Текст книги "Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos"
Автор книги: Леонид Андреев
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Классическая проза
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—Sí, voy a disparar.
La música ha cesado; pero del lado del salón se sigue oyendo gritar al borracho; se diría que alguien le tapaba la boca con la mano y los gritos salían ahogados y más inquietantes aún.
En el cuarto de Luba se percibía un olor de perfumes y de jabón de tocador barato; este olor era espeso, húmedo e impuro. Sobre una de las paredes había colgadas, en desorden, faldas y blusas. Todo esto le parecía repugnante y pensaba con tristeza que esto era la vida y que había gentes que vivían entre esas cosas años y años.
Miró con disgusto a su alrededor y dijo a Luba melancólicamente:
—¡Como es todo entre nosotros en esta casa!...
—¿Y qué quieres decir con eso?
Pero él estaba lleno de compasión hacia aquella muchacha que permanecía en pie ante él y no acabó su pensamiento.
—¡Pobre Luba! —dijo simplemente.
—Pero ¿qué? ¡Vamos!
—Dame tu mano.
Y subrayando con su actitud que era para él un ser humano y no una mujer que se vende, tomó su mano y apoyó respetuosamente sus labios en ella.
—¿Pero es a mí a quien besas la mano?
—Sí, Luba, a ti.
Y muy dulcemente, como si le diera las gracias, la muchacha dijo:
—¡Vete de aquí! ¡Vete, idiota!
Al principio él no comprendió.
—¿Qué?
—¡Que te vayas te digo!
Y silenciosa, con paso decidido, atravesó la habitación, recogió del rincón el cuello postizo blanco y se lo tiró con una mueca de disgusto, como si fuera una rodilla sucia y repugnante. Entonces él, también silencioso, con aire altanero, sin dignarse siquiera mirarla, comenzó a ponerse lentamente el cuello. Pero en este momento Luba lanzó un grito penetrante y le golpeó con toda su fuerza en la afeitada mejilla. El cuello postizo cayó por tierra, el hombre se tambaleó, pero siguió en pie. Terriblemente pálido, casi azul, pero siempre silencioso y altanero, fijó en Luba sus densas miradas inmóviles. Toda anhelante, Luba le miró llena de horror.
—Y bien, ¿qué? —gritó desesperadamente.
Él callaba siempre. Entonces, enloquecida por su pasividad altanera, presa del terror, no comprendiendo ya nada, como si se encontrara ante un muro de piedra, le cogió por los hombros, le sacudió y le hizo sentarse sobre la cama. Inclinándose hasta poner su cara junto a la de él y mirándole a los ojos, gritó:
—Pero ¿por qué te callas? ¿Qué es lo que haces de mí? ¡Cobarde, cobarde! Eres un cobarde. Me besa la mano... ¡Has venido aquí para burlarte de mí, para hacer alarde de tu bondad, de tu noble corazón! ¡Dime qué es lo que vas a hacer de mí! ¡Oh, qué desgraciada soy!
Le sacudía los hombros, y sus finos dedos, abriéndose y cerrándose como las uñas de un gato, le arañaban el cuerpo a través de la camisa.
—¡No has conocido nunca mujeres, cobarde!... ¡Y te atreves a decírmelo a mí, que he poseído a todos los hombres, a todos!... ¿Y no te da vergüenza humillar a una pobre mujer?... Te vanaglorias de que la policía no te cogerá vivo; pero yo, yo estoy ya como muerta. Y sin embargo te voy a escupir a la cara. ¡Toma, cobarde! ¡Y ahora vete!...
No pudiendo contener más su cólera la arrojó lejos de sí. Cayó, golpeándose la cabeza contra la pared. Él no razonaba ya, no sabía ya lo que hacía; en aquel mismo instante sacó su revólver. Luba no vio ni aquel rostro furioso que había manchado con su saliva ni el revólver negro. Tapándose los ojos con las manos como si los quisiera hundir en las profundidades del cráneo avanzó hacia el lecho, se echó en él con el rostro hacia abajo y se puso a sollozar.
Todo le desconcertó completamente. No sabía ya qué hacer. Aquello era estúpido, imprevisto, caótico. Encogiéndose de hombros volvió a guardar en el bolsillo el revólver inútil y empezó a recorrer el cuarto a grandes pasos. Dio varias vueltas. Luba seguía llorando. De pronto se detuvo ante ella con las manos en los bolsillos y la miró. Ella lloraba frenéticamente, desesperadamente, con sollozos en que había unos sufrimientos inhumanos, como se llora una vida perdida o bien algo más importante que la vida. Todo su cuerpo tenía ligeros estremecimientos, como si la quemaran lentamente.
La música empezó a oírse de nuevo. Se oía el ruido de los que danzaban y el sonar de las espuelas. Probablemente había oficiales en el salón.
No había oído jamás sollozos tan desesperados. Sacó las manos de los bolsillos y le dijo dulcemente:
—¡Luba!
Ella seguía llorando.
—¡Luba! ¿Por qué lloras?
Ella respondió algo, pero tan bajo que no lo entendió. Se sentó a su lado en el lecho, inclinó hacia ella su cabeza de cabellos rapados y le puso su mano sobre los hombros. Los sollozos seguían estremeciendo el cuerpo de Luba y el hombre era presa de un temblor nervioso.
—No te oigo, Luba. Más alto.
Ella habló de nuevo con una voz anegada en lágrimas, sorda, como muy lejana:
—No te vayas aún... Están allí los oficiales... Pueden detenerte... ¡Dios mío, Dios mío!
En el mismo instante, sobresaltada, se sentó, juntando dolorosamente las manos, mirando ante sí con sus grandes ojos desmesuradamente abiertos. Era una mirada terrible. No duró más que un segundo. Después se volvió a echar sobre la cama y se puso a llorar de nuevo. Allá en el salón seguía oyéndose el ruido de las espuelas y las notas agudas del piano que, agitado o espantado, golpeaba furiosamente el músico.
—¡Toma un poco de agua, Luba mía! Te lo ruego... eso te hará bien... —balbuceó inclinado sobre ella.
La oreja de la mujer estaba cubierta por los cabellos y temió que no le pudiera oír; dulcemente separó de la oreja los cabellos negros con huellas de los papillotsponiéndolos a un lado.
—Un poco de agua, te lo ruego...
—No, no quiero... No vale la pena... Ya pasará...
En efecto, se tranquilizó un poco. Tras un último sollozo profundo y sordo su cuerpo quedó inmóvil. Él la acarició dulcemente desde el cuello hasta la puntilla de la camisa.
—Estás mejor, ¿no es verdad, Luba, niña mía?...
Ella no respondió, lanzó un largo suspiro y, volviéndose hacia él, le envolvió en una mirada rápida. Después se sentó a su lado, le miró otra vez y con sus largos cabellos le enjugó el rostro y los ojos. Dando un nuevo suspiro, en un movimiento simple y dulce puso la cabeza sobre su hombro; él, con un movimiento simple también, la besó y la estrechó contra su pecho. No le parecía una cosa extraña que sus dedos tocaran el hombro desnudo de la mujer amada.
Permanecieron largo tiempo de este modo, guardando silencio y mirándose de frente.
De pronto se oyeron voces y pasos en el corredor. Las espuelas resonaban suavemente sobre el suelo. Todos estos ruidos se detuvieron ante la puerta de la habitación donde se hallaban él y Luba. Él se levantó rápidamente. Alguien llamaba ya a la puerta: primero con los dedos, después con el puño. Una voz femenina dijo sordamente:
—¡Luba, abre la puerta!
IV
Él miró y escuchó.
—Dame tu pañuelo —le dijo ella deteniéndole la mano sin mirarle.
Se enjugó el rostro, se sonó ruidosamente, le tiró el pañuelo sobre las rodillas y se dirigió hacia la puerta.
Él seguía mirando y escuchando. Luba apagó la luz yla habitación quedó sumida en las tinieblas.
—Y bien, ¿qué es lo que pasa? ¿Qué queréis? —preguntó Luba sin abrir la puerta, con una voz un poco airada pero serena.
La respondieron a la vez varias voces femeninas; pero se callaron de pronto como cortadas y se oyó una voz de hombre respetuosa pero insistente.
—¡No, no iré! —declaró Luba decididamente.
De nuevo resonaron las voces femeninas y de nuevo, cortándolas como las tijeras cortan un hilo de seda, se hizo oír una voz de hombre, una voz de joven, convincente, detrás de la cual se adivinaban unos fuertes dientes blancos y unos bigotes. Se oía también el ruido de las espuelas como si el hombre hiciera una reverencia. Luba rió con una risa que parecía extraña en aquel cuadro.
—¡No, no! ¡No iré! ¡Ah, sí! Muy bien... ¡Cómo!, ¿que yo soy su amor? Y, sin embargo, no iré...
Llamaron de nuevo a la puerta, alguien rió, alguien gruñó y luego se alejó todo y todos los sonidos se extinguieron al extremo del corredor. Luba volvió donde él estaba, y no viéndole en las tinieblas, pero habiendo encontrado sus rodillas a tientas, se sentó a su lado. Esta vez no le puso la cabeza sobre el hombro.
—Los oficiales dan un baile —dijo—. Invitan a todo el mundo. Van a bailar el cotillón...
—Luba, haz el favor de encender la luz —suplicó él dulcemente—. Y no te enfades.
Sin decir nada ella se levantó y volvió la llave de la luz eléctrica. La habitación se iluminó. Luba se sentó, no ya sobre el lecho, sino en la silla frente al lecho. Su rostro era severo, triste, pero había en él una expresión de reserva cortés como la de una dueña de casa que espera el fin de una visita demasiado larga y poco agradable.
—¿No está usted enfadada contra mí, Luba?
—No; ¿por qué?
—Me ha sorprendido hace un momento oírla reír tan alegremente.
Sonrió sin mirarlo.
—Todo esto es divertido y me río... Ahora no podrá marcharse usted; espere a que se vayan los oficiales. No tardarán mucho...
—Bien, esperaré. Muchas gracias, Luba.
Ella sonrió de nuevo.
—No hay de qué... ¡Qué fino es usted!
—¿Le gusta a usted eso?
—No mucho. ¿Cuál es su origen de usted?
—Mi padre es doctor... Médico militar. Mi abuelo fue un «mujik». Somos de una familia de viejos sectarios.
Luba le miró con curiosidad.
—¡Toma, toma!... ¿Y por qué no lleva usted cruz al cuello?
—¿Cruz? —dijo él sonriendo—. Nosotros no nos ponemos cruces sobre los hombros como Cristo.
Ella frunció las cejas.
—Tiene usted sueño. ¿Por qué no se acuesta? Será mejor que pasar el tiempo así.
—No, no me acostaré; ya no tengo sueño.
—Como usted quiera.
Hubo un largo silencio molesto. Luba bajó los ojos y se puso a dar vueltas metódicamente a su sortija alrededor del dedo. Él miraba en torno suyo procurando no ver a la muchacha. Su mirada se detuvo sobre una copa llena de coñac hasta la mitad. Y de repente se figuró con una claridad sorprendente, casi palpitante, que todo aquello lo había visto ya, lo había vivido, y aquella copa de coñac, y la muchacha que daba vueltas a la sortija lentamente, y él mismo – no este él, sino otro algo distinto—, y la música, que cesaba precisamente en aquel momento, y aquel chocar de espuelas... Todo, todo... Como si ya otra vez hubiera vivido en esta casa o en otra casa que se le parecía mucho; como si él fuera allí algo grave, un personaje importante alrededor del cual se desarrollaran los acontecimientos. Este sentimiento extraño era tan fuerte que le produjo un ligero escalofrío. Pero este sentimiento desapareció en seguida, casi de repente; quedó como una huella ligera, imborrable, de reminiscencias de algo que no ha existido jamás.
Durante aquella noche agitada se sorprendió algunas veces de que los hombres y las cosas evocaran en él vagas reminiscencias como si llegaran de las lejanas tinieblas del pasado o acaso de la nada. Le parecía que había estado ya otra vez aquí: talmente le era conocido y familiar cuanto le rodeaba. Este sentimiento le era desagradable; le alejaba de sí mismo y de sus camaradas de combate y le aproximaba a aquella casa de lenocinio con toda su porquería y su vida sucia, repugnante.
El silencio le pesaba demasiado.
—¿Por qué no bebe usted? —preguntó.
Ella se estremeció.
—¿Qué?
—Beba un poco. ¿Por qué no bebe usted?
—Sola no quiero.
—Yo, desgraciadamente, no bebo jamás.
—Pues bien, no he de beber sola.
—Yo tomaré una manzana.
—Tómela usted, puesto que las ha comprado.
—Y usted, ¿no quiere una manzana?
Volvió la cabeza sin responderle. Habiendo notado la mirada del hombre sobre sus hombros desnudos, de un rosa opaco, los cubrió con su toquilla gris.
—Hace frío —dijo.
—Sí, un poco —contestó él, a pesar de que en el cuartito hacía calor.
De nuevo se estableció un largo y penoso silencio. Se oían los sones de la música ruidosa que venían de la sala.
—Están bailando —dijo él.
—Sí, están bailando.
—Luba, ¿por qué se ha enfadado usted contra mí de ese modo... y me ha pegado?
—Hacía falta; si no, no le hubiera pegado a usted. Puesto que no lo he matado, no vale la pena que hablemos de ello.
Tuvo una risa maligna, le miró fijamente con sus ojos negros, que parecían ahora muy profundos, y con una pálida sonrisa repitió:
—Hacía falta.
Su cabeza era de un aspecto malvado. El pensó con extrañeza que aquella cabeza hacía algunos minutos había estado reposando sobre su hombro y él la acariciaba con su mano.
—Eso no es una razón —dijo malhumorado.
Dio varios paseos por la habitación, tratando de no acercarse demasiado a Luba. Cuando se sentó de nuevo la expresión de su rostro era severa y aun altiva. Se puso a examinar un puntito negro en el techo, probablemente una mosca de otoño despertada por la luz. Se habría despertado en medio de la noche, no comprendía nada ymoriría en seguida.
Suspiró.
Luba respondió con una risa.
—Me parece que no hay motivo para reír —dijo él fríamente, ydisgustado volvió la cabeza.
—Vale más que no busquemos razones —respondió ella—. Parece usted efectivamente un escritor. ¿No le contraría esto? Los escritores son como usted. Primero le manifiestan compasión a una y después se enfadan porque una no se arrodilla ante ellos como ante un icono. ¡Qué exigentes son! Si fueran dioses no perdonarían nada.
Y rió de nuevo.
—Pero ¿cómo puede usted conocer a los escritores? Usted no lee nada.
—Viene aquí uno.
Reflexionó examinando a Luba con calma. Como hombre que pasó toda su vida rebelándose contra la vida presentía vagamente un espíritu de rebeldía en aquella muchacha. Esto le turbaba. Procuraba comprender por qué había caído precisamente sobre él la cólera de Luba. Ella conocía escritores, conversaba con ellos, tenía a veces actitudes llenas de una tranquila dignidad y encontraba palabras de una maldad inquietante. Esto no era banal y lo reflejaba en sus ojos. Cierto es que le había pegado; pero aquel acto no era el de una prostituta vulgar e histérica: había en él aleo más profundo y grave. Antes se indignó, pero ahora se sentía más bien ultrajado que indignado.
—¿Por qué me ha pegado usted, Luba? Cuando se pega a un hombre por lo menos hay que decirle la razón.
Había en sus palabras una severa insistencia, una obstinación; se leía esta obstinación en sus pómulos salientes, en su frente abombada, en sus ojos,
—No lo sé —respondió ella evitando su mirada.
No quería dar razones. ¡Tanto peor! Él se encogió de hombros, y sin dejar de examinar a Luba se puso a reflexionar de nuevo. Habitualmente su pensamiento era pesado y lento; pero una vez preocupado empezaba a trabajar febrilmente, con una fuerza y una inflexibilidad casi mecánicas; se convertía en algo así como una prensa hidráulica que cayendo lentamente rompe las piedras, dobla las barras de hierro, aplastan a los hombres si están allí, y todo ello con impasibilidad, lenta e inexorablemente. Sin mirar ni a derecha ni a izquierda, indiferente a los sofismas, a las alusiones y a las respuestas a medias, manejaba su pensamiento pesadamente, aun cruelmente, hasta asequir el límite extremo de la lógica, detrás del cual no hay ya más que el vacío y el misterio. No separaba jamás su pensamiento de su persona, todo su cuerpo estaba penetrado de él, y cuando llegaba a una conclusión lógica cualquiera la adoptaba inmediatamente, como todas las gentes de su temperamento para las cuales el pensar no es un juego, una diversión, sino el fondo mismo de su vida.
Ahora, agitado, desconcertado, semejante a una gran locomotora que en medio de la noche negra ha descarrilado, pero continúa moviéndose pesadamente, buscaba el camino, se empeñaba absolutamente en encontrarlo. Pero Luba se callaba y de ningún modo estaba dispuesta a hablar.
—Luba, hablemos tranquilamente.
—No quiero. ¡Todavía!
—Escuche usted, Luba. Me ha pegado usted y yo no puedo estar ya tranquilo.
Ella se echó a reír.
—Bien, ¿y qué? ¿Qué le va usted a hacer? ¿Acaso a presentar una queja a los tribunales?
—No; pero vendré todos los días a su casa hasta que me dé usted razones.
—Todo lo que usted quiera; la dueña se alegrará.
—Vendré mañana, y pasado mañana, y...
De pronto se dijo que ni mañana ni pasado mañana podría venir. Al mismo tiempo le pareció que comprendía por qué Luba le había pegado. Esto le reanimó.
—¡Ahora comprendo! Me ha pegado usted porque la había insultado con mi piedad. Sí, eso fue una estupidez. Se lo aseguro a usted, fue sin querer, pero quizá hay en ello algo de insultante. Puesto que usted es un ser humano como yo...
—¿Como usted? —dijo ella con malignidad, sonriendo.
—Basta, Luba, no se enfade usted. Hagamos las paces. Déme usted la mano.
Luba palideció ligeramente.
—¿Quiere usted que le sacuda otra bofetada?
—¡Pero, vamos a ver, Luba! Le ruego que me dé la mano... como camarada —exclamó él con un tono sincero y grave.
Pero Luba se levantó, y después de retroceder algunos pasos le dijo:
—¿Quiere usted que se lo diga? Una de las dos cosas: o usted es idiota... o no le he pegado a usted bastante.
Y mirándole se echó a reír a carcajadas.
—¡Se diría que es mi escritor! ¡Pero que lo mismo! ¿Cómo queréis que no se os pegue?
Probablemente la palabra escritor era para ella un insulto: le daba una significación especial. Y llena de desprecio, no preocupándose ya del hombre que se encontraba frente a ella, como si se tratara de un idiota o de un borracho, dio algunas vueltas por la habitación con aire independiente.
—A lo que parece te había sacudido una buena bofetada —dijo sonriendo—. Probablemente te está doliendo todavía y no haces más que quejarte.
Él no respondió.
—Mi escritor dice que yo sé sacudir bofetadas muy bien, de gentilhombre, mientras que a ti, que eres «mujik» de origen, se te puede pegar lo que se quiera sin que lo sientas gran cosa. Y has de saber que he abofeteado ya a algunos hombres, pero ninguno me había inspirado tanta piedad como ese pobre escritorzuelo. Cuando le abofeteo grita siempre: «¡Más fuerte, que lo tengo bien merecido!» Y a todo esto, borracho, repugnante... ¡un canalla!
Hizo que miraba con mucha atención su mano derecha.
—¡Anda! Te he zurrado tan fuerte que me he hecho daño. ¡Por aquí un beso!
Le tendió groseramente la mano a la boca y se puso de nuevo a pasear. Su excitación aumentaba. Se creería que por momentos la ahogaba el calor: respiraba con dificultad y llevándose la mano al corazón frecuentemente. Por dos veces había llenado la copa de coñac y la había vaciado.
—Pero me había dicho usted que no quería beber sola —le dijo él severamente.
—Es la falta de voluntad, querido —respondió simplemente—. Además ya hace mucho tiempo que estoy envenenada por el alcohol y si no bebo me ahogo. De esto es de lo que tengo que morir.
Y de pronto, como si lo acabara de ver en aquel momento, se puso a mirarlo con extrañeza.
—¿Toma, si eres tú! ¿No te has ido todavía? Pues bueno, ya que estás aquí...
Se quitó el chal enseñando sus brazos desnudos.
—¿A qué diablos taparme? ¡Hace tanto calor!... Era por consideración a ti, a tu pudor... ¡Imbécil! Oiga: puede usted quitarse los pantalones... Si tiene usted los calzoncillos sucios, le prestaré los míos. ¡Sería tan pintoresco! Póngaselos, se lo suplico. ¿Se los va usted a poner, no, querido, rico mío?
Se ahogaba de risa y le tendía las manos en ademán de súplica. Luego se arrodilló ante él, e intentando apoderarse de sus manos continuó:
—¡Déme ese gusto! ¡Se lo ruego, lobito mío! En agradecimiento le besaré las manos...
Se desembarazó de ella y le dijo con una tristeza infinita:
—¡Basta, Luba! ¿Qué es lo que le he hecho a usted? Me parece que no tiene usted queja de mí y, sin embargo, si la he ultrajado a usted le pido perdón: soy tan torpe... No sé conducirme con las mujeres...
Ella encogió los hombros desnudos con desprecio, se levantó y se sentó. Respiraba fatigosamente.
—Vamos, ¿no quiere usted? ¡Qué coraje! Querría haber visto si le entraban bien.
Él vaciló, y encontrando difícilmente las palabras le dijo:
—Escuche usted, Luba... Si usted insiste... accederé... Podríamos apagar la luz... ¡Apague usted la luz, Luba!
—¿Qué? —dijo ella asombrada, muy abiertos los ojos.
—Quiero decir que usted... usted es una mujer, y yo... Naturalmente, yo no he hecho bien... No crea usted, Luba, que esto es por piedad... nada de eso... Al contrario, yo mismo... Apague la luz, Luba.
Con una sonrisa confusa tendió las manos hacia ella: era una caricia torpe, de hombre que jamás había tenido nada con mujeres. Ella apoyó su mentón sobre sus dedos cruzados; sus ojos se habían hecho enormes y miraban con un horror indescriptible, una tristeza y un desprecio sin límites.
—¿Qué tiene usted, Luba? —dijo él asustado.
Y llena de un horror frío, en voz muy baja, le dijo ella:
—¡Ah canalla! ¡Dios mío, qué canalla!
Rojo de vergüenza, rechazado, ultrajado por la que él mismo había querido ultrajar, dio un golpe en el suelo con el pie y lanzó palabras groseras a los ojos ampliamente abiertos de la mujer.
—¡Cochina prostituta! ¡Puerca! ¡Cállate!
Ella balanceó suavemente la cabeza y repitió:
—¡Dos mío, qué canalla!
—¡Cállate, criatura vendida! ¡Estás borracha! ¡Estás loca! Si crees que necesito tu sucio cuerpo... ¡Oh, no! No es para una criatura como tú para quien yo he guardado celosamente mi virginidad. En cuanto a ti no mereces más que golpes...
Levantó la mano para pegar, pero no pegó.
—¡Dios mío, Dios mío! —seguía repitiendo la mujer.
—¡Y decir que hay personas que tienen piedad de estas mujeres! ¡Habría que exterminar esta porquería y lo mismo a los bribones que están con vosotras... a toda esa banda! ¿Tú osabas creer que yo... yo...?
La cogió con fuerza por las manos y la tiró contra la silla. A ella le acometió de pronto una alegría loca.
—¡Ahora veo que eres bueno, honrado!
—¡Sí, bueno, honrado toda mi vida! Yo soy puro, mientras que tú... ¿quién eres tú, desgraciada?
—Si, tú eres bueno —decía ella ebria de alegría, triunfante.
—¡Naturalmente! No como tú... Pasado mañana sacrificaré mi vida por los demás, mientras que tú... te acostarás con mis verdugos. Llama aquí a tus oficiales. ¡Te los arrojaré a los pies como se arroja el alimento a las fieras hambrientas: tómalos!...
Luba se levantó lentamente. Y cuando la miró, agitado por la cólera, fiero, altivo se encontró con su mirada igualmente fiera y aun más despectiva. Se diría que había piedad en los ojos ole la prostituta, que de repente se alzaba sobre un pedestal muy elevado y desde lo alto, con una severa y fría atención, miraba algo pequeño y miserable que había a sus pies. Ya no reía; estaba serena. Los ojos buscaban inconscientemente las gradas del trono sobre el que se había elevado.
—Y bien, ¿qué? —preguntó él retrocediendo, siempre colérico pero dominado poco a poco por la mirada serena y altiva de la mujer.
Entonces ella, con una voz severa y cortante, tras de la cual se oía a millones de seres aplastados, mares de lágrimas, una rebeldía contra la injusticia secular, preguntó:
—¿Qué derecho tienes tú a ser bueno mientras que yo soy mala?
—¿Qué? —exclamó él horrorizado de pronto ante el abismo que se abría a sus pies.
—Hace mucho tiempo que te esperaba.
—¿Que me esperabas? ¿Tú?
—Sí, esperaba al bueno. Le he esperado cinco años o quizá aun más. Todos los que venían aquí se calificaban ellos mismos de cobardes, de canallas. Y eran verdaderamente canallas. Mi escritor me aseguró primero que era bueno; luego me confesó que era también un canalla. No tengo necesidad de esas gentes.
—¿Qué es lo que necesitas entonces?
—Tú, eres tú lo que necesito, querido. ¡Sí, tú! Tú eres precisamente lo que me tiene cuenta.
Le examinó atentamente de arriba abajo e hizo con la cabeza un signo afirmativo.
—Sí, es justamente esto lo que me hacía falta. ¡Gracias por haber venido!
Él, que jamás temió a nada, fue presa del pánico.
—Pero ¿qué es lo que quieres? —preguntó retrocediendo.
—Me hacía falta abofetear a un bueno, querido; a un verdadero bueno. Los otros, toda esa canalla, no vale la pena de que se la abofetee. Eso es ensuciarse las manos. Pero cuando te he abofeteado a ti he sentido mucho placer. Voy hasta besar la mano que te ha pegado. ¡Manita querida, bien has trabajado hoy!
Con una risa de contento acarició su mano derecha yla besó tres veces seguidas. Él miró a la mujer con un aire salvaje. Sus pensamientos, tan lentos de costumbre, se precipitaban ahora en una danza vertiginosa. Sentía la aproximación de algo terrible como la muerte.
—¿Qué es lo que has dicho?
—He dicho: es vergonzoso ser bueno. ¿No lo sabías?
—No, no lo sabía —balbuceó.
Sitiado por todo un mundo de pensamientos inesperados cayó sobre la silla olvidándose casi de la mujer.
—Bien; puesto que no lo sabías es preciso que lo sepas.
Hablaba tranquilamente; pero su pecho levantado por la respiración agitada rebelaba la profunda turbación de su alma, el grito de rebeldía largo tiempo ahogado y dispuesto a hacerse oír.
—En fin, ¿lo has aprendido ahora?
—¿Qué? —preguntó él como si acabara de despertarse.
—¿Lo sabes ahora? —repitió ella.
—¡Espera un poco!
—Bueno, esperaré. Cinco años hace que espero; puedo esperar aún cinco minutos.
Se sentó, y como si presintiera una gran alegría juntó sus manos sobre la nuca y cerró los ojos con una sonrisa de felicidad.
—Esperaré, querido. ¡Todo lo que quieras, rico mío!
—¿Has dicho que es vergonzoso ser puro?
—Sí, mi lobito, es vergonzoso.
—Entonces...
Se detuvo asustado.
—Sí, querido, eso es. ¿Te da miedo? Eso no es nada. No es más que el principio lo que da miedo...
—¿Y después?
—Te quedarás conmigo ysabrás lo que pasa después.
No comprendió.
—¡Cómo!, ¿quedarme contigo?
Ella a su vez se manifestó sorprendida.
—Pero después de eso ¿adónde podrías ir ya? Ten cuidado, querido, no valen trampas. Tú no eres un canalla como los otros. Si eres puro, honrado, te quedarás aquí y no irás a ninguna parte. No ha sido en vano el estarte esperando.
—¡Pero tú estás loca! —gritó con cólera.
Ella le miró fijamente, con severidad, y le amenazó con el dedo.
—Eso está mal. No se dice eso. Puesto que la verdad viene a ti, salúdala muy humildemente, pero no digas: «¡Tú estás loca!» Mi escritor es el que tiene la costumbre de decir eso; pero ése es un canalla, mientras que tú, tú debes ser honrado.
—¿Y si no me quedo? —dijo él con una pálida sonrisa en sus labios contraídos.
—¡Te quedarás! —afirmó ella con certidumbre—. ¿Adónde vas a ir? No tienes ya a donde ir. Eres honrado. Un canalla tiene ante sí muchos caminos; un hombre honrado no tiene más que uno solo. Lo comprendí cuando me besaste la mano. «Es estúpido, pero es honrado», me dije en aquel momento. No hay que reprocharme el haberte llamado estúpido; la culpa fue tuya. ¿Por qué me has querido hacer el regalo de tu inocencia? Probablemente te dijiste: «Le haré ese regalo y me dejará tranquilo.» ¡Dios mío, qué ingenuo eres! En el primer momento hasta llegué a sentirme insultada; me parecía que hacías eso porque me despreciabas demasiado. Luego he comprendido que lo hacías porque eres demasiado bueno. Tu cálculo era bien sencillo: «Voy a sacrificarle mi pureza —te dijiste—, y con ello aun me haré más puro todavía. De ese modo tendré algo así como una moneda de oro incambiable y eterna. Se la puedo dar a los mendigos. pero vuelve siempre a mi bolsillo.» No, querido, no te valdrá eso.
—¿No?
—No, querido, no soy tan estúpida como todo eso. He visto ya mercaderes así: amontonan millones con todas las injusticias y luego dan diez céntimos para la iglesia y creen que han salvado su alma. No, querido, construye tú mismo la iglesia, de todo lo que es amado por ti. Tu inocencia no es gran cosa; quizá me la ofreces porque no tienes necesidad de ella; está ya caducada, llena de polvo... ¿Tienes novia?
—No.
—Pero si la tuvieras, si te esperara mañana con flores, besos y palabras de amor, ¿me habrías ofrecido tu inocencia?
—No sé.
—¿Lo ves? Tenía yo razón. Me habrías dicho: «Toma mi vida, pero no toques a mi honor.» Das lo más barato. No, rico; dame lo más caro, sin lo que no puedas vivir.
—Pero ¿por qué razón?
—¿Cómo por qué razón? Pues muy sencillamente: para no tener vergüenza.
—Luba —exclamó él extrañado—, pero es que tú misma eres...
—¿Quieres decir que si yo mismo soy buena? ¿Sí? Pues bien, ya lo había oído. Pero eso no es verdad. Yo estoy prostituida, eso es todo. Pronto lo aprenderás cuando te quedes conmigo.
—Pero no me quedaré —gritó él apretando los dientes.
—No vale la pena de gritar, rico. La verdad no teme los gritos. Es como la muerte: cuando viene hay que recibirla tal como es. La verdad es a veces penosa, bien lo sé yo.
Bajó la voz y añadió mirándole fijamente a los ojos:
—Dios también es bueno, ¿no es eso?
—¿Y bien?
—Nada más. Reflexiona, yo no te diré nada más... Hace cinco años que no he estado en la iglesia... Sí, es muy complicada la verdad...
¡La verdad! Un nuevo horror que no había conocido de cerca ni frente a la vida ni frente a la muerte.
Con sus concepciones simplistas, no sabiendo resolver todos los problemas más que por un «sí» o un «no», pasaba ahora una revista rápida a su vida de punta a cabo. Se descomponía como una barraca mal hecha bajo las intemperies de otoño y entre sus escombros era muy difícil reconocer todo lo bello que hubo en el interior. Los hombres que había amado y con los que había laborado mano a mano, unido a ellos en las alegrías yen los sufrimientos casi le parecían ahora desconocidos. Su vida, incomprensible; su obra, inútil, privada de sentido. Era como si alguien con manos de hierro hubiera quebrado su alma como se quiebra un palo contra la rodilla. No hacía mucho tiempo que estaba aquí, unas horas apenas que había llegado de allá, de su mundo; pero le parecía que había pasado aquí toda su vida, al lado de esta mujer medio desnuda, oyendo la música y el ruido de las espuelas, que no había salido jamás de aquella casa. No sabía si se encontraba en la cúspide de la vida o en un abismo; lo único que sabía era que estaba contra todo aquello que hoy aún era su vida, su alma.
«¡Es vergonzoso ser puro!»
Se acordó de sus libros, los que le enseñaron la vida, y una sonrisa amarga contrajo sus labios. ¡Los libros! He aquí el libro: aquella mujer con los ojos cerrados, los brazos desnudos, fatigado el semblante, que esperaba con impaciencia. «¡Es vergonzoso ser puro!»
De pronto comprendió con horror que la otra vida había acabado por siempre para él, que ya no podía seguir siendo puro. Y, sin embargo, esta pureza era toda la alegría de su vida, todo su orgullo. Ahora se acabó. Es el reino de las tinieblas que llega. Que se quede allí, que vuelva donde los suyos, todo se acabó: ha roto con su mundo. ¿Por qué vino a aquella casa maldita? Hubiera valido más seguir en la calle, a merced de los espías, dejarse prender y conducir a la prisión. La prisión no le asustaba ya: allí podía seguir siendo puro. Ahora ya era demasiado tarde: ni la prisión le salvaría ya.