expectante sombrero—, estaba plantado allí, temblando de fiebre, como era debido, a la luz del farol de la puerta de entrada. Cayeron tres monedas de cobre consecutivas... y todavía deben estar cayendo. Cuatro silenciosos profesores subieron juntos la escalera rococó.

Pero no tuvieron necesidad de tocar el timbre, ni el picaporte, ni nada, pues la puerta del rellano más alto fue abierta de par en par, para recibirles, por el prodigioso doctor Alexander, que ya estaba allí, quizá por haber subido disparado por alguna escalera posterior especial, o por medio de una de aquellas cosas imparables que yo solía emplear para elevarme desde la torcida noche del Keeweenawatin y los horrores de la Revolución Laurentiana, a través de la Provincia de Perm, llena de vampiros, a través de Primitivo Reciente, Ligeramente Reciente, No Tan Reciente, Completamente Reciente, Más Reciente. Aún... ¡caliente, caliente...! hasta mi número de habitación en mi piso de hotel en un remoto país, arriba, arriba, en uno de aquellos ascensores express gobernados por las delicadas manos —las mías, en foto negativa– de unos hombres de piel oscura, estómago hundido y corazón ascendente, que nunca llegaban al Paraíso, porque el paraíso no es un ático; y, surgiendo de las profundidades del bifurcado pasillo, llegó a paso vivo el rector Azureus, con los brazos abiertos, anticipando una reverencia con sus marchitos ojos azules, temblando el arrugado labio superior...

«Sí, claro..., qué estúpido soy», pensó Krug, el círculo dentro de Krug, un Krug dentro de otro.


CAPITULO IV



La manera que tenía el viejo Azureus de recibir a la gente era una rapsodia silenciosa. Inclinándose extáticamente, lentamente, tiernamente, tomaba la mano de uno entre sus suaves palmas, y la conservaba así, como si fuese un tesoro largo tiempo buscado, o un gorrión todo pelusa y corazón, en un húmedo silencio, mirándolo entretanto a uno con sus reverentes arrugas más que con sus ojos, y entonces, muy despacio, la sonrisa de plata empezaba a disolverse, las tiernas y viejas manos aflojaban gradualmente su apretón, una expresión vacía sustituía a la ferviente luz de su pálido y frágil semblante, y se apartaba de uno como si se hubiese equivocado, como si, n fin de cuentas, no fuese uno la persona amada..., la persona amada a la cual descubriría un momento después en otro rincón, y volvería a resplandecer la sonrisa, y sus manos envolverían de nuevo al gorrión, y de nuevo se desvanecería todo.

Una veintena de eminentes representantes de la Universidad, algunos de ellos recientes pasajeros del doctor Alexander, estaban de pie o sentados en el espacioso y más o menos brillante salón (no todas las lámparas estaban encendidas bajo los verdes cúmulos y los querubines del techo), y tal vez media docena más coexistían en el contiguo mussikisha(salón de música), pues el viejo caballero era un mediano arpista á ses heures y le gustaba formar tríos, con él como hipotenusa, o invitar a algún músico realmente grande para que hiciese cosas en el piano, después de lo cual, dos doncellas y su hija soltera, que olía vagamente a agua de Colonia y claramente a sudor, repartían unos bocadillos pequeñísimos y no sobreabundantes, y algunos bouchées triangulares que, según creía ardientemente, tenían un propio encanto especial, debido a su forma. Esta noche, en vez de estas golosinas, había té y bizcochos duros; y un gato de color de concha de tortuga (acariciado alternativamente por el profesor de Química y por Hedron, el Matemático) yacía sobre el negro y brillante «Bechstein». Al contacto de hoja seca de la mano eléctrica de Gleeman, el gato se hinchó como leche al hervir e inició un fuerte ronroneo; pero el pequeño medievalista estaba distraído y se alejó. Economía, Teología e Historia Moderna estaban, de pie, charlando, cerca de una de las ventanas cubiertas con pesadas cortinas.

Una corriente fina, pero virulenta, se percibía a pesar del cortinaje. El doctor Alexander se había sentado a una mesita, había trasladado cuidadosamente a su esquina noroccidental los objetos que había encima de ella (un cenicero de cristal, un burrito de porcelana con cestas para las cerillas, una cajita que imitaba un libro) y estaba repasando una lista de nombres, tachando algunos de ellos con un lápiz de punta increíblemente afilada. El rector estaba inclinado encima de él, con una mezcla de curiosidad y preocupación. De vez en cuando, el doctor Alexander interrumpía su examen, y su mano desocupada acariciaba cuidadosamente los lisos y rubios cabellos de su nuca.

—¿Qué hay de Rufel? (Ciencias Políticas) —preguntó el rector—. ¿No pudo usted encontrarle?

—No estaba disponible —respondió el doctor Alexander—. Por lo visto, lo detuvieron. Por su propia seguridad, me han dicho.

—Esperemos que sea así —dijo el viejo Azureus, pensativamente—. Bueno, qué se le va a hacer. Supongo que podemos empezar.

Edmond Beuret, poniendo en blanco sus grandes ojos castaños, estaba contando a un hombre gordo y flemático (Dramática) el chocante espectáculo que había presenciado.

—Oh, sí —dijo Dramática—. Los estudiantes de Arte. Estoy enterado de todo esto.

– Ils ont du toupet pourtant—dijo Beuret.

—O simple terquedad. Cuando los jóvenes se agarran a la tradición, lo hacen con el mismo ardor que muestran los hombres más maduros en demolerla. Irrumpieron en el Klumba («Palomar» un famoso teatro), ya que todos los salones de baile estaban cerrados. Perseverancia.

—¿Dicen que el Parlaminty el Zud(Palacio de Justicia) están todavía ardiendo? —dijo otro profesor.

—Ha oído usted mal —contestó Dramática—, porque no estamos hablando de esto, sino del triste caso de la Historia impidiendo un baile anual. Los chicos encontraron un depósito de velas y bailaron en el escenario —siguió diciendo, volviéndose de nuevo a Beuret, el cual permanecía en pie, sacando la barriga y con ambas manos hundidas en los bolsillos del pantalón—. Ante una casa vacía. Una escena que tiene algunos lindos matices.

—Creo que podemos empezar —dijo el rector, acercándose a ellos y pasando a través de Beuret como un rayo de luna, para ir a avisar a otro grupo.

—Entonces, es admirable —dijo Beuret, viendo de pronto la cosa bajo una luz distinta—. Espero que los pauvres gossesse divirtiesen.

—La Policía los dispersó hace cosa de una hora —contestó Dramática—. Pero supongo que fue divertido mientras duró.

—Creo que podremos empezar dentro ds un momento —dijo el rector, en tono confiado, pasando de nuevo junto a ellos.

Desaparecida su sonrisa hacía rato, crujiendo débilmente sus zapatos, se deslizó entre Yanovsky y el Latinista, y dijo que sí con la cabeza a su hija, la cual le mostraba disimuladamente un cuenco de manzanas desde la puerta.

—Lo sé por dos fuentes de información (una era Beuret, y la otra el presunto informador de Beuret) —dijo Yanovsky, y bajó tanto la voz que el Latinista tuvo que agacharse y acercar su oreja cubierta de una blanca pelusilla.

—Yo oí otra versión —dijo el Latinista, irguiéndose despacio—. Les cogieron cuando intentaban cruzar la frontera. Uno de los ministros, cuya identidad se desconoce, fue ejecutado en el acto; pero a... —y bajó la voz al nombrar al ex presidente del Estado– se lo llevaron y lo metieron en la cárcel.

—No, no —dijo Yanovsky—. Nada de ministros. Sólo él. Como el Rey Lear.

—Sí; así estará bien —dijo el doctor Azureus, con sincera satisfacción, al doctor Alexander, que había corrido algunas de las sillas y traído unas cuantas más, de modo que, como por arte de magia, la estancia había adquirido el equilibrio necesario.

El gato saltó del piano y salió pausadamente, rozando de pasada, en un momento de locura, la pernera del pantalón a rayas de Gleeman, que estaba ocupado en mondar una manzana «Bervok» de color rojo oscuro.

Orlik, el Zoólogo, estaba de espaldas a los reunidos, examinando atentamente, a varios niveles y desde diversos ángulos, el lomo de los libros colocados en los estantes de detrás del piano, sacando de vez en cuando alguno que no tenía título visible, y devolviéndolo apresuradamente a su sitio: todos eran unos tostones, escritos en alemán: poesía alemana. Estaba fastidiado, y tenía una numerosa y ruidosa familia en casa.

—En esto, discrepo de ambos —decía el profesor de Historia Moderna—. Mi cliente nunca se repite. Al menos cuando mi gente espera ansiosamente que se produzca la repetición. En realidad, Clío sólo puede repetirse inconscientemente. Porque tiene muy mala memoria. Como ocurre con tantos fenómenos de tiempo, las combinaciones recurrentes sólo son perceptibles como tales cuando ya no pueden afectarnos, cuando están aprisionadas, por decirlo así, en el pasado, que es el pasado precisamente porque está desinfectado. Tratar de plasmar nuestro mañana con ayuda de los datos suministrados por nuestro ayer, significa ignorar el elemento básico del futuro, que es su total inexistencia. Confundimos la vertiginosa carrera del presente hacia este vacío con un movimiento racional.


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