Текст книги "Barra siniestra"
Автор книги: Владимир Набоков
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Классическая проза
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»Esto no sirve. Aquel monstruo tenía más de una cabeza, ¿no?
—Anótalo —dijo Paduk, entre dientes—. Anótalo en el margen y, por lo que más quieras, continúa.
—«Como dice nuestro antiguo proverbio, "las esposas más feas son las más fieles", pero, indudablemente, esto no puede aplicarse a los "feos rumores" que difunden nuestros enemigos. Se rumorea, por ejemplo, que la crema de nuestra intelectualidad se opone al régimen actual.» ¿No sería mejor decir «crema batida»? Quiero decir, continuando la metáfora...
—Anótalo, anótalo; estos detalles carecen de importancia.
—«¡Falso! Una simple frase, una mentira. Los que rabian, rugen, fulminan y rechinan los dientes, vertiendo sobre nosotros un incesante torrente ( potok) de palabras injuriosas, no nos acusan directamente de nada; sólo "insinúan". Esta insinuación es estúpida. Lejos de oponernos al régimen, nosotros, los profesores, escritores, filósofos, etcétera, lo apoyamos con todo nuestro saber y entusiasmo.
»No, señores; no, traidores; vuestras más "categóricas" palabras, declaraciones y notas, no pueden desmentir estos hechos. Podéis disfrazar el hecho de que nuestros más eminentes profesores y pensadores apoyan el régimen, pero no podéis negar que este apoyo existe. Nos sentimos felices y orgullosos de marchar con las masas. La materia ciega recobra el uso de la vista y se quita las gafas de color de rosa que solían adornar la larga nariz del llamado Pensamiento. Con independencia de cuanto yo haya pensado y escrito en el pasado, una cosa me parece clara: sin que importe a quién pertenezcan, dos pares de ojos que miren una bota ven la misma bota, ya que ésta se refleja idénticamente en ambos; más aún, la laringe es la sede del pensamiento, de modo que el trabajo de la mente es una especie de gargarismo.» Bueno, bueno, esta última frase parece un trozo escogido de una de mis obras. Un pasaje vuelto del revés por alguien que no comprendió el sentido de mis observaciones. Yo criticaba el viejo...
—Por favor, continúa. Te lo ruego.
—«Dicho en otras palabras, la nueva Educación, la nueva Universidad, que me siento feliz y orgulloso de dirigir inaugurará la era de la Vida Dinámica. Como resultado de ello, una grande y bella simplificación sustituirá el maligno refinamiento de un pasado degenerado. Enseñaremos y aprenderemos, ante todo, que el sueño de Platón se ha hecho realidad por obra del Jefe del Estado...» Esto es pura vaciedad. Me niego a continuar. Puedes quedártelo.
Empujó las cuartillas en dirección a Paduk, que permaneció sentado y con los ojos cerrados.
—No tomes decisiones precipitadas, loco Adam. Vete a tu casa. Piénsalo. Y ahora, no hables. Ellos no podrían aguantarse y dispararían. Por favor, vete.
Con lo cual terminó, naturalmente, la entrevista. ¿Así? ¿O fue tal vez de otra manera? ¿Leyó realmente Krug el discurso preparado? Y, si lo hizo, ¿era éste una idiotez tan grande? Lo hizo; lo era. El descamisado tirano, o el presidente del Estado, o el dictador, o quienquiera que fuese —el hombre Paduk, en una versión; el Sapo, en otra—, entregó a mi personaje predilecto un misterioso fajo de cuartillas cuidadosamente escritas a máquina. El actor que representaba al que las recibía debía tener instrucciones de no mirarse las manos mientras tomaba muy despacio los papeles (sin dejar de mover los músculos laterales de la mandíbula inferior, por favor), sino de mirar fijamente al que se los entregaba: en una palabra, mira primero al dador y, después, baja la mirada hacia lo que te ha dado. Pero ambos eran toscos y atravesados, y los expertos en el cardiariumcambiaron solemnes movimientos de cabeza al llegar a cierto punto (cuando se volcó el vaso de leche) y tampoco hicieron nada. Proyectada en principio para dentro de tres meses, la inauguración de la nueva Universidad tenía que ser un acto muy ceremonioso y envuelto en gran publicidad, con un alud de periodistas extranjeros, de corresponsales ignorantes y bien pagados, con pequeñas y silenciosas máquinas de escribir sobre las rodillas, y de fotógrafos con alma de higo seco. TÍ el único gran pensador del país aparecería envuelto en una toga escarlata ( che), al lado del jefe y símbolo del Estado (clic, clic, clic, clic, clic, clic), y proclamaría, con voz tonante, que ningún mortal podía ser tan grande y tan sabio como el Estado.
CAPITULO XII
Pensando en aquella ridícula entrevista, se preguntaba Krug cuánto tiempo pasaría hasta el siguiente intento. Seguía pensando que, mientras se estuviese quieto, nada malo podía ocurrirle. Aunque pareciese extraño, llegó a final de mes el cheque acostumbrado, aunque la Universidad había dejado de existir, al menos por fuera. Entre bastidores había una serie inacabable de sesiones, un torbellino de actividad administrativa, una reagrupación de fuerzas; pero él se negaba a asistir a tales reuniones e incluso a recibir a las diversas delegaciones y a los mensajeros especiales que Azureus y Alexander seguían enviándole. Él sostenía que, cuando el Consejo de Ancianos hubiese agotado su poder de seducción, le dejarían en paz, ya que el Gobierno, no atreviéndose a detenerle y mostrándose reacio a concederle el lujo del exilio, seguiría esperando, con inútil obstinación, que acabase por ceder. El desvaído color que tomaba el futuro ligaba muy bien con el mundo gris de su viudez, y, si no hubiese tenido amigos de quienes preocuparse, ni un hijo a quien estrechar contra su mejilla y su corazón, habría dedicado aquel crepúsculo a alguna tranquila investigación: por ejemplo, siempre había deseado saber algo más acerca del Período Auriñaciense y de aquellos retratos de seres singulares (tal vez semihombres de Neandertal —antepasados directos de Paduk y sus semejantes– empleados por los auriñacienses como esclavos) que un noble español y su hijita habían descubierto en la cueva pintada de Altamira. O tal vez habría abordado algún oscuro problema de telepatía victoriana (los casos referidos por clérigos, damas nerviosas, coroneles retirados que habían servido en la India), como el notable sueño que había tenido una tal señora Storie de la muerte de su hermano. Por nuestra parte, podríamos seguir al hermano en su camino por la vía del ferrocarril en una noche muy oscura: después de recorrer dieciséis millas, se sintió un poco cansado (cosa nada de extrañar); se sentó para quitarse las botas, se durmió al chirrido de los grillos y, entonces, pasó un tren. Setenta y seis vagones de corderos (en curiosa parodia de la «cuenta-de-corderos-para-dormir») pasaron sin tocarle, hasta que al fin, algo que sobresalía le dio en la cabeza y lo mató en el acto. Y también podríamos observar las «illusions hypnagogiques» (¿sólo ilusiones?) de la buena Miss Bidder, que tuvo una vez una pesadilla de la que sobrevivió un demonio al que vio claramente después de despertarse, de modo que se incorporó para observar su mano agarrada al barrote de los pies de la cama, y que se desvaneció entre los adornos de la chimenea. Una tontería, pero no puedo evitarlo, pensó, mientras se levantaba de su sillón y cruzaba la estancia para arreglar los sesgados pliegues de su bata, que, tirada sobre el diván, mostraba en un extremo una distinta cara medieval.
Buscó algunos fragmentos que había recogido a ratos perdidos para un ensayo que no había llegado a escribir y que nunca escribiría, porque ahora había olvidado ya su idea central, su combinación secreta. Estaba, por ejemplo, el papiro que un hombre llamado Rhind compró a unos árabes (que decían que lo habían encontrado entre las ruinas de unos edificios próximos a Ramesseum); empezaba con la promesa de revelar «todos los secretos, todos los misterios», pero (como el demonio de Miss Bidder) resultó no ser más que un libro escolar, con espacios en blanco, empleado por algún agricultor egipcio desconocido, del siglo xviii a. de J. C, para sus torpes cálculos. Un recorte de periódico decía que el Entomólogo del Estado había dimitido para convertirse en Consejero sobre Arboles de Sombra, y uno se preguntaba si esto no sería un delicado eufemismo oriental para expresar la muerte. En la siguiente hoja de papel, había copiado unos pasajes de un famoso poema americano:
Curiosa vista... esos vergonzosos osos,
Esos tímidos guerreros pescadores de ballenas,
Y ha llegado la hora de la marea; El barco lanza sus amarras.
No aparece en ningún mapa; Nunca aparecen los sitios de verdad.
Esta agradable luz, no me ilumina; Todo encanto es angustia...
y, desde luego, aquel fragmento sobre la deliciosa muerte de un buscador de miel de Ohio (en aras de mi humor, conservaré el estilo en que lo narré una vez en Tula, ante un círculo de ociosos amigos rusos).
Truganini, el último tasmanio, murió en 1877, pero el último Truganini no podía recordar qué relación tenía esto con el hecho de que los peces comestibles del mar de Galilea, en el siglo de nuestra Era, eran principalmente crómidos y barbos, aunque, en el cuadro de la Pesca Milagrosa, de Rafael, encontramos, entre formas acuáticas indefinibles, hijas de la fantasía del joven pintor, dos ejemplares que pertenecen evidentemente a la familia de las lizas, que nunca se encuentran en agua dulce. Hablando de venationes (espectáculos con animales salvajes) romanas de la misma época, observamos que el escenario, en el que se representaban rocas ridículamente pintorescas (más tarde ornamentos de paisajes «románticos») y un bosque indiferente, se levantaba sobre las criptas subyacentes al circo empapado de orines, donde se hallaba Orfeo entre leones de verdad y osos con las uñas doradas; pero este Orfeo era encarnado por un criminal, y la escena terminaba con su muerte entre las garras de un oso, mientras Tito o Nerón, o Paduk, lo contemplaban con ese placer total que, según se dice, produce el «arte» impregnado de «interés humano».
La estrella más próxima es el Alfa de Centauro. El Sol se encuentra a una distancia de unos 150 millones de kilómetros de nosotros. Nuestro sistema solar emergió de una nebulosa en espiral. De Sitter, que no tenía nada más que hacer, calculó la circunferencia del Universo «finito pero ilimitado» en unos cien millones de años luz, y su masa, en un quintillón de cuatrillones de gramos. Es fácil imaginarse a la gente del año 3000 d. de J. C. burlándose de nuestra ingenua tontería y sustituyéndola por otra tontería propia.
«La guerra civil está destruyendo a Roma, a la que nadie podía arruinar, ni siquiera la fiera Alemania con su juventud de ojos azules.» Cuánto envidio a Cruquius, que había visto realmente Manuscritos Blandinianos de Horacio (destruidos en 1556, al ser saqueada por la chusma la abadía benedictina de San Pedro, de Blankenbergh). ¡Oh! ¿Cómo sería el viaje por la Vía Apia, en aquellos grandes coches de cuatro ruedas para trayectos largos, conocidos por el nombre de rheda? Las mismas Damas Pintadas agitando las alas sobre las mismas flores de cardo.
Vidas que envidio: longevidad, tiempos pacíficos, país en paz, fama tranquila, satisfacción tranquila: Ivar Aasen, filólogo noruego, 1813-1896, que inventó un lenguaje. Aquí abajo, tenemos demasiados homo civicus y pocos homo sapiens.
El doctor Livingstone cuenta que, en una ocasión, después de hablar un buen rato con un bosquimano sobre la Divinidad, descubrió que aquel salvaje pensaba que se refería a Sakomi, un jefe local. La hormiga vive en un universo de olores con forma, de configuraciones químicas.
El viejo tema zoroastriano del sol naciente, origen del diseño del cimacio persa. Los horrores sangre-y-oro de los sacrificios mexicanos, tal como los contaron los sacerdotes católicos, o los dieciocho mil niños formosanos, menores de nueve años, cuyos corazoncitos fueron quemados sobre un altar por mandato del espurio profeta Salmanasar..., todo ello una falsificación europea del verde pálido siglo XVIII.
Volvió a arrojar las notas en el cajón de su escritorio. Eran hojas muertas e inutilizables. Apoyando el codo en la mesa y balanceándose ligeramente en su sillón, se rascó despacio la cabeza entre los ásperos cabellos (tan ásperos como los de Balzac; también tenía una nota sobre esto en alguna parte). Un horrible sentimiento surgió en su interior: estaba vacío, nunca volvería a escribir un libro, era demasiado viejo para enderezar y reconstruir el mundo que se había derrumbado al morir ella.
Bostezó, y se preguntó qué vertebrado individual habría sido el primero en bostezar, y si se podía presumir que este torpe espasmo era la primera señal de agotamiento por parte de toda la subdivisión en su aspecto evolutivo. Tal vez si tuviese una pluma estilográfica nueva en vez de esta porquería, o un fresco manojo, digamos, de veinte hermosos y afilados lápices en un esbelto jarrito, y una resma de suave papel marfil en vez de estas, veamos, trece, catorce hojas más o menos arrugadas (con un perfil dolicocéfalo con dos ojos, dibujado por David en la primera), podría empezar a escribir esa cosa desconocida que deseo escribir; desconocida, salvo por una vaga silueta en forma de zapato, cuyo temblor de infusorio siento en mis inquietos huesos, un sentimiento de shchekotiki(como solíamos decir en nuestra infancia), medio hormigueo, medio cosquillas, que experimentamos cuando tratamos de recordar algo o de comprender algo o de descubrir algo, y probablemente tenemos la vejiga llena y los nervios excitados; pero, en conjunto, la combinación no es desagradable (si no se prolonga) y produce un pequeño orgasmo o petit éternuement intérieurcuando encontramos, al fin, la pieza de rompecabezas que llena exactamente el hueco.
Mientras terminaba su bostezo, pensó que su cuerpo era demasiado grande y sano para él: si lo hubiese tenido descompuesto y fláccido y plagado de pequeños trastornos, se habría sentido más en paz consigo mismo. El cuento del descortezamiento del caballo del Barón Munchausen. Pero el átomo individual es libre: late como quiere, a marcha lenta o rápida; decide él mismo cuándo debe absorber y cuándo debe irradiar energía. Hay mucho que decir sobre el método empleado por los personajes varones en las viejas novelas: la acción de apoyar la frente en el deliciosamente frío cristal de la ventana es, ciertamente, apaciguador. Y así estaba él, pobre percipiente. La mañana era gris, con manchas de nieve derretida.
Dentro de unos minutos (si su reloj marchaba bien), habría que ir a buscar a David al jardín de infancia. Los lentos y lánguidos sones de un poco animado sacudimiento en la habitación contigua significaba que Mariette se dedicaba a expresar sus vagas nociones del orden. Krug oía las sordas pisadas de sus zapatillas ribeteadas de sucia piel. La chica tenía una manera irritante de hacer las faenas de la casa, con sólo una pobre bata cuyo deshilacliado orillo le llegaba apenas a las rodillas, para ocultar su desdichadamente joven cuerpo. Femineum lucet per bombycina cor pus. Preciosos tobillos: ella decía que había ganado un premio de baile. Un embuste, supongo, como la mayoría de sus afirmaciones: aunque, pensándolo bien, tenía en su habitación un abanico español y un par de castañuelas. Por ninguna razón especial (¿o buscaba algo? No), él había echado un vistazo a su habitación, al pasar, mientras ella estaba fuera con David. Olía fuertemente a sus cabellos y a Sanglot(un perfume barato de almizcle); había trapos sucios tirados en el suelo y, sobre la mesita de noche, una rosa de un rojo marchito en un vaso, y una gran radiografía de sus pulmones y sus vértebras. Había resultado ser una cocinera tan detestable que se veía obligado a hacer subir diariamente, del buen restaurante de la esquina, al menos una comida completa para los tres, contentándose con huevos, gachas y diversas conservas, para los desayunos y las cenas.
Después de mirar de nuevo su reloj (e incluso de escucharlo), resolvió desfogar su inquietud con un paseo. Encontró a Cenicienta en el cuarto de David: ella había interrumpido sus labores para coger uno de los libros de animales de David, y estaba ahora enfrascada en él, medio sentada, medio tumbada en la cama, con una pierna estirada hacia fuera, apoyado el tobillo desnudo en el respaldo de una silla, caída la zapatilla y moviendo los dedos.
—Yo iré a buscar a David —dijo él, desviando la mirada de las rosadas y parduscas sombras que exhibía ella.
—¿Qué? (La extraña chiquilla no se molestó en cambiar de actitud: sólo dejó de mover los dedos del pie y levantó los empañados ojos.)
Él repitió la frase.
—Ah, muy bien —dijo ella, mirando de nuevo el libro.
—Y, por favor, vístete —añadió Krug, antes de salir de la habitación.
Tenía que buscar otra persona, pensó, al salir a la calle; alguien completamente distinto, una persona de edad, que se vistiese del todo. Comprendía que era sólo una cuestión de hábito, resultado de haber posado siempre desnuda para el barbudo artista del departamento 30. En realidad, durante el verano, y según decía la muchacha, ninguno de ellos llevaba nada dentro de casa: ni él, ni ella, ni la mujer del artista (la cual, según los variados óleos exhibidos antes de la revolución, tenía un cuerpo grande y con numerosos ombligos: unos, ceñudos; otros, de expresión sorprendida).
El jardín de infancia era una alegre y pequeña institución regida por una antigua alumna suya, una mujer llamada Clara Zerkalski, y su hermano Mirón. La principal diversión de los ocho chiquillos que estaban a su cuidado era una intrincada serie de túneles almohadillados, cuya altura permitía a duras penas pasar por ellos a cuatro patas; pero había también ladrillos de cartón pintados de vivos colores, y trenes mecánicos, y libros de imágenes, y un perro vivo y peludo llamado Basso. Aquel lugar había sido descubierto por Olga el año pasado, y David estaba creciendo ya demasiado para él, aunque todavía le gustaba arrastrarse por los túneles. Para no tener que cambiar saludos con los otros padres, Krug se detuvo en la verja, detrás de la cual había un pequeño jardín (ahora lleno de charcos) con bancos para los visitantes. David fue el primero en salir corriendo de la abigarrada casa de madera.
—¿Por qué no ha venido Mariette?
—¿En vez de mí? Ponte la gorra.
—Podíais haber venido los dos.
—¿No has traído los chanclos?
—¡Hum!
—Entonces, dame la mano. Y si te metes en un charco una sola vez...
—¿Y si lo hago por casualidad ( nechaianno)?
—Yo cuidaré de que no ocurra. Vamos, raduga moia(mi arco iris); dame la mano, y en marcha.
—Hoy, Billy ha traído un hueso. ¡Uf, vaya hueso! Yo quiero traer también uno.
—¿Es el Billy moreno, o el niño pequeño que lleva gafas?
—El gafas. Dijo que mi madre había muerto. Mira, mira, una mujer deshollinadora.
(Éstas habían aparecido recientemente, debido a algún oscuro cambio o desviación o falla o nuevo rumbo de la economía del Estado..., con gran regocijo de los niños.) Krug guardó silencio. David siguió hablando.
—Esto ha sido culpa tuya, no mía. ¡Tengo el zapato izquierdo lleno de agua, papá!
—Sí.
—Tengo el zapato izquierdo lleno de agua.
—Sí, lo siento. Caminemos un poco más de prisa. Y tú, ¿qué le contestaste?
—¿Cuándo?
—Cuando Billy dijo esa estupidez acerca de tu madre.
—Nada. ¿Qué podía decirle?
—Pero, sabías que era una observación estúpida, ¿no?
—Supongo que sí.
—Porque, aunque ella hubiese muerto, no estaría muerta para ti ni para mí.
—Pero no ha muerto, ¿verdad?
—No, en nuestro sentido. Un hueso no es nada para ti ni para mí; en cambio, es mucho para Basso.
—Él gruñó por el hueso, papá. Se quedó quieto, con la pata encima de él, y gruñó. La señorita Zee dijo que no debíamos tocarle ni hablarle mientras lo tuviese.
– Raduga moia!
Ahora estaban en la calle de Peregolm. Un hombre barbudo, que Krug sabía que era un espía y que aparecía siempre a las doce en punto, estaba en su puesto, delante de la casa de Krug. A veces, vendía manzanas; en una ocasión, había llegado disfrazado de cartero. En días de mucho frío, trataba de colocarse en el escaparate de una sastrería, imitando a un maniquí, y Krug se divertía mirando fijamente al pobre hombre. Hoy estaba inspeccionando la fachada de la casa y anotando algo en una libreta.
—¿Contando las gotas de agua, inspector?
El hombre miró a otro lado; se alejó y, al hacerlo, tropezó con el bordillo. Krug sonrió.
—Ayer —dijo David—, cuando pasábamos nosotros, ese hombre le hizo un guiño a Mariette.
Krug sonrió de nuevo.
—¿Sabes una cosa, papá? Creo que Mariette habla con él por teléfono. Habla por teléfono cada vez que tú sales de casa.
Krug se echó a reír. La extraña muchachita, pensó, disfrutaba haciendo el amor con un buen número de galanes. Tenía dos tardes libres, probablemente llenas de faunos y futbolistas y toreros. ¿Se está convirtiendo esto en una obsesión? ¿Quién es ella? ¿Una sirvienta? ¿Una niña adoptada? ¿O qué? Nada. Sé perfectamente, pensó Krug al dejar de reír, que sólo va al cine con una amiga gordinflona: así lo dice ella, y no tengo motivos para no creerla; y, si yo hubiese pensado que era lo que realmente es, la habría despedido inmediatamente: por los gérmenes que pudiese traer al cuarto del niño. Exactamente como habría hecho Olga.
Un día del mes pasado, se habían llevado el ascensor sin desmontarlo. Habían llegado unos hombres, habían sellado la puerta de la diminuta casa del barón, y la habían cargado, intacta, en un camión. El pájaro estaba demasiado asustado para agitar las alas. ¿O habría sido también un espía?
—Está bien. No llames. Tengo la llave.
—¡Mariette! —gritó David.
—Supongo que habrá salido de compras —dijo Krug, dirigiéndose al cuarto de baño.
Ella estaba de pie en la bañera, jabonándose sinuosamente la espalda o, al menos, las partes de la estrecha y reluciente espalda, llena de hoyuelos, que podía alcanzar pasando la mano por encima del hombro. Tenía el cabello recogido hacia arriba, sujeto con un pañuelo o algo parecido. El espejo reflejaba una axila morena y un pezón erguido y pálido. «Estaré lista en un segundo», cantó.
Krug cerró la puerta de golpe, con vivas muestras de disgusto. Se dirigió al cuarto del niño y ayudó a David a cambiarse los zapatos. Ella estaba todavía en el cuarto de baño cuando el hombre del Angliskii Club trajo un pastel de carne, un puddingde arroz, y sus nalgas de adolescente. Cuando el camarero se hubo marchado, salió ella del cuarto de baño, sacudiendo los cabellos, y corrió a su habitación, donde se puso un vestido negro. Al cabo de un minuto, volvió a salir y empezó a poner la mesa. Cuando terminaron de comer, habían llegado ya el periódico y el correo de la tarde. ¿Qué noticias traerían?
CAPITULO XIII
El Gobierno estaba empeñado en enviarle montones de material impreso, anunciando sus logros y sus objetivos. Junto con la factura del teléfono y la felicitación de Navidad de su dentista, encontró en el buzón una circular que decía más o menos lo siguiente:
Querido ciudadano: según el artículo 521 de nuestra Constitución, la nación disfrutará de las cuatro libertades siguientes: 1. Libertad de palabra, 2. Libertad de Prensa, 3. Libertad de reunión, y 4. Libertad de manifestación. Estas libertades se garantizan poniendo a disposición del pueblo buenas máquinas de imprimir, adecuados suministros de papel, salones bien aireados y calles de gran anchura. ¿Qué debemos entender por las dos primeras libertades? Para el ciudadano de nuestro Estado, un periódico es un organizador colectivo cuyo objetivo es preparar a sus lectores para el cumplimiento de las diversas misiones que les están encomendadas. Así como, en otros países, los periódicos no son más que empresas comerciales, sociedades que venden sus artículos impresos al público (y que, por consiguiente, hacen cuanto pueden para atraer al público por medio de llamativos titulares y perversas historias), el objetivo principal de nuestra Prensa es proporcionar información capaz de dar, a cada ciudadano, una clara visión de los arduos problemas planteados por los asuntos cívicos e internacionales; por consiguiente, orientan las actividades y las emociones de sus lectores en la dirección necesaria.
En otros países, observamos un número de órganos en competencia. Cada periódico sigue su propio camino, y esta desorientadora variedad de tendencias produce una confusión total en la mente del hombre de la calle; en nuestro país, realmente democrático, una Prensa homogénea es responsable, ante la nación, de la corrección de la educación política que proporciona. Los artículos de nuestros periódicos no son fruto de fantasías individuales, sino un maduro y cuidadosamente preparado mensaje dirigido al lector, que, a su vez, lo recibe con la misma seriedad y gravedad de ideas.
Otra característica importante de nuestra Prensa es la colaboración voluntaria de corresponsales locales: cartas, sugerencias, comentarios, críticas, etc. Así observamos que nuestros ciudadanos tienen libre acceso a la Prensa, un estado de cosas desconocido en todos los demás países. Cierto que, en otros países, se habla mucho de «libertad»; pero, en realidad, la falta de fondos no permite el empleo de la palabra impresa. Es evidente que el millonario y el obrero no disfrutan de las mismas oportunidades.
Nuestra Prensa es propiedad pública de nuestra nación. Por consiguiente, no se administra sobre una base comercial. En los periódicos capitalistas, incluso los anuncios pueden influir en su tendencia política: esto, naturalmente, sería imposible aquí.
Nuestros periódicos son publicados por organizaciones gubernamentales y públicas, y son absolutamente independientes de los individuos y de los intereses privados y comerciales. La independencia es, a su vez, sinónimo de libertad. Esto es evidente.
Nuestros periódicos son completa y absolutamente independientes de todas esas influencias, en cuanto no coinciden con los intereses del Pueblo al que aquéllos pertenecen y al que sirven con exclusión de cualquier otro dueño. Así, nuestro país goza de libertad de palabra, no en teoría, sino en la práctica real. Esto es también evidente.
Las constituciones de otros países mencionan también varias «libertades». Sin embargo, en la realidad, estas «libertades» son sumamente restringidas. La escasez de papel limita la libertad de Prensa; los salones faltos de calefacción no facilitan las reuniones libres; y, con el pretexto de regular el tráfico, la Policía disuelve las manifestaciones y las procesiones. Generalmente, los periódicos de otros países están al servicio del capitalismo, el cual tiene órganos propios o adquiere columnas en otros periódicos. Por ejemplo, no hace mucho, un periodista llamado Ballplayer fue vendido por un hombre de negocios a otro, por varios miles de dólares.
Por otra parte, cuando medio millón de obreros textiles americanos fueron a la huelga, los periódicos escribieron sobre reyes y reinas, sobre cine y teatro. La fotografía más popular que apareció en todos los periódicos capitalistas de aquel período fue la de dos raras mariposas que brillaban vsemi tzvetami radugi(con todos los colores del arco iris). ¡Pero no dijeron una palabra de la huelga de los obreros textiles!
Como dijo nuestro Jefe: «Los obreros saben que la "libertad de palabra" en los llamados países "democráticos" es una expresión vacía.» En nuestro propio país, no puede haber contradicción entre la realidad y los derechos garantizados a los ciudadanos por la Constitución de Paduk, pues tenemos provisiones suficientes de papel, gran cantidad de buenas prensas de imprimir, espaciosos y caldeados salones públicos, y espléndidos parques y avenidas.
Recibimos de buen grado toda clase de preguntas y de sugerencias. Enviamos gratis, a quien lo solicite, fotografías y folletos detallados.
(Lo guardaré, pensó Krug, y lo trataré con algún producto especial que lo conserve largamente en el futuro, para eterna delicia de los humoristas libres. Oh, sí; lo guardaré.)
En cuanto a noticias, no había prácticamente ninguna en el Ekwilistani en La Campana de la Tarde, ni en ninguno de los demás diarios controlados por el Gobierno. En cambio, los editoriales eran formidables:
Creemos que el único Arte verdadero es el Arte de la Disciplina. Todas las demás artes, en nuestra Ciudad Perfecta, no son más que sumisas variaciones del supremo Toque de Trompeta. Amamos al cuerpo corporativo al que pertenecemos, más que a nosotros mismos, y amamos aún más al Jefe que simboliza este cuerpo en términos de nuestra época. Propugnamos la perfecta Cooperación que une y equilibra los tres órdenes del Estado: el productivo, el ejecutivo y el contemplativo. Propugnamos la absoluta comunidad de intereses entre los camaradas ciudadanos. Propugnamos la armonía viril entre el amante y el amado.
(Al leer esto, Krug experimentó una débil sensación «lacedemónica»: látigos y varas; música; y extraños terrores nocturnos. Conocía un poco al autor del artículo: un viejo andrajoso que, con el seudónimo de «Pankrat Tzicutin» había publicado, años atrás, una revista pogromística.)
Otro artículo serio... Era curioso lo austeros que se habían vuelto los periódicos.
«La persona que nunca perteneció a una Logia Masónica o a una hermandad, club, unión o algo parecido, es un ser anormal y peligroso. Desde luego, algunas organizaciones eran bastante malas y están prohibidas en la actualidad; sin embargo, vale más el hombre que perteneció a una organización políticamente equivocada que aquel que no perteneció a ninguna organización. Como modelo al que todo ciudadano debería admirar sinceramente e imitar, nos complacemos en citar a un vecino nuestro que declara que nada en el mundo, ni siquiera la más emocionante novela de detectives, ni siquiera los rollizos encantos de su esposa, ni siquiera el sueño que alimentan todos los jóvenes de convertirse un día en ejecutivos, pueden compararse con el placer de reunirse cada semana con sus semejantes, para cantar canciones comunitarias, en un ambiente de sana alegría y, añadimos nosotros, de sano negocio.»
Últimamente, las elecciones al Consejo de Ancianos ocupaban muchísimo espacio. Una lista de candidatos, treinta en total, redactada por una comisión especial dirigida por Paduk, era difundida por todo el país; entre ellos, los votantes debían elegir once. La misma comisión nombraba «backer-grupps», gracias a los cuales ciertos grupos de nombres recibían el apoyo de agentes especiales, llamado «magaphonshchiki» («partidarios» armados de micrófonos), que pregonaban las virtudes cívicas de sus candidato en las esquinas de las calles, creando de este modo la ilusión de una excitada lucha electoral. Todo este asunto era sumamente confuso, y nada importaba quién ganase o quién perdiese; sin embargo, los periódicos adoptaban un estado de loca agitación y daban diariamente, y a cada hora del día, por medio de ediciones especiales, los resultados de la lucha en tal o cual distrito. Un detalle interesante era que, en los momentos de mayor excitación, equipos de obreros del campo o de la industria, como insectos impulsados a la cópula por alguna condición atmosférica desacostumbrada, lanzaban súbitamente desafíos a otros equipos parecidos, declarando su deseo de organizar «concursos de producción» en honor de las elecciones. Por consiguiente, el resultado neto de tales «elecciones» no era ningún cambio especial en la composición del Consejo, sino un trabajo sumamente entusiasta que agotaba la «curva zoom» en la manufactura de máquinas segadoras, caramelos de crema (en brillantes envoltorios con imágenes de niñas desnudas jabonándose los omóplatos), kolben-deckelschrauben(cerrojos de pistón), nietwippen(muñecas de cuerda), blechtafel(plancha de acero), krakhmálchiki(cuellos almidonados para caballero y niño), glockenmeíall (bronzo da campane), geschützbronze (bronzo de cannoni), blasebalgen (vozdukhoduvnye mekha)y otros ingenios útiles.