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Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 11:46

Текст книги "Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos"


Автор книги: Леонид Андреев



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Melanya mía la de los ojazos...

Tan abominablemente viva recordaba Iurasov aquella copla que había oído en todos los parques públicos y que cantaban sus compañeros, que quiso librarse de ella como si se tratase de algo vivo o de una piedra lanzada desde una esquina. Tan feroz poder tenía aquella letra absurda, bárbara y procaz, que todo el largo tren con su centenar de girantes ruedas, parecía ponerse a corearla:

Melanya mía, la de los o... ja... zos...

Algo informe y monstruoso, vago y pegajoso, con miles de gruesos labios, se le echaba encima, le besuqueaba con besos húmedos y sucios y reía. Rugía con miles de gargantas, silbaba, golpeaba y se plantaba en la tierra como rabioso. Iurasov se imaginaba las ruedas como unas varas anchas y redondas que, por entre risas interminables, fundidas en el torbellino de la embriaguez, golpeteaban:

Melanya mía, la de los o... ja... zos...

Sólo los campos callaban. Fríos y serenos, hondamente sumidos en su alma pura y solemne, no sabían nada de la remota ciudad de piedra de los hombres y permanecían ajenos a sus almas, desasosegadas y turbadas por penosos recuerdos. El tren llevaba a Iurasov hacia delante mientras aquella procaz y absurda copla le llevaba atrás, a la ciudad, tirando de él grosera y feroz, como de un presidiario que intenta fugarse y al que detienen en los umbrales del penal. Todavía forcejea, todavía tiende los brazos al amplio y dichoso espacio; pero ya en su cabeza se levantan, como una fatalidad ineludible, los crueles cuadros del cautiverio entre los pétreos muros y los férreos cerrojos.

Si hubiera estado durmiendo mil años y luego se hubiese despertado en un nuevo mundo y entre gente nueva, no se habría sentido tan sólo, tan extraño a todo, como ahora. Hacía por evocar en su memoria algo próximo y amable, pero no podía, y la insolente copla seguía rebulléndose en su esclavizado cerebro y levantaba en él tristes y dolorosos recuerdos, que proyectaban sombra sobre toda su vida.

Se preguntaba las razones que le habían inspirado a hacer aquel viaje. Ahora, estaría sentado en El Progreso, bebiendo, charlando y riendo. Sintió odio contra aquélla a la que iba a ver, miserable y sucia compañera de su sucia vida. Era rica y traficaba con muchachas; le quería y le daba dinero, todo cuanto deseaba; pero él iba y le pegaba hasta hacerla sangrar, hasta hacerla chillar como un marranillo. Después se emborrachaba y se echaba a llorar, se apretaba el gañote y cantaba entre sollozos:

Melanya mía...

Pero ya las ruedas no cantaban. Cansadas, como niños enfermos, giraban quejumbrosas y se diría que se apretaban unas contra otras, buscando mimo y paz. A lo lejos, brillaba el resplandor de las luces de la estación y, desde allí, juntamente con el tibio y fresco aire de la noche, llegaban volando los suaves y tiernos ecos de una música. Pasó la pesadilla y, con la habitual ligereza del hombre que no tiene lugar en la tierra, Iurasov se olvidó de ella, emocionado, y aguzó el oído percibiendo una conocida melodía.

—¡Están bailando! —dijo y sonrió animado.

Luego, con ojos placenteros miró en torno suyo y se restregó las manos.

—¡Están bailando! ¡El diablo me lleve! ¡Están bailando!

Enarcó los hombros e, instintivamente, se puso a marcar el compás de aquel baile sintiendo el ritmo. Era muy amigo del baile y cuando bailaba se volvía bueno, cariñoso y tierno. Ya no era ni el alemán Heinrich Walter ni Fiodor Iurasov, sino un tercer personaje que nadie conocía.

—¡Están bailando! ¡Ay, así el diablo me lleve! —repitió.

IV



El baile se celebraba junto a la misma estación. Lo habían organizado los vecinos de las datchas; habían traído músicos y habían encendido farolillos rojos alrededor de la plaza, ahuyentando las sombras de la noche hasta las copas de los árboles. Estudiantes, señoritas con trajes claros y algunos oficialillos jóvenes con espuelas —si no eran muchachos disfrazados de tales– daban vueltas por la amplia explanada, levantando la arena con los pies y dejando flotar faldas al aire. A la luz vacilante de los farolillos, todas aquellas figuras parecían hermosas.

El tren se detuvo cinco minutos y Iurasov se metió en el corro de los curiosos que formaban un oscuro y opaco anillo rodeando la plaza y apretándose tras la alambrada. Algunos sonreían en forma extraña y cautelosa; otros se mostraban mohínos y tristes, con esa especial y pálida tristeza que suele inspirar a la gente el espectáculo de la alegría ajena. Pero Iurasov estaba alegre; miraba a los danzantes con ojos inspirados, de entendido, y los animaba dando pataditas suaves en el suelo. De pronto, decidió:

—No sigo adelante. ¡Me quedo a bailar!

Dos personas se destacaron del corro, empujando indolentemente al gentío, eran una señorita vestida de blanco, y un joven corpulento, casi tan alto como Iurasov.

A éste le pareció, sin género de duda, que la muchacha irradiaba claridad: tan blanco era su traje y tan negras sus cejas sobre su blanco rostro. Con la convicción del hombre que baila bien, Iurasov siguió a la pareja y preguntó:

—¿Quieren decirme, por favor, dónde se despachan los billetes para el baile?

El jovencito se volvió, examinó a Iurasov con una severa mirada y respondió:

—Es un baile particular.

—Yo voy de viaje. Me llamo Heinrich Walter.

—Bien, ya le he dicho que es un baile sólo para nosotros.

—Yo me llamo Heinrich Walter; Heinrich Walter.

—¡Y yo le he dicho...!

El joven se detuvo, amenazante; pero la señorita del traje blanco se lo llevó.

¡Si se hubiese detenido a mirar a Heinrich Walter! Pero ni siquiera le miró. Blanca y luminosa, como una nube ante la luna, brilló largo rato en la sombra y, sin ruido, se sumió en ella.

—¡No me hace falta! —murmuró tras de ellos Iurasov con altivez.

Pero su alma se quedó tan blanca y fría como si sobre ella hubiese nevado.

El tren seguía todavía parado por alguna razón y Iurasov se puso a ir y venir a lo largo de los coches, guapo, serio y estirado en su glacial desesperación. Ahora nadie le hubiera tomado por un ratero tres veces procesado por robo y con varios meses de presidio cumplidos.

Volvió a sonar la música y, en medio de sus triviales sones Iurasov pudo escuchar a ráfagas, un extraño e inquietante diálogo que le hizo aflojar el paso y aguzar el oído:

Un pasajero preguntó:

—Oiga usted, conductor: ¿por qué no sigue el tren?

El conductor, indiferente, respondió:

—Cuando se detiene, por algo será. A lo mejor el fogonero se ha ido al baile.

El pasajero se echó a reír y Iurasov siguió paseando. Pero al volver de su paseo, oyó decir al conductor:

—Parece que viene en este tren.

—Pero ¿quién lo ha visto?

—Verlo, nadie lo ha visto. Pero lo ha dicho el gendarme...

—El gendarme, ¿qué sabe? Todos ellos son unos estúpidos...

Sonó la campanilla y Iurasov tuvo un minuto de indecisión. Por aquella parte del baile pasó la señorita de blanco colgada del brazo de alguien. Iurasov cruzó la plaza y subió al tren.

V



Empujando con la portezuela a Iurasov y sin reparar en él, el conductor bajó rápidamente al andén con un farolillo, y subió al siguiente vagón. Ni sus pasos ni los portazos que daba se oían en medio del fragor del tren, pero toda su vaga y escurridiza figura, con sus bruscos movimientos, daba la impresión de un alarido momentáneo, secamente cortado. Iurasov sintió frío, y algo surgió rápidamente en su imaginación. Como un fuego, prendió en su corazón y en todo su cuerpo una terrible idea: le habían cazado. Le habían visto, le habían reconocido, habían telegrafiado y ahora andaban buscándole por los coches. Aquel individuo de que tan enigmáticamente hablaba el conductor era él, Iurasov. ¡Y qué cosa tan horrible reconocerse a sí mismo en aquel impersonal «él» del que hablaban gentes subalternas, desconocidas!

Y ahora seguían hablando de ély lebuscaban. Parecían venir del último coche; lo adivinaba con el husmeo de la fiera experta. Tres o cuatro individuos, con sendos faroles, estaban examinando a los viajeros, mirando por los rincones oscuros, despertando a los dormidos, cuchicheando entre sí y, paso tras paso, con gradación fatal, con inexorable ineluctabilidad, acercándose a él, a Iurasov, a él, que estaba parado en el estribo y aguzaba el oído, alargando el cuello. Mientras, el tren seguía corriendo con feroz velocidad. Las ruedas no cantaban ni hablaban. Gritaban con voces de hierro, cuchicheaban furtiva y secamente y chillaban con el bárbaro ímpetu de la ira como si azuzasen a una jauría de perros desvelados.

Iurasov rechinaba los dientes y, forzado a la inmovilidad, meditaba. ¿Qué debía hacer? Tirarse de un salto, yendo el tren a aquella velocidad, era imposible; por otra parte, hasta la primera estación faltaba un buen trecho; había pues que seguir adelante y aguardar. Mientras los sabuesos registraban todos los coches, podía ocurrir algo. Si entretanto llegasen a aquella estación yaflojase la marcha, podría tirarse. Cabía también entrar por la primera puerta tranquilamente, sonriendo para no parecer sospechoso, teniendo a mano un cortés y persuasivo «Perdón»; pero en el semioscuro coche de tercera había tanta gente y tan confundida en aquel caos de sacos, baúles y piernas estiradas, que perdía las esperanzas de llegar hasta la salida, y le asaltaba un nuevo e inesperado sentimiento de miedo. ¿Cómo abrirse paso por entre aquella muralla? Los viajeros dormían, pero sus piernas extendidas le obstruían el paso. Aquellas piernas salían, no se sabía de dónde colgaban sobre el suelo, cruzándose de un banco al otro, abriéndose cual si fuesen plegables y terriblemente hostiles en su afán por volver al sitio anterior y a su postura primitiva. Se aflojaban y se estiraban como resortes, empujando brutalmente a Iurasov e infundiéndole espanto con su absurda y amenazante oposición. Por fin llegó a la puerta: se la cerraban como dos barras de hierro dos pies calzados con botas descomunales, malignamente extendidos, apuntando a la puerta, apoyándose en ella, plegándose cual si no tuvieran huesos. Apenas si dejaban un angosto resquicio para que pasase Iurasov. Además aquella no era la plataforma sino otro compartimiento del mismo coche, atestado de objetos apilados y de miembros humanos, como desarticulados. Cuando, agachándose como un toro, logró llegar por fin a la plataforma, sus ojos miraron estúpidamente, con el oscuro terror del animal acosado, que no comprende por qué lo persiguen. Respiraba afanoso, aguzando el oído y percibiendo entre el ruido de las ruedas el de sus perseguidores que se acercaban. Venciendo su terror, empezó a correr hacia la oscura y silenciosa puerta. De nuevo, allí, la misma lucha de antes, la misma absurda y amenazante oposición de los malignos pies humanos. En el coche de primera, en el angosto corredorcillo, se agolpaban en las ventanillas abiertas una pandilla de viajeros que sin duda alguna no tenían sueño. Una señorita joven, con los cabellos rizados, miraba por una ventanilla. El aire agitaba los visillos y echaba hacia atrás los bucles de la señorita. Iurasov pensó que el aire olía a pesados perfumes ciudadanos, artificiales.

– Pardon! —decía con finura—. Pardon!

Los caballeros, lentamente y de mala gana, se encogían, mirando con malos ojos a Iurasov; la señorita de la ventanilla ni le oía, mientras que otra señora, burlona, le daba golpecitos en el hombro. Finalmente, se volvió y, antes de dejar paso, se quedó mirándole largo rato con unos ojos terribles. En sus ojos había una noche oscura y su fruncido ceño parecía poner en duda si dejaría pasar o no a aquel caballero.

Pardon! —repetía Iurasov con tono implorante.

Por fin la señorita vestida de crujiente traje de seda se replegó de mala gana contra la pared.

Luego, otra vez aquellos terribles coches de tercera; diez, ciento, le parecía a Iurasov que había recorrido; por fin, llegó a la plataforma. Más allá nuevas puertas inflexibles y piernas apretadas, malignas y bestiales. Y al final, ¡la última plataforma! y ante él la oscura y sorda muralla del coche de equipajes. Por un momento Iurasov desfallece. Siente como la pared fría y dura contra la cual se apoya lo repele con suavidad e insistencia. Lo repele y empuja, cual si estuviese viva, cual un astuto y cauto enemigo que no se atreve a atacar abiertamente. Todo cuanto ha sentido y visto Iurasov, se entreteje en su cerebro formando un solo y bárbaro cuadro de enorme e implacable acoso. Le parece como si todo aquel mundo que él tenía por indiferente y ajeno se levantase ahora y le persiguiese, resoplando de rabia. Todo lo que un momento antes parecía soñoliento y bostezante se alza ahora con todo su obstruyente volumen y se alarga tras él, saltando, galopando y atropellando todo cuanto encuentra en su camino. Él solo... y ellos miles, millones, todo el mundo; todos tras él y delante de él o por todas partes. No hay salvación contra ellos.

Los coches corren, traquetean furiosamente, empujan y semejan monstruos rabiosos de hierro, con piernecillas cortas, que avanzan y se posan cautamente en la tierra. En la plataforma reina la oscuridad y por ninguna parte asoma un destello de luz. Todo cuanto pasa ante los ojos es informe, confuso e incomprensible. Allí, detrás de unos cuantos coches, parece que rebullen tres hombres, quizá uno solo con el mismo sigilo. Tres o cuatro, con un farol, inspeccionan escrupulosamente a los viajeros. Y, con una parsimonia bárbara, grotesca y engorrosa, se dirigen finalmente hacia él. Ya abren la puerta..., ya llegan...

Con un supremo esfuerzo de voluntad, Iurasov se impone a sí mismo calma y, girando la vista lentamente, se encarama al techo del coche. Trepa por la estrecha pasarela de hierro que cierra la entrada y, encogiéndose, tiende los brazos hacia arriba; por un momento queda colgando sobre el vagón, vivo y maligno vacío, con las piernas zarandeadas por el frío viento. Resbalan sus manos en el férreo techo, se agarran al borde, y éste se dobla cual si fuera de papel; sus pies buscan cuidadosamente un sostén y sus botines amarillos, firmes como de madera, pugnan desesperados en torno al liso e igualmente firme poste. Por un momento, Iurasov tiene la sensación de que se va a caer a la vía. Pero ya en el aire, arqueando el cuerpo como un gato, cambia la dirección y consigue caer sobre la plataforma. Siente un fuerte dolor en las rodillas, cual si le hubieran dado un golpe con algo, y percibe el chasquido de la tela que se rasga. Se le ha enganchado y roto el paleto. Sin preocuparse del dolor, Iurasov se palpa el desgarrón, como si fuese lo más importante, mueve tristemente la cabeza y se muerde los labios...

Tras su infructuosa tentativa, desfallece y le entran ganas de tirarse al suelo, de llorar, de decir: «Cójanme si quieren». Ya está escogiendo el sitio donde ha de tenderse, cuando vuelven a su memoria aquellos coches y aquellos pies entrelazados y oye claramente los pasos de los hombres de los farolillos. Otra vez hace presa en su ánimo aquel absurdo y bestial pánico y se lanza a la otra plataforma como una pelota, de un extremo al otro.

Otra vez pugna, repitiendo inconscientemente su intento, por encaramarse al techo del vagón, cuando un clamor bronco, un ancho bostezo, entre silbido y grito, hiere sus oídos y apaga su conciencia. Es el silbido de la locomotora saludando a otro tren que pasa; pero Iurasov siente algo infinitamente espantoso, supremo en su terror, irrevocable. Como si el mundo lo rechazase y con todas sus voces lanzase un bronco clamor de: «¡Bravo!».

Y cuando de la sombra que se acerca, surge el fragor creciente de la réplica, cada vez más próximo, y sobre los carriles de la lustrosa vía se extiende el insinuante silbido del tren correo, Iurasov suelta la barra de hierro en que se apoya y de un salto se lanza al vacío, allí donde al alcance de la mano serpentean los iluminados carriles. Se lastima dolorosamente los dientes, se revuelca varias veces y, cuando alza la cara, con los bigotes encrespados y la boca desdentada, ve cernirse sobre él tres farolillos, tres vagas lucecillas tras cristales convexos.

No llega a comprender lo que significan.

Un hombre original



Un corto silencio entre los comensales, y en medio del murmullo de las conversaciones, alrededor de las mesas lejanas y del ruido ahogado de los pasos de los criados, que traían y llevaban los platos, alguien declaró con voz dulce y tranquila:

—¡A mí me encantan las negras¡

Antón Ivanich, el subjefe de la oficina, por poco si deja caer la copa de "vodka" que se llevaba a los labios; un criado dirigió al que había pronunciado tales palabras una mirada de asombro; todos volvieron la cabeza para ver quién había dicho aquella cosa extraña. Y todo el mundo vio la carita con bigotito rojo, los ojillos opacos y la cabecita cuidadosamente peinada de Semen Vasilevich Kotelnikov.

Durante cinco años habían trabajado con él en la oficina, todos los días le daban la mano al llegar y al marcharse, todos los días le hablaban, todos los meses después de cobrar, comían con él, como aquel día, en un restaurante, y, no obstante, se les antojaba que aquel día lo veían por primera vez. Lo vieron y se llenaron de extrañeza. Observaron que no era feo del todo, a pesar de su absurdo bigote y sus pecas, semejantes a las salpicaduras de barro lanzadas por un automóvil. Observaron también que no vestía mal y que llevaba un cuello muy limpio.

El subjefe, después de fijar largamente su mirada de asombro en Kotelnikov, dijo:

—Pero Semen...

—¡Semen Vasilievich! —pronunció, con cierta dignidad, Kotelnikov.

—Pero Semen Vasilievich, ¿le gustan a usted las negras?

—Sí, me gustan mucho.

El subjefe miró con ojos de pasmo a todos los empleados sentados a la mesa, y soltó la carcajada:

—¡Ja,ja,ja! ¡Le gustan las negras! ¡Ja, ja, ja!

Y todos se echaron a reír. El mismo Kotelnikov se rió, un poco confuso, y enrojeció de gusto; pero al mismo tiempo le asaltó un ligero temor: el de que aquello le causase disgustos.

—¿Lo dice usted seriamente? —preguntó el subjefe cuando acabó de reírse.

—¡Y tan seriamente! Hay en las mujeres negras un gran ardor y algo...exótico.

—¿Exótico?

Se echaron de nuevo a reír; pero al mismo tiempo todos pensaron que Kotelnikov era seguramente un hombre listo e instruido, cuando conocía una palabra tan extraña: "exótico". Luego empezaron a discutir, asegurando que no era posible que gustasen las negras, además de ser negras, tenían la piel como cubierta de barniz, y los labios, gruesos, y olían mal.

—¡Y, sin embargo, me gustan! —insitió modestamente Kotelnikov.

—¡Allá usted! —dijo el subjefe—. Yo, por mi parte, detesto a esas bestias color de betún.

Todos sintieron una especie de satisfacción al pensar que había entre ellos un hombre tan original, que se pirraba por las negras. Con este motivo, los comensales de Kotelnikov pidieron seis botellas más de cerveza. Miraban con cierto desprecio a las otras mesas, en las que no habían un hombre de tanta originalidad.

Las conversaciones terminaron. Kotelnikov estaba orgullosísimo de su papel. Ya no encendía él sus cigarrillos sino que esperaba a que el criado se los encendiese.

Cuando las botellas de cerveza estuvieron vacías, se pidieron otras seis. El grueso Polsikov dijo a Kotelnikov en tono de reproche:

—¿Por qué no nos tuteamos? Ya que desde hace tanto años trabajamos juntos...

—¡No tendría inconveniente! ¡Con mucho gusto! —aceptó Kotelnikov.

Tan pronto se entregaba de lleno a la alegría de verse, al fin, comprendido y admirado, como sentía el vago temor de que le pagasen.

—Después de ver "Bruderschaft" 14con Polsikov, bebió con Troitzky, Novoselov y otros camaradas, cambiaba besos con todos y los miraba con ojos amorosos y tiernos.

El subjefe no bebió "Bruderschaft" con él, pero le dijo amistosamente:

—Venga usted por casa alguna vez. Mis hijas verán con curiosidad a un hombre a quien le gustan las negras.

Kotelnikov saludó, y aunque se tambaleaba un poco a causa de la cerveza, todos convinieron en que era muy "chic".

Después de irse el subjefe, bebieron más, y todos juntos salieron a la calle, tropezando con los transeúntes.

Kotelnikov marchaba en medio de sus camaradas, sostenido por Polsikov y Troitzky.

—No, muchachos —decía—; no pueden comprenderlo. En las negras hay algo exótico.

—Tonterías —contestaba severamente Polsikov—. No sé lo que puede encontrarse en ellas. Del color del betún...

—No amigo, careces de gusto. La negra es una cosa...

Hasta entonces no había pensado nunca en las negras, y no acertaba a dar con la definición justa.

—¡Tienen temperamento!

Pero Polsikov no se dejaba convencer y seguía discutiendo.

—¡Haces mal en discutir! —le dijo Troitzky—. Nuestro amigo Kotelnikov tendrá sus razones. Además, sobre gustos no hay nada escrito.

Y dirigiéndose Kotelnikov, añadió:

—¡No hagas caso, Semen! Sigue pirrándote por tus negras. Estoy tan contento, que tengo ganas de armar un escándalo.

—A pesar de todo, no lo comprendo —insistía Polsikov—. Del color de betún... Para mí, ni siquiera son mujeres.

—¡No, amigo, te engañas! —insistía a su vez Kotelnikov—. Porque mira, hay algo en las negras...

Iban tambaleándose un poco, ligeramente borrachos, hablando en alta voz, tropezando con la gente y muy satisfechos de sí mismos.

Una semana después, todo el departamento sabía que al empleado público Kotelnikov le gustaban mucho las negras. Algunas semanas más tarde, este hecho era ya conocido por los porteros de todo el barrio, por los solicitantes que acudían a la oficina, hasta por el agente de policía de servicio en la esquina de la calle. Las señoritas mecanógrafas de las secciones vecinas se asomaban un instante a la puerta para ver al hombre original a quien le gustaban las negras. Kotelnikov recibía estas muestras de atención con su modestia habitual.

Un día se decidió a hacer una visita a su jefe; mientras tomaba té con confitura de cerezas, hablaba de las negras y de algo exótico que había en ellas, Las muchachas menores parecían un poco confusas; pero la mayor, Nastenka, que gustaba de leer novelas, estaba visiblemente intrigada e insistía en que Kotelnikov le explicase las verdaderas razones de su afición a las negras.

—¿Por qué justamente las negras? —preguntábale. Todos estaban contentos, y cuando Kotelnikov se fue hablaron de él con afecto. Nastenka llegó a declarar que era víctima de una pasión enfermiza. Lo cierto era que ella le había caído en gracia. Nastenka también le causó cierta impresión a Kotelnikov; pero él, como hombre a quien sólo le gustaban las negras, creyó de su deber ocultar su inclinación hacia la muchacha, y, sin dejar de ser cortés, manifestóse con ellas un poco reservado.

Al volver a casa a por la noche, se puso a pensar en las negras, en su cuerpo color de betún, cubierto de sebo, y le parecieron repulsivas. Al imaginarse que abrazaba a una, sintió náuseas y le dieron ganas de llorar y de escribirle a su madre residente en provincia, que acudiera inmediatamente, como si un grave peligro le amenazase. Al cabo logró dominarse. Cuando, a la mañana siguiente, llegó a la oficina, bien peinado y vestido, con una corbata encarnada y cierta cara de misterio, no cabía duda de que a aquel hombre le encantaban las negras.

Poco tiempo después, el subjefe, que manifestaba un gran interés por Kotelnikov, le presentó a un revistero de teatros.

Este, a su vez, lo condujo a un café cantante y le presentó al director, el señor Jacobo Duclot.

—Este señor —dijo el revistero al director, haciendo avanzar a Kotelnikov– adora a las negras. Nada más que a las negras; las demás mujeres le repugnan. ¡Un original de primer orden! Me alegraría mucho si usted, Jacobo Ivanich, pudiera serle útil: es muy interesante, y tales tendencias... ¿comprende usted?... hay que alentarlas.

Dio unos golpecitos amistosos en la angosta espalda de Kotelnikov. El director, un francés de bigote negro y belicoso, miró al cielo como buscando una solución, y con un gesto decidido exclamó:

—¿Perfectamente? Ya que le gustan a usted las negras, quedará satisfecho: tengo precisamente en mi "troupe" tres hermosas negras.

Kotelnikov palideció ligeramente, lo que no advirtió el director, absorto en sus cavilaciones sobre el café cantante.

Tiene usted que darle un billete gratuito para toda la temporada.

El director consistió.

A partir de aquella misma tarde, Kotelnikov empezó a hacerle la corte a una negra, miss Korrayt, que tenía lo blanco de los ojos del tamaño de un plato, y la pupila, no más grande que una olivita. Cuando, poniendo tal máquina en movimiento, jugaba ella los ojos con coquetería Kotelnikov sentía recorrer su cuerpo un frío mortal y flaquear sus piernas. En aquellos momentos experimentaba un gran deseo de abandonar la capital e irse a ver a su pobre madre.

Miss Korrayt no sabía palabra de ruso; pero por fortuna, no faltaron intérpretes voluntarios que se encargaron gustosísimos de la delicada misión de traducir los cumplimientos entusiásticos que la negra dirigía a Kotelnikov.

—Dice que no ha visto en su vida a un "gentleman" tan guapo y simpático. ¿No es eso, mis Korrayt?

Ella agitaba la cabeza afirmativamente, enseñaba su dentadura, parecida al teclado de un piano y volvía a todos lados los platos de sus ojos. Kotelnikov movía también la cabeza, saludaba, y balbuceaba:

—Hagan el favor de decirle que en las negras hay algo exótico.

Y Todos estaban tan contentos.

Cuando Kotelnikov besó por primera vez la mano mis Korrayt, la emocionante escena tuvo por testigos a todos los artistas y a no pocos espectadores. Un viejo comerciante, incluso lloró de entusiasmos en un acceso de sentimientos patrióticos. Después se bebió champaña. Kotelnikov tuvo palpitaciones, guardó cama durante dos días y muchas veces empezó a escribirle a su madre:

"Querida mamá", escribía, y su debilidad le impedía siempre terminar la carta.

A los tres días, cuando llegó a la oficina, le dijeron que su excelencia el director quería verle.

Se arregló con un cepillo el pelo y el bigote, y, lleno de terror, entró en el gabinete de su excelencia.

—¿Es verdad que a usted... que a usted...?

El director buscaba palabras.

—...¿Qué a usted le gustan las negras?

—¡Sí excelentísimo señor!

El director miró con ojos asombrados a Kotelnikov, y preguntó:

—Pero, vamos.. ¿Por qué le gustan a usted?

—¡Ni yo mismo lo sé, excelentísimo señor!

Kotelnikov sintió de pronto que el valor le abandonaba.

—¿Cómo? ¿No lo sabe usted? ¿Quién va a saberlo, pues? Pero no se turbe usted, joven. Sea franco. Me place ver en mis subordinados cierto espíritu de independencia... naturalmente, si no traspasa ciertos límites definidos por la ley. Bueno, dígame francamente, como si hablase con su padre, por qué le gustan las negras.

—¡Hay en ellas algo exótico, excelentísimo señor!

Aquella noche, en el Club Inglés, jugando a la baraja con otras personas importantes, su excelencia dijo entre dos bazas:

—Tengo en mi departamento un empleado a quien le gustan las negras: Pásmese ustedes. ¡Un simple escribiente!

Sus compañeros de juego eran también excelencias, directores de departamento, y experimentaron al oírle un poco de envidia; cada uno de ellos tenía también a sus órdenes un ejército de empleados; pero eran todos hombres grises, opacos, sin ninguna originalidad, vulgares.

—Y yo, pásmense ustedes —dijo una de las excelencias—, tengo un empleado con un lado de la barba negro y el otro rojo.

Esperaba así tomar revancha; pero todos comprendieron que una barba, no ya como aquélla, sino policroma, no tenía importancia comparada con una pasión extravulgar por las negras.

—¡Afirma ese hombre original que hay en las negras algo exótico! —añadió su excelencia.

Poco a poco la popularidad de Kotelnikov en los círculos burocráticos de la capital llegó a ser muy grande. Sucede siempre, quisieron imitarle; mas sus imitadores sufrieron fracasos lamentables. Uno de ellos, un viejo escribiente que contaba veintiocho años de servicio y sostenía una numerosa familia, declaró de repente que sabía ladrar como un perro, y no tuvo ningún éxito. Otro empleado, muy joven aun, simuló estar perdidamente enamorado de la mujer del embajador chino; durante algún tiempo logró atraer sobre él la atención y aun la compasión; pero la gente experimentada no tardó en comprender que aquello no era sino una imitación miserable de una auténtica originalidad, y todos volvieron con desprecio la espalda.

Hubo otras muchas tentativas de la misma índole.

En general, notábase entre los empleados públicos cierta inquietud de ánimo, que se traducía en esfuerzos por ser original.

Un joven de buena familia, no logrado encontrar medio de ser original, acabó por decirle a su jefe una porción de groserías, y, naturalmente, tuvo que abandonar al punto su empleo.

Kotelnikov se creó muchos enemigos. Afirmaba insidiosamente que estaba en ayunas en lo atañedero a las negras. Sin embargo, no mucho después, un periódico publicó una interviú con él, en la Kotelnikov declaraba francamente que le gustaban las negras porque había en ellas algo exótico.

A partir de aquel día, su estrella comenzó a brillar con más fulgor. A la sazón visitaba frecuentemente a la familia de su subjefe, que le recibía con los brazos abiertos. Nastenka lloraba a veces pensando en el terrible destino reservado a aquel aficionado a las negras. Kotelnikov, sentado a la mesa, sentía sobre él las miradas de piedad de toda la familia y se esforzaba en dar a su rostro una expresión melancólica y al mismo tiempo exótica. Todos estaban muy satisfechos de que un hombre original frecuentara la casa, en calidad de buen amigo; todos, incluso la abuela sorda que lavaba los platos en la cocina.

El hombre original se retiraba tarde a casa y lloraba desconsolado, porque amaba a Nastenka con toda su alma y no podía ver a miss Korrayt.

Hacia las Pascuas se corrió la voz de que Kotelnikov se casaba con miss Korrayt, la cual, con tal motivo, se convertía a la religión ortodoxa y abandonaba el café cantante del señor Jacobo Duclot. Según los mismos rumores, el propio director había consentido en ser el padrino del joven esposo.

Los compañeros, los solicitantes y los porteros felicitaban a Kotelnikov, que les daba las gracias y saludaba con la muerte en el alma.

La velada anterior a su boda la pasó en casa del subjefe. Le recibieron como a un héroe, y todos parecían muy contentos excepto Nastenka, que se iba a su cuarto de vez en cuando a llorar a sus anchas, y que, para ocultar las huellas del llanto, se ponía tantos polvos que se desprendían de su faz en tanta abundancia como la harina de una piedra de molino.


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