Текст книги "Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos"
Автор книги: Леонид Андреев
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Классическая проза
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—Cuando tuve el alto honor de llegar a la clínica...
De la enfermera decía:
—Cuando tuvo la bondad de purgarme...
Sabía siempre, al minuto, a qué hora se levantaba, se acostaba, se sentía mal. Cuando se marchaban los médicos, se ponía más alegre, daba las gracias, y estaba más contento si había tenido la suerte de saludar separadamente a uno de los doctores.
—¡Esto está tan bien, tan bien! —exclamaba exultante.
Y contaba, de nuevo, a Lorenzo Petrovich, que callaba, y al estudiante, que sonreía, cómo saludó primero al doctor Alejandro Ivanovivh, luego al doctor Semenio Nicolayevich.
Sus días estaban contados; su enfermedad era incurable. Pero no lo sabía y hablaba con entusiasmo del viaje que tenía proyectado a un monasterio, después de curado, y del manzano de su huerto: aquel año debía dar mucha fruta. Cuando hacía buen tiempo, y las paredes y el suelo inundados de rayos de sol, incomparable de vigor y belleza; cuando las sombras, en los lechos blancos como la nieve, eran de un azul opaco, cantaba plegarias con voz conmovida. Su voz de tenor, débil y tierna, temblaba de emoción; procuraba no le vieran los vecinos cuando se enjugaba las lágrimas que arrasaban sus ojos. Luego, aproximándose a la ventana, admiraba la gloriosa bóveda celeste, tan alejada de la tierra, tan serena en su belleza, que parecía, ella misma, un cántico divino.
—¡Sé clemente conmigo, Dios omnipotente! —rezaba el chantre—. ¡Perdóname mis pecados y dirígeme por tus senderos¡...
A horas fijas servían las comidas. A las nueve cubrían la lámpara eléctrica con una pantalla de tela azul, y en la gran sala empezaba la larga noche silenciosa.
La clínica se sumía en un sueño profundo. Solamente en el pasillo, iluminado, ante el cual quedaba la puerta abierta de la sala, velaban las enfermeras, haciendo media y hablando en voz baja, A veces, haciendo ruido con su andar pesado, cruzaba el pasillo un enfermero. Alrededor de las once morían los últimos ruidos del día, y un silencio de cripta, sensible a los más leves rumores, comienza a reinar. Este silencio captaba ávidamente todo ruido ligero, transmitiendo de una a otra sala el ronquido de los pacientes, sus toses y sus gemidos. A menudo eran ruidos engañosos, llenos de misterio, y no se sabía si era un ronquido apacible o la agonía de la muerte.
Salvo la primera noche, cuando, sumido en profundo sueño, lo olvidó todo, Lorenzo Petrovich no dormía ninguna noche, asaltado por un enjambre de pensamientos conturbadores. Con las manos cruzadas bajo la nuca, inmóvil, clavaba la mirada en la lámpara eléctrica, cubierta con una pantalla. No creía en Dios, no tenía apego a la vida y no temía la muerte. Había derrochado todas sus fuerzas vitales estúpidamente, inútilmente, sin ningún placer. Cuando todavía era joven y tenía hermosos cabellos, robaba a su amo; le pegaban cruelmente con frecuencia y odiaba a quienes le pegaban. Convertido en amo, aplastaba con su dinero a la gente baja, pobre y humilde, a la que despreciaba y a quien inspiraba odio y terror. Cuando llegaron la vejez y la enfermedad, comenzaron a robarle a su vez, y si atrapaba a alguien, le pegaba cruelmente, sin compasión. Tal era toda su vida. Estaba llena de odios y de injurias. Las chispas de amor se extinguían en aquel ambiente, dejando tras sí frías cenizas en el corazón. Ahora quisiera aislarse de la vida, encontrar el olvido. Despreciaba su propia estupidez y la de los demás. No admitía que hubiera gentes que amasen la vida, y en sus noches sin sueño volvía con frecuencia la cabeza hacia el lecho donde dormía el chantre. Examinaba largo rato los contornos de su vecino, que roncaba, y se decía, con los labios apretados:
¡Qué idiota!
Luego miraba al estudiante, que también dormía, y rectificaba:
¡Dos idiotas!
Al rayar el día, su alma se sumía en el silencio y su cuerpo hacía, dócilmente, cuanto se le ordenaba. Pero este cuerpo era cada día más débil, y se quedaba como una masa inerte sobre el lecho.
El chantre se debilitaba también. Ya no se paseaba por las salas, rara vez reía; pero cuando el sol inundaba con sus rayos la clínica, empezaba a charlar alegremente, a dar gracias al sol y a los médicos y a hablar de su manzano. Después, entonaba un cántico religioso y su rostro, enflaquecido, se tornaba más sereno y adquiría una grave expresión. Cuando acababa de cantar, se aproximaba a la cama de Lorenzo Petrovich y le contaba, otra vez, los detalles de la ceremonia de su promoción al grado de chantre.
—Me dieron un certificado enorme, así de grande —y extendía los brazos—. Y todo lleno de letras. ¡Había hasta letras doradas!
Alzaba los ojos hacia el icono, se santiguaba y añadía, con respeto para su propia persona:
—Al pie del certificado estaba el sello del mismo obispo. ¡Un sello enorme! ¡Ah, qué hermoso era todo aquello!
Reía contento y feliz, Pero cuando el sol se iba de la sala, ocultándose tras una nube gris, y todo se tornaba triste y sombrío en torno suyo, suspiraba y se metía en la cama.
III
En los campos y los jardines habla nieve todavía, pero las calles estaban despejadas. A lo largo de las casas corrían arroyuelos, formando charcos en el asfalto. El sol inundaba la sala con torrentes de luz y calentaba tanto, que obligaba a esquivar sus rayos ardientes, como en el verano. Y era difícil creer que, tras las ventanas, el aire fuera todavía húmedo y frío. A la luz solar, la sala, con su alto techo, semejaba un angosto rincón, pesado el aire, oprimido por las paredes. El ruido de la calle no penetraba por las dobles vidrieras; pero cuando se abrían las ventanas, por la mañana, la sala se llenaba de repente con los gorjeos alborotados de los gorriones. Ahogaban todos los demás sonidos; se apoderaban de los pasillos, subían las escaleras, entraban impertinentes en el laboratorio. Los enfermos, a quienes se hacía salir al pasillo, sonreían al oír los gritos de los gorriones, y el chantre murmuraba, con alegre extrañeza:
—¡Cómo alborotan los gorriones!
Pero se volvían a cerrar las ventanas, y el ruido moría tan de súbito como naciera. Los enfermos volvían presurosos a la sala, como si aun esperasen oír el eco de aquel ruido, y respiraban ávidamente el aire fresco.
Ahora se acercaban más a menudo a las ventanas, enjugando los cristales con los dedos, aunque estaban limpios. Refunfuñaban cuando les tomaban la temperatura, y no hablaban más que del porvenir. Todos se imaginaban ese porvenir tranquilo y óptimo, hasta el muchachito de la sala 11, al que llevaron a una habitación particular y había desaparecido también. Algunos enfermos le vieron cuando le transportaban sobre su cama, la cabeza hacia adelante; estaba inmóvil, y solamente sus ojos profundos miraban en torno suyo; había tanta tristeza y desespero en sus miradas, que los enfermos volvían la cabeza. Adivinaban que el muchacho había muerto; pero nadie estaba turbado ni asustado, por aquella muerte: allí, como en la guerra, la muerte era un fenómeno trivial y simple.
La muerte se llevó, casi por el mismo tiempo, a otro enfermo de la sala número 11, un viejecito vivaracho, atacado de parálisis. Se paseaba con aire despierto por la clínica, con un hombro hacia adelante, y contaba a todos siempre lo mismo: la historia de la conversión al cristianismo bajo el rey Woldemar el Santo. No se podía comprender por qué esta historia le había conmovido tan profundamente; hablaba muy bajito, de manera incomprensible, entusiasmado, agitando la mano derecha y moviendo el ojo derecho, pues tenía paralizado todo el lado izquierdo del cuerpo. Si se hallaba de buen humor, terminaba su relato con una exclamación triunfal: "¡Dios está con nosotros!" Después se iba presuroso, con una risita confusa, tapándose la cara con la mano derecha. Pero con mayor frecuencia estaba triste y melancólico, y se lamentaba de que no le pusieran un baño caliente, que le hubiera curado por completo; estaba seguro de ello. Unos días antes de su muerte, le dijeron que por la noche le prepararían un baño caliente. Durante todo el día estuvo excitado, y repetía: "¡Dios está con nosotros!" Cuando estaba en el baño, los enfermos que pasaban por allí cerca, le oyeron su voz, eufórica: contaba por última vez al vigilante la historia de la conversión de Rusia al cristianismo bajo el reinado de Woldemar el Santo.
No había grandes cambios en la salud de los enfermos de la sala S. El estudiante Torbetsky mejoraba, mientras Lorenzo Petrovich y el chantre estaban más débiles cada día. La vida y las fuerzas les abandonaban de un modo imperceptible, y no lo advertían, como si fuera cosa natural que no se pasearan ya por la sala y que estuvieran acostados todo el día.
Los doctores venían con regularidad, con sus blusas blancas, y los estudiantes examinaban a los enfermos y cambiaban impresione
Un día llevaron al chantre a la sala de conferencias; cuando regresó, estaba agitadísimo y charlaba sin cesar. Reía nerviosamente, se santiguaba, daba gracias y, de vez en cuando, se: enjugaba los ojos, que los tenía enrojecidos con un pañuelo.
—¿Por qué llora, padrecito? —inquirió el estudiante.
—¡Ah, querido, si usted hubiera visto aquello! ¡Es tan emocionante! Semenio Nicolayevich me hizo sentar en un sillón, se puso a mi lado y dijo a los estudiantes: "¡He aquí al chantre!"
En su rostro se dibujó una expresión grave; pero las lágrimas asomaron de nuevo a sus ojos y, volviendo pudorosamente la cabeza, prosiguió, diciendo:
—¡Tiene una manera de decir las cosas ese Semenio Nicolayevich! Es tan conmovedor, que le parte a uno el corazón.
Sollozó levemente y continuó:
—Había una vez —dijo Semenio Nicolayevich—, había una vez un chantre... Había una vez...
Las lágrimas le cortaron la palabra. Luego de haberse acostado, susurró con voz ahogada:
—Ese buen Semenio Nicolayevich ha contado toda mi vida. Cómo viva en la miseria mientras no era más que ayudante del chantre... todo... No ha olvidado tampoco a mi mujer... Que el buen Dios se lo recompense... ¡Era tan emocionante, tan emocionante! Como si yo estuviera ya muerto y se me hiciera la despedida... Había una vez un chantre... Había una vez...
Al oírle hablar de esta manera, todos comprendieron que no tardaría en morir. Era tan evidente como si la muerte estuviera ya allí, a su cabecera, Parecía que su cama estuviera ya envuelta en un frío de tumba. Y cuando calló, tapándose la cabeza con la sábana, el estudiante se frotó nerviosamente las manos, que se le habían quedado heladas. Lorenzo Petrovich soltó una risa brutal y comenzó a toser.
Los últimos días, Lorenzo Petrovich estaba muy turbado y volvía la cabeza sin cesar hacia el cielo azul, que se vislumbraba por la ventana. Ya no permanecía inmóvil, como antes: agitábase en el lecho y se enojaba con los compañeros enfermos. Manifestaba su mal humor hasta con el doctor. Este era un hombre bueno, de gran corazón, y una vez le preguntó con afecto:
—¿Qué tiene usted?
—¡Me aburro! —contesto Lorenzo Petrovich, con el tono de un niño enfermo, cerrando los ojos para disimular sus lágrimas.
Aquel día anotaron en el diario donde se inscribía la temperatura, así como todo el curso de la enfermedad: "El enfermo se aburre".
El estudiante seguía recibiendo las visitas de la joven a quien amaba las mejillas de la bien amada estaban teñidas de un color vivo cuando llegaba de la calle, y era agradable, y también un poco triste, el mirarla.
—¡Mira qué calor tengo en las mejillas! —decía acercando el rostro a los ojos de Torbetsky.
Este miraba, mas no con los ojos: miraba con los labios, larga y fuertemente, pues se encontraba mucho mejor e iba recuperando fuerzas. Ya no se preocupaba de la presencia le los otros enfermos, y se besaban sin recato. El chantre volvía delicadamente la cabeza; pero Lorenzo Petrovich no fingía ya que dormía, y miraba a los amantes con provocación y burlonamente. Y ellos querían al chantre, y no querían a Lorenzo Petrovich.
El sábado, el chantre recibió una carta de su familia. Hacía una semana que la esperaba. Todos sabían que la esperaba, y participaban de su inquietud. Alegre y activo ya, recorría las salas mostrando la carta, recibiendo felicitaciones y dando las gracias. Todos sabían, desde hacía mucho tiempo, que su mujer era muy alta: pero aquella vez contó un nuevo detalle, inédito hasta entonces:
—¡Cómo ronca mi mujer! Cuando duerme, se le puede pegar con una maza, que no despertará: ¡Sigue roncando! ¡Lo mismo que un granadero!
Frunciendo maliciosamente las cejas, añadió con orgullo:
—Y esto, ¿a que no la habéis visto? ¿Eh?...
Enseñaba un extremo del papel sobre el cual se veían los contornos irregulares de una mano de niño, en medio de la cual había una inscripción: "Tosia te envía sus saludos". La manita, antes de ponerse sobre el papel, estaba, probablemente, muy sucia; por lo menos había dejado manchas en la carta.
—¡Es mi hijo! ¡Es la mar de travieso! No tiene más que cuatro años; pero ¡es tan inteligente, tan inteligente! ¡Ha puesto su manita el picarillo!...
Retorciéndose de risa, se golpeaba las rodillas con las manos. Su cara tomaba por un instante el aire de un hombre sano; al mirarle no se diría que sus días estaban contados. Hasta su voz se volvía robusta y sonora cuando se ponía a cantar su cántico religioso favorito.
Aquel mismo día llevaron a la sala de conferencias a Lorenzo Petrovich. Se puso agitadísimo, temblorosas las manos y con una sonrisa aviesa en los labios. Rechazó coléricamente al enfermero, que le quería ayudar a desnudarse, se acostó y cerró los ojos. Pero el chantre esperaba, impaciente, a que los volviera a abrir y, al llegar este momento comenzó a asaetear con preguntas a su vecino sobre lo que había ocurrido en la sala de conferencias.
—Es emocionante, ¿verdad? Probablemente han dicho: "Había una vez un comerciante..."
Lorenzo Petrovich, enfurecido, lanzó al chantre una mirada de desprecio, volvióle la espalda y de nuevo cerró los ojos.
—No te envenenes la sangre —prosiguió el chantre—. Pronto curaras, y todo irá bien.
Echado de espaldas, contempló pensativo el techo, donde se veía un rayo de sal venido no se sabe de dónde. El estudiante había salido a fumar. En la sala reinaba silencio, roto de vez en cuando por la respiración lenta de Lorenzo Petrovich.
—Sí, padrecito —decía rebosante de alegría el chantre—. Si por casualidad te encontraras en nuestro pueblo, ven a verme. No está a más de cinco kilómetros de la estación. Cualquiera a quien preguntes, te llevará a mi casa. Ven a verme: te recibiré como a un rey. Tengo allí una, sidra deliciosa, de una dulzura incomparable.
Suspiró y, tras breve pausa, siguió:
—Antes de entrar en mi casa, visitaré el monasterio, la catedral. Luego me llevaré bien en los famosos baños de vapor... ¿Cómo se llaman?...
Lorenzo Petrovich seguía callado, y. era el mismo chantre quien se respondía:
—Baños del Comercio... Luego iré a mi casa...
Se calló, contentísimo. Durante unos instantes no se oyó más que la respiración irregular de Lorenzo Petrovich, que parecía la de una locomotora en una vía de reserva. Y antes de que el cuadro de felicidad próxima imaginada por el chantre desapareciera de sus ojos, oyó palabras terribles; terribles, no sólo por su sentido, sino también por la maldad y rudeza con que fueron pronunciadas,
—Dio es a tu casa sino al cementerio adonde irás —dijo Lorenzo Petrovich.
—¿Como, padrecito? —preguntó el chantre, sin comprender.
—¡Digo que es el cementerio lo que te espera!
Volvióse hacia el chantre para que le oyera mejor, para que ni una sola de aquellas palabras crueles se perdiera, y agregó;
—O puede ser que te descuarticen aquí mismo, para mayor gloria de la ciencia, y para instruir a los estudiantes...
Y soltó una risa larga y siniestra, malévola.
—Pero vamos, padrecito, ¿qué es lo que dices? —balbució el chantre.
—Digo que aquí tienen una manera chusca de enterrar a los muertos: primero, cortan al desgraciado un brazo, y le entierran; luego una pierna, y la entierran igualmente, y así sucesivamente. Si el difunto no tiene suerte, su entierro puede prolongarse todo un año.
El chantre miró con horror a su interlocutor, que siguió diciendo palabras horribles y repugnantes por su cinismo:
—En verdad, pobre chantre, me sorprendes: a pesar de tu edad avanzada, eres ingenuo como un santo. Trazas proyectos para el futuro. Tienes intención de visitar el monasterio, la catedral; hablas de tu manzano y, sin embargo..., no tienes más que una semana de vida...
—¿Una semana?
—Sí, mi viejo; nada más. No soy yo quien te lo dice: son los médicos mismos quienes lo afirman. Ayer, cuando tú no estabas aquí, les oí hablar entre ellos... Creían que yo dormía. "Nuestro chantre es cosa acabada —dijeron no tiene más que una semana de vida..."
—¿Nada más que una semana? —balbució el desventurado chantre, con voz apenas comprensible.
—Nada más, mi viejo. La muerte no esperará: no. tiene piedad.
Y, alzando su enorme puño, agregó, después de mirarle un instante:
—¡Mírale! Es forzudo, ¿eh? Podría matar a un hombre y, sin embargo...
Yo también... ¡Sí, yo también! ¡Ah, mi pobre chantre, qué tonto eres! "¡Visitaré el monasterio, la catedral!" No, viejo; ya no visitarás nada...
El rostro del chantre se había tornado amarillo. No podía ni hablar, ni llorar, ni gemir. Silencioso, dejó caer la cabeza sobre la almohada y, esquivando la luz del día, tapóse la cara con la sábana.
Pero Lorenzo Petrovich no tenía ganas de callarse, como si aquellas palabras crueles le hicieran un bien. Y con hipócrita bondad, continuó:
—Sí, padrecito; una semana nada más. No tendrás tiempo de ir a los baños del Comercio. Quizá te pongan un baño caliente en el infierno... Es lo más probable...
En este momento entró el estudiante, y Lorenzo Petrovich calló. Tapóse también la cabeza con la sábana, pero se la quitó en seguida y, mirando irónicamente al estudiante, le preguntó, con la misma hipocresía de hombre de bien y con sonrisa aviesa:
—¿Y la señorita? ¿Tampoco hoy vendrá?
—No... no se encuentra bien —respondió fríamente el estudiante.
Es una lástima. Pero, ¿qué es lo que tiene?
El estudiante no respondió. Acaso ni siquiera había oído la pregunta. Hacía tres días que no veía a la joven. El estudiante hacía como que miraba por la ventana sólo por distraerse; en efecto, espiaba la entrada del hospital con la esperanza de ver llegar a su amada. Así, pegado el rostro a los vidrios, nervioso, tan pronto desesperado como abrigando una esperanza, pasaba las horas. Cansado, pálido, tomó un vaso de té y se acostó, sin reparar en el silencio inusitado del chantre, ni en la locuacidad, inusitada también, de Lorenzo Petrovich.
—¿No ha venido hoy la señorita? —inquiría el último con sonrisa siniestra.
IV
Aquella noche fue desmesuradamente larga. La lámpara eléctrica, cubierta con una pantalla, alumbraba débilmente la sala. El silencio era turbado, a veces, por los ronquidos o los gemidos de los enfermos. Una cachara cayó al suelo, y el estrépito producido fue como el de una campanilla, y vibró largo tiempo en el aire tranquilo e inmóvil.
Nadie durmió aquella noche en la sala 8; pero todos estaban quietos en sus camas y parecían dormir. Sólo el estudiante Torbetsky, no haciendo caso de los demás, se volvía de todos lados, suspirando. Por dos veces hasta salió al pasillo a fumar un cigarrillo. Al fin, durmióse con un sueño profundo, y su pecho se levantaba con plácida regularidad. Probablemente tenía sueños de dicha, pues en sus labios afloraba una sonrisa de contento. Aquella sonrisa parecía muy extraña, casi misteriosa, en el rostro de un hombre dormido.
El reloj, que estaba en el compartimiento vecino, anunciaba las tres, cuando Lorenzo Petrovich, que comenzaba a dormitar, oyó un leve sonido, tembloroso y tierno, como una canción lejana y triste. Prestó oído: el sonido se prolongó, hízose más fuerte y parecía, ahora; el llanto de un niño, encerrado en un cuarto oscuro, (pie, teniendo miedo a las tinieblas, y a la vez a los que le han encerrado, trata de reprimir sus sollozos. Lorenzo Petrovich, completamente despierto, al instante comprendió lo que pasaba: era una persona mayor, un hombre, que lloraba, sofocado, tragándose las lágrimas.
—¿Qué es eso? —inquirió asustado. Nadie le respondió.
Los sollozos cesaron. La sala se había vuelto más triste aun. Las paredes blancas estaban impasibles y frías. No había nadie a quien poderse quejar de la soledad y del miedo, y pedirle protección.
—¿Quién llora? —insistió Lorenzo Petrovich—. ¿Eres tú, chantre?
Los sollozos, que por un instante se habían como escondido muy cerca de Lorenzo Petrovich, tornaron a empezar de nuevo. Llenaron ahora la sala. La sábana que cubría el cuerpo del chantre se bajó, y la plaquita metálica adosada a la cama, tembló.
El chantre lloraba cada vez más fuerte.
Lorenzo Petrovich se sentó en la cama y, después de reflexionar un momento, bajó al suelo. Acometióle un vértigo, y le costó trabajo sostenerse sobre las piernas; parecíale que alguien hacía girar en su cerebro pesadas bolas de piedra. Su corazón latía tan fuerte como si le golpearan con un martillo desde dentro del pecho.
Acercóse, respirando con dificultad, al lecho del chantre, que estaba a un metro de distancia del suyo. Agotado por este esfuerzo, palpó con su mano el cuerpo del chantre, quien, sin pronunciar una sola palabra, le cedió un pequeño sitio para que se pudiera sentar.
—¡No llores! ¡Eso no vale la pena! —dijo Lorenzo Petrovich—. ¿Tanto temes a la muerte?
El otro se estremeció en su cama y exclamó, con voz lastimera:
—¡Ah, eso es tan!...
—¿Qué? ¿Tienes miedo?
—No, no tengo miedo... no tengo miedo... —balbució, sollozando con más fuerza aún.
—No te tienes que enfadar conmigo por habértelo dicho... Sería tonto enojarse...
—Pero si no estoy enojado. ¿Por qué había de enojarme? No eres tú quien ha llamado a mi muerte... Viene ella sola.
—Entonces, ¿por qué lloras?
Esto no era piedad: Lorenzo Petrovich quería tan sólo comprender, mirando con atención el rostro del chantre y su perilla gris, que se veían apenas en la semioscuridad
—¿Por qué lloras, pues? —insistió.
El chantre se cubrió el rostro con las manos y, balanceando la cabeza, respondió con voz lastimera:
—¡Ah, padrecito!... Es el sol lo que siento... ¡Si supieras como brilla en nuestra casa... en nuestro país!... Es algo maravilloso...
¿De qué sol hablaba? Lorenzo Petrovich no comprendía, y se irritó. Pero un instante después recordó el torrente de luz que inundara la sala aquella mañana, recordó cómo brillaba el sol en si: país, sobre el Volga, en el bosque, en los senderos campestres, y, dejando caer con desesperación sus brazos a lo largo del cuerpo, cayo sollozando sobre la almohada, al lado del chantre.
Así lloraron los dos.
Lloraron el sol, que no verían más; el magnifico manzano, que daría frutos cuando ellos no estuvieran ya en este mundo; las tinieblas, que les envolverían pronto; la vida, tan ardientemente deseada; y la muerte, tan cruel. El silencio de la noche agarraba sus sollozos y los repartía por las salas, mezclándolos con los ronquidos de los enfermos, cansados del trabajo del día; con los gemidos de los enfermos graves y la respiración de los convalecientes,
El estudiante dormía; pero la sonrisa había desaparecido de sus labios, y sombras azules se posaron en su rostro inmóvil y triste. La lámpara eléctrica iluminaba la sala con su luz imperturbable, y las blancas paredes seguían impasibles.
***
La muerte se llevó a Lorenzo Petrovich a la noche siguiente, al amanecer. Se había dormido con un sueño profundo; luego despertó de repente, comprendió que se iba a morir en seguida y que había que gritar, pedir socorro, hacer la señal de la cruz. No tuvo tiempo; perdió la conciencia. Su pecho se alzó y se bajó de nuevo, sus piernas se entumecieron, su cabeza resbaló de la almohada.
El chantre, al oír un leve ruido en el lecho de su vecino, preguntó sin abrir los ojos:
—¿Qué tienes, padrecito?
Nadie le respondió, y se volvió a dormir.
Cuando vinieron los médicos, le aseguraron que no tenía que temer a la muerte, y que viviría aún mucho tiempo, y él tuvo en aquello plena confianza. Desde la cama, saludaba con la cabeza, y daba las gracias, muy dichoso.
El estudiante también era feliz, y durmió con un sueño tranquilo; reci bió la visita de su amada, que le besó muy fuerte, y estuvo a su lado veinte minutos más que de costumbre.
El sol había salido.
El silencio
I
Una noche clara de mayo en la que cantaban los ruiseñores, en el estudio del pope Ignacio penetró su mujer. En su rostro se dibujaba un aire de pena, y la lamparita temblaba en su mano. Acercóse a su marido y, tocándole con la mano, díjole, con lágrimas en los ojos:
—¡Pope, vamos a ver a nuestra hijita Vera!
Sin volver siquiera la cabeza, el pope miró fija y largamente a su mujer par encima de sus lentes, y no dijo nada. Ella hizo un gesto de desesperación y se sentó sobre una otomana.
—¡Los dos sois tan... impiadosos! —exclamó y su cara de buena mujer, algo inflada, contrájose en una mueca de dolor, como si con aquella mueca quisiera dar a entender el grado de crueldad de su esposo y de su hija.
El sonrió y se levanto. Cerró su libro, se quitó los lentes, los metió en un estuche y se sumió en profundas reflexiones. Su larga barba, de hilillos de plata, cubríale el pecho.
—Bueno; vamos allá —dijo al fin.
Olga Stepanevna se incorporó presurosa y le suplicó con voz tímida:
—Pero no hay que reñirla... Sabes que es muy sensible...
La habitación de Vera se hallaba arriba. La angoste escalera de madera se cimbreaba bajo los pasos del pope Ignacio, alto y grueso. Estaba de mal humor. Sabía que su conversación con Vera no conduciría a nada.
—¿Qué pasa? —preguntó Vera, sorprendida, al verlos entrar.
Estaba en la cama. Con una mano cubríase la frente; la otra reposaba sobre el lecho, y era tan blanca y transparente, que apenas si se la distinguía sobre la blanca sábana.
—¡Vera, niña mía! —murmuró el padre, tratando de dar a su voz dura y severa notas más dulces—. Dinos, ¿qué tienes?
Vera guardó silencio.
—Pero, veamos, Vera. ¿Es que tu madre y yo no somos dignes de tu confianza? ¿Es que no te amamos? No hay en el mundo quien te ame más que nosotros. Dinos por qué sufres, y se desahogará tu corazón, lo cual te hará bien. Créeme, pues conozco la vida y tengo experiencia. También a nosotros nos hará bien eso. Mira cómo sufre tu madre...
—¡Verita! —suplicó la madre.
—Y yo también —continuó el padre, con voz temblorosa, como si algo se hubiera roto en él—. ¿Crees que soy dichoso viéndote así? Sé que te sufres, pero, ¿por qué? Yo, tu padre, no sé nada. ¿Crees que eso es justo?...
Vera seguía sin decir nada. Dominando la furia que le subía a la garganta, prosiguió él:
—Te fuiste a Petersburgo contra mi voluntad; pero, así y todo, no rechacé a la hija desobediente; te mandé dinero. He sido siempre un buen padre para ti. ¡Habla! ¿Por qué no dices nada? ¡He aquí tu Petersburgo!...
Imaginábase enormes masas de piedras, llenas de peligros desconocidos, y gentes indiferentes, frías, sin corazón. Esa ciudad inhospitalaria de granito es la que ha hecho sufrir tanto a Vera, débil, aislada, solitaria, sin defensa. Es esa ciudad la que la había perdido. El pope Ignacio sentía un odio mortal a Petersburgo y una tremenda cólera contra su hija, que no quería decir nada.
—Petersburgo no tiene nada que ver aquí —dijo al fin Vera cerrando los ojos—. Además, no tengo nada. Es mejor que os acostéis; es tarde.
—¡Verita mía, mi niña querida! —gemía la madre—. ¡Ábreme tu corazón!
—Dejemos eso, mamá —replicó Vera, con impaciencia.
El pope Ignacio sentóse en una silla y soltó una risa áspera y seca.
—¿Nada, pues? —preguntó, con ironía.
—Escucha, padre —dijo con firmeza Vera, incorporándose un poco sobre el lecho—. Sabes que os amo, a ti y a mamaíta. Pero... no hay nada, os lo aseguro. Me aburro, eso es todo. Ya pasará. De verdad; idos a acostar. También yo tengo sueño. Ya hablaremos... mañana o un día de estos...
El pope Ignacio se levantó de manera tan brusca que la silla chocó contra la pared; cogió a su mujer por la mano.
—¡Vámonos!
—¡Verita mía!
—¡Vámonos, te digo! —gritó el pope—. Si ha olvidado al Dios bueno, no somos nada para ella.
Condujo a Olga Stepanovna casi a la fuerza. Cuando estaban en la escalera, ella le gritó, iracunda:
—¡La culpa es tuya! Tiene tu carácter. ¡Tú responderás de ella ante Dios! ¡Qué desgraciada soy!
Lloraba. Las lágrimas la impedían ver los peldaños de la escalera y andaba como si ante sus pies se hubiera abierto un abismo.
A partir de aquel día, el pope Ignacio no dirigió la palabra a su hija. Diríase que ésta no lo veía; seguía guardando cama o paseándose por su cuarto, frotándose a cada instante los ojos, como si hubiera algo que se tos tapara. Y la madre, que gustaba de reír de bromear, perdía la cabeza desesperada, entre el marido y la hija, siempre taciturnos.
Vera, a veces, salía. Una semana después de la conversación que hemos referido, salió, como de costumbre, por la noche. Y ya no se la volvió a ver viva: aquella noche se arrojó bajo el tren, que la cortó en dos pedazos.
El mismo pope Ignacio presidió la ceremonia de los funerales. Su mujer no asistió porque, al recibir la noticia de la muerte de Vera, fue acometida de una parálisis. Sus brazos, sus piernas y su lengua quedaron paralizados, y permaneció inmóvil en su cuarto, medio a oscuras, mientras, muy cerca, en el campanario, las campanas tocaban a muerto.
Oía a la gente salir de la iglesia, oía cantar a los sochantres ante el ataúd, e intentaba levantar la mano para hacer la señal de la cruz. Pero la mano no le obedecía. Quería decir: "¡Adiós, Vera!" Pero tenía la lengua pesada como una masa inerte. Seguía sin moverse, tan quieta, que se diría estaba reposando. Solamente sus ojos estaban abiertos.
Durante la ceremonia fúnebre, la iglesia estaba llena de gente. Todo, hasta los que no conocían a Vera, se compadecían de la suerte de aquella muchacha que había tenido muerte tan trágica. Miraban al pope Ignacio buscando en su rostro la expresión del sufrimiento y el dolor. No la amaban porque era severo y altivo, aborrecía a los pecadores y no les perdonaba, y, porque ávida y amante del dinero, se hacía pagar caro los servicios religiosos. Y querían verle sufrir, abatido, comprendiendo su doble responsabilidad en la muerte de su hija: como padre cruel, y como pope, que no supo conducir a su hija por los senderos del bien. Todos le espiaban con la mirada, y él, advirtiendo esta curiosidad hostil, trataba de mantener erguida su ancha espalda y no mostrarse demasiado abatido. Pensaba más en esto que en la muerte de su hija. Así, erguido, con aire altivo, acompañó a Vera al cementerio y volvió a su casa. Al llegar a la puerta, su espalda se curvó un poco; pero era porque tenía la talla demasiado elevada, y la., puertas eran demasiado bajas para él.