Текст книги "Barra siniestra"
Автор книги: Владимир Набоков
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Классическая проза
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En la ribera sur (de la cual venía él), podía ver, río arriba, el palacio rosado de Paduk y la cúpula de bronce de la catedral, y los árboles sin hojas de un jardín público. Al otro lado del río, había hileras de viejas casas de alquiler, más allá de las cuales (invisible, pero palpitante y presente) se levantaba el hospital donde ella había muerto. Mientras rumiaba de esta suerte, sentado de lado en un banco de piedra y mirando el río, apareció a lo lejos un remolcador tirando de una barcaza, y, al mismo tiempo, uno de los últimos copos de nieve (la nube parecía disolverse en el ahora arrebolado cielo) rozó su labio inferior: era un copo regular, suave y húmedo, pensó; pero tal vez los que habían estado cayendo sobre el agua eran diferentes. El remolcador se acercaba impasible. Cuando estaba a punto de pasar por debajo del puente, la grande y negra chimenea, de doble franja carmesí, fue echada hacia atrás, hacia atrás y hacia abajo, por dos hombres agarrados a su cuerda, que hacían muecas a causa del esfuerzo; uno de ellos era chino, como la mayoría de los hombres del río y de las lavanderías de la ciudad. En la barcaza remolcada, media docena de camisas de vivos colores estaban puestas a secar, y algunas macetas con geranios podían verse a popa, y una Olga muy gorda, con la blusa amarilla que a él no le gustaba, y con los brazos en jarras, levantó la cabeza y miró a Klug, en el momento en que la barcaza era poco a poco devorada por el arco del puente.
Se despertó (despatarrado en su sillón de cuero) e inmediatamente comprendió que había ocurrido algo extraordinario. Nada tenía que ver con el sueño, ni con la no provocada y bastante ridícula molestia física que sentía (una congestión local), ni con nada que recordase él en relación con el aspecto de su habitación (desaseada y polvorienta, bajo la sucia y polvorienta luz), ni con la hora del día (las ocho y cuarto de la tarde; se había quedado dormido después de cenar temprano). Lo que había ocurrido era que sabía que podía escribir de nuevo.
Se dirigió al cuarto de baño, tomó una ducha fría, como buen «boy-scout» que era, y vibrando de ansiedad mental y sintiéndose cómodo y limpio en su pijama y su bata, llenó la estilográfica hasta el mismo borde; pero entonces recordó que era la hora de acostar a David y resolvió cumplir el trámite, para que no le interrumpiesen las llamadas desde el cuarto del niño. En el pasillo, estaban aún las tres sillas, una detrás de otra. David estaba tumbado en la cama, y, con rápidos movimientos de su lápiz, adelante y atrás, sombreaba una parte de una hoja de papel colocada sobre la cubierta de fibra y granos finos de un grueso libro. Con ello producía un ruido nada desagradable, apagado y sedoso, con una especie de vibración zumbadora subrayando el borrón. La textura puntuada de la cubierta apareció gradualmente como una aspereza gris sobre el papel, y entonces, con mágica precisión, completamente independiente de la dirección (accidentalmente oblicua) de los trazos, surgió la palabra ATLAS, en altas y finas letras blancas de imprenta. Uno se preguntaba si, sombreando la propia vida de esta manera...
El lápiz dio un chasquido. David trató de enderezar la punta suelta en su funda de pino y emplear el lápiz de manera que la proyección más larga de la madera sirviese de sostén, pero la mina saltó definitivamente.
—De todos modos —dijo Krug, impaciente por volver a su propia escritura—, ya es hora de apagar la luz.
—Primero, el cuento del viaje —dijo David.
Desde hacía varias noches, Krug estaba desarrollando un serial sobre las aventuras que esperaban a David en un viaje a un país remoto (lo había interrumpido en el momento en que estaba agazapado en el fondo de un trineo, conteniendo la respiración, quieto, muy quieto, bajo unas pieles de cordero y unos sacos vacíos de patatas).
—No; esta noche no —dijo Krug—. Es demasiado tarde y yo estoy muy ocupado.
—No es demasiado tarde —gritó David, incorporándose de pronto, con ojos chispeantes y golpeando el atlas con el puño.
Krug cogió el libro y se inclinó sobre David para darle el beso de buenas noches. Pero David se volvió bruscamente de cara a la pared.
—Como quieras —dijo Krug—, pero tendrías que decir buenas noches (pokoinoi nochi), porque no voy a volver.
David se tapó la cabeza con la sábana, enmurriado. Krug tosió un poco, se irguió y apagó la luz.
—No voy a dormir —dijo David, con voz sofocada.
—Tú verás lo que haces —dijo Krug, tratando de imitar el tono suavemente pedagógico de Olga.
Una pausa en la oscuridad.
—Pokoinoi nochi, dushka ( animula) —dijo Krug desde el umbral.
Se dijo, con cierta irritación, que tendría que volver dentro de diez minutos y realizar detalladamente toda la operación. Como ocurría a menudo, esto no era más que una tosca iniciación del rito de las buenas noches. Pero, entonces, el sueño resolvería la cuestión. Cerró la puerta y, al doblar la esquina del pasillo, tropezó con Mariette.
—Mira por dónde vas, pequeña —dijo, vivamente, y se dio un golpe en la rodilla con una de las sillas dejadas por David.
En un comentario preliminar sobre la conciencia infinita, es inevitable cierta esfumación del esbozo esencial. Tenemos que discutir la vista siendo incapaces de ver. El conocimiento que adquiramos en el curso de tal discusión estará necesariamente en la misma relación con la verdad que la existente entre la mancha negra en forma de pavo real, producida intraópticamente por una presión sobre el párpado, y el sendero de jardín iluminado por una auténtica luz de sol.
Oh, sí, la clara del asunto en vez de su yema, dirá el lector con un suspiro; connu, mon vieux! El mismo viejo y árido sofisma de siempre, los mismos viejos alambiques cubiertos de polvo... ¡y el pensamiento volando como una bruja sobre su escoba! Pero te equivocas, estúpido capcioso.
Prescinde de mi invectiva (cuestión de ímpetu) y considera el punto siguiente: ¿podemos provocarnos un estado de pánico tratando de imaginar el número infinito de años, los infinitos pliegues de terciopelo oscuro (siente su sequedad en tu boca), en una palabra, el pasado infinito, que se extiende sobre el lado menor del día de nuestro nacimiento? No podemos. ¿Por qué? Por la sencilla razón de que ya hemos pasado por la eternidad, de que ya hemos no-existido una vez y hemos descubierto que este néant no es en modo alguno terrorífico. Lo que ahora tratamos (infructuosamente) de hacer es llenar el abismo que hemos cruzado sanos y salvos, con terrores tomados de prestado del abismo que hay enfrente, el cual ha sido, a su vez, tomado de prestado del pasado infinito. De este modo, vivimos en un calcetín que está siendo vuelto del revés, sin que sepamos siquiera con seguridad a qué fase de la operación corresponde nuestro momento de conciencia. Una vez lanzado, siguió escribiendo con una fruición un tanto patética (aunque vista desde un lado). Estaba herido, algo se habla roto, pero, de momento, seguía impulsándole una corriente de inspiración de segunda categoría y de fantasía bastante aceptable. Después de una hora de ejercicio de esta clase, se interrumpió y releyó las cuatro páginas y media que había escrito. Ahora, el camino estaba despejado. Incidentalmente, en una frase compacta, se había referido a varias religiones (sin olvidar «aquella maravillosa secta judía cuyo sueño de un amable y joven rabino muriendo en la crux romana se había extendido a todos los países del Norte») y las había rechazado todas juntas, con gnomos y fantasmas. El pálido cielo estrellado de la filosofía sin trabas se extendía ante él, pero pensó que le convenía echar un trago. Sin soltar la pluma, se deslizó hasta el comedor. Una vez más, allí estaba ella.
—¿Se ha dormido ya? —preguntó en una especie de débil gruñido, sin volver la cabeza, mientras se agachaba para sacar el coñac de la parte más baja del aparador.
—Supongo que sí —respondió ella.
Él destapó la botella y vertió una pequeña parte de su contenido en una copa verde.
—Gracias —dijo ella.
No pudo dejar de mirarla. Estaba sentada a la mesa, remendando un calcetín. Su cuello y sus piernas desnudos parecían extrañamente pálidos en contraste con su bata y sus zapatillas negras.
Levantó la mirada de su labor, ladeada la cabeza y arrugando delicadamente la frente.
—¿Y bien? —dijo.
—No hay licor para ti —respondió Krug—. Si quieres, puedes beber gaseosa. Creo que hay en la nevera.
—¡Qué hombre más intratable! —dijo ella, bajando las descuidadas pestañas y cruzando de nuevo las piernas—. Es usted terrible. Hoy me siento bien.
—Bien, ¿qué? —preguntó él, cerrando de golpe la puerta del aparador.
—Simplemente, bonita. Muy bonita.
—Buenas noches —dijo él—. No te acuestes demasiado tarde.
—¿Puedo sentarme en su habitación mientras usted escribe?
—¡Claro que no!
Se volvió para salir, pero ella le llamó.
—Se ha dejado la pluma en el aparador.
Él volvió atrás, gruñendo, con el vaso en la mano, y cogió la pluma.
—Cuando estoy sola —dijo ella—, me siento y hago esto, como un grillo. Escuche, por favor.
—Que escuche, ¿qué?
Ella siguió sentada, con los labios entreabiertos, moviendo los muslos cruzados fuertemente, produciendo un ruidito débil, suave, labial, crepitante a intervalos, como si se frotase las palmas de las manos, que, sin embargo, permanecían inmóviles.
—El canto de un pobre grillo —dijo ella.
—Da la casualidad de que estoy un poco sordo —declaró Krug, y volvió a su habitación.
Pensó que tenía que haber ido a ver si David estaba dormido. Pero sí, debía estarlo, porque, de otro modo, habría llamado al oír los pasos de su padre. Krug no tenía las menores ganas de pasar de nuevo por delante de la puerta abierta del comedor, y, por consiguiente, se dijo que David debía estar al menos medio dormido y que podía molestarle su intrusión, por bien intencionada que fuese. No está muy claro el motivo de que se impusiese esta ascética restricción, cuando habría podido desahogar tan deliciosamente sus tensiones naturales y su inquietud, con la ayuda de la vehemente puella (por cuyo vivaz y pequeño abdomen habrían pagado los romanos más jóvenes que él 20.000 denarios o más a los sirios vendedores de esclavos). Tal vez le contenían ciertos sutiles escrúpulos supermatrimoniales o la horrible tristeza de toda la situación. Desgraciadamente, se había desvanecido súbitamente su afán de escribir y no sabía qué hacer. No tenía sueño, por haber dormido después de la cena. El coñac sólo había servido para aumentar su malestar. Era un hombre alto y robusto, del género velloso, con una cara algo parecida a la de Beethoven. Había perdido a su mujer en noviembre. Había enseñado filosofía. Era excesivamente viril. Se llamaba Adam Krug.
Volvió a leer lo que había escrito, tachó la bruja con la escoba y empezó a pasear arriba y abajo por su habitación, con las manos en los bolsillos de la bata. Gregoire atisbo desde debajo del sillón. Susurró el radiador. La calle estaba silenciosa detrás de las gruesas cortinas azules. Poco a poco, sus pensamientos reanudaron su misterioso curso. El cascanueces, que rompía un hueco segundo después de otro, encontró al fin uno lleno y sustancioso. Un sonido indistinto, como el eco de una ovación remota, recibió la aparición de un nuevo fantasma.
Una uña rascó, golpeó la puerta.
—¿Qué pasa? ¿Qué quieres?
No hubo respuesta. Un dulce silencio. Después, un hoyuelo audible. Después, otra vez silencio.
Krug abrió la puerta. Ella estaba allí, envuelta en su camisón. Un lento pestañeo ocultaba y revelaba de nuevo la extraña mirada de sus ojos negros y opacos. Llevaba una almohada bajo el brazo y un despertador en la mano. Suspiró profundamente.
—Por favor, déjeme entrar —dijo, con un mohín incitante de las un tanto lemúridas facciones de su blanca carita—. Tengo miedo, no puedo quedarme sola. Tengo la impresión de que va a ocurrir algo horrible. ¿Puedo dormir aquí? jPor favor!
Cruzó la estancia de puntillas y, con infinito cuidado, dejó el carirredondo reloj sobre la mesita de noche. La luz de la lámpara, atravesando el tenue camisón, reveló la silueta de su cuerpo en un tono glaseado de porcelana china.
—¿Le parece bien así? —murmuró—. Me haré muy chiquitína.
Krug se volvió de espalda y, como estaba junto a una librería, apretó y soltó de nuevo un borde desprendido del lomo de cuero de un antiguo poeta latino. Brevis lux. Da mi basia mille. Golpeó despacio el libro con el puño.
Cuando volvió a mirarla, ella se había metido la almohada debajo de la parte delantera del camisón y su cuerpo se agitaba con mudas carcajadas. Acarició su falso embarazo. Pero él no se rió.
Ella frunció el ceño y dejó caer la almohada y algunos pétalos de melocotón al suelo, entre sus tobillos.
—¿No le gusto nada? —dijo ( inquit).
Si pudiese oírse mi corazón como el de Paduk, pensó él, sus tremendos latidos despertarían a los muertos. Pero dejemos que los muertos duerman en paz.
Continuando su pantomima, ella se arrojó sobre el sofá-cama y yació en él boca abajo, mientras sus tupidos cabellos castaños y el borde de una oreja colorada recibían de lleno la luz de la lámpara. Sus pálidas y jóvenes piernas eran una buena invitación para las manos de un viejo.
Él se sentó cerca de ella; ásperamente, con los dientes apretados, aceptó la vulgar invitación; pero, en el momento de tocarla, ella se levantó de un salto y, alzando y retorciendo los delgados y blancos brazos, que olían a castañas, bostezó.
—Creo que voy a volver a mi cuarto —dijo.
Krug no dijo nada. Siguió sentado allí, hosco y pesado, ardiendo en deseo, ¡pobrecillo!
Ella suspiró, apoyó la rodilla en el sofá y, descubriendo un hombro, observó las señales que los dientes de algún compañero habían dejado cerca de una pequeña y negra marca de nacimiento de su diáfana piel.
—¿Quiere que me vaya? —preguntó.
Él negó con la cabeza.
—¿Haremos el amor, si me quedo?
Las manos del hombre comprimieron las débiles caderas, como si bajase a la niña de un árbol.
—Sabes muy poco, o sabes demasiado —dijo él—. Si es muy poco, echa a correr, enciérrate en tu habitación y no vuelvas a acercarte a mí, porque se produciría una explosión bestial y podrías salir mal parada. Te lo advierto. Tengo casi tres veces tu edad y soy un cerdo grande y triste. Y no te quiero.
Ella bajó la mirada al percibir la angustia de los sentidos de él. Rió entre dientes.
—¡Oh! ¿No me quiere?
Mea puella, puella mea. Mi ardiente, vulgar, divinamente deliciosa y pequeña puella. Ésta es el ánfora translúcida que bajo lentamente por las asas. Ésta es la rosada polilla colgada de...
Un ruido ensordecedor (el timbre de la puerta, fuertes golpes) interrumpió estos preámbulos antológicos.
—¡Oh! Por favor, por favor —murmuró ella, aferrándose a él—, sigamos; tendremos el tiempo justo, antes de que rompan la puerta. ¡Por favor!
Él la empujó violentamente y recogió su bata del suelo.
—Es su última opor-tu-ni-dad —cantó ella, en ese tono creciente que da la impresión de una onda interrogadora, como el líquido reflejo de un punto de interrogación.
Recogiendo y anudando rápidamente los cabos del cordón castaño de su bata un tanto monástica, Krug se echó a andar por el pasillo, seguido de Mariette, y, de nuevo con la espalda encorvada, abrió la impaciente puerta.
Una joven con una pistola en la mano enguantada; dos rudos muchachos de la B. E. (Brigada Escolar): repulsivas manchas de piel sin afeitar y de pústulas, camisas de lana a cuadros, desabrochadas y sueltas.
—Hola, Linda —dijo Mariette.
—Hola, Mariechen —dijo la mujer.
Llevaba un capote de soldado ekwilistaechado descuidadamente sobre los hombros, y un arrugado gorro militar inclinado sobre sus rubios cabellos perfectamente ondulados. Krug la reconoció inmediatamente.
—Mi novio está esperando fuera en un coche —explicó a Mariette, después de sonreírle y darle un beso—. El profesor puede venir tal como está. En el sitio al que vamos le proporcionarán ropa esterilizada de reglamento.
—Por fin llegó mi turno, ¿eh? —dijo Krug.
—¿Cómo estás, Mariechen? Iremos a una fiesta en cuanto dejemos al profesor. ¿De acuerdo?
—Muy bien —dijo Mariette, y luego preguntó, bajando la voz—: ¿Podré jugar con los chicos?
—Vamos, vamos, encanto, tú te mereces algo mejor. En realidad, te tengo preparada una gran sorpresa. Bueno, chicos, adelante. El cuarto del niño está allá abajo.
—No; eso no —dijo Krug, cerrándoles el paso.
—Déjeles pasar, profesor; están cumpliendo su deber. Y no le robarán nada en absoluto.
—Apártese, Doc; cumplimos nuestro deber.
Sonaron unos golpes apremiantes en la entornada puerta del recibimiento, y, cuando Linda, que estaba apoyada de espaldas en ella y sintió la suave presión en su espina dorsal, la abrió de par en par, entró un hombre alto, de anchos hombros, con elegante uniforme semipolicíaco, marcando el paso rotundo de un luchador del peso pesado. Tenía las cejas negras e hirsutas, cuadrada la mandíbula inferior, y blanquísimos los dientes.
—Mac —dijo Linda—, te presento a mi hermana pequeña. Se escapó de un internado al incendiarse éste. Mariette, éste es el mejor amigo de mi novio. Confío en que también vosotros lo seréis.
—Así lo espero —dijo el pesado Mac, con voz grave y melosa, y exhibió unos dientes que eran como una palma abierta del tamaño de un filete para cinco.
—También yo me alegro de conocer a un amigo de Hustav —dijo, modestamente, Mariette.
Mac y Linda cambiaron una alegre sonrisa.
—Temo que no hemos aclarado esto lo bastante, querida. El novio en cuestión no es Hustav. Desde luego que no. El pobre Hustav es actualmente una abstracción.
(«No pasaréis», tronó Krug, manteniendo a raya a los dos jóvenes.)
—¿Qué pasó? —preguntó Mariette.
—Bueno, tuvieron que retorcerle el pescuezo. Era un schlapp(un fracaso), ya lo ves.
—Un schlappque, durante toda su corta vida, hizo muy buenas detenciones —observó Mac, con su generosidad y amplitud de criterio características.
—Esto era suyo —dijo Linda, en tono confidencial, mostrando la pistola a su hermana.
—¿También la linterna?
—No; la linterna es de Mac.
—¡Oh! —exclamó Mariette, tocando el enorme aparato de cuero.
Uno de los jóvenes, empujado por Krug, tropezó con el paragüero.
—Vamos, vamos, ¿quiere hacer el favor de no armar más jaleo? —dijo Mac, empujando a Krug hacia atrás (el pobre Krug dio unos pasos de cake-walk).
Los dos jóvenes se dirigieron inmediatamente al cuarto del niño.
—Le asustarán —farfulló y jadeó Krug, tratando de librarse del apretón de Mac—. Deje que vaya con él. Mariette, hazme este favor —y señaló frenéticamente hacia el cuarto del niño, para que corriese, para que corriese a ver si su hijo, su hijo, su hijo...
Mariette miró a su hermana y rió entre dientes. Con maravillosa precisión profesional y savoir-faire, Mac descargó sobre Krug un revés con el borde de su mano porcina pero de hierro: el golpe dio exactamente en la cara interna del brazo derecho de Krug, paralizándolo al instante. Después, Mac aplicó el mismo procedimiento al brazo izquierdo de Krug. Éste se dobló, sosteniendo sus brazos muertos con sus brazos muertos y se derrumbó en una de las tres sillas que aún estaban (ahora torcidas y sin objeto) en el pasillo.
—Mac es un hacha en estas cosas —observó Linda.
—¿Verdad que sí? —dijo Mariette.
Las dos hermanas no se habían visto desde hacía algún tiempo y no dejaban de sonreírse y de hacerse guiños cariñosos y de tocarse con infantiles ademanes.
—Llevas un bonito broche —dijo la pequeña.
—Tres cincuenta —dijo Linda, mientras se formaba una nueva arruga debajo de su mentón.
—¿Debo ponerme las bragas negras de blonda y el vestido español? —preguntó Mariette.
—¡Oh! Creo que estás muy mona con ese arrugado camisón. ¿Verdad, Mac?
—Ya lo creo —dijo Mac.
—Y no te enfriarás, porque hay un abrigo de visón en el coche.
Al abrirse de pronto la puerta del cuarto del niño (para cerrarse de golpe después), se oyó la voz de David durante un momento: aunque parezca extraño, el niño, en vez de lloriquear y de gritar pidiendo auxilio, parecía tratar de discutir con sus intolerables visitantes. Tal vez, a fin de cuentas, no se había dormido. El sonido de aquella vocecita correcta y blanda era peor que el gemido más angustioso.
Krug movió los dedos; el entumecimiento empezaba a desaparecer gradualmente. Con la mayor calma posible. Con la mayor calma posible, apeló una vez más a Mariete.
—¿Puedes decirme alguien lo que quiere ése de mí? —preguntó Mariette.
—Mire usted —dijo Mac a Adam—, puede hacer lo que le dicen, o no hacerlo. Pero, si no lo hace, le va a doler de un modo infernal, ¿comprende? ¡Levántese!
—Muy bien —dijo Krug—. Me levantaré. ¿Y después?
– Marsh vniz(Vaya escalera abajo).
Entonces, David empezó a chillar. Linda chascó la lengua («esos bestias lo han hecho») y Mac la miró, como pidiéndole consejo. Krug se lanzó hacia el cuarto del niño. En el mismo instante, David, el renacuajo, vestido de azul pálido, salió corriendo de la habitación, pero le pillaron en seguida. «Quiero a mi papá», gritó fuera de escena. Mariette, canturreando en el cuarto de baño y sin cerrar la puerta, se estaba pintando los labios. Krug consiguió llegar hasta el niño. Uno de los rufianes tenía sujeto a David sobre la cama. El otro trataba de agarrarle los pies, mientras David pataleaba furiosamente.
—¡Dejadle en paz, merzavtzyl(un insulto muy grave) —gritó Krug.
—Sólo quieren que se esté quieto —dijo Mac, que volvía a dominar la situación.
—David, querido mío —dijo Krug—, no pasa nada, no te harán daño.
El niño, todavía sujeto por los dos jóvenes, que reían burlones, agarró un pliegue de la bata de Krug.
Había que soltar esa manita.
—Está bien, déjenme a mí, caballeros. No le toquen. Escucha, querido...
Mac, que ya estaba harto de todo aquello, dio una patada a Krug en la espinilla y lo sacó de la habitación.
Han partido a mi pequeño en dos.
—Escuche, bruto —dijo, medio de rodillas, agarrándose al armario ropero al pasar (Mac lo sostenía por las solapas de la bata y tiraba de él)—. No puedo dejar que torturen a mi hijo. Déjenle venir conmigo, dondequiera que me lleven.
Alguien soltó el agua del retrete. Las dos hermanas se reunieron con los hombres y los miraron, con aburrido regocijo.
—Mi querido señor —dijo Linda—, sabemos perfectamente que es su hijo, o al menos el hijo de su difunta esposa, y no un pequeño mochuelo de porcelana o algo por el estilo, pero nuestro deber es sacar a usted de aquí; lo demás no nos incumbe.
—Pongámonos en marcha, por favor —suplicó Mariette—. Se está haciendo horriblemente tarde.
—Déjenme telefonear a Schamm (uno de los miembros del Consejo de Ancianos) —dijo Krug—. Sólo esto. Una llamada telefónica.
—¡Oh! Vayámonos ya —insistió Mariette.
—La cuestión es —dijo Mac– si vendrá usted por las buenas y por sus propios pies, o si tendré que lisiarle y hacerle rodar por la escalera, como hacemos con los troncos en Lagodan.
—Sí —dijo Krug, tomando de pronto una resolución—. Sí. Los troncos. Sí. Vamos. Debemos llegar allí cuanto antes. A fin de cuentas, ¡la solución es sencilla!
—Apaga las luces, Mariette —dijo Linda—, o nos acusarán de robar electricidad a ese hombre.
—Volveré dentro de diez minutos —gritó Krug, en dirección a la habitación del niño, con toda la fuerza de sus pulmones.
—¡Uf! Por el amor de Dios —murmuró Mac, empujándole hacia la puerta.
—Mac —dijo Linda—, temo que ella se enfríe en la escalera. Creo que deberías llevarla en brazos. Mira, ¿por qué no va él el primero, después yo y luego vosotros? Vamos, levántala.
—No peso mucho, ¿sabes? —dijo Mariette, levantando los codos hacia Mac.
El joven policía, poniéndose terriblemente colorado, deslizó una mano sudorosa por debajo de los suaves muslos de la chica, rodeó sus costillas con el otro brazo y la levantó como una pluma. Una de las zapatillas de Mariette cayó al suelo.
—Está bien así —dijo ella, rápidamente—. Puedo poner mi pie en tu bolsillo. Ya está. Lin traerá mi zapatilla.
—Desde luego, no pesas mucho —dijo Mac.
—Ahora, apriétame fuerte —dijo ella—. Apriétame fuerte, y dame esa linterna; me hace daño.
La pequeña procesión empezó a bajar la escalera. El lugar estaba silencioso y oscuro. Krug marchaba el primero, con un círculo de luz bailando sobre su espalda encorvada y su bata de color castaño, con todo el aspecto de un participante en alguna misteriosa ceremonia religiosa pintada por un maestro del claroscuro, o copiada del cuadro original, o recopiada de esta u otra copia. Le seguía Linda, apuntándole a la espalda con su pistola y pisando delicadamente los peldaños. Después, venía Mac, llevando a Mariette. Exagerados fragmentos del pasamanos y a veces la sombra de los cabellos y del gorro de Linda se deslizaban sobre la espalda de Krug y a lo largo de la embrujada pared, a causa de los movimientos espasmódicos de la linterna eléctrica manejada por Mariette. La delgadísima muñeca de ésta tenía un curioso nudo huesudo en la parte externa. Ahora, compongamos la situación, miremos las cosas cara a cara. Ellos han encontrado la llave. En la noche del veintiuno, han detenido a Adam Krug. Una cosa inesperada, pues él no pensaba que encontrarían la llave. En realidad, ni siquiera sabía que ésta existiese. Procedamos con lógica. No le harán daño al niño. Antes al contrario, éste es su triunfo más valioso. No nos dejemos llevar por la imaginación; atengámonos a la razón pura.
—Oh, Mac, esto es delicioso... ¡Ojalá hubiese un billón de escalones!
Tal vez ahora se dormirá. Ojalá lo haga. Olga dijo una vez que un billón era un millón con un fuerte resfriado. Me duele la espinilla. Todo, todo, todo, todo. Tus botas, dragotzennyi, saben a ciruelas confitadas. Y, mira, mis labios sangran a causa de tus espuelas.
—No veo nada —dijo Linda—. Deja de tontear con la linterna, Mariechen.
—Sujétala bien, pequeña —gruñó Mac, jadeando un poco, derritiéndose progresivamente su ruda manaza; a pesar de la ligereza de su rojiza carga; debido a su flor ardiente.
Piensa que no le harán ningún daño. Su horrible hedor y sus uñas roídas; olor y suciedad de alumnos de instituto. Tal vez empiecen rompiendo sus juguetes. Tuyo y mío, tíralo que lo pillo, mano a mano; una de sus canicas preferidas, la opalina, única, sagrada, que ni siquiera yo me atrevía a tocar. Y él en medio, tratando de detenerles, tratando de agarrarla, tratando de quitársela. O tal vez le retuerzan el brazo o le gasten alguna otra broma pesada de adolescentes; o quizá..., no, no puede ser, aguanta, no desvaríes. Le dejarán dormir. Se limitarán a saquear el piso y a darse un banquete en la cocina. Y en cuanto yo vea a Schamm o a el Sapo en persona, y les diga lo que tengo que decirles...
Un viento furioso azotó a nuestros cuatro amigos al salir éstos de la casa. Un coche muy elegante les estaba esperando. Detrás del volante se hallaba el novio de Linda, un hombre guapo y rubio, de blancas pestañas y...
—Oh, ya nos conocemos. Claro que sí. En realidad, tuve el honor de hacer de chófer del profesor en otra ocasión. Y ésa es tu hermanita pequeña. Me alegro de conocerte, Mariechen.
—Suba, estúpido gordinflón —dijo Mac, y Krug se sentó pesadamente junto al conductor.
—Aquí tienes tu zapatilla y aquí están tus pieles —dijo Linda, entregando a Mac el abrigo prometido.
Él se dispuso a yudar a Mariette a ponérselo.
—No; sólo sobre los hombros —dijo la principiante.
Sacudió sus sedosos cabellos castaños; después, con un ademán especial y desenvuelto (pasando rápidamente el dorso de la mano por su delicada nuca), los levantó de manera que no quedasen sujetos debajo del cuello del abrigo.
—Aquí hay sitio para tres —gorjeó dulcemente, con su mejor versión del canto de la oropéndola, desde las profundidades del automóvil, mientras empujaba a su hermana y dejaba espacio libre a su otro lado.
Pero Mac desplegó una de las banquetas delanteras para estar exactamente detrás del prisionero; después, apoyó ambos codos en el tabique divisorio y, rumiando algo que olía a menta, dijo a Krug que se portase bien.
—¿Todos a bordo? —preguntó el doctor Alexander.
En este momento se abrió de par en par la ventana del cuarto del niño (última de la izquierda, cuarto piso), y uno de los jóvenes se asomó, vociferando algo en tono interrogador. Debido al borrascoso viento, no había manera de entender el significado de las confusas palabras.
—¿Qué? —gritó Linda, frunciendo con impaciencia la nariz.
—¿Uglugluglu? —gritó el joven, desde la ventana.
—Está bien —dijo Mac, sin dirigirse a nadie en particular—. Está bien —gruñó—. Te oímos.
—¡Está bien! —gritó Linda hacia lo alto, haciendo bocina con las manos.
El segundo joven apareció, moviéndose violentamente, en el trapezoide de luz. Agarraba a David, que se había subido a una mesa en un fútil intento de alcanzar la ventana. La figurita de pálido azul y cabellos brillantes desapareció. Krug salió casi del coche, vociferando y dando tirones, mientras Mac le sujetaba por la cintura. El coche arrancó. Era inútil seguir luchando. Una procesión de animalitos de colores desfiló a lo largo de una franja oblicua de papel de la pared. Krug se derrumbó en su asiento.
—Me gustaría saber lo que preguntaba —dijo Linda—. ¿Estás seguro de que todo va bien, Mac? Quiero decir...
—Bueno, ellos tienen instrucciones, ¿no?
—Supongo que sí.
—Los seis —dijo Krug, jadeando—, los seis serán torturados y fusilados si le ocurre algo a mi hijo.
—Vamos, vamos, no diga cosas feas —dijo Mac, y, sin demasiada suavidad, le golpeó detrás de la oreja con cuatro nudillos de una mano.
Fue el doctor Alexander quien alivió la tirante situación (pues es indudable que, durante un momento, tuvieron todos la impresión de que algo andaba mal).
—Bueno —dijo, con afectada sonrisa—, los feos rumores y los hechos vulgares no son siempre tan fieles como las novias feas y las mujeres vulgares.
Mac soltó la carcajada en el cogote de Krug.
—Debo confesar que tu nuevo galán tiene bastante sentido del humor —murmuró Mariette a su hermana.
—Es un hombre de estudios —dijo Linda, la de los grandes ojos, moviendo la cabeza con respeto y sacando el labio inferior—. Lo sabe todo. Es algo que me da escalofríos. Deberías verle con un disyuntor eléctrico o con una llave inglesa.
Las dos muchachas iniciaron una animada charla, como suelen hacer todas las chicas cuando se encuentran juntas en el asiento de atrás de un coche.