Текст книги "Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos"
Автор книги: Леонид Андреев
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Классическая проза
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El terrorista, con una sonrisa burlona, miraba desde lo alto de su nueva y terrible verdad al joven oficial y balanceaba con indiferencia su pie desnudo. No tenía la menor vergüenza de su desnudez, de sus pies sucios. Aunque se le hubiera llevado a una gran plaza, en medio de una multitud de hombres, mujeres y niños, habría permanecido con la misma tranquilidad, balanceando su pie y sonriendo.
—¡Estas gentes no tienen vergüenza! —dijo el viejo oficial de policía mirando con severidad al terrorista—. Les ruego, señores, que no le hablen. Tenemos instrucciones formales...
Pero en el cuarto han entrado otros oficiales mirando, cambiando observaciones. Uno de ellos que conocía al oficial de policía le tendió la mano. Luba coqueteaba con los recién venidos.
—Figúrense ustedes —refirió el joven– que tenía una browningcon una veintena de balas... ¡Es idiota! Yo no lo entiendo.
—¡Tú no lo comprendes jamás!
—¡Y, sin embargo, no son cobardes!...
—¡Tú eres un idealista!...
El viejo oficial de policía, que les escuchaba sonriéndose, se aproximó de pronto al terrorista, se plantó ante él y gritó, poniendo los ojos muy furiosos:
—¿No le da a usted vergüenza? ¡Póngase al menos los pantalones! Le están mirando unos señores oficiales... ¡Esto es un héroe! ¡Con una prostituta! ¿Qué dirán tus camaradas? ¡Canalla!
Luba escuchaba con el cuello extendido. Había allí tres Verdades diferentes: el viejo policía borracho y deshonesto; una mujer perdida, turbada por los relatos de otra vida llena de heroísmos y de sacrificios, yél. Las palabras insultantes del viejo policía le turbaron visiblemente; se diría que hasta había querido responder, pero acabó por conservar su sonrisa enigmática.
Poco a poco los oficiales fueron saliendo; los agentes de policía se habían acostumbrado a aquella habitación y a aquellos dos seres humanos medio desnudos, y permanecían tranquilos y flemáticos. Su jefe pensaba tristemente en que no se podría acostar, pues se habría de pasar el día entero en el puesto de policía.
—¿Puedo vestirme? —preguntó Luba.
—No.
—Es igual; puedes seguir así.
El viejo oficial no la miraba. Ella se volvió hacia el terrorista y susurró algo a su oído. Él alzó los ojos hacia ella. Entonces ella repitió:
—¡Amado mío! ¡Amado mío!
Él le sonrió con benevolencia. Y esta sonrisa, que le decía que no había olvidado nada y que seguía tan bueno y tan bravo, y que estaba casi desnudo y despreciado de todos, inspiró repentinamente a Luba un amor sin límites y una cólera loca, ciega. Se puso de rodillas dando un grito y besó sus pies desnudos.
—¡Vístete, amado mío! ¡Pronto, vístete!
—¡Déjalo, Luba —le gritó el viejo policía—. No lo, merece.
Pero Luba se levantó bruscamente.
—¡Cállate, viejo crápula! ¡Es mejor que todos vosotros!
—¡Es un canalla!
—¡No, el canalla lo eres tú!
—¡Cómo! —gritó fuera de sí el viejo policía—. ¡Prendedla!
Luba lloraba de rabia.
—¡Amado mío! ¿Por qué entregaste tu revólver? ¿Por qué no has traído una bomba? Los hubiéramos a todos... a todos...
—¡Apretadle a ésa el gaznate!
Ahogada, sofocada, en silencio, luchaba la mujer contra el policía intentando morderle los dedos. El policía, torpe, que no tenía costumbre de luchar con mujeres, pretendía tirarla al suelo. En el corredor se oían ya voces numerosas, chocar de espuelas de los gendarmes. Se oía también la voz de barítono, seductora, dulce, del oficial de gendarmes. Se diría que era un cantante que hacía su entrada en escena y que ahora iba a empezar la verdadera representación.
El viejo oficial de policía se disponía a recibir a sus jefes.
La nada
Se estaba muriendo un alto dignatario, viejo, importante; un gran señor que tenía mucho apego a la vida. Era para él muy penoso morir; no creía en Dios ni comprendía por qué moría y dominábale el terror. Era horrible ver cómo sufría.
Su vida era grande, rica y llena de interés; su corazón y su cerebro estaban siempre preocupados y satisfechos. Pero estaban cansados, agotados, casi como todo su cuerpo por otra parte, que se iba enfriando poco a poco. Sus ojos y sus oídos, acostumbrados aver y oír siempre lo bello, estaban igualmente cansados, y la alegría misma pesaba demasiado sobre su pobre corazón, harto trabajado. Cuando todavía no se estaba muriendo pensaba en la muerte; algunas veces con cierto placer. Se decía que le daría el reposo, que le libraría de todos aquellos abrazos, muestras de estimación y relaciones que tanto le fastidiaban. Sí, lo pensaba con placer; pero ahora, estando a punto de morir, sentía que un horror indescriptible penetraba en su alma.
Quisiera vivir todavía un poco, aunque no fuera más que hasta el lunes próximo, mejor aún hasta el miércoles o jueves. Pero no sabía con precisión el verdadero día de su muerte, ya que en la semana hay solamente siete.
Y precisamente aquel día desconocido se presentó ante él un diablo muy ordinario, como muchos. Se introdujo en la casa disfrazado de cura; pero el alto dignatario comprendió en seguida que el diablo no había ido allí por ir, y se puso alegre. «Una vez que el diablo existe la muerte no es realidad; por el contrario, la inmortalidad es algo real. En rigor, si la inmortalidad no existe se puede prolongar la vida vendiendo el alma en condiciones ventajosas.) Esto era evidente, casi claro.
Pero el diablo tenía un aspecto cansado y aburrido. Durante un rato bastante largo no dijo nada ymiró a su alrededor con una mueca de disgusto, como si se hubiera equivocado de dirección. Esto inquietó al dignatario, que se apresuró a ofrecer un sillón al diablo. Pero aun después de sentado el diablo conservaba su aire aburrido y guardaba silencio.
«¡Helos aquí tales como son! —pensó el dignatario examinando con curiosidad al visitante—. ¡Dios mío, qué hocico tan desagradable! Ni en el infierno debe pasar por guapo.»
—Yo me lo figuraba a usted de otro modo —dijo en voz alta.
—¿Qué? —preguntó el diablo haciendo un gesto.
—Yo no me lo figuraba a usted así.
—¡Tonterías!
Todo el mundo le decía lo mismo al verle por primera vez, y esto le fastidiaba.
«Y sin embargo, no puedo ofrecerle té o vino —se dijo el dignatario—. Quizá ni siquiera sepa beber.»
—¡Bueno, ya está usted muerto! —comenzó el diablo con tono flemático.
—¿Qué es lo que dice usted? —exclamó indignado el dignatario—. ¡Estoy vivo todavía!
—No diga tonterías —respondió el diablo, y continuó—: Está usted muerto... Y bien, ¿qué hacemos ahora? Este es un asunto serio y hay que tomar una decisión...
—Pero ¿es de veras que... estoy muerto? Puesto que hablo...
—¡Ah, Dios mío! Cuando sale usted de viaje, ¿no tiene que pasar por la estación antes de subir en el tren? Ahora está usted en la estación, precisamente...
—¿En la estación?
—Sí.
—Ahora comprendo. Entonces, ¿esto ya no es yo? ¿Y dónde estoy yo? Es decir, mi cuerpo...
—En una habitación vecina. Le están lavando ahora con agua caliente.
Al dignatario le dio vergüenza, sobre todo cuando pensó en su vientre cubierto de espesas capas de grasa. Pensó además que son siempre las mujeres quienes lavan a los muertos.
—¡Esas costumbres estúpidas! —dijo con cólera.
—Eso no es cuenta mía —objetó el diablo—. N. perdamos tiempo y vamos al grano... Tanto más cuanto que empieza usted a oler mal.
—¿En qué sentido?
—En el sentido más ordinario; se empieza usted a pudrir, y eso huele muy mal. ¡Pero ya estoy harto de sus preguntas! Tenga la bondad de escuchar bien le que voy a decirle: no lo he de repetir.
Y en términos lleno de enojo, con una voz cansada de repetir siempre la misma cosa, expuso al dignatario lo que sigue:
El viejo dignatario muerto tenía ante sídos perspectivas a elegir: o pasar a la muerte definitiva, o bien aceptar una vida de un género especial un poco extraño, capaz de provocar dudas. Tenía libre la elección. Si elegía lo primero sería la nada, el silencio eterno, el vacío...
—«¡Dios mío, eso precisamente era lo que me daba siempre horror!», pensó el dignatario.
—Eso era el reposo imperturbable —dijo el diablo examinando con curiosidad el techo tallado—. Desaparecerá usted sin dejar ninguna huella, sin existencia. Tendrá un fin absoluto, no hablará usted jamás, ni pensará, ni deseará nada, ni experimentará alegría ni dolor; nunca pronunciará la palabra «yo»; en fin, no existirá usted ya, se extinguirá, cesará de vivir, se hará nada...
—¡No, no quiero! —gritó con fuerza el dignatario.
—¡Y, sin embargo, eso sería el reposo! Eso también vale algo. Un reposo tal que es imposible imaginársele más perfecto.
—¡No, no quiero reposo! —dijo decididamente el dignatario mientras su corazón cansado no imploraba más que reposo, reposo, reposo.
El diablo alzó sus hombros peludos y continuó con un tono fatigado, como el viajante de un almacén de modas al fin de una jornada de trabajo.
—Pero, por otro lado, voy a proponerle a usted la vida eterna...
—¿Eterna?
—Que sí. En el infierno. No es eso precisamente lo que usted hubiera deseado, pero así y todo es la vida. Tendrá usted algunas distracciones, conocimientos interesantes, conversaciones... y sobre todo conservará su «yo». En fin, habrá de vivir usted eternamente.
—¿Y sufrir?
—Pero ¿qué es eso del sufrimiento? —y el diablo hizo una mueca—. Eso parece terrible hasta que uno se acostumbra. Y debo decirle a usted que es precisamente de la costumbre de lo que se lamentan allí.
—¿Hay allí mucha gente?
—Bastante... Sí, se lamentan tanto que últimamente hasta hubo perturbaciones bastante graves: reclamaban nuevos suplicios. Pero ¿dónde encontrar esos suplicios nuevos? Y, sin embargo, aquellas gentes gritaban: «¡Esto es la rutina! ¡Esto se ha hecho trivial!»
—¡Qué brutos son!
—Sí, pero vaya usted a llamarles a la razón. Felizmente, nuestro Maestro...
El diablo se levantó respetuosamente y su rostro adquirió una expresión aún más desagradable. El hombre hizo también un gesto cobarde para manifestar su respeto.
—Nuestro Maestro ha propuesto a los pecadores que se martiricen ellos mismos...
—¿Una especie de autonomía? —dijo sonriendo el dignatario.
—Sí, lo que usted quiera... Ahora los pecadores se rompen la cabeza... ¡Vamos, querido, hay que decidirse!
El otro reflexionó, y teniendo ahora plena confianza en el diablo le preguntó:
—¿Qué me recomendaría usted?
El diablo frunció las cejas.
—No, en cuanto a eso... no soy amigo de dar consejos.
—Entonces no quiero ir al infierno.
—Muy bien, será como usted guste. No tiene usted más que poner su firma.
Desplegó ante el dignatario un papel muy sucio, que más bien parecía un moquero que un documento tan importante.
—Firme aquí —y señaló con su garra—. Digo, no, aquí no. Aquí se firma cuando se elige el infierno. Para la muerte definitiva es aquí donde hay que firmar.
El dignatario, que había cogido ya la pluma, la dejó en seguida sobre la mesa y suspiró.
—Naturalmente —dijo con un tono de reproche—, eso a usted lo mismo le da; pero a mí... Dígame, si gusta: ¿con qué se martiriza allí a los pecadores? ¿Con el fuego?
—Sí, con el fuego también —respondió con flema el diablo—. Tenemos días de asueto.
—¿De veras? —exclamó con alegría el hombre.
—Sí, los domingos y días de fiesta se descansa. Y además hemos introducido la semana inglesa: los sábados no se trabaja más que desde las diez de la mañana hasta el medio día.
—¡Vaya, vaya! ¿Y por Navidad?
—Por Navidad, lo mismo que por Pascuas, se dan tres días libres. Aparte de esto se da un mes de vacaciones en el verano.
—¡Vamos, eso es muy liberal! —exclamó el otro con alegría—. No me lo esperaba... Pero dígame, en rigor ¿aquello es malo, lo que se dice malo, malo?...
—Tonterías! —respondió el diablo.
El dignatario tuvo un sentimiento de vergüenza. El diablo estaba visiblemente de mal humor; probablemente no había dormido aquella noche, o bien hacía mucho tiempo que estaba mortalmente aburrido de todo aquello: de dignatarios muriéndose, de la nada, de la vida eterna...
El dignatario vio barro en la pierna derecha del diablo. «No son muy limpios», se dijo.
—Entonces —repuso el hombre—, ¿es la Nada?
—La Nada —repitió el diablo como un eco.
—¿O la vida eterna?
—O la vida eterna.
El hombre se puso a reflexionar. En la habitación vecina habían terminado ya el servicio fúnebre en su honor y él seguía reflexionando. Y los que le veían en su lecho mortuorio, con su rostro grave y severo, no adivinaban qué extraños pensamientos asaltaban su cráneo frío. Tampoco veían al diablo. Olía a incienso, a cirios ardiendo y alguna otra cosa más.
—La vida eterna —dijo el diablo pensativo, cerrando los ojos—. Se me ha recomendado muchas veces que les explique lo que eso quiere decir. Creen que no me expreso con suficiente claridad; pero ¿es que estos idiotas la pueden comprender?
—¿Es de mí de quien habla usted?
—No solamente de usted... Hablo en general. Cuando se piensa en todo esto...
Hizo un gesto de desesperación. El dignatario intentó manifestarle su compasión.
—Le comprendo. Es un oficio penoso el suyo, y si yo por mi parte pudiera...
Pero el diablo se enfadó.
—¡Le ruego a usted que no toque a mi vida personal o me veré obligado a enviarle a usted al diablo! Se le presenta una cuestión y usted no tiene más que responder: ¿la muerte o la vida eterna?
Pero el dignatario seguía reflexionando y no podía decidirse. Fuera porque su cerebro comenzara a abismarse o porque nunca hubiera sido muy sólido, el dignatario se inclinaba más bien a la vida eterna. ‹¿Qué es eso del sufrimiento?», se decía. ¿No había sido toda su vida una serie de sufrimientos? Y, sin embargo, amaba la vida. No temía los sufrimientos. Pero su corazón cansado pedía reposo, reposo, reposo...
En este momento se le conducía ya al cementerio. A las puertas del departamento de donde había sido jefe se detuvo el cortejo y los curas dieron comienzo a un oficio religioso. Llovía, y todo el mundo abrió los paraguas. El agua a chorros caía de los paraguas, corría por el suelo y formaba charcos en el pavimento.
«Mi corazón está cansado hasta de las alegrías», continuaba reflexionando el dignatario que conducían al cementerio. «No pide más que reposo, reposo, reposo. Quizá sea demasiado estrecho mi corazón, pero estoy terriblemente cansado...»
Y estaba casi decidido por la Nada, la muerte definitiva. Se había acordado de un corto episodio. Fue antes de caer enfermo. Tenía gente en casa, se reían. Él también reía mucho, a veces hasta llorar de risa. Y, sin embargo, precisamente en el momento en que se creía más feliz sintió de repente un deseo irresistible de estar solo. Y para satisfacer este deseo se escondió, como un muchacho que teme que lo castiguen, en un rinconcito.
—¡Pero despache usted! —le dijo el diablo con tono disgustado—. ¡El fin se acerca!
Hizo mal en pronunciar aquella palabra; el dignatario casi se había decidido por la muerte definitiva, pero la, palabra «fin» le espantó y experimentó un deseo irresistible de prolongar su vida a cualquier precio. No comprendiendo ya nada, perdiéndose en sus reflexiones, no pudiendo tomar decisión neta, remitió la solución al Destino.
—¿Se puede firmar con los ojos cerrados? —preguntó tímidamente.
El diablo le echó una mirada bizca y respondió:
—¡Siempre tonterías!
Pero probablemente todos aquellos tratos le tenían fatigado; reflexionó un instante, suspiró y puso de nuevo ante el dignatario el pequeño papel, que más bien parecía un moquero sucio que un documento importante.
El otro tomó la pluma, sacudió la tinta, cerró los ojos, puso el dedo sobre el papel y... precisamente en el último momento, cuando había firmado ya, abrió un ojo y miró.
—¡Ah, qué es lo que he hecho! —gritó con horror, arrojando la pluma.
—¡Ah! —le respondió como un eco el diablo.
Las paredes repitieron esta exclamación. El diablo, marchándose, se echó a reír. Y cuanto más se alejaba, más ruidosa se hacía su risa, semejando una serie de truenos...
En este momento se procedía ya al entierro del alto dignatario. Los pedazos de tierra húmeda caían pesadamente, con un ruido sonoro, sobre la tapa del ataúd. Podría creerse que el ataúd estaba vacío, que no había nadie dentro: tan sonoro era aquel ruido.
Valia
Valia, sentado a la mesa, leía. El libro era muy grande, la mitad de grande que el propio Valia, con enormes líneas negras y dibujos que ocupaban páginas enteras. Para ver la línea superior Valia tenía que estirar el cuello casi al ancho total de la mesa, ponerse de rodillas en la silla, y con su dedito retener las letras porque se perdía fácilmente entre tantas otras y era muy difícil encontrarlas después. Gracias a estas circunstancias no previstas por los editores la lectura, no obstante el agudo interés de lo que se relataba en el libro, avanzaba muy lentamente. Se contaba allí la historia de un muchacho muy fuerte que se llamaba Bova y que cogía a los otros muchachos por los brazos y las piernas y se los separaba inmediatamente del cuerpo. Esto era terrible y al mismo tiempo chusco, y Valia, viajando con todo su cuerpo a través del libro, estaba muy emocionado e impaciente por saber en qué pararía aquello. Pero se le había prohibido leer: mamá entró con otra mujer.
—¡Aquí está! —dijo la mamá, cuyos ojos estaban enrojecido por las lágrimas vertidas según toda evidencia muy recientemente; al menos entre sus manos apretaba nerviosamente un pañuelo blanco de encaje.
—¡Valia, hijo mío! —exclamó la otra mujer, y después de abrazarle empezó a cubrirle de besos las mejillas y los ojos, apretándole muy fuerte contra sus labios menudos y duros. No sabía acariciar corno mamá: los besos de mamá eran siempre dulces, efusivos, mientras que aquella mujer le incomodaba con sus caricias.
Valia las aceptaba con disgusto. Estaba descontento de que se le hubiera interrumpido en su lectura, tan interesante; por otra parte, aquella mujer desconocida, alta y delgada, de dedos secos en los que no había ni una sortija, no le acababa de complacer. Se desprendía de ella un olor desagradable, un olor de humedad o de algo podrido, mientras que mamá olía siempre a perfumes muy finos.
Finalmente, aquella mujer dejó tranquilo a Valia, ymientras él se enjugaba los labios lo examinó con una mirada rápida como si quisiera fotografiarlo. Su naricita chata, sus espesas cejas de persona mayor, que cubrían sus negros ojos, y todo su aire serio y grave recordaron, sin duda, algo a aquella mujer, pues se echó a llorar. No lloraba tampoco como mamá: su rostro permanecía inmóvil y solamente las lágrimas corrían rápidamente una tras otra como si rivalizaran en rapidez.
Habiendo acabado de pronto de llorar, lo mismo que había empezado, preguntó:
—Valia, ¿no me conoces?
—No.
—Y sin embargo vine a verte dos veces. ¿No te acuerdas?
Quizá hubiera venido, y hasta dos veces; quizá nunca había estado allí; Valia no sabía nada. Además no tenía para él ninguna importancia que hubiera venido o no aquella mujer desconocida. Pero le impedía leer con sus preguntas.
—¡Yo soy tu madre, Valia!
Muy sorprendido buscó a mamá con la mirada, pero mamá no estaba allí.
—¿Es que puede haber dos mamás? —dijo—. Dices tonterías.
La mujer se echó a reír, pero aquella risa no gustó a Valia; se veía bien que no tenía gana alguna de reír y que lo hacía a propósito para engañarle.
Durante algún tiempo estuvieron los dos callados,
—¿Sabes ya leer? ¡Eso es bueno!
Él no respondió.
—¿Qué es lo que lees?
—¡La historia del rey Bova! —contestó con una -serena dignidad y con un respeto evidente para el ¡gran libro.
—¡Ah! Eso debe de ser muy interesante. Cuéntame esa historia, te lo ruego —pidió humildemente la mujer.
Y había de nuevo algo falso en aquella voz, a la que ella procuraba dar las notas dulces que tenía la de mamá, pero que aun así era aguda y desagradable. Había igualmente algo falso en todos sus movimientos. Se colocó mejor sobre la silla y aun extendió el cuello preparándose a escuchar atentamente a Valia; pero cuando éste, de mala gana, se puso a contar la historia, ella se abismó en sus pensamientos y quedó sombría como una linterna apagada. Valia se ofendió por sí mismo y por el rey Bova; pero queriendo ser galante acabó la historia apresuradamente.
—¡Eso es todo! —dijo.
—Pues bien, hasta la vista, mi querido niñito —dijo la extraña mujer, empezando de nuevo a apretar sus labios contra el rostro de Valia—. Pronto volveré otra vez. ¿Estarás contento de verme?
—Sí, vuelve si quieres —contestó él galantemente. Y con la esperanza de que se fuera antes—: ¡Muy contento!
Se marchó. Pero tan pronto como Valia encontró en el libro la palabra en que había quedado vio entrar a mamá. Le miró y se echó a llorar también. Que la otra mujer llorara se comprendía: probablemente lamentaba ser tan desagradable y enojosa; pero ¿por qué lloraba mamá?
—Oye —le dijo a mamá con aire pensativo—: Aquella mujer me ha disgustado terriblemente. Dice que es mi mamá. ¡Como si un muchacho pudiera tener dos mamás a la vez!
—No, querido, eso no pasa nunca, pero te ha dicho la verdad: es verdaderamente tu mama.
—Y tú, ¿qué es lo que eres?
—Yo soy tu tía.
Este fue un descubrimiento inesperado, pero Valia le recibió con una indiferencia imperturbable: si se empeñaba en ser su tía, ¿por qué no? Le daba absolutamente lo mismo. Las palabras no tenían para él la importancia que para las personas mayores. Pero su ex mamá no lo comprendía y se puso a explicarle cómo era que antes había sido su mamá y ahora no era más que su tía.
—Hace mucho tiempo, mucho tiempo, cuando tú eras todavía muy pequeño...
—¿Así? —y levantó su mano a veinte centímetros de la mesa.
—No, todavía más pequeño.
—¿Como nuestro gatito? —preguntó Valia lleno de alegría.
Hablaba de su gato blanco que le habían dado recientemente y que era tan pequeño que se colaba fácilmente, con sus cuatro patitas, en un platillo.
—Sí.
Tuvo una risa feliz, pero en el mismo instante tomó su aire grave habitual y con la condescendencia de un hombre que se acuerda de las faltas de su juventud observó:
—¡Qué mono debía ser yo entonces!
Pues bien, cuando él era aún pequeño y mono, corno su gatito, aquella mujer le había llevado allí y le había regalado para siempre... igual que a un gatito. Y ahora, cuando ya era grande e inteligente, le quería recobrar.
—¿Quieres irte a tu casa? —preguntó la ex mamá. Y se puso roja de alegría cuando Valia dijo resueltamente y con aire grave:
—No, no me gusta.
Y se puso a leer de nuevo.
Valia creía terminado el incidente, pero se engañaba. Aquella mujer extraña, de rostro lívido como si le hubieran chupado toda su sangre, llegada no se sabe de dónde y luego desaparecida otra vez, perturbó toda la casa, expulsó de ella la tranquilidad y la llenó de angustia sorda. Mamá-tía lloraba frecuentemente y preguntaba a Valia si quería abandonarla; papá-tío se pasaba sin cesar la mano sobre el cráneo calvo, levantándose sus crasos cabellos blancos, y cuando mamá no estaba delante le preguntaba también si quería ir a casa de aquella mujer.
Una noche, cuando Valia estaba ya en la cama, pero sine dormirse todavía, el ex papá y la ex mamá hablaban de él y de aquella mujer extraña. El ex papá hablaba con una voz baja y enfadada que hacía temblar ligeramente los cristales azules y rojos de la gran araña.
—¡Estás diciendo sandeces, Nastasia Filipovna! No tenemos el deber de devolver el niño. En interés suyo no le tenemos. No se sabe de qué vive esa mujer desde que fue abandonada por... aquel... ; en fin, yo te digo que el niño perecería en casa de aquella mujer.
—Pero ella le ama, Grischa.
—¿Y nosotros no le amamos? Razonas de una manera extraña, Nastasia Filipovna. Se diría que querías desembarazarte del niño.
—¿No te da vergüenza decir eso?
—Te pido perdón. Reflexiona fríamente, tranquilamente. Una mujer cualquiera echa al mundo un niño y para desembarazarse de él lo regala; después vuelve y declara: «puesto que mi amante me ha abandonado, me aburro y quiero recobrar el niño. Puesto que no tengo bastante dinero para frecuentar los teatros y los conciertos, me voy a divertir con mi niño...» No, de ningún modo. Se engaña usted, señora. No lo tendrá.
—Te equivocas, Grischa: sabes bien que está enferma, abandonada de todo el mundo...
—¡Ah, Nastasia Filipovna! ¡Un santo perdería la paciencia contigo! Pero tú olvidas que se trata del porvenir del niño. O quizá eso te importa poco, que sea un hombre honrado o se haga un canalla. Y yo estoy seguro que en casa de esa mujer se hará un pícaro, un ladrón, un canalla y... un canalla.
—¡Grischa!
—No, te lo ruego. ¡Me pones fuera de mí! Hallas siempre un placer en decir sandeces. «Está abandonada de todo el mundo...» Y nosotros, ¿no estamos solos? ¡No, no tienes razón! ¿Por qué diablos me habré casado contigo? Te baria falta por marido un verdugo...
La mujer, que no tenía corazón, se echó a llorar. El marido le pidió perdón, demostrándole que había que ser bestia como un asno para hacer caso de las palabras de un idiota como él. Poco a poco ella se tranquilizó y preguntó:
—¿Y qué dice M. Talonsky?
Él se enfadó de nuevo.
—Pero ¿quién te había dicho que es inteligente? ¿Sabes lo que me ha declarado? Que todo depende del punto de vista del tribunal... ¡Vaya un descubrimiento! ¡Como si nosotros no supiéramos sin él que todo depende del tribunal! Naturalmente, él no tiene-, mucho que perder: pronunciará un discurso ante lose jueces y hasta la vista... ¡Ah si yo tuviera autoridad, ya les ajustaría bien las cuentas a todos esos bribones de abogados!
En este momento mamá cerró la puerta del comedor y Valia no oyó el fin de la conversación. Permaneció aún mucho tiempo sin dormir en su lecho, rompiéndose la cabecita por comprender quién era aquella mujer extraña que quería llevársele y perderle.
Al día siguiente esperó toda la mañana a que la tía —así llamaba ahora a la ex mamá– le preguntara si quería irse a casa de su madre. Pero no se lo preguntó. El tío tampoco le preguntó nada, pero ambos miraban a Valia como si estuviera gravemente enfermo y en vísperas de morir, acariciándole y comprándole grandes libros con láminas de colores.
La mujer extraña no vino más, pero a Valia le parecía que le estaba espiando detrás de la puerta y en cuanto atravesara el umbral le cogería y lo llevaría a un lugar negro y horrible, lleno de monstruos malos que escupirían fuego. Por ]a noche, cuando el ex papá trabajaba en su despacho y la mamá hacía media,. Valia leía sus libros, en los que las líneas se habían hecho más pequeñas y menos espaciadas. Reinaba un silencio que cortaba el ruido de las páginas vueltas o la tos del ex papá que llegaba de su despacho. La lámpara con pantalla azul proyectaba su luz sobre el tapete de terciopelo, pero los rincones de la alta habitación permanecían envueltos en las tinieblas misteriosas. Allí en aquellos rincones había grandes tiestos de flores de hojas y raíces fantásticas que trepaban hacia fuera y semejaban serpientes luchando entre sí. A Valia le parecía que entre ellas se movía alguna cosa grande y negra.
Seguía leyendo. Ante sus ojos pasaban bellas imágenes tristes que evocaban la piedad y el amor, pero aun con más frecuencia el miedo. Valia compadecía a la pobrecita hada del mar que amaba tanto al hermoso príncipe que abandonó por él a sus hermanas y el océano profundo y tranquilo; pero el príncipe no sabía nada de aquel amor, porque el hada del mar era muda, yse casó con una alegre princesa; se festejaba la boda: la música tocaba sobre el bajel y todas sus ventanas estaban profusamente iluminadas cuando la pequeña hada del mar se arrojó, buscando la muerte, en las ondas obscuras y frías. ¡Pobrecita hada del mar, tan dulce, tan triste, tan buena!...
Pero con más frecuencia aún Valia veía hombres monstruosos horriblemente malos. Volaban hacia alguna parte, en la noche negra, con sus alas agudas; el aire silbaba sobre sus cabezas, y sus ojos brillaban como carbones encendidos. Los rodeaban otros monstruos y pasaba algo horrible: una risa cortante como un cuchillo, largos gemidos lastimeros, vuelos curvos como los de los murciélagos, danzas salvajes a la luz lúgubre de las antorchas, cuyas lenguas de fuego estaban envueltas en nubes rojas de humo; sangre humana y cabezas de muertos blancas con barbas negras... Todo esto eran fuerzas tenebrosas y terriblemente malas que procuraban perder al hombre, espectros malévolos y misteriosos. Llenaban la atmósfera, se escondían entre las flores, cuchicheaban entre sí y señalaban a Valia con el dedo. Le espiaban a través de las puertas de un cuarto obscuro, reían yesperaban a que se acostara para cernirse sobre su cabeza. Miraban desde el jardín por las ventanas negras y lloraban lastimeramente con el viento.
Y todas estas fuerzas malvadas, terribles, tomaban la forma de la mujer que había venido a ver a Valia. A la casa venían muchas personas, y Valia no se acordaba de sus rasgos; pero el rostro de aquella mujer se había grabado en su memoria. Era largo, delgado, amarillo como el de un muerto ytenía una sonrisa engañosa, fingida, que dejaba dos arrugas profundas en los extremos de la boca. Si esta mujer le cogiera, Valia se moriría.
—Escucha —dijo una vez Valia a su tía, fijando en ella su mirada, que cuando hablaba se clavaba siempre en los ojos de su interlocutor—. Escucha: ya no te voy a llamar tía, sino mamá... como antes. Es una tontería que esa otra mujer sea mi mamá. Mi mamá eres tú y no ella.
—¿Por qué? —preguntó roja de alegría como una joven a la que acaba de decir un galanteo.
Pero junto a la alegría tenía también miedo por Valla. Se había hecho tan raro, tan tímido... Tenía hasta miedo de dormir solo como había sido su costumbre hasta entonces. Con frecuencia lloraba y soñaba durante la noche.
—¿Por qué? —repitió.
—No te lo podría decir. Pregúntalo más bien a papá. Él también es mi papá y no mi tío —dijo resueltamente.
—No, mi pequeño Valia; era verdad: aquella mujer es tu mamá.
Valia reflexionó un poco y respondió, imitando al tío:
—¡Encuentras siempre un placer en decir sandeces!
Nastasia Filipovna rió. Pero antes de acostarse habló largamente con su marido, que gruñó como un tambor turco, tronó contra los abogados y las mujeres que abandonan a sus hijos y después los dos fueron a ver cómo dormía Valía. Contemplaron largo rato al muchacho dormido. La llama de la bujía que Gregorio Aristarjovich llevaba en la mano oscilaba y daba al rostro del niño, blanco como la almohada en que descansaba su cabeza, un aspecto fantástico. Parecía que sus ojos negros, de largas pestañas, miraban severamente exigiendo una respuesta y amenazando con grandes desgracias, mientras sus labios conservaban una sonrisa extraña, irónica. Se diría que misteriosos y malévolos espectros se cernían sin ruido sobre aquella cabeza de niño.