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Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos
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Автор книги: Леонид Андреев



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Durante la cena todos felicitaban al novio y brindaban en honor suyo. El propio subjefe, que se había excedido un poco en la bebida, le dirigió una pregunta algo turbadora:

—¿Podría usted decirme de qué color serán los niños?

—¡Serán a rayas! —observó Polsikov.

—¿Cómo a rayas? —exclamaron, asombrados, lo asistentes.

—Muy sencillo: una raya blanca, otra negra; una raya blanca, otra negra... Como las cabras —explicó Polsikov, a quien inspiraba gran lástima su desgraciado amigo.

—¡No es posible! —exclamó Kotelnikov, poniéndose muy pálido.

Nastenka no podía contener las lágrimas, sollozando, huyó a su cuarto, llenando de emoción a los asistentes.

Durante dos años, Kotelnikov pareció el hombre más feliz de la tierra, y daba gusto verle. Hasta fue recibido un día con su mujer por el propio director. Cuando llegó a ser padre de un hijo se le dio a modo de subsidio, una suma bastante crecida, y se le ascendió.

El hijo no era a rayas. Tenía un tinte ligeramente gris, más bien de color de oliva. Kotelnikov decía a todos que estaba encantado con su mujer y con su hijo; pero nunca se daba prisa en volver a casa y, cuando volvía, se detenía largo rato ante la puerta. Cuando su mujer salía a abrirle y le enseñaba su dentadura, semejante al teclado de un piano, lo blanco de sus ojos, grande como un plato, cuando se estrechaba contra él, el pobre experimentaba una repulsión invencible y pensaba, con un dolor cure, en los seres dichosos que tenían mujeres blancas y niños blancos.

Y a instancias de su mujer se dirigía a la habitación donde estaba su hijo. No podía ver a aquel niño de labios gruesos, gris como el asfalto; pero lo cogía en brazos y procuraba simular que se la caía la baba, combatiendo con gran trabajo la tentación de tirarlo al suelo.

Tras no pocas vacilaciones, escribió a su madre noticiándole su matrimonio, y, con gran asombro, recibió una respuesta alegre. También ella estaba satisfecha de que su hijo fuera un hombre tan original y de que el propio director hubiera sido su padrino.

A los dos años de su boda Kotelnikov murió de tifus. Momentos antes de morir hizo llamar al sacerdote. El cual, a ver a su mujer, acarició su espesa barba y lanzó un profundo suspiro. El también sentía cierta admiración por Kotelnikov, con motivo de su originalidad. Cuando se inclinó sobre el moribundo, éste, haciendo acopio de todas sus fuerzas, exclamó.

—¡Aborrezco a ese diablo negro!

Sin embargo, un minuto después, como se acordase de su excelencia, del subsidio que le habían dado, de su subjefe, de Nastenka, y viese a su mujer llorar, añadió, con dulce:

—Me encantan las negras... Hay en ellas algo exótico.

Procuró iluminar su rostro con una sonrisa feliz, y, con una sonrisa en los labios, se fue al otro mundo.

La tierra le acogió indiferente, sin preguntarle si le gustaban o no le gustaban las negras, y mezcló sus huesos con los otros muertos. Pero en los círculos burocráticos se habló todavía mucho de aquel hombre original, a quien volvían loco las negras y que encontraba en ellas algo exótico.

Un sueño



Hablamos luego de esos sueños en los que hay tanto de maravilloso y he aquí lo que me contó Sergio Sergueyevich cuando nos quedamos solos en la gran sala semioscura.

—No se que pudo ser aquello. Desde luego fue un sueño. Dudarlo sería un delito de leso sentido común, pero hubo en aquel sueño algo demasiado parecido a la realidad.

No me había acostado. Permanecía de pie, paseando por mi celda con los ojos bien abiertos. Lo que soñé —si es que lo soñé– quedó grabado en mi memoria como si en efecto hubiese sucedido.

Llevaba dos años encerrado en la cárcel de San Petersburgo por cuestiones políticas y, como estaba incomunicado y no sabía nada de mis amigos, una negra melancolía se iba apoderando de mi corazón. Todo me parecía muerto. Ni siquiera me preocupaba en contar los días que iban transcurriendo.

Leía muy poco y pasaba buena parte del día y de la noche paseando arriba y abajo de aquella celda que apenas medía tres metros. Andaba despacio, para no marearme, y recordaba muchas cosas... Sin embargo, poco a poco, las imágenes se iban borrando de mi memoria.

Sólo una permanecía fresca y viva, a pesar de ser en aquel entonces la más lejana e inaccesible: la de María Nicolayevna, mi novia, una muchacha encantadora. Lo único que sabía de ella era que no había sido detenida y, por ello, la suponía sana y salva.

En aquel triste atardecer de otoño, su recuerdo llenaba mi pensamiento. En mi lento caminar sobre el suelo asfaltado de la celda, en medio de aquel tétrico silencio, veía deslizarse a derecha e izquierda, desnudos y monótonos, los muros... De pronto, me pareció que yo permanecía inmóvil y eran los muros los que se deslizaban.

¿Estaba en efecto inmóvil? No. Seguía andando lentamente..., pero ya no era por la celda sino por la calle Trevskaia de Moscú en dirección a los grandes bulevares.

Era una hermosa tarde de invierno, hacía un sol espléndido y todo era animación y ruido de coches. Consulté el reloj. Marcaba las tres y media. «A esta hora —pensé– en Petersburgo empieza a anochecer...». Sentí una súbita inquietud. Había llegado aquella mañana a Moscú con María Nicolayevna, llevado por motivos políticos y nos habíamos inscrito en el hotel como marido y mujer. Ella se había quedado sola y, pese que le había indicado que cerrase con llave y no abriera a nadie, me asaltó el temor de que pudieran tenderla una trampa. ¡No había tiempo que perder!

Tomé un coche de punto. Al llegar, subí la escalera a toda prisa y en seguida me vi ante la puerta de nuestra habitación. No habiendo visto la llave en el vestíbulo, pensé que María no había salido. Llamé del modo que habíamos convenido y esperé: silencio absoluto. Volví a llamar y empujé sin lograr abrir... ¡Nada!

Sin duda había salido o de lo contrario algo le había ocurrido. Entonces vi a Vasili, el camarero de nuestro piso.

—Vasili —le pregunté—. ¿Ha visto usted salir a mi mujer? ¿Ha venido alguien a visitarla?

El camarero titubeó... ¡Había tanto movimiento en el Hotel!

—¡Ah, sí, ya recuerdo! —dijo, al fin—. La señora ha salido. La he visto guardarse la llave en el bolsillo.

—¿Iba sola?

—No. Acompañada por un señor alto con gorro de pieles.

—¿Ha dejado algún recado?

—No, Sergio Sergueyevich.

—No es posible, Vasili, no se debe acordar usted...

—No. No me ha dicho nada. Tal vez el portero...

Bajé a la portería seguido por el camarero que se había apercibido de mi inquietud que, por lo demás, no era inmotivada: no conocíamos a nadie en Moscú y aquel caballero alto del gorro de piel me inspiraba angustiosos recelos.

Tampoco al portero le había dejado María recado alguno. Mi desasosiego iba en aumento.

—¿No recuerda usted en que dirección se han ido?

—Se han ido en un coche de punto de la parada de enfrente... ¡Mire usted, ese que llega ahora!

Estábamos en la misma puerta y el portero llamó al cochero.

—¿A dónde has llevado a los señores?

—No recuerdo el nombre de la calle... Es una calle muy apartada en la que nunca había estado. El caballero me ha guiado.

—No te será difícil volver a encontrarla —insistió el portero—, tú no eres un novato.

—¡Claro que la encontraría! Pero el caballo está tan cansado...

—Te daré una buena propina —dije para animarle. Logré convencerle. El portero abrió la portezuela y subí al carruaje.

Estaba ya más tranquilo. Dentro de media hora o una hora, a lo más, estaría en la casa a la que el misterioso caballero había conducido a María. En las calles reinaba gran animación y, aunque no se habían encendido todavía los faroles, las tiendas ya estaban iluminadas. El tránsito era tan compacto que, de vez en cuando, teníamos que detenernos y entonces sentía yo en la nuca el cálido aliento del caballo del carruaje de atrás.

De pronto recordé que era Nochebuena. ¡Cómo se me había podido olvidar!... En la plaza del Teatro se alzaba en medio de la nieve un verdadero bosque de pinos jóvenes y verdes de una fragancia deliciosa. Muchos hombres, envueltos en abrigos de pieles, paseaban alrededor oliendo a campo y a selva.

No tardaron en encender los faroles y mi corazón se sintió cada vez más tranquilo. Luego de recorrer varias calles, algunas de las cuales me parecieron muy largas, penetramos en una parte de la ciudad que yo no conocía.

Al principio, el cochero me iba diciendo los nombres de las calles por las que pasábamos —unos nombres raros que nunca había oído—, pero luego empezamos a zigzaguear por un dédalo de callejuelas tan desconocidas para el cochero como para mí.

Resulta muy desagradable recorrer de noche una ciudad o un barrio que no se conoce. Cada vez que se dobla una esquina se teme haber penetrado en un callejón sin salida. Debido a que ello me ocurría en Moscú, ciudad que yo creía conocer palmo a palmo, mi desasosiego aumentaba. Me parecía que, en cada callejuela, me acechaban traiciones y emboscadas.

Al pensar en María y en el individuo del gorro de pieles me entraban impulsos de echar a correr en su búsqueda. El caballo marchaba muy despacio y, de vez en cuando, volvía sobre sus pasos. Yo contemplaba la espalda inmóvil del cochero y me parecía como si siempre la hubiese estado viendo, como si se tratase de algo inmutable y fatal.

Los faroles eran cada vez más escasos. Casi no se veían tiendas ni ventanas iluminadas. Todo se hundía en el sueño nocturno.

Al doblar una esquina el coche se detuvo.

—¿Por qué paras? —pregunté al cochero lleno de angustia.

No contestó. De pronto, hizo volver grupas al caballo de modo tan brusco que por poco no me lanza al arroyo.

—¿Te has perdido?

—Ya hemos pasado por aquí —repuso tras unos instantes de silencio—. Fíjese usted.

Me fijé, en efecto, y recordé el paraje, aquel farol junto al montón de nieve, aquella casa de dos pisos... ¡Ya habíamos pasado por allí!

Aquello fue el comienzo de un nuevo e insoportable tormento: comenzamos a pasar por calles y callejuelas en las que ya habíamos estado, sin poder salir de aquel laberinto. Luego atravesamos una amplia avenida, alumbradísima y muy animada, por la que ya habíamos pasado. Poco después, volvimos a atravesarla.

—Deberíamos preguntar a alguien...

—¿Qué vamos a preguntarles? —contestó secamente el cochero—. Si no sabemos a donde vamos...

—Pero tú decías...

—¡Yo no he dicho nada!

—Haz por orientarte. Se trata de algo muy importante para mí.

No contestó. Cuando hubimos recorrido unos cien metros más en zigzag, dijo:

—Ya ve usted que hago todo lo posible...

Por fin alcanzamos una calleja en la que no habíamos estado. El cochero, sin volverse, dijo:

—¡Ya empiezo a orientarme!

—¿Llegaremos pronto?

—No sé.

Mi suplicio no había concluido. Nos envolvía una densa oscuridad y sólo veíamos interminables tapias, tras las que se alzaban corpulentos árboles, cuyas ramas casi se cruzaban con las del lado opuesto, y casas sin ventana alguna iluminada. En una de ellas debía estar María Nicolayevna. Sin duda había caído en una trampa siniestra y terrible. ¿Quién sería el hombre alto que la había llevado allí?

Las tapias seguían deslizándose a ambos lados del coche. Ya empezaba a sospechar que estábamos pasando otra vez por las mismas calles, cuando, de pronto, el cochero exclamó:

—¡Ahí es!

—¿Dónde?

—¿Ve usted esa puertecita en la tapia?

Vi la puertecita pese a la oscuridad. Nos detuvimos y bajé del coche. Me acerqué a la puerta y estaba cerrada. No había aldaba. Reinaba un profundo silencio.

Se me doblaron las piernas al preguntarme para qué habrían llevado allí a María.

Di unos golpecitos con los nudillos. Silencio. Sobre mi cabeza, las ramas cubiertas de nieve parecían serpientes blancas.

A través de una rendija pude ver un largo sendero que conducía a la escalera de una casa sin luz alguna, tétrica, terrible. Allí había alguien. Algo ocurría. Lo denunciaba la negrura hipócrita de sus ventanas.

Enloquecido empecé a dar tremendos puñetazos en la puertecita y a gritar.

—¡Abrid!

Los golpes se fundían en un ruido sordo y continuo que resonaba en toda la calle y me impedía oír mi propia voz.

Las manos me dolían, pero seguía golpeando cada vez con más fuerza. La puerta, la tapia, la calle entera trepidaban como un viejo puente al paso de un escuadrón.

Por fin, una luz débil y amarillenta brilló en una rendija. Temblaron algunas ramas. Alguien se acercaba con una linterna y se oían voces ahogadas.

Un profundo temor me embargó. Había algo terrible en aquellas voces, en la luz trémula y débil.

Los faros se detuvieron ante la puerta. Al cabo de unos instantes, que se me hicieron siglos, se oyó el tintineo de las llaves, el ruido de una cerradura y una luz cegadora hirió mis ojos.

En la puerta estaban... mi carcelero y otro funcionario.

—¿Qué es esto? —grité—. ¿Qué hace aquí mi carcelero? ¿Dónde estoy? ¿A qué puerta he llamado?

Los dos empleados, inmóviles en el umbral, me miraban asombrados.

—¿Por qué llama usted de ese modo, Sergio Sergueyevich? —me dijo el carcelero—. Tome el quinqué, ahora le traeré el samovar.

Tomé el quinqué. Estaba en mi celda.

El amor al prójimo



Un lugar selvático entre las montañas. En un pequeño saliente de una alta roca casi vertical está un hombre de pie, en una situación, al parecer, desesperada. No se comprende cómo ha podido llegar hasta allí; el acceso al pequeño saliente parece imposible. Las escalas, las cuerdas y demás utensilios de salvamento parecen ineficaces.

El desgraciado lleva, por lo visto, mucho rato en la crítica situación. Abajo, al pie de la roca, se ha congregado una abigarrada muchedumbre; pregonan sus mercancías algunos vendedores de refrescos, de tarjetas postales y de baratijas, y hasta se ha montado un bar, cuyo único mozo casi no puede dar abasto a la numerosa clientela; un individuo intenta vender un peine, que afirma, faltando descaradamente a la verdad, que es de caparazón de tortuga.

Afluyen incesantemente nuevos turistas: ingleses, alemanes, rusos, franceses, italianos, etc.

La mayoría llevan alpenstocks, gemelos y máquinas fotográficas. Se oye hablar en todos los idiomas.

Junto a la roca, en el lugar donde debe caer el desconocido, dos guardias ahuyentan a la chiquillería y les impiden el paso, con un cordel, a las gentes.

Gran animación.

el primer guardia.—¡Fuera, renacuajo! Si te cayera encima, ¿qué dirían tus papas?

El niño.—¿Es que caerá aquí?

el primer guardia.—Sí.

El niño.—¿Y si cae más allá?

el segundo guardia.—Tiene razón el pequeño; en su desesperación, podría dar un salto y caer al otro lado del cordel, lo que resultaría bastante molesto para el público, ya que, por lo menos, pesará ochenta kilos.

el primer guardia.—¡Largo, renacuajo! ¡Atrás!... ¿Es su hija, señora? Le ruego que no la deje acercarse. Ese muchacho caerá de un momento a otro.

la señora.—¿De veras? ¡Y mi marido no va a verlo!

la niña.—Está en el bar, mamá.

la señora. ( Con tono de desesperación.)—¡Siempre en el bar! ¡Ve a llamarle, Nelli! Dile que ese joven va a caer en seguida. ¡Corre, corre!

voces.—¡Mozo!... ¡Mozo!... ¿Cómo? ¿Que no hay cerveza? ¡Vaya un bar!... ¡Mozo!... ¿Me despachan o no? ¡Jesús, qué calma!

el primer guardia.—¿Otra vez, renacuajo?

el niño.—Es que quería quitar de aquí esta piedra.

el primer guardia.—¿Para qué?

el niño.—Para que el pobrecito se haga menos daño al caer.

el segundo guardia.—Tiene razón el chiquillo. Deberíamos quitar las piedras, y si hubiera arena o serrín...

Dos turistas ingleses se están acercando. Contemplan con los gemelos al desconocido y cambian impresiones entre sí.

el primer inglés.—Es joven.

el segundo inglés.—¿Qué edad le daría usted?

el primer inglés.—Veintiocho años.

el segundo inglés.—No tendrá arriba de veintiséis. El miedo lo avejenta.

el primer inglés.—¿Qué se apuesta usted a que tiene veintiocho años?

el segundo inglés.—Lo que usted quiera. Me apuesto diez contra cien. Apúntelo.

el primer inglés. ( Dirigiéndose al guardia, luego de anotar en su bloc la apuesta.)—¿Cómo diablos ha subido allí? ¿No hay manera de bajarlo?

el primer guardia.—Se le han echado cuerdas y escalas, pero no han llegado.

el segundo inglés.—¿Lleva ahí mucho tiempo?

el primer guardia.—Cuarenta y ocho horas.

el primer inglés.—¿De verdad? Entonces caerá esta noche.

el segundo inglés.—Caerá dentro de dos horas. Me apuesto cien contra cien.

el primer inglés.—Aceptado. ( Anota la apuesta en su bloc.) ¿Cómo se encuentra usted? ( Pregunta al desconocido.)

el desconocido. ( Con voz casi imperceptible.)—Muy mal.

la señora.—Y mi marido sin venir.

la niña. ( Que llega corriendo.)—Papá dice que tiene tiempo de terminar.

la señora.—¿De terminar qué?

la niña.—Una partida de ajedrez que está jugando con un señor.

la señora.—¡Dile que si tarda le quitarán el sitio!

Una señora alta y delgada, de aire resuelto y agresivo, le disputa el sitio a un turista. Este es hombre bajito y apocado y se defiende débilmente. La señora, sin embargo, le acomete con verdadera furia.

el turista.—Pero señora, éste es mi sitio; hace dos horas que lo ocupo.

la señora agresiva.—Y a mí qué me cuenta usted. Yo quiero ponerme ahí porque así veré mejor. ¡Y no hay más que hablar!

el turista. ( Con timidez.)—Yo también quiero estar aquí para ver mejor...

la señora agresiva. ( Con tono despectivo.)—¡Usted qué entiende de eso!

el turista.—¿De qué? ¿De caídas?

la señora agresiva. ( Con burla.)—Sí, señor; de caídas. ¿Ha presenciado usted muchas? Yo he visto caer a tres hombres; a dos acróbatas, a un funámbulo y a tres aviadores.

el turista.—Esos son seis hombres; no tres.

la señora agresiva. ( Remedando, con sarcasmo, a su interlocutor.)—¡Esos son seis hombres; no tres! ¡Adiós, Pitágoras!... ¿Ha visto usted a un tigre descuartizar a una mujer?

el turista. ( Con tono humilde.)—No, señora...

la señora agresiva.—Me lo figuraba. Pues yo sí. ¡Con mis propios ojos!... Déjeme el sitio; se lo ruego.

El turista, avergonzado, se levanta, encogiéndose de hombros. La señora, radiante de alegría, se acomoda en la peña tan audazmente conquistada y deja a sus pies la redecilla, el pañuelo, las pastillas de menta y el frasco de sales. Después se quita los guantes y limpia los cristales de los prismáticos, mirando benévolamente a sus vecinos.

la señora agresiva. ( Dirigiéndose a la señora cuyo esposo se encuentra en el bar.)—Debería sentarse, señora. Le dolerán a usted las piernas...

la señora.—¡Las tengo deshechas, señora!

la señora agresiva.—Los hombres son en la actualidad tan mal educados que nunca le dejan el sitio a una mujer... Habrá usted traído pastillas de menta...

la señora. ( Preocupada.)—No. ¿Es que debía haberlas traído?

la señora agresiva.—¡Claro! El mirar mucho rato hacia lo alto marea... Amoníaco sí habrá traído usted... ¿Tampoco? ¡Qué descuido, Dios mío! Cuando caiga ese joven, se desmayará usted, como es natural, y se necesitará amoníaco para hacerla recobrar el conocimiento. ¿No ha traído, al menos, un poco de éter?... No, ¿eh?... Y puesto que usted es... así, su esposo... ¿Dónde está su esposo?

la señora.—En el bar.

la señora agresiva.—¡Qué sinvergüenza!

el primer guardia.—¿De quién es esta marinera? ¿Quién la ha dejado aquí?

el niño.—Yo.

el primer guardia.—¿Para qué?

el niño.—Para que el pobrecito se haga menos daño cuando caiga.

el primer guardia.—¡Llévatela!

Muchísimos turistas, provistos de kodaks, se disputan los sitios que son fotográficamente estratégicos.

el primer portakodak.—Necesito este lugar.

el segundo portakodak.—Usted lo necesita, pero yo lo ocupo.

el primer portakodak.—Usted lo ocupa desde hace un momento, pero yo hacía dos días que lo ocupaba.

el segundo portakodak.—Si no lo hubiera abandonado o, por lo menos, al marcharse, hubiese usted dejado su sombra...

el primer portakodak.—¡Llevaba dos días sin comer, caballero!

el vendedor del peine. ( Con tono misterioso.)—¡Un auténtico peine de tortuga!

el primer portakodak. ( Encolerizado.)—¡Váyase usted a hacer gárgaras!

el tercer portakodak.—¡Señora, por Dios! ¡Que se ha sentado sobre mi máquina fotográfica!

una señora pequeñita.—¿De veras? ¿Dónde está?

el tercer portakodak.—¡Debajo de usted, señora!

la señora pequeñita.—¿Ah, sí? ¡Estaba tan cansada! Ya notaba algo raro... Ahora lo comprendo.

el tercer portakodak. ( Con acento desesperado.)– ¡Señora!...

la señora pequeñita.—¡Qué dura es su máquina! Yo pensaba que era una peña. ¡Tiene gracia!

el tercer portakodak. ( Angustiado.)—¡Señora, le suplico!...

la señora pequeñita.—¡Es una máquina tan grande! ¿Cómo iba yo a imaginar?... Retráteme usted, ¿quiere?... Me agradaría retratarme en la montaña.

el tercer portakodak.—Pero, ¿cómo quiere que la fotografíe si continúa usted sentada en la máquina?

la señora pequeñita. ( Levantándose, asustada.)—¿Por qué no me lo dijo usted?... ¿Retrata sola?

voces.—¡Mozo, cerveza!... ¡Llevo una hora aguardando a que me sirvan!... ¡Mozo! ¡Mozo! ¡Un palillo de dientes!

Llega, jadeante, un turista gordo rodeado de numerosa familia.

el turista gordo. ( Gritando.)—¡Macha! ¡Sacha! ¡Porcia! ¿Dónde está Macha? ¿Dónde demonios se ha metido Macha?

un colegial. (Con tono de enfado.)—Está aquí, papá.

el turista gordo.—¿Dónde?

una muchacha.—¡Aquí, papá, aquí!

el turista gordo. ( Volviéndose.)—¡Ah!... ¡Qué manía de ir siempre detrás de mí! Míralo, míralo... Allí arriba, en la roca. Pero, ¿a dónde miras?

la muchacha. ( Melancólica.)—¡No sé, papá!

el turista gordo.—¡Todo le da miedo! En cuanto el tiempo es tempestuoso, cierra los ojos y no los abre hasta que pasa la tormenta. ¡Jamás ha visto un relámpago, señores! ¡Como lo oyen ustedes!... ¿Ves a ese desdichado joven? ¿Lo ves?

el colegial.—Sí, papá; lo veo.

el turista gordo. ( Al colegial.)—Ocúpate de ella. ( Con tono de profunda piedad.) ¡Pobre joven! ¡Tal vez caiga de un momento a otro! ¡Mirad, hijos míos, lo pálido que está! ¿Veis qué peligroso es trepar por las rocas?

el colegial. ( Con triste escepticismo.)—¡No caerá hoy, papá!

el turista gordo.—¡Qué bobada! ¿Quién te lo ha dicho?

la segunda muchacha.—Papá: Macha cierra los ojos.

el colegial.—Déjame sentarme un rato, papá; te aseguro que no caerá hoy. Me lo ha dicho el portero del hotel... Estoy cansadísimo; nos pasamos todo el día visitando museos, armerías...

el turista gordo.—¡Lo hago por vosotros, majadero! ¿Piensas que a mí me divierte eso?

la segunda muchacha.—¡Papá: Macha cierra los ojos!

el segundo colegial.—¡Yo también estoy hecho polvo! Ni por la noche descanso ya; me la paso soñando que soy el Judío Errante.

el turista gordo.—¡A callar, Petka!

el primer colegial.—¡Me he quedado en los huesos! ¡No puedo más, papá! Antes prefiero ser zapatero o porquero que turista.

el turista gordo.—¡A callar, Sacha!

el primer colegial.—¡No caerá hoy, papá, no caerá hoy! ¡No te hagas ilusiones!

la primera muchacha. ( Melancólica.)—¡Ya va a caer, papá!

El desconocido dice algo, a gritos, que no se entiende.

Expectación general.

voces.—¡Mirad! ¡Ya va a caer!

Los espectadores miran con los prismáticos al desconocido.

Los portakodaks preparan sus máquinas.

un fotógrafo.—¡Diablo! ¿Qué es esto?

otro fotógrafo.—Compañero, tiene usted cerrado el objetivo...

el primer fotógrafo.—¡Ah, sí! Con las prisas se me había olvidado...

voces.—¡Silencio!... ¡Va a caer!... ¿Qué dice?... ¡Silencio!

el desconocido.—¡Socorro!

el turista gordo.—¡Pobre joven! ¡Qué terrible tragedia, hijos míos! Brilla el sol en el límpido cielo; susurra el viento entre los pinos y el desventurado, de un momento a otro, caerá y se matará. ¡Es horrible! ¿Verdad, Sacha?

el primer colegial.—¡Es horrible! ¿Verdad, Macha?... ¿Habéis comprendido? Brilla el sol, la gente come y bebe, cantan los pajarillos y el desventurado... Katia, ¿recuerdas Hamlet?

la segunda muchacha.—Sí; Hamlet, el príncipe de Dinamarca, en Frankfurt...

el turista gordo.—¿En Frankfurt?

el segundo colegial. ( Enojado.)—En Helsingfors. ¡Déjanos en paz, papá!

el primer colegial.—¡Mejor sería que nos comprases unos emparedados!

el vendedor del peine. ( Con tono misterioso.)—Un peine de tortuga. ¡Es auténtico!

el turista gordo. ( En voz baja y con expresión de conspirador.)—¿Es robado?

el vendedor del peine.—¡No, Señor!

el turista gordo.—Si no ha sido robado, no puede ser de tortuga. ¡Fuera!

la señora agresiva. ( Con entonación benévola.)—¿Los cinco son hijos de usted?

el turista gordo.—Sí, señora... Los deberes paternales... Pero, como habrá comprobado, no se dejan educar. ¡Es el eterno conflicto entre los padres y los hijos! Macha, ¡no cierres los ojos! ¡Qué terrible tragedia, señora!

la señora agresiva.—Tiene usted razón; hay que educar a los hijos. Mas, ¿por qué dice que esto es una terrible tragedia? Los albañiles se caen, a veces, de enormes alturas. El saliente donde se halla ese joven estará a poco más de cien metros del suelo. Yo he visto caer del cielo a un hombre.

el turista gordo. ( Muy complacido.)—¿Del cielo?... ¿Oís eso, hijos míos? ¡Del cielo!

la señora agresiva.—Sí; era un aviador. Cayó, desde las nubes, sobre un tejado de cinc.

el turista gordo.—¡Qué horror!

la señora agresiva.—¡Eso sí que es una tragedia! Tuvieron que echarme agua durante dos horas, con una bomba, para hacerme recobrar el conocimiento. Desde entonces jamás se me olvida el amoníaco.

Se presenta un grupo de músicos y cantantes italianos trotamundos. El tenor —un hombrecillo grueso, de perilla roja y ojos de expresión estúpida y lánguida– canta con voz dulzona. El barítono, flaco y corcovado, de voz aguardentosa, tiene la gorra de jockey echada hacia atrás. El bajo, con aspecto de bandido, toca la mandolina. Y la tiple —muchacha delgada y de grandes y movedizos ojos– el violín.

Los italianos.– Sul mare lucido, L’astro d’argento, Placida é Tonda, Prospero é il vento, Venite all’agite... Barchetta mia... Santa Lucia...

macha. ( Melancólica.)—¡Mueve los brazos!

el turista gordo.—Acaso los mueva influenciado por la música.

la señora agresiva.—Es muy posible. Pero esto quizá le haga caer antes de tiempo. ¡En, músicos, váyanse!

Haciendo enérgicos gestos, llega un turista alto y bigotudo, acompañado de algunos curiosos.

el turista alto.—¡Esto clama al cielo! ¿Por qué no se le salva? Ha pedido socorro; lo habrán oído ustedes, señores.

Los curiosos. ( A coro.)—¡Sí, lo hemos oído!

el turista alto.—Yo también le he oído gritar, con todas sus letras: "¡Socorro!" Así, pues, ¿por qué no se le salva? ¿Qué hacen ustedes aquí?

el primer guardia.—Vigilar el sitio donde se calcula que va a caer.

el turista alto.—Perfectamente. Pero, ¿por qué no le salvan ustedes? ¿Dónde está su amor al prójimo? Si un hombre pide socorro, hay que socorrerle, ¿no es cierto, señores?

Los curiosos. ( A coro.)—¿Qué duda cabe? ¡Hay que socorrerle!

el turista alto. ( Con énfasis.)—No somos paganos; somos cristianos y nuestro deber es amar al prójimo. Pide socorro y, para salvarle, hay que tomar todas las medidas al alcance de la Administración. Guardias: ¿se han tomado todas las medidas?

el primer guardia.—Sí, Señor.

el turista alto.—¿Todas? ¿Completamente todas? Muy bien. Señores, se han tomado todas las medidas. Joven ( dirigiéndose al desconocido), todas las medidas conducentes a su salvamento han sido tomadas. ¿Oye usted?

el desconocido. ( Con voz apenas audible.)—¡Socorro!

el turista alto. ( Conmovido.)—¿Oyen ustedes, señores? Otra vez pide socorro. ¿Lo han oído ustedes, guardias?

uno de los curiosos. ( Con timidez.)—En mi opinión, hay que salvarle.

el turista alto.—Hace dos horas que lo estoy diciendo. Guardias: ¡esto clama al cielo!

el mismo curioso. ( Con un poco más de atrevimiento.)—A mi parecer, lo oportuno es dirigirse a la Administración superior.

Los demás curiosos. ( A coro.)—¡Sí, hay que elevar una queja! ¡Esto es intolerable! ¡El Estado no debe abandonar a los ciudadanos en los momentos de peligro! ¡Todos pagamos contribuciones! ¡Hay que salvarle!

el turista alto.—No dejo de decirlo. Sin duda, hay que elevar una queja. Diga, joven: ¿paga usted las contribuciones?... ¿Qué? ¡No le entiendo!

el turista gordo.—Sacha, Petka, ¿oís? ¡Qué terrible tragedia! ¡Pobre muchacho! Está a punto de morir y le reclaman las contribuciones.

macha. ( Melancólica.)—¡Y va a caer, papá!

Gritos. Agitación entre los portakodaks.

el turista alto.—Hay que apresurarse. Señores: ¡hay que salvarle sea como sea! ¿Quién me sigue?

Los curiosos. ( A coro.)—¡Nosotros!

el turista alto.—¿Han oído ustedes, guardias? ¡Vamos entonces, señores!

Se marchan con aire resuelto. Aumenta la animación en el bar. Se oye entrechocar de vasos y alguien entona una canción alemana. El mozo, agotado, se aparta algo de las mesas y se seca el sudor de la frente.

voces.—¡Mozo!... ¡Mozo!

el desconocido. ( En voz bastante alta.)—¡Mozo! ¿Me podría dar un vaso de soda?

El mozo siente un estremecimiento; mira, espantado, hacia arriba, finge no haber oído bien y se aleja.

voces impacientes.—¡Mozo!... ¡Mozo! ¡Cerveza!

el mozo.—¡Al momento! ¡Al momento!

Abandonan el bar dos caballeros beodos y se dirigen a la roca.

la señora cuyo esposo estaba jugando al ajedrez.—¡Mi marido! ¡Ven, ven!

la señora agresiva.—¿No decía yo que era un sinvergüenza?

el primer beodo.—¿Y ni siquiera puede beberse usted un vaso de vino?

el desconocido.—Por desgracia, no.

el segundo beodo.—¿Por qué le dices tales cosas? ¡No amargues sus últimos momentos! Llevamos toda la tarde bebiendo a su salud. Con esto no le perjudicamos en nada, ¿verdad?

el primer beodo.—¡Claro que no! Por el contrario, lo que hará es animarle. ¡Adiós, joven! Lamentamos mucho su desgracia y, con su permiso, volveremos al bar.

el segundo beodo.—¡Cuánta gente!

el primer beodo.—¡Vamos, vamos! Aprovechemos el tiempo, que, apenas caiga, cerrarán el establecimiento.

Aparece un señor muy elegante, rodeado de nuevos curiosos. Es el corresponsal de los más importantes periódicos europeos. La gente, a su paso, murmura su nombre y le contempla con admiración. Algunos bebedores salen del bar para verle; incluso el mozo se asoma y le mira boquiabierto.

voces.—¡El corresponsal! ¡El corresponsal!

la señora.—¡A que no le ve mi marido!

el turista gordo.—¡Petka, Macha, Sacha, Katia, Vasia, mirad! ¡Es el rey de los corresponsales! Lo que él escriba ocurrirá.

la segunda muchacha.—Pero, ¿a dónde miras, Macha?

el primer colegial.—Papá, ¡no puedo más! ¡Que nos traigan unos emparedados!

el turista gordo. ( Entusiasmado.)—¡Qué tragedia, Katia! ¿Te has dado cuenta? Brilla el sol, el corresponsal nos honra con su presencia y el desventurado...


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