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Barra siniestra
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Текст книги "Barra siniestra"


Автор книги: Владимир Набоков



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—Puro krugismo —murmuró el profesor de Economía.

—Permítanme un ejemplo —prosiguió el Historiador, sin advertir la observación—: sin duda podemos descubrir, en el pasado, ocasiones que tienen cierto paralelismo con nuestro propio período, ocasiones en que la bola de nieve de una idea fue empujada y empujada por las manos enrojecidas de unos colegiales, y se hizo más y más grande, hasta convertirse en un hombre de nieve con un sombrero ladeado y una escoba colocada de cualquier manera debajo del sobaco..., y entonces, de pronto, pestañearon los ojos perplejos, la nieve se convirtió en carne, la escoba se transforma en un arma, y un tirano de cuerpo entero decapitó a los muchachos. Oh, sí, otros parlamentos o senados fueron derribados antes de ahora, y no es ésta la primera vez que un hombre oscuro y desagradable, pero maravillosamente obstinado, se ha abierto camino hasta las entrañas de un país. Pero, a los ojos de los que observan estos acontecimientos y quisieran preservarlos, el pasado no brinda ninguna clave, ningún modus vivendi, y ello por la sencilla razón de que él mismo no lo tenía cuando saltó el borde del presente y cayó en el vacío que, en definitiva, tenía que llenar.

—Si fuese así —dijo el profesor de Teología—, volveríamos al fatalismo de las naciones inferiores y desconoceríamos los miles de pasadas ocasiones en que la capacidad de razonar, y de actuar en consecuencia, demostró ser más beneficiosa de lo que habrían sido el escepticismo y la sumisión. Su académico desprecio por la Historia aplicada sugiere, más bien, su vulgar utilidad, amigo mío.

—Oh, yo no hablaba de sumisión ni de nada por el estilo. Esto es una cuestión ética que cada cual debe resolver según su propia conciencia. Me limitaba a refutar su afirmación de que la Historia podría predecir lo que Paduk dirá o hará mañana. No puede haber sumisión, porque el mero hecho de que nosotros discutamos estos asuntos implica curiosidad, y la curiosidad es, a su vez, insubordinación en su forma más pura. Y hablando de curiosidad, ¿pueden ustedes explicarme el extraño cariño de nuestro rector por ese sonrosado caballero de allá abajo..., el amable caballero que nos ha traído aquí? ¿Cómo se llama? ¿Quién es?

—Uno de los ayudantes de Maler, según creo; un trabajador de laboratorio o algo parecido —dijo Economía.

—Y el curso pasado —dijo el Historiador– vimos a un balbuciente imbécil elevado misteriosamente a la cátedra de Paidología, porque daba la casualidad de que tocaba el indispensable contrabajo. En todo caso, ese hombre debe ser el mismísimo diablo en cuanto a persuasión, ya que ha conseguido hacer venir a Krug.

—¿No emplearía —preguntó el profesor de Teología, con ligerísima expresión taimada—, no emplearía, de algún modo, la sonrisa de la bola de nieve y la escoba del hombre de nieve?

—¿Quién? —preguntó el Historiador—. ¿Quién la empleó? ¿Aquel hombre?

—No —dijo el profesor de Teología—. El otro. Aquel que era tan difícil de pillar. Es curioso que, con las ideas que expresó hace diez años...

Fueron interrumpidos por el rector, que se había plantado en medio de la estancia, reclamando atención y dando unas ligeras palmadas.

La persona cuyo nombre acababa de mencionarse, el profesor Adam Krug, el filósofo, estaba sentado un poco apartado de los demás, arrellanado en un sillón tapizado de cretona, con las velludas manos sobre los brazos de éste. Era un hombre alto y corpulento, de poco más de cuarenta años, de desaliñados, polvorientos —o ligeramente grises– cabellos, y con unas facciones toscamente talladas, propias de un rudo maestro de ajedrez o de un malhumorado compositor, pero más inteligentes. La firme, compacta y nublada frente tenía ese aspecto hermético particular (¿caja fuerte de Banco?, ¿muro de cárcel?) que presenta el rostro de los pensadores. El cerebro estaba compuesto de agua, varios compuestos químicos y un grupo de grasas sumamente especializadas. Los pálidos ojos acerados estaban medio cerrados en sus órbitas de cuadrada apariencia, bajo las hirsutas cejas que los habían protegido antaño de los venenosos excrementos de pájaros extintos —hipótesis de Schneider. Las orejas eran de buen tamaño, con pelos en su interior. Dos profundos pliegues de carne divergían desde la nariz a lo largo de las grandes mejillas. Llevaba un arrugadísimo traje oscuro y una corbata de lazo, siempre la misma, de color violeta de hisopo, con (puro blanco en la muestra, aquí Isabella) topos interneurales y una tullida ala posterior izquierda. El cuello, menos reciente, era de la variedad baja y abierta, a saber, dejando un cómodo espacio triangular para la nuez de su propio nombre. Unos zapatos de suela gruesa y unos botines negros y anticuados eran las características distintivas de sus pies. ¿Qué más? ¡Ah, sí...! El distraído repiqueteo de su dedo índice sobre el brazo del sillón.

Debajo de esta superficie visible, una camisa de seda envolvía su robusto torso y sus cansadas caderas. La camisa estaba profundamente embutida en los calzoncillos largos, introducidos a su vez en los calcetines; sabía que se rumoreaba que no llevaba estos últimos (de aquí los botines), pero no era verdad; en realidad, eran unos calcetines de seda color de espliego, bastante caros.

Debajo de esto estaba la cálida y blanca piel. Saliendo de la oscuridad, un rastro de hormiga, una estrecha caravana capilar, subía por la mitad del abdomen para terminar en el borde del ombligo; y una espesura más negra y más tupida se extendía como las alas de un águila sobre su pecho.

Debajo de esto estaban una esposa muerta y un hijo dormido.

El rector inclinó la cabeza sobre una mesa de palisandro colocada por sus ayudantes en una posición conspicua. Se caló las gafas empleando una sola mano, sacudió la plateada cabeza para que cesaran las cortesías y procedió a recoger e igualar, con unos golpecitos, los papeles que había estado contando. El doctor Alexander se dirigió de puntillas a un rincón y se sentó en una silla que acababan de traer. El rector depositó sobre la mesa el grueso e igualado fajo de hojas escritas a máquina, se quitó las gafas y, manteniendo éstas apartadas de su oreja derecha, inició su discurso preliminar. Pronto advirtió Krug que, él mismo, se había convertido en una especie de foco de atracción de aquella estancia de ojos de Argos. Sabía que, a excepción de dos de los reunidos, Hedron y, tal vez, Orlik, nadie le tenía verdadera simpatía. A todos —o sobre todos– sus colegas había dicho alguna vez algo... algo imposible de recordar con detalle y difícil de definir en términos generales, alguna descuidada, aguda y dura nimiedad que había rozado un sector en carne viva. Sin que nadie le buscase ni llamase, un rollizo, pálido y granujiento adolescente entró en un aula oscura y miró a Adam, el cual desvió la mirada. —Les he convocado, caballeros, para informarles de ciertas gravísimas circunstancias, circunstancias que sería estúpido ignorar. Como saben ustedes, nuestra Universidad ha estado virtualmente cerrada desde el último día del mes pasado. Ahora me han dado a entender que, a menos que declaremos claramente al Jefe cuáles van a ser nuestro programa, nuestras intenciones y nuestra conducta, este organismo, este viejo y querido organismo, dejará de funcionar definitivamente y será sustituido por otra institución, con otro personal. Dicho en otras palabras, el glorioso edificio construido piedra a piedra por estos dos albañiles, Ciencia y Administración, durante siglos, se derrumbará... Se derrumbará por nuestra falta de iniciativa y de tacto. En la hora undécima, se ha planeado una línea de conducta que, así lo espero, puede evitar el desastre. Mañana podría ser demasiado tarde.

»Todos ustedes saben lo mucho que me disgusta el espíritu de compromiso. ¡Pero no creo que al animoso esfuerzo que realizaremos juntos se le pueda aplicar aquel término ofensivo! ¡Caballeros! Cuando un hombre ha perdido a su amada esposa, cuando un animal ha perdido sus piesen el proceloso océano, cuando un gran ejecutivo ve destrozado el trabajo de toda una vida..., lo lamenta. Lo lamenta demasiado tarde. Así, coloquémonos, por nuestra propia culpa, en el lugar del desolado esposo, del almirante cuya flota se ha hundido en las furiosas olas, del administrador en bancarrota: tomemos nuestro sino en nuestras manos, como una antorcha llameante.

»Ante todo, voy a leerles un breve memorándum, una especie de manifiesto si lo prefieren, que hay que someter al Gobierno y publicar debidamente..., y aquí viene el segundo punto que deseo plantear, un punto que alguno de ustedes habrá ya adivinado. Entre nosotros, hay un hombre... un gran hombre, me permito añadir, que, por singular coincidencia, resulta haber sido, en lejanos tiempos, compañero de escuela de otro gran hombre, el que rige nuestro Estado. Sean cuales fueren nuestras opiniones políticas, y durante mi larga vida yo he compartido la mayoría de ellas, no puede negarse que un Gobierno es un Gobierno y que, como tal, no puede esperarse que tolere una imprudente manifestación de disensión o de indiferencia no provocadas. Lo que nos parecía una bagatela, la simple bola de nieve de un credo político transitorio y sin consistencia, ha adquirido enormes proporciones, se ha convertido en flamígera bandera, mientras nosotros dormitábamos como unos benditos en la seguridad de nuestras grandes bibliotecas y caros laboratorios. Ahora hemos despertado. El despertar ha sido rudo, lo confieso, pero quizá no ha sido sólo culpa del centinela. Confío en que la delicada tarea de redactar este... esto que hemos preparado... este histórico documento que todos estaremos prestos a firmar, ha sido realizado con un profundo sentimiento de su enorme importancia. Confío también en que Adam Krug recordará sus felices días de colegial y llevará personalmente este documento al Jefe, el cual tengo la seguridad de que apreciará mucho la visita de un querido y mundialmente famoso ex condiscípulo, y así prestará un oído más benévolo a nuestro compromiso y a nuestras buenas resoluciones, que el que les habría prestado de no haberse dado esta milagrosa coincidencia. Adam Krug, ¿quiere usted salvarnos?

Las lágrimas habían acudido a los ojos del viejo y su voz había temblado al formular el dramático llamamiento. Una cuartilla resbaló de la mesa y fue a posarse suavemente sobre las rosas verdes de la alfombra. El doctor Alexander se acercó a ella sin ruido y volvió a colocarla sobre la mesa. Orlik, el viejo Zoólogo, abrió un librito que había cerca de él y descubrió que era una cajita vacía con un solo caramelo de menta en el fondo.

—Es usted víctima de una ilusión sentimental, mi querido Azureus —dijo Krug—. Lo que yo y el Sapo conservamos en fait de souvenirs d'enfancees la costumbre que yo tenía de sentarme sobre su cara.

Se oyó un súbito golpe de madera contra madera. El Zoólogo había mirado hacia arriba y, al mismo tiempo, dejado el Buxum biblioformiscon demasiada fuerza. Siguió un silencio. El doctor Azureus se sentó despacio y dijo, en otro tono de voz:

—No acabo de entenderle, profesor. No sé... a quién se refiere la palabra o el nombre que acaba de emplear, ni lo que quiere decir al recordar aquel extraño juego..., probablemente un juego de chiquillos... tenis o algo por el estilo.

—El Sapo era su apodo —dijo Krug—. Y no creo que usted pueda llamar a aquello tenis... ni a la una la mula, pongo por caso. Él no lo llamaba así. Yo era un poco bruto, siento decirlo, y solía echarle la zancadilla y sentarme sobre su cara... Una especie de cura de reposo.

—Por favor, mi querido Krug, por favor —dijo el rector, dando un respingo—. Esto es de dudoso gusto. En el colegio eran ustedes muchachos, y los muchachos siempre serán muchachos, y estoy seguro de que tendrán muchos buenos recuerdos en común, como discutir lecciones o hablar de grandes planes para el futuro; lo que hacen los chicos...

—Yo me senté sobre su cara —dijo Krug, imperturbable– todos los benditos días durante unos cinco años escolares; lo cual representa, si no me equivoco, unas mil sentadas.

Algunos se miraron los pies; otros, la manos; otros encendieron cigarrillos. El Zoólogo, después de mostrar un momentáneo interés por la sesión, se volvió a un estante recién descubierto. El doctor Alexander eludió negligentemente la desviada mirada del viejo Azureus, que sin duda buscaba ayuda en aquel sector inesperado.

—Los detalles del ritual... —prosiguió Krug, pero fue interrumpido por el retintín de una pequeña esquila, una chuchería suiza que la desesperada mano del viejo había encontrado sobre el escritorio.

—Todo esto está completamente fuera de lugar —gritó el rector—. No tengo más remedio que llamarle al orden, mi querido colega. Nos hemos desviado de lo principal...

—Escuche —dijo Krug—. En realidad, no he dicho nada espantoso, ¿verdad? No he sugerido, por ejemplo, que la cara actual de el Sapo conserve, después de vinticinco años, la huella inmortal de mi peso. En aquellos tiempos, aunque más delgado que ahora...

El rector se había deslizado de su silla y corrió literalmente en dirección a Krug.

—Acabo de recordar —dijo, hablando con cierta dificultad– algo que quería decirle... muy importante... sub rosa... ¿Tiene la bondad de acompañarme a la habitación contigua?

—Muy bien —dijo Krug, levantándose del sillón.

La habitación contigua era el estudio del rector. Su alto reloj se había parado a las seis y cuarto. Krug calculó rápidamente, y la negrura que había en su interior hizo presa en su corazón. ¿Por qué estoy aquí? ¿Me marcharé a casa? ¿Me quedaré?

—...Mi querido amigo, sabe usted muy bien cuánto le aprecio. Pero usted es un soñador, un pensador. No advierte las circunstancias. Dice cosas imposibles, cosas que deben callarse. Pensemos lo que pensemos de... esa persona, debemos guardarlo para nosotros. Corremos un peligro mortal. Está usted poniendo en peligro la... todo...

El doctor Alexander, cuya cortesía, solicitud y savoir faireeran realmente extraordinarios, se deslizó en la estancia trayendo un cenicero, que colocó junto al codo de Krug.

—En este caso —dijo Krug, sin fijarse en el superfluo objeto—, debo observar, lamentándolo, que el tacto a que se refirió usted no era más que su vana sombra, es decir, una ocurrencia tardía. Debería haberme advertido que, por razones que todavía no consigo imaginar, pensaba pedirme que visitase al...

—Sí, que visitase al Jefe —le interrumpió Azureus, precipitadamente—. Estoy seguro de que, cuando conozca el manifiesto, cuya lectura ha sido tan inesperadamente demorada...

El reloj empezó a sonar. Pues el doctor Alexander, experto en estas cuestiones y hombre metódico, no había sido capaz de dominar su instinto de remendón y estaba ahora subido a una silla, manoseando las saetas y la desnuda esfera. Su oreja y su dinámico perfil se reflejaban, en tono rosa pastel, sobre la abierta puerta de cristal del reloj.

—Prefiero marcharme a casa —dijo Krug.

—Quédese, se lo ruego. Vamos a leer rápidamente y a firmar el histórico documento. Y debe usted acceder, debe ser el mensajero, debe ser la paloma...

—¡Al diablo ese reloj! —dijo Krug—. ¿No puede hacer que pare de tocar, hombre? Parece usted confundir el ramo de olivo con la hoja de higuera —siguió diciendo, volviéndose al rector—. Pero lo mismo da, pues por mi vida que...

—Sólo le pido que lo piense, que no tome una decisión precipitada. Estos recuerdos escolares son deliciosos per se..., pequeñas disputas... un apodo inofensivo..., pero ahora debemos obrar con seriedad. Bueno, volvamos con nuestros colegas y a nuestro deber.

El doctor Azureus, cuya retórica complacencia parecía haberse desvanecido, informó brevemente a sus oyentes de que la declaración que todos tenían que leer y firmar había sido mecanografiada en un número de copias igual al de firmantes. Le habían dado a entender, dijo, que esto daría un sello de individualidad a cada ejemplar. No explicó el verdadero objeto de esta disposición, y hay que esperar que no la supiese, pero Krug creyó reconocer, en la aparente imbecilidad del procedimiento, los misteriosos caminos de el Sapo. Los buenos doctores Azureus y Alexander repartieron las hojas con la celeridad del prestidigitador y su ayudante cuando muestran, para ser inspeccionados, los objetos que no deben examinarse con demasiada atención.

—Tome usted también una —dijo el doctor más viejo al más joven.

—De ninguna manera —exclamó el doctor Alexander, y todos pudieron ver la sonrojada confusión que se pintaba en su semblante—. Claro que no. No me atrevería. Mi humilde firma no puede figurar entre las de tan augusta asamblea. Yo no soy nadie.

—Tome, aquí está la suya —dijo el doctor Azureus, en un raro estallido de impaciencia.

El Zoólogo no se molestó en leer su ejemplar; lo firmó con una pluma prestada, devolvió ésta por encima del hombro y se sumió de nuevo en el único libraco digno de inspección que había encontrado hasta entonces: un antiguo Baedeker con vistas de Egipto y barcos del desierto en silueta. Un pobre campo de recolección en su conjunto..., salvo, quizá, para los ortopteristas.

El doctor Alexander se sentó detrás de la mesa de palisandro, se desabrochó la chaqueta, se estiró los puños, acercó la silla y comprobó su posición a la manera de un pianista; después, sacó del bolsillo del chaleco un hermoso y brillante instrumento hecho de cristal y oro; miró su punta, la probó sobre un pedazo de papel y, conteniendo el aliento, desplegó lentamente las enroscaduras de su nombre. Terminada la ornamentación de la complicada rúbrica, levantó la pluma y contempló su magnífica obra. Desgraciadamente, en este preciso instante, su varita mágica de oro (tal vez resentida de las concusiones que los diversos ejercicios de su dueño le habían transmitido durante toda la noche) derramó una enorme lágrima negra sobre el valioso escrito.

Ruborizándose de veras esta vez, hinchada la vena en V de su frente, el doctor Alexander aplicó el secante. Cuando el ángulo del papel secante hubo embebido el caudal sin tocar el fondo, el infortunado doctor enjugó cuidadosamente el resto. Adam Krug, desde su ventajosa y próxima posición, vio este pálido residuo azul: una pisada caprichosa o el espatulado perfil de un charco.

Gleeman releyó dos veces el documento, frunció dos veces el ceño, recordó la subvención y el frontispicio de la ventana de vidrios de colores y el tipo especial que había elegido, y la nota al pie de la página 306, que destruiría una teoría rival sobre la edad exacta de una muralla en ruinas, y estampó su elegante pero extrañamente ilegible firma.

Beuret, que había sido arrancado bruscamente de una agradable siesta en un sillón disimulado, leyó, se sonó, maldijo el día en que había cambiado de nacionalidad y, después, se dijo que, a fin de cuentas, la lucha contra políticas exóticas no era de su incumbencia, dobló su pañuelo y, viendo que otros firmaban, firmó también.

Economía e Historia celebraron una breve consulta, durante la cual se pintó en la cara del último una escéptica pero ligeramente tirante sonrisa. Después, estamparon sus firmas al unísono y advirtieron, consternados, que habían cambiado sus copias mientras discutían, pues cada ejemplar llevaba escrito, en el ángulo superior izquierdo, el nombre y la dirección del presunto firmante.

Los demás suspiraron y firmaron, o no suspiraron y firmaron, o firmaron... y suspiraron después, o no hicieron nada de esto, pero lo pensaron mejor y acabaron firmando. Y también, también, también Adam Krug sacó la enmohecida y bamboleante estilográfica. Sonó el teléfono en el estudio contiguo.

El doctor Azureus había entregado personalmente el documento a Krug y había remoloneado cerca de él, mientras éste se calaba pausadamente las gafas y empezaba a leer, echando la cabeza atrás para apoyarla en el respaldo y sosteniendo las hojas a bastante altura con sus gruesos y ligeramente temblorosos dedos. Éstos temblaban más que de costumbre, porque era más de medianoche y estaba te– í rriblemente cansado. El doctor Azureus dejó de revolotear y sintió que su viejo corazón tropezaba al subir las escaleras (metafóricamente) con su goteante vela, cuando Krug, que estaba llegando al final del manifiesto (tres páginas y media, cosidas), sacó la pluma del bolsillo del pecho. Una suave brisa de intenso alivio inclinó hacia atrás la llama de la vela, cuando el viejo Azureus vio que Krug extendía la última página sobre el plano brazo de madera de su sillón forrado de cretona y desenroscaba la parte superior de su pluma, convirtiéndola en casquete.

Con un rápido, casi restallante, delicado y preciso plumazo, completamente en desacuerdo con su corpulenta complexión, Krug insertó una coma en la cuarta línea. Después (chmok) volvió a tapar la pluma, se la metió en el bolsillo (chmok) y devolvió el documento al aturrullado Rector.

—Fírmelo —dijo el rector, con voz curiosamente automática.

—Dejando aparte los documentos legales —respondió Krug—, y aun no todos, dicho sea de paso, nunca he firmado ni firmaré nada que no haya escrito yo mismo.

El doctor Azureus miró a su alrededor y alzó lentamente los brazos. Por alguna circunstancia, nadie miraba en su dirección, salvo Hedron, el matemático, un hombre macilento, con un bigote llamado «inglés» y una pipa en la mano. El gato estaba durmiendo en la mal ventilada habitación de la hija del rector, la cual estaba soñando que no podía encontrar cierto bote de jalea de manzana que ella sabía que era un barco que había visto una vez en Bervok, y un marinero estaba apoyado allí y escupía por la borda y miraba cómo su salivazo caía, caía, caía en la jalea de manzana de un mar que partía el corazón, pues su sueño estaba teñido de un amarillo de oro, debido a que no había apagado la lámpara, deseosa de mantenerse despierta hasta que se hubiesen marchado los invitados de su anciano padre.

—Además —dijo Krug—, las metáforas son puras paparruchas, mientras que la frase que dice que estamos dispuestos a añadir al programa las asignaturas que se consideren necesarias para fomentar la comprensión política y a hacer cuanto podamos, es un lenguaje tan mezquino que ni siquiera mi coma puede salvarlo. Y ahora, quiero irme a casa.

– Prakhtata meta! —gritó el pobre doctor Azureus a la calladísima asamblea—. Prakhta tuen vadust, mohen kern! Profsar Krug malarma ne donje... Prakhtata!

El doctor Alexander, ligeramente parecido al fugaz marinero, reapareció e hizo una seña; después, llamó al rector, el cual, sin soltar el papel no firmado, se acercó, rápidamente y gimiendo, a su fiel ayudante.

—Vamos, muchacho, no sea estúpido. Firme ese maldito papel —dijo Hedron, inclinándose sobre Krug y apoyando en el hombro de éste el puño con que sostenía la pipa—. ¿Qué diablos importa esto? Estampe su comercialmente valioso garabato. ¡Vamos! Nadie puede tocar nuestros círculos..., pero debemos tener algún sitio donde trazarlos.

—No en el barro, señor, no en el barro —dijo Krug, con su primera sonrisa de la noche.

—Oh, no se las dé de orgulloso pedante —dijo Hedron—. ¿Por qué quiere hacer que me sienta tan incómodo? Yo lo firmé... y mis dioses no se movieron.

Krug, sin mirarle, levantó la mano y tocó ligeramente la manga de tweedde Hedron.

—Está bien —dijo—. Me importa un bledo su ética, con tal de que trace sus círculos y muestre sus trucos de conjuro a mi chico.

Durante un peligroso momento, volvió a sentir la cálida y negra oleada de dolor, y la estancia casi se derritió... Pero el doctor Azureus volvía ya a toda prisa.

—Mi pobre amigo —dijo el rector, con gran entusiasmo—. Ha hecho usted una heroicidad al venir. ¿Por qué no me lo ha dicho? ¡Ahora lo comprendo todo! Desde luego, no podía usted prestar la debida atención... Su decisión y su firma pueden aplazarse..., y tenga la seguridad de que todos nos sentimos profundamente avergonzados de haberle molestado en un momento como éste.

—Siga hablando —dijo Krug—. Adelante. Sus palabras son como un acertijo para mí, pero no se detenga por esto.

Con la horrible impresión de haberse dejado engatusar por una falsa información, Azureus le miró fijamente y, después, balbució:

—Espero no haberme... Quiero decir, espero haberme... Quiero decir, ¿no ha tenido usted..., no ha ocurrido una desgracia en su familia?

—Si ha ocurrido, esto no es de su incumbencia —dijo Krug—. Quiero marcharme a casa —añadió, estallando de pronto, con aquella voz terrible que sonaba como un trueno al llegar al punto culminante de una conferencia—. ¿Podrá ese hombre..., como se llame..., llevarme allá?

Desde lejos, el doctor Alexander hizo una señal de asentimiento al doctor Azureus.

El mendigo había sido relevado. Dos soldados estaban sentados, acurrucados, en el estribo del coche, probablemente custodiándolo. Krug, vivamente deseoso de evitar una charla con el doctor Alexander, se apresuró a subir a la parte de atrás del automóvil. Sin embargo, para su gran pesar, el doctor Alexander, en vez de sentarse al volante, lo hizo a su lado. Con uno de los soldados conduciendo, y el otro apoyando cómodamente un codo en el respaldo de su asiento, el coche chirrió, carraspeó y salió zumbando por las oscuras calles.

—Tal vez le gustaría... —dijo el doctor Alexander, y, rebuscando en el suelo, trató de levantar una manta de viaje para unir debajo de ellas sus propias piernas y las de su compañero de cama. Krug gruñó y apartó de una patada aquella cosa. El doctor Alexander se arrebujó, rebulló y se abrigó él solo, y después, se relajó y descansó lánguidamente una mano en la correa de su lado del coche. Una farola incidental encontró y perdió su ópalo.

—Debo confesar que le he admirado, profesor. Desde luego, ha sido usted el único hombre de verdad entre aquellos pobres y queridos fósiles. Sin duda no ve usted mucho a sus colegas, ¿no es cierto? ¡Oh! Debió sentirse bastante desplazado...

—Se equivoca de nuevo —dijo Krug, rompiendo su voto de silencio—. Aprecio a mis colegas tanto como a mí mismo. Y los aprecio por dos razones: porque son capaces de encontrar la felicidad perfecta en el conocimiento especializado, y porque son incapaces de cometer un asesinato físico.

El doctor Alexander tomó esto por una de las oscuras sutilezas que, según le habían dicho, solía permitirse Krug, y rió prudentemente.

Krug le echó una mirada a través de la movible oscuridad y se volvió sin dar explicaciones.

—Mire usted —siguió diciendo el joven biodinamicista—, yo tengo, profesor, la curiosa impresión de que, sea por lo que fuere, un rebaño de ovejas vale menos que un lobo solitario. Me pregunto qué va a ocurrir ahora. Me pregunto, por ejemplo, cuál sería su actitud si nuestro caprichoso Gobierno, con aparente incongruencia, prescindiese de las ovejas y ofreciese al lobo la posición más brillante que imaginarse pueda. Desde luego, no es más que una idea que me ha pasado por la cabeza, y puede usted reírse de la paradoja —y el orador demostró brevemente que también él podía hacerlo—, pero ésta y otras posibilidades, tal vez de naturaleza completamente opuesta, acuden a veces a mi mente. Mire, cuando yo era estudiante y vivía en una buhardilla, mi patrona, esposa del droguero de abajo, sostenía que yo acabaría pegando fuego a la casa, con el número de velas que quemaba todas las noches mientras escudriñaba las páginas de su en todos aspectos admirable...

—Cállese, ¿quiere? —dijo Krug, revelando de súbito una extraña faceta de vulgaridad e incluso de crueldad, pues nada, en el inocente y bien intencionado, aunque no muy inteligente parloteo del joven científico (que indudablemente había sido transformado en un charlatán por la timidez característica de los jóvenes que padecen exceso de tensión y tal vez falta de alimentos, víctimas del capitalismo, del comunismo y de la masturbación, cuando se hallan en compañía de hombres realmente grandes, como por ejemplo alguien que saben que es amigo personal de su patrono, o el propio jefe de la empresa, o incluso el cuñado del jefe, Gogolevitch, etc.), justificaba la rudeza de su interjección, la cual tuvo empero la virtud de asegurar un completo silencio durante el resto del trayecto.

Sólo cuando el coche, conducido con cierta brusquedad, se metió en la calle de Peregolm, volvió a abrir la boca el inquieto joven, que sin duda comprendía el atribulado estado mental en que se hallaba el viudo.

—Ya hemos llegado —dijo, afablemente—. Supongo que lleva su sesamka(llavín). Lamento que tengamos que marcharnos a toda prisa. ¡Buenas noches! ¡Que duerma bien! Proshchevantze!(un «adiós» jocoso).

El coche se desvaneció, mientras el eco cuadrado de su portezuela cerrada de golpe permanecía aún suspendido en el aire como un marco de ébano vacío. Pero Krug no estaba solo: una cosa que parecía un yelmo había rodado por la escalera del portal y yacía ahora a sus pies.

¡Más cerca, más cerca! En las sombras de despedida del portal, un joven vestido como un jugador de rugbyamericano, con su hombro monstruosamente acolchonado y blanqueado por la luna, en patético contraste con su delgado cuello, estaba abrazado, en una llave mortal, a una abocetada y pequeña Carmen..., y la suma de sus años era, como máximo, de diez menos que los del espectador. La breve falda negra de la chica, con su sugerencia de azabache y pétalo, velaba a medias la curiosa envoltura de las piernas de su amante. Un chal con lentejuelas se desprendió de su mano izquierda, y la cara interna de su brazo fláccido brilló a través de la negra gasa. Su otro brazo dio un giro y rodeó el cuello del muchacho, y los tensos dedos se introdujeron desde atrás entre los negros cabellos; sí, se distinguía todo, incluso las cortas y mal pintadas uñas, y los toscos nudillos de colegiala. Él, el jugador de rugby, tenía aferrado a Laocoonte, a su quebradizo omóplato, a su pequeña y rítmica cadera, en sus anillos palpitantes, a lo largo de los cuales circulaban en secreto ardientes glóbulos, y tenía los ojos cerrados.

—Lo siento de veras —dijo Krug—, pero tengo que pasar. Donje te zankoriv(discúlpeme, por favor).

Ellos se separaron, y Krug tuvo una visión fugaz de la cara pálida, de ojos negros y no muy bonita, de la joven, y de sus labios relucientes, al deslizarse ésta bajo el brazo que sostenía la puerta y correr escalera arriba, después de mirar atrás desde el primer rellano, arrastrando su chal con todas sus constelaciones: Cefeo y Casiopea en su felicidad eterna, y la deslumbrante lágrima de Capella, y el copo de nieve de la Estrella Polar sobre la parda piel de la Osa Menor, y las desmayadas galaxias..., espejos del espacio infinito qui m'effrayent, Blaise, como te espantaron a ti, y donde la mitología tiende fuertes redes de circo, no fuese que, con su malla mal ajustada, se rompiese el viejo cuello en vez de rebotar con un ¡hala, hop! y caer de nuevo en este polvo empapado de orines y dar la consiguiente carrerilla con media pirueta en su mitad, y desplegar la extrema simplicidad del cielo en el ademán ambiguo del acróbata, las manos candidamente abiertas que provocan una breve salva de aplausos, mientras retrocede aquél y, volviendo a los modales viriles, recoge el pañolito azul que su musculoso camarada volador, después de su propio ejercicio, toma del cálido y jadeante pecho de la mujer —más jadeante de lo que indica su sonrisa– y se lo arroja, para que pueda enjugarse las palmas de sus doloridas y debilitadas manos.


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