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Barra siniestra
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Текст книги "Barra siniestra"


Автор книги: Владимир Набоков



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—Tenga valor —dijo, en voz baja—. Ha habido un accidente. Hemos hecho todo lo posible...

Krug la empujó con tanta fuerza que la mujer fue a chocar con una báscula blanca y rompió el termómetro que llevaba en la mano. —¡Huuuy! —dijo.

El niño asesinado tenía envuelta la cabeza en un turbante de oro y carmesí; su cara había sido hábilmente pintada y empolvada; una manta de color malva, exquisitamente suave, le cubría hasta debajo del mentón. Algo parecido a un peludo y abigarrado perro de juguete estaba artísticamente colocado a los pies de la cama. Antes de salir corriendo de la habitación, Krug dio un manotazo a aquella cosa para arrojarla de la cama, en vista de lo cual, la criatura cobró vida de pronto, lanzó un gruñido de dolor y cerró las mandíbulas muy cerca de la mano de Krug.

Éste fue agarrado por un soldado amigo.

– Yoblochko, kuda-zh ty tak kotishsa? (manzanita, adonde vas rodando)? —preguntó el soldado, y añadió—: A po zhabram, tnilai, khochesh(quieres que te pegue, amigo)?

Tut pocherk zhizni stanovitsa kraine nerazborchivym(aquí la larga caligrafía de la vida se vuelve extremadamente ilegible). Ochevidtzy, sredi kotorykh byl evo vnu-trennii sogliadatai(testigos entre los cuales estaba su propio algo —¿«espía», «detective privado»? El sentido no está claro-) potom govorili(dijeron después) shto evo prishlos' sviazat(que tuvieron que atarle). Mezhdu tem(¿entre los temas?). (Tal vez: entre las materias de su estado de ensueño) Kristalsen, nevozmutimo dymia sigaroi(Cristalsen, fumando tranquilamente su cigarro), sobral ves' shtat v aktovom zale(convocó una reunión de todo el personal en el salón de sesiones) y les informó ( i soobshchil im) de que acababa de recibir un mensaje telefónico según el cual todos serían sometidos a consejo de guerra por la muerte del único hijo del Profesor Krug, célebre filósofo, Rector de la Universidad, Vicepresidente de la Academia de Medicina. Hammecke, que tenía muy débil el corazón, resbaló de su silla y siguió resbalando como en un tobogán, describiendo curvas sinuosas, hasta que, después de una suave y vertiginosa carrera final, se detuvo como un trineo naufragado en la nieve virgen de la muerte anónima. La doctora Von Wytwyl, sin perder su aplomo, se tragó una píldora de veneno. Después de liquidar y enterrar al resto del personal, y de incendiar el edificio, en el que estaban encerrados los zumbadores pacientes, los soldados llevaron a Krug al coche.

Regresaron a la capital, cruzando las salvajes montañas. Más allá del Puerto de Lagodan, el crepúsculo había invadido ya los valles. La noche les alcanzó entre los altos abetos, cerca de las famosas Cataratas. Olga empuñaba el volante; Krug, que no sabía conducir, estaba sentado al lado de ella, cruzadas las manos sobre las rodillas; detrás, iban Ember y un profesor de Filosofía americano, un hombre flaco, de hundidas mejillas y cabello cano, que había venido de su remoto país para discutir con Krug la ilusión de la sustancia. Ahito de paisajes y de la suculenta comida local ( piróshkimal acentuado, schtschi con falta de ortografía y un plato imposible de pronunciar, seguido de un pastel de cerezas caliente y de corteza enrejada), el buen erudito se había quedado dormido. Ember trataba de recordar el nombre americano de una parecida clase de abeto de las Montañas Rocosas. Dos cosas ocurrieron simultáneamente: Ember dijo «Douglas» y una cierva deslumbrada se precipitó en el cono de luz de nuestros faros.


CAPITULO XVIII



Esto no debió ocurrir jamás. Estamos terriblemente desolados. Su hijo tendrá el entierro más suntuoso que nunca haya podido imaginar un niño blanco; pero comprendemos que, para los que se quedan... (dos palabras confusas). Estamos más que desolados. Ciertamente, podemos afirmar que nunca en la historia de este gran país se han sentido un grupo, un Gobierno o un jefe, tan afligidos como nosotros en este día.

(Krug había sido conducido a una espaciosa sala, resplandeciente de megápodos murales, del Ministerio de Justicia. Un cuadro representando el propio edificio, tal como había sido planeado, pero todavía no construido —a consecuencia de los incendios, Justicia y Educación compartían el «Hotel Astoria»—, mostraba un rascacielos blanco como una catedral albina, sobre un cielo morfo-azul. La voz, perteneciente a uno de los Ancianos reunidos en sesión extraordinaria en el Palacio, a dos manzanas de distancia, salía de un precioso aparato de radio de nogal. Crystalsen y varios funcionarios cuchicheaban entre sí en otra parte del salón.)

—Pensamos, sin embargo —siguió diciendo la voz de nogal—, que nada ha cambiado en las relaciones, los lazos, el acuerdo celebrado con usted, Adam Krug, tan solemnemente estipulado antes de que ocurriese la tragedia. Las vidas individuales son siempre inseguras; pero nosotros garantizamos la inmortalidad del Estado. Los ciudadanos mueren para que viva la ciudad. No podemos creer que ninguna aflicción personal pueda interponerse entre usted y el Jefe. Por otra parte, las reparaciones que estamos dispuestos a ofrecer son prácticamente ilimitadas. En primer lugar, nuestra más importante empresa de pompas fúnebres ha accedido a entregar un ataúd de bronce con incrustaciones de granates y turquesas. En él yacerá su pequeño Arvid, abrazado a su juguete predilecto, una caja de soldaditos de plomo que, en este preciso instante, están siendo comprobados por varios expertos del Ministerio de la Guerra, para que las armas y los uniformes tengan la debida corrección. En segundo lugar, los seis culpables principales serán ejecutados en presencia de usted por un verdugo inexperto. Éste es un ofrecimiento sensacional.

(Hacía unos minutos, habían mostrado a Krug a los condenados en sus celdas de muerte. Los dos morenos y granujientos mozos, auxiliados por un sacerdote católico, mantenían una actitud gallarda, debida principalmente a falta de imaginación. Mariette estaba sentada, con los ojos cerrados, en rígida languidez, sangrando delicadamente. De los otros, vale más no decir nada.)

—Confiamos en que sabrá usted apreciar —dijo la taimada voz de nogal– los esfuerzos que hacemos para mitigar el más craso error que podía cometerse en estas circunstancias. Estamos dispuestos a perdonar muchas cosas, incluso el asesinato; pero hay un delito que nunca, nunca, podremos perdonar: el descuido en el cumplimiento de un deber oficial. También pensamos que, en vista de las espléndidas reparaciones que acabamos de anunciar, podemos dar por terminado este lamentable asunto y no volver a hablar de él. Le complacerá saber que estamos dispuestos a discutir con usted los diversos detalles de su nuevo nombramiento.

Crystalsen se acercó al lugar donde estaba sentado Krug (todavía envuelto en su bata, apoyada la hirsuta mejilla en los magullados nudillos) y extendió varios documentos sobre la mesa con garras de león en cuyo borde apoyaba Krug el codo. Con su lápiz rojo y azul, el funcionario de ojos azules y rojo semblante trazó unas crucecitas en los papeles, indicando los sitios donde Krug debía firmar.

Krug asió los papeles en silencio y, muy despacio, los dobló y los rasgó con sus peludas manazas. Uno de los ayudantes, joven delgado y nervioso, que sabía el trabajo mental y manual que había costado la redacción de los documentos (¡en precioso papel edelweiss!), se llevó una mano a la frente y lanzó un gemido de auténtico dolor. Krug, sin levantarse de su asiento, agarró al joven por la chaqueta y, con movimientos igualmente lentos y destructores, empezó a estrangular a su víctima; pero le hicieron desistir de su empeño.

Crystalsen, único que había conservado una calma absoluta, se dirigió al micrófono en estos términos:

—Los ruidos que acaban ustedes de oír, caballeros, han sido producidos por Adam Krug al rasgar los papeles que la noche pasada prometió firmar. También ha intentado estrangular a uno de mis ayudantes.

Siguió un silencio. Crystalsen se sentó y empezó a limpiarse las uñas con un abotonador de acero, contenido, junto con otros veintitrés instrumentos, en un gordo cortaplumas que había hurtado durante el día en alguna parte. Los ayudantes, moviéndose a gatas, recogían y alisaban lo que quedaba de los documentos.

Por lo visto, hubo una consulta entre los Ancianos. Después, dijo la voz:

—Estamos dispuestos a hacer algo más. Le damos licencia para que mate usted mismo a los culpables, Adam Krug. Es un ofrecimiento muy particular y que sin duda no volverá a repetirse.

—¿Y bien? —preguntó Crystalsen, sin levantar la cabeza.

—Vayase a... (tres palabras confusas) —dijo Krug.

Hubo otra pausa. («Ese hombre está loco..., loco de remate —murmuró un auxiliar afeminado, dirigiéndose a otro—. ¡Rechazar un ofrecimiento como éste! ¡Increíble!

Nunca había visto una cosa semejante.» «Yo tampoco.» «Me pregunto dónde habrá conseguido el jefe ese cuchillo.»)

Los Ancianos tomaron una decisión, pero, antes de darla a conocer, los más concienzudos pensaron que convenía oír de nuevo el disco. Escucharon el silencio de Krug, mientras observaba a los presos. Oyeron el reloj de pulsera de uno de los jóvenes, y el triste y débil ronquido de tripas del cura, que aún no había cenado. Oyeron caer una gota de sangre al suelo. Oyeron a cuarenta soldados satisfechos que, en el cuarto de guardia contiguo, comparaban sus notas carnales. Oyeron cómo era conducido Krug al salón de la Radio. Oyeron la voz de uno de ellos, al decir que lo lamentaban muchísimo y que estaban dispuestos a ofrecer reparaciones: una hermosa tumba para la víctima del descuido, un destino terrible para los negligentes. Oyeron cómo extendía Crystalsen los papeles y cómo los rasgaba Krug. Oyeron el grito del auxiliar impresionable, ruido de lucha y, después, las frías palabras de Crystalsen. Oyeron las duras uñas de Crystalsen sacando el vigésimo cuarto instrumento de su apretado cortaplumas. Oyeron sus propias voces anunciando el generoso ofrecimiento, y la vulgar respuesta de Krug. Oyeron a Crystalsen cerrando la navaja con un chasquido, y los murmullos de los auxiliares. Se oyeron ellos mismos, oyendo todo esto.

El aparato de nogal se humedeció los labios:

—Que lo lleven a la cama —dijo.

Dicho y hecho. Le destinaron una celda espaciosa la cárcel; tan espaciosa y agradable que el propio alcaide la había empleado más de una vez para albergar a unos parientes pobres de su mujer cuando venían a la ciudad. Sobre un segundo colchón de paja, en el suelo, yacía un hombre de cara a la pared, temblando de los pies a la cabeza. Una enorme peluca de cabellos rizados y de color castaño cubría su cráneo. Llevaba la ropa harapienta de un vagabundo anticuado. Sin duda era un empedernido criminal. En cuanto se hubo cerrado la puerta y se derrumbó Krug pesadamente en su propio colchón de paja y arpillera, se hizo invisible el temblor de su compañero de encierro, pero, inmediatamente, se hizo audible en la vacilante y cuidadosamente disfrazada voz:

—No trates de averiguar quién soy. Mantendré la cara vuelta hacia la pared. Hacia la pared estará vuelta mi cara. Vuelta hacia la pared estará mi cara por los siglos de los siglos. Loco, tú. Tu alma es orgullosa y negra como asfalto mojado en la noche. ¡Ay de mí! ¡Ay de mí! Observa tu crimen. Él te mostrará la enormidad de tu culpa. Negras son las nubes, cada vez más espesas. El Cazador llega cabalgando en su terrible corcel. ¡Arre! ¡Arre!

(¿Debo decirle que se calle?, pensó Krug. ¿Para qué? El infierno está lleno de estas máscaras.)

—¡Arre, arre! Ahora escucha, amigo. Escucha, Gurdamak. Vamos a hacerte un último ofrecimiento. Tenías cuatro amigos, cuatro amigos verdaderos y fieles. Ahora languidecen y gimen en una mazmorra. Escucha, Krug, escucha, Kamerad. Estoy dispuesto a ponerlos en libertad, a ellos y a una veintena de liberalishki, si te avienes a hacer aquello a lo que prácticamente te comprometiste ayer. ¡Una nimiedad! La vida de veinticuatro hombres está en tus manos. Si dices «no», serán destruidos; si dices «sí», vivirán. Piénsalo: ¡qué maravilloso poder el tuyo! Pones tu nombre, y veintidós hombres y dos mujeres salen a la luz del sol. Es tu última oportunidad. Madamka, ¡di que sí!

—Vete al diablo, asqueroso Sapo —dijo Krug, con voz cansada.

El hombre lanzó un grito de rabia y, agarrando una esquila de bronce que había debajo del colchón, la sacudió furiosamente. Guardias enmascarados, con lanzas y farolillos japoneses, invadieron la celda y le ayudaron reverentemente a ponerse en pie. Cubriéndose la cara con los horribles rizos de su peluca castaño-rojiza, pasó rozando el codo de Krug. Sus botas altas olían a estiércol y relucían con el brillo de innumerables lágrimas. La oscuridad volvió a su sitio. Se oyó al alcaide doblando el espinazo, y su voz diciendo a el Sapo que era un actor estupendo, que la representación había sido magnífica, deliciosa. Las pisadas se alejaron. Silencio. Ahora, por fin, podía pensar.

Pero, fuese sopor o desmayo, lo cierto es que perdió la conciencia antes de poder enfrentarse debidamente con su dolor. Lo único que sentía era un lento hundimiento, una concentración de oscuridad y de ternura, un brote gradual de dulce calor. Su cabeza y la cabeza de Olga, mejilla contra mejilla, dos cabezas mantenidas juntas por un par de manitas experimentales que se estiraban hacia arriba surgiendo de un oscuro lecho, descendían (o descendía, pues las dos cabezas formaban una sola), descendían más y más, en dirección a un tercer punto, en dirección a una cara que reía en silencio. Hubo una suave risa ahogada en el momento en que sus labios rozaron la frente fría y la mejilla ardiente del niño, pero el descenso no terminó allí, sino que Krug siguió hundiéndose en aquella dulzura que partía el corazón, en las negras y cegadoras profundidades de una tardía pero —¡qué importa!– eterna caricia.

En mitad de la noche, algo de su ensoñación le sacó de su sueño y lo llevó a lo que era realmente una celda de cárcel, con barras de luz (y un pálido resplandor independiente, como la pisada fosforescente de un isleño) rompiendo la oscuridad. Al principio, como ocurre algunas veces, el medio no coincidía con ninguna forma de realidad. Aunque de humilde origen (una vigilante luz de arco en el exterior, un lívido rincón del patio de la cárcel, un rayo oblicuo filtrándose por alguna grieta o agujero de bala en los postigos cerrados y asegurados con candado), la disposición luminosa que veía adquirió un extraño y tal vez fatal significado, la clave del cual estaba oculta por un pliegue de conciencia oscura en el resplandeciente suelo de una pesadilla recordada a medias. Habríase dicho que se había quebrantado alguna promesa, torcido algún designio, perdido alguna oportunidad..., o explotada de una manera tan tosca que había dejado una impresión de pecado y de vergüenza. Aquella luz era, de algún modo, resultado de una especie de movimiento clandestino, abstractamente vindicativo, explorador, vacilante, que se había producido en un sueño, o detrás de un sueño, en una maraña de maquinaciones inmemoriales y, ahora, amorfas y sin objeto. Imaginad un rótulo que avisa una explosión en términos tan secretos o infantiles que os preguntáis si todo esto —el rótulo, la congelada explosión debajo del alféizar de la ventana, vuestra propia alma temblorosa– no habrá sido reproducido artificialmente, allí y entonces, por un arreglo especial con la mente de detrás del espejo.

Fue entonces, cuando Krug acababa de llegar al fondo de su confuso sueño y se incorporaba jadeando en su jergón de paja —e inmediatamente antes de que su realidad, su recordada y espantosa desgracia pudiese saltar de nuevo sobre él—, fue entonces cuando sentí una punzada de compasión por Adam y me deslicé hasta él por un inclinado rayo de pálida luz, causándole una locura instantánea, pero salvándole de la insensata agonía de su lógico destino.

Con una sonrisa de infinito alivio en su rostro surcado de lágrimas, Krug se tumbó de espaldas en el jergón. Yació en la límpida oscuridad, asombrado y feliz, y escuchó los acostumbrados ruidos nocturnos peculiares de las grandes prisiones: el ocasional y ronco bostezo de un guardián, el laborioso murmullo de viejos presos insomnes estudiando sus libros de Gramática inglesa( Mi tía tiene un visado. El tío Saúl quiere ver al tío Samuel. El niño es atrevido), los latidos del corazón de hombres más jóvenes que excavan sin ruido un pasadizo subterráneo que les conduzca a la libertad y a una nueva captura, el repiqueteo de excrementos de murciélago, el cauteloso crujido de una página furiosamente arrugada y arrojada al cesto y que hace un lastimoso esfuerzo para desarrugarse y vivir un poco más.

Cuando, al amanecer, llegaron cuatro elegantes oficiales (tres condes y un príncipe georgiano) para llevarlo a una reunión crucial con unos amigos, se negó a moverse y siguió tumbado, sonriéndoles y tratando de tocarles la barbilla con los dedos de los pies, en son de juego. No pudieron conseguir que se vistiese, y, después de una rápida consulta, los cuatro jóvenes guardias, lanzando maldiciones en anticuado francés, se lo llevaron tal como estaba, a saber, vistiendo pijama (blanco), y lo metieron en el mismo coche que tan delicadamente había conducido una vez el doctor Alexander.

Le dieron un programa de la ceremonia de confrontación y le condujeron, por una especie de túnel, a un patio central.

Al contemplar la forma del patio, el saliente tejadillo del portal del fondo, el ancho arco de aquella especie de entrada de túnel por donde había llegado, comprendió, con frívola precisión difícil de expresar, que éste era el patio de su colegio; pero el edificio había sido modificado, sus ventanas eran más largas y, a través de una de ellas, podía verse un rebaño de camareros del «Astoria» preparando la mesa para un banquete de cuento de hadas.

Y allí estaba él, con el pijama blanco, descubierto, descalzo, pestañeando, mirando a uno y otro lado. Vio a muchas personas inesperadas: cerca de la sucia pared que separaba el patio del taller de un hosco y viejo vecino que nunca les devolvía la pelota, había un rígido y silencioso grupito de guardias y de oficiales condecorados, y, entre ellos, estaba Paduk, con los brazos cruzados y rascando la pared con un tacón. En otra parte más oscura del patio, varios hombres harapientos y dos mujeres «representaban los rehenes», según decía el programa que habían dado a Krug. Su cuñada estaba sentada en un columpio, tratando de tocar el suelo con los pies, y el barbirrubio marido de ésta empezaba a tirar de una de las cuerdas cuando ella le riñó por hacer oscilar el columpio y saltó de éste con torpe movimiento y saludó con la mano a Krug. Algo apartados, estaban Hedron y Ember y Rufel y un hombre al que no consiguió reconocer, y Maximov, y la mujer de Maximov. Todos querían hablar con el soriente filósofo (pues no sabían que su hijo había muerto y que él se había vuelto loco), pero los soldados obedecían órdenes y sólo permitían a los peticionarios acercarse de dos en dos.

Uno de los Ancianos, llamado Schamm, inclinó su empenachada cabeza en dirección a Paduk y, medio señalando con un dedo nerviosamente tímido, retirando los bruscos movimientos que hacía con él y empleando después otro dedo para repetir el ademán, explicó en voz baja lo que ocurría. Paduk asintió con la cabeza, sin mirar a parte alguna, y volvió a hacer la señal de asentimiento.

El profesor Rufel, un hombrecillo tieso, anguloso y extraordinariamente hirsuto, de hundidas mejillas y amarillos dientes, se acercó a Krug, acompañado de...

—¡Dios mío, Schimpffer! —exclamó Krug—. Mira que encontrarte aquí después de tantos años... Veamos...

—Un cuarto de siglo —dijo Schimpffer, con voz grave.

—Vaya, vaya, esto es como en los viejos tiempos —siguió diciendo Krug, con una carcajada—. Y con el Sapo allí...

Una ráfaga de viento derribó un vacío y sonoro cubo de ceniza, y un pequeño remolino de polvo cruzó el patio.

—Me han elegido como portavoz —dijo Rufel—. Ya conoces la situación. No me entretendré en detalles, porque el tiempo apremia. Deseamos que sepas que no queremos que la palabra que empeñaste influya en modo alguno en tu decisión. Deseamos vivir, lo deseamos ardientemente, pero, hagas lo que hagas, no te lo reprocharemos...

Carraspeó. Ember, que se mantenía alejado, saltaba y se estiraba, como Punch, tratando de ver a Krug por encima de los hombros y cabezas.

—No te lo reprocharemos en manera alguna —prosiguió rápidamente Rufel—. En realidad, comprenderemos perfectamente que te niegues a ceder... Vy ponimaete o chom rech? Daite zhe nme znak, shto vy ponimaete(¿Comprendes de qué se trata? Hazme una señal de que comprendes).

—Está bien, continúa —dijo Krug—. Estaba tratando de recordar. Te detuvieron..., veamos..., inmediatamente antes de que el gato saliese de la habitación. Supongo que... —Krug saludó con la mano a Ember, cuya gorda nariz y rojas orejas seguían apareciendo aquí y allá, entre soldados y hombros—. Sí; creo que ahora lo recuerdo.

—Hemos pedido al profesor Rufel que sea nuestro portavoz —dijo Schimpffer.

—Sí, ya veo. Un magnífico orador. Te oí, Rufel, cuando estabas en tu apogeo, en una elevada tribuna, entre flores y banderas. ¿Por qué será que los colores brillantes...?

—Amigo mío —dijo Rufel—, el tiempo apremia. Por favor, déjame proseguir. Nosotros no somos héroes. La muerte es odiosa. Hay, entre nosotros, dos mujeres que comparten nuestra suerte. Nuestra miserable carne se estremecería de gozo exquisito, si consintieses en salvarnos la vida vendiendo tu alma. Pero no te pedimos que vendas tu alma. Sólo...

Krug le interrumpió con un ademán e hizo una horrible mueca. La muchedumbre esperaba, sin atreverse a respirar. Krug rompió el silencio con un tremendo estornudo. —Estúpidos —dijo, sonándose con los dedos—, ¿qué diablos teméis? ¿Qué importa todo esto? ¡Ridículo! Lo mismo que esas diversiones infantiles..., Olga y el chico tomando parte en comedias tontas, ahogándose ella, perdiendo él la vida o algo en un accidente de ferrocarril. ¿Qué diablos importa todo esto?

—Bueno, si nada importa —dijo Rufel, respirando con fuerza—, entonces, ¡maldita sea!, diles que estás dispuesto a hacer lo que te piden, y hazlo, y no nos fusilarán.

—Comprende lo horrible de nuestra situación —dijo Schimpffer, que había sido un muchacho valiente y vulgar, pero que tenía ahora una cara pálida y fofa, salpicada de pecas entre los escasos pelos de la barba—. Nos han dicho que, si no aceptas las condiciones del Gobierno, éste será nuestro último día. Yo tengo una fábrica importante de artículos de deporte en Ast-Lagoda. Me detuvieron en mitad de la noche y me encerraron en la cárcel. Soy un ciudadano cumplidor de la ley, y no comprendo cómo se puede rechazar un ofrecimiento del Gobierno; pero sé que tú eres una persona excepcional y que puedes tener razones excepcionales, y puedes creerme si te digo que no quisiera obligarte a hacer algo estúpido o deshonroso.

—¿Oyes lo que te estamos diciendo, Krug? —preguntó bruscamente Rufel, y, como Krug siguiera mirándoles con benévola y un tanto flaccida sonrisa, comprendieron, con terror, que estaban hablando con un loco.

– Khoroshen'koe polozhen'itze(bonito asunto) —dijo Rufel al pasmado Schimpffer.

Una fotografía en colores, tomada un momento después, mostró lo siguiente: a la derecha (mirando a la salida), cerca de la pared gris, Paduk estaba sentado con las piernas abiertas en una silla que acababan de traerle de la casa. Vestía el uniforme moteado de verde y castaño de uno de sus regimientos predilectos. Su cara era una burbuja rosada y muerta debajo de un gorro impermeable (que antaño había inventado su padre). Llevaba polainas castañas en forma de botella. Schamm, magnífico personaje con peto de bronce y sombrero de terciopelo negro, ala ancha y adornado con plumas blancas, estaba inclinado sobre él, diciendo algo al enfurruñado pequeño dictador. Otros tres Ancianos estaban cerca de ellos, envueltos en capas negras, como cipreses o conspiradores. Varios apuestos jóvenes, en uniforme de opereta y armados con pistolas automáticas moteadas de verde y castaño, formaban un semicírculo protector alrededor del grupo. En la pared, detrás de Paduk y precisamente encima de su cabeza, subsistía una palabra obscena, garrapateada por algún colegial; este burdo descuido estropeaba completamente la parte derecha de la fotografía. A la izquierda, en medio del patio, sin sombrero, ondeando al viento sus ásperos, oscuros y grisáceos mechones de cabello, envuelto en un ancho pijama blanco con cenefa de seda, y descalzo como un Santo de la antigüedad, se erguía Krug. Unos guardias apuntaban sus rifles contra Rufel y Schimpffer, que pretendían discutir con ellos. La hermana de Olga, contraído el rostro, tratando de dar a sus ojos una expresión despreocupada, le estaba diciendo a su inútil marido que avanzase unos pasos y ocupase una posición más favorable a fin de que ambos pudiesen llegar hasta Krug. En el fondo, una enfermera estaba dando una inyección a Maximov: el viejo había sufrido un colapso, y su mujer, arrodillada en el suelo, le envolvía los pies con su negro chal (ambos habían sido cruelmente maltratados en la cárcel). Hedron, o mejor dicho, un habilísimo imitador suyo (pues Hedron se había suicidado unos días antes), fumaba una pipa «Dunhill». Ember, temblando (su perfil aparecía borroso) a pesar de la chaqueta de astracán que llevaba, había aprovechado el altercado entre la primera pareja y los guardias y estaba casi junto al codo de Krug. Podéis moveros de nuevo.

Rufel gesticuló. Ember agarró a Krug del brazo, y Krug se volvió rápidamente hacia su amigo.

—Espera un momento —dijo Krug—. No empieces a lamentarte hasta que haya arreglado esta equivocación. Porque, ¿sabes?, esta confrontación es un completo error. Anoche tuve un sueño, sí, un sueño... ¡Oh! Lo mismo da, llámalo sueño o llámalo luminosa alucinación...; uno de esos rayos oblicuos que cruzan la celda de un ermitaño...; mira mis pies descalzos..., fríos como el mármol, pero... ¿Por dónde iba? Mira, tú no eres tan estúpido como los demás, ¿verdad? Sabes tan bien como yo que no hay nada que temer, ¿eh?

—Mi querido Adam —dijo Ember—, no entremos en detalles como el miedo. Estoy dispuesto a morir... Pero hay una cosa que me niego a soportar más tiempo, c'est la tragedie des cabinets; me está matando. Como sabes, tengo el estómago muy delicado, y ellos me llevan a una letrina inmunda, un infierno de porquería, una vez al día y por un minuto. C'est atroce. Prefiero que me fusilen de una vez.

Como Rufel y Schimpffer seguían debatiéndose y diciendo a los guardias que no habían terminado de hablar con Krug, uno de los soldados acudió a los Ancianos, y Schamm avanzó y habló suavemente.

—Así no se va a ninguna parte —dijo, con cuidado acento (por simple fuerza de voluntad se había curado de una explosiva tartamudez en su juventud)—. El programa debe realizarse sin tanta palabrería y tanta confusión. Acabemos de una vez. Diles —prosiguió, volviéndose a Krug– que has sido nombrado Ministro de Educación y de Justicia y que, como tal, les devuelves la vida.

—Tu peto es fantásticamente bello —murmuró Krug, y con rápido movimiento, tamborileó con los diez dedos sobre el convexo metal.

—Los días en que jugábamos en este mismo patio quedaron atrás —dijo severamente Schamm.

Krug estiró una mano, agarró el sombrero de Schamm y lo trasladó mañosamente a su propia cabeza.

Era un afeminado gorro de piel de foca. El muchacho, en un furioso arranque, trató de recuperarlo. Adam Krug lo lanzó a Pinkie Schimpffer, el cual, a su vez, lo arojó a un montón de leña de abedul con ribetes de nieve, donde quedó colgado. Schamm corrió hacia el edificio del colegio, para quejarse. El Sapo, que se marchaba a casa, echó a andar vivamente junto a la baja pared, en dirección a la salida. Adam Krug se echó la mochila de los libros al hombro y dijo a Schimpffer que esto era muy curioso... ¿No tenía a veces Schimpffer la impresión de una «secuencia repetida», como si todo hubiese ocurrido antes de ahora: el gorro de piel, te lo lancé, tú lo tiraste, leños, nieve sobre los leños, el gorro se quedó enganchado, el Sapo salió... Como tenía una mentalidad práctica, Schimpffer sugirió que le diesen un buen susto a el Sapo. Los dos chicos le esperaron ocultos detrás de los leños. El Sapo se detuvo junto a la pared, sin duda para esperar a Mamsch. Con un tremendo hurra, Krug se lanzó al ataque.

—Por el amor de Dios, detenedle —gritó Rufel—. Se ha vuelto loco. Nosotros no somos responsables de sus actos. ¡Detenedle!

En un arranque de fuerte velocidad, Krug corrió hacia la pared, donde Paduk, con sus facciones disolviéndose en el agua del miedo, había resbalado de« la silla y trataba de esfumarse. El patio hirvió de salvaje agitación. Krug esquivó el brazo de un guardia. Entonces, el lado izquierdo de su cabeza pareció estallar en llamas (la primera bala se llevó parte de su oreja), pero él continuó avanzando, tambaleándose alegremente.

—Vamos, Schrimp, vamos —rugió, sin mirar atrás—. Le ajustaremos las cuentas, le arrancaremos las tripas, ¡vamos!

Vio a el Sapo acurrucado al pie del muro, temblando, disolviéndose, lanzando agudos encantamientos, cubriéndose la borrosa cara con un brazo transparente; y Krug corrió hacia él, y una fracción de segundo antes de que le diese otra bala mejor dirigida, volvió a gritar: ¡Tú! ¡Tú...! Y la pared se desvaneció como una diapositiva rápidamente retirada, y yo me estiré y salí del caos de páginas escritas y vueltas a escribir, para ver qué había sido el súbito ruido producido por algo al chocar con la tela metálica de mi ventana.

Como había pensado, una mariposa grande se había agarrado con sus velludas patas a la tela metálica, por el lado de la noche; sus alas jaspeadas vibraban sin parar y sus ojitos resplandecían como brasas diminutas. Apenas me dio tiempo a percibir su cuerpo estriado de un rosa castaño, con dos manchas gemelas, antes de soltarse y de volar de nuevo a la cálida y húmeda oscuridad.

Bueno, esto fue todo. Los diversos elementos de mi relativo paraíso —la lámpara de la mesita de noche, las tabletas para dormir, el vaso de leche– me miraron a los ojos con absoluta sumisión. Sabía que la inmortalidad que había conferido al pobre hombre era un sofisma escurridizo, un juego de palabras. Pero el último repliegue de su vida había sido feliz y le había demostrado que la muerte era solamente una cuestión de estilo. Entonces, un campanario que nunca conseguí localizar exactamente, que, en realidad, jamás oí durante el día, dio dos campanadas; después, vaciló y fue dejado atrás por el suave y veloz silencio que siguió discurriendo por las venas de mis sienes doloridas; una cuestión de ritmo.


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