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Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 11:46

Текст книги "Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos"


Автор книги: Леонид Андреев



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El regimiento se aleja por fin, y el ruido de los pasos se desvanece: ¡Un, dos! ¡Un, dos! De lejos, la música parece todavía más bonita y alegre. Aún se oye una o dos veces la estridente desafinación de la trompeta, que sigue perdiendo el compás, y al fin todo se extingue. Vuelven a sonar en la torre, lentas y dolorosas, las horas, que perturban el silencio.

—¡Se han ido! —piensa Musia con cierto pesar, lamentando no oír ya aquellos sonidos tan graciosos y alegres. También lo siente por aquellos soldaditos que tocan afanosamente las metálicas trompetas y por los que llevan las botas crujientes, todos distintos, muy distintos de aquellos otros contra quienes deseaba disparar su revólver.

—¡Que vuelvan! —suplica lastimera. Y aparecen nuevas imágenes, que se inclinan sobre ella y la envuelven en una nube transparente y la elevan a lo alto, allí donde vuelan las aves de paso y donde gritan a derecha y a izquierda, voceando, como heraldos, y llaman, anuncian, van y vuelven en su vuelo, batiendo sus anchas alas. La obscuridad las sostiene, lo mismo que las sostiene la luz, y en sus pechos inflados, que hienden el aire, se refleja el resplandor azulado de la ciudad iluminada. El corazón de Musia continúa palpitando cada vez con mayor igualdad, y su respiración se hace más tranquila y silenciosa. Se ha quedado dormida. Su rostro está cansado y pálido, rodea sus ojos un círculo obscuro, sus manos finas y delgadas de virgen blanquean sobre la ropa y en sus labios florece una sonrisa. Cuando mañana salga el sol, aquel rostro delicadamente humano se habrá desfigurado con una mueca que no tendrá nada de humana; habrá invadido el cerebro una sangre espesa y habrán salido de sus órbitas los ojos vidriosos; pero hoy está Musia tranquilamente dormida en plena inmortalidad.

Prosigue entre tanto la vida de la fortaleza, sorda y atenta, ciega y vigilante como una eterna alarma. Se oyen pasos. Se oyen cuchicheos. Hacia un extremo golpea el suelo un fusil. Parece haberse oído un grito. Quizá no ha gritado nadie; quizá haya sido una fantasía creada por el silencio.

Sigilosamente se abre la mirilla de la puerta y aparece en la negra abertura un sombrío rostro bigotudo. Durante largo rato sus ojos se clavan admirados en el rostro de Musia, y luego desaparece silenciosamente.

Suenan las campanas del reloj, lentas y dolorosas. Dijérase que las horas ascienden cansadas, en la noche, por una alta montaña, con movimiento cada vez más penoso, resbalando, retrocediendo y volviendo a trepar cada vez más trabajosamente hacia la cumbre tenebrosa.

Óyense pasos. Óyese cuchichear. Ya han enganchado los caballos al coche lúgubre que no tiene farol.

VIII Existe la muerte, pero también la vida



Jamás había pensado Serguéi Golovin en la muerte sino como en una cosa secundaria y completamente extraña a él. Era fuerte, joven y sano, y hallábase dotado de aquella alegría de vivir, serena y luminosa, en virtud de la cual todos los malos pensamientos o los sentimientos enfermizos se desvanecen sin dejar huella en el organismo. De igual modo que cicatrizaban en seguida todas las heridas y rasguños de su cuerpo, así los dolores que hieren el alma desaparecían de la suya inmediatamente. Sus ocupaciones y diversiones: la fotografía, la bicicleta o la preparación de un atentado terrorista, todo lo hacía con la misma tranquilidad y alegre seriedad; todo en la vida era alegre, todo era importante y todo era preciso hacerlo bien.

Y, en efecto, todo le salía bien. Gobernaba admirablemente una embarcación a la vela, tiraba de un modo notable con el revólver, era tan fiel en la amistad como en el amor y tenía una confianza fanática en la «palabra de honor». Los suyos se burlaban de él y decían que si un espía convicto y confeso le diese «palabra de honor» de no ser tal espía, Serguéi lo creería y le tendería la mano cordialmente. Sólo tenía un defecto: estaba convencido de que cantaba muy bien, cuando en realidad carecía de oído, desafinaba y su voz era desagradable hasta cuando cantaba las mismas estrofas revolucionarias. Cuando se reían de él por ese motivo, se incomodaba.

—O sois todos unos burros, o lo soy yo —decía, muy serio y ofendido.

Y con la misma seriedad, después de pensarlo un rato, respondíanle sus compañeros:

—El burro lo eres tú; se te conoce en la voz.

Y por ese defecto, como acontece a menudo entre las personas buenas, se le quería quizá más que por sus méritos.

Pensaba tan poco en la muerte y era tan poco lo que la temía, que la mañana fatal, antes de salir de casa de Tania Kovalchuk, él había sido el único que había desayunado con apetito, como de costumbre: había bebido dos vasos de té con leche y se había comido un panecillo entero de cinco kopeikas 11. Después, mirando con pena el pan intacto de Verner, había dicho:

—¿Por qué no comes, tú? Come, hombre, que hay que acopiar fuerza.

—No tengo ganas.

—Bueno, me lo comeré yo. ¿Te parece?

—¡Qué apetito tienes, Serguéi!

En lugar de responder, se puso a cantar con voz sorda e inarmónica, sin tragar el bocado:

Los torbellinos hostiles que soplan contra nosotros...

Cuando los detuvieron se entristeció un poco; el plan no estaba bien combinado y les había resultado mal; pero entonces pensó: «Ahora hay otra cosa que es preciso hacer bien: morir.» Y tornóse alegre y tranquilo. Ya desde la mañana siguiente púsose a hacer gimnasia por el método extraordinariamente racional de un tal Müller, alemán, que le atraía mucho. Completamente desnudo, y con asombro del centinela, realizaba minuciosamente los dieciocho ejercicios en que consistía el sistema. El que el centinela lo contemplase y, según creía, lo admirase, le agradaba como propagandista del sistema de Müller, y aunque sabía que no había de recibir respuesta, decía siempre a los ojos que desde la mirilla lo contemplaban alarmados:

—Esto es muy bueno, amigo; fortifica. Debíais emplear este procedimiento vosotros en el cuartel —añadía con voz persuasiva y amable, para no asustar al soldado, sin sospechar que éste lo tomaba por loco.

El miedo a la muerte empezó a manifestarse en él de una manera gradual y como por choques sucesivos: parecíale que alguien, con todas sus fuerzas, le daba por debajo puñetazos en el corazón. Era más bien dolor que miedo. Después, la sensación desaparecía, y algunas horas más tarde surgía de nuevo, haciéndose cada vez más intensa y duradera, para adquirir al fin los confusos rasgos del miedo.

—¿Acaso tengo miedo? —se preguntó Serguéi, admirado—. ¡Tonterías!

No era él quien tenía miedo; era su cuerpo joven, recio y vigoroso, al que no lograban engañar ni la gimnasia del alemán Müller ni las abluciones frías. Y cuanto más fuerte y más fresco quedaba después del agua, más agudo e insoportable se le hacía el sentimiento de temor. Precisamente en aquellos instantes en que, cuando se hallaba en libertad, percibía los impulsos de la alegría de vivir y de la fuerza, por la mañana, después del sueño profundo y del ejercicio físico, presentábasele ahora aquel miedo agudo y extraño. Notándolo, pensó:

—Haces una tontería, amigo Serguéi. Para que muera con menos dificultad, lo que necesitas es debilitar tu cuerpo, no fortalecerlo. ¡Eres un tonto!

Y abandonó la gimnasia y las abluciones, para explicar lo cual al soldado, y justificarse, gritóle:

—No te fijes en que he abandonado el método y vayas a creer por eso que deja de ser bueno. Lo que hay es que para los que van a ser ahorcados no vale; pero para todos los demás es magnífico.

Y, efectivamente, empezó como a sentirse mejor. También probó a comer menos, para debilitarse más; sin embargo, la falta de aire puro y de ejercicio no lograban quitarle el apetito, que seguía siendo muy grande, y no pudiendo resistir, comía todo cuanto le traían. Entonces comenzó a proceder de otro modo: antes de ponerse a comer vertía la mitad del rancho en el cubo, lo cual fue de gran eficacia, porque de pronto se sintió invadido por la somnolencia y el embotamiento de la debilidad.

—¡Ya te enseñaré! —decía, dirigiéndose a su cuerpo, a tiempo que pasaba con tristeza la mano sobre sus músculos blandos y flojos.

Pronto, no obstante, se acostumbró el cuerpo a aquel régimen, y volvió a aparecer el miedo a la muerte, aunque no bajo una forma tan aguda, sino como una vaga sensación de náusea, todavía más penosa.

—Esto se debe a que la cosa se va prolongando mucho —pensó Serguéi—. ¡Si pudiera dormirme todo este tiempo hasta la ejecución!

Y trató de dormir lo más posible. Al principio le dio buen resultado, pero luego, sea porque dormía demasiado o por otra causa, sobrevino el insomnio, y con él las obsesiones e ideas fijas y el pesar de perder la vida.

—¿Acaso le tengo miedo? —pensaba, aludiendo a la muerte—. No. Lo que lamento es dejar la vida, que por mucho que digan los pesimistas, es algo maravilloso. ¿Qué diría, si le ahorcasen, un pesimista? En realidad, siento mucho perder la vida. Me ha crecido tanto la barba, que parece no que me ha ido creciendo, sino que ha brotado instantáneamente.

Alzó tristemente la cabeza y exhaló unos suspiros hondos y prolongados. Hízose luego un silencio, volvió a suspirar como antes, repitióse el silencio y otra vez su respiración se tornó angustiosa y lenta.

Lo mismo le había ocurrido antes del juicio y antes de la despedida con sus padres. Cuando despertóse en el calabozo, con la clara conciencia de que con la vida se concluía todo y de que tenía delante de sí tan sólo muy pocas horas de espera para caer en el vacío de la muerte, experimentó una impresión extraña. Parecióle como si lo hubiesen desnudado, y lo hubiesen hecho de un modo raro; no sólo le habían quitado la ropa, sino que le habían privado del sol, del aire, del ruido, de la luz, de la acción y de la palabra. No era todavía la muerte, pero ya no era la vida, sino algo nuevo, extraño, incomprensible, o del todo carente de sentido o lleno de un sentido tan profundo, misterioso y fuera de lo humano, que no era posible comprenderlo.

—¡Uf, diablo! —díjose penosamente extrañado, Serguéi—. Pero ¿qué me ocurre? Y ¿dónde estoy? Y... ¿qué soy yo?

Examinóse de arriba abajo con toda atención e interés, empezando por sus grandes botas de preso y concluyendo por fijar los ojos en el vientre, sobre el que se abullonaba el capote. Dio unos paseos por la celda con los brazos separados y sin dejar de mirarse, como haría una mujer que se probara una falda demasiado larga. Quiso volver la cabeza, y al hacerlo se dio cuenta de que lo que le parecía espantoso era que él mismo, Serguéi Golovin, bien pronto no existiría ya.

Todo se le hizo extraño.

Probó a andar por el calabozo, y le parecía extraño el andar. Probó a sentarse, y le pareció extraño estar sentado. Trató de beber agua, y le pareció extraño beber, tragar, sostener el jarrito en la mano, ver que los dedos le temblaban, y acometido de pronto de un golpe de tos, pensó:

—¡Qué cosa tan rara: toso! Pero ¿qué es lo que me pasa? ¿Me vuelvo loco? —pensó estremeciéndose—. ¡No me faltaba otra cosa!

Se pasó la mano por la frente, y también aquello le pareció extraño. Entonces detúvose en una postura inmóvil, durante horas enteras, apagado el pensamiento, conteniendo con esfuerzo la respiración y evitando todo movimiento, porque el menor pensamiento y el más insignificante gesto parecíanle una locura. El tiempo desapareció para él, como si se hubiese convertido en espacio transparente y sin aire, en una playa inmensa, en la cual estuviese todo: la tierra, la vida y la gente, y todo pudiese abarcarlo de una sola mirada, todo, hasta el mismo fin, hasta el enigmático abismo de la muerte. Su tormento no consistía en ver la muerte, sino en ver la muerte y la vida al mismo tiempo. Una mano sacrílega había descorrido la cortina que por toda la eternidad venía ocultando el misterio de la vida y de la muerte, que habían dejado de ser un misterio, aunque no por eso resultaran más comprensibles que la verdad escrita en una lengua desconocida. No había ideas en su cerebro humano, ni palabras en su lengua humana que pudieran abarcar lo visto, pues las palabras «Estoy aterrado» que sonaban en su interior acudían sólo porque no había otras, ni existía, ni podía existir idea adecuada a aquella nueva situación extrahumana. Así ocurriría con un hombre que, colocado en los límites de la razón, de la conciencia y de los sentidos, viese de repente al propio Dios, lo viese y no lo comprendiese, aun sabiendo que se llamaba Dios, atormentado por la tremenda angustia de tan inaudita incomprensión.

—¡Esto es cosa de Müller! —exclamó de pronto con tono de íntima persuasión, meneando la cabeza. Y con esta inesperada facilidad de transición tan propia del espíritu humano, lanzó una alegre y cordial carcajada—. ¡Ah, Müller! ¡Ah, mi querido Müller! ¡Ah, simpático alemán! ¡Efectivamente, tenías razón, amigo mío! ¡Yo, en cambio, soy un burro!

Dio unos paseos rápidos por el calabozo, y con enorme estupefacción del centinela, que lo estaba observando por la mirilla, se desnudó precipitadamente e hizo los dieciocho ejercicios con exagerada minuciosidad, encogiendo y estirando su cuerpo joven y enjuto, agachándose, aspirando y espirando el aire, poniéndose de puntillas y moviendo brazos y piernas. Después de cada ejercicio decía con placer:

—¡Esto va bien! ¡Esto es lo que hacía falta, amigo Müller!

Sus mejillas se tiñeron de rosa, resbalaron por su cuerpo gotitas calientes de sudor, experimentó una sensación agradable y su corazón latió con vigor y regularidad.

—La cuestión es, Müller —razonó Serguéi, abombando el pecho de tal modo que las costillas se dibujaron claramente bajo la piel fina y tirante—; la cuestión es, Müller, que hay, además, un decimonono ejercicio: colgarse por el cuello en una posición fija. Ese ejercicio se llama la ejecución. ¿Comprendes, Müller? Se coge a un hombre vivo, diremos a Serguéi Golovin, se le ata como un muñeco y se le cuelga por el pescuezo, hasta que venga la muerte. Es una cosa estúpida, Müller, pero ¿qué se le va a hacer? Hay que resignarse.

E inclinándose sobre el costado derecho repitió:

—Hay que resignarse, amigo Müller.

IX Horrible soledad



Bajo el mismo sonido del reloj, separado de Serguéi y de Musia por unas cuantas celdas vacías, pero tan aisladas como si él solo hubiera existido en el mundo, el desdichado Vasili Kashirin terminaba su vida en la mayor angustia y en el mayor horror.

Empapado en sudor, con la camisa pegada al cuerpo, despeinados los cabellos, en otro tiempo rizosos, paseaba por la celda tembloroso y desesperado, como persona que sufre un insoportable dolor de muelas. Se sentaba un instante, volvía de nuevo a correr, apoyaba con fuerza la frente contra la pared, se paraba e inquiría con los ojos a uno y otro lado, como si buscase un remedio. Había cambiado tanto, como si su rostro anterior, fresco y juvenil, hubiese desaparecido no se sabe dónde para dejar el puesto a otro nuevo, horrible, salido de las tinieblas.

El miedo se apoderó de él de golpe, como dueño único y poderoso. Todavía, por la mañana, cuando iba a encontrar la muerte, bromeaba y no la temía; pero al anochecer, en el aislamiento del calabozo, le acometió una ola de terrible pavor. Mientras había ido por su voluntad al peligro y a la muerte, mientras la había tenido en sus propias manos, aunque le pareciese atroz, habíase sentido, sin embargo, alegre y ligero, al amparo de un sentimiento de libertad sin límites y asido a la afirmación audaz y firme de su voluntad intrépida. Con el cuerpo ceñido por una máquina infernal, él mismo se había transformado en algo de la misma sustancia, en dueño de la razón cruel de la dinamita y de su poder fulgurante y mortal. Y yendo por la calle entre las gentes agitadas, preocupadas con sus negocios, que se libraban ágilmente de los coches y tranvías, parecíale venir de otro mundo desconocido, donde nada se sabía de la muerte ni del miedo.

Pero súbitamente sobrevino un cambio brutal. Ya no va adonde quiere, sino que le obligan a entrar en una jaula de piedra y le encierran con llave como un objeto inanimado. Ya no puede elegir libremente la vida o la muerte, como las demás gentes, sino que, infalible e inevitablemente, le van a matar. Él, que por un instante fue la encarnación de la voluntad, de la vida y de la fuerza, se transforma en la imagen lamentable de la impotencia, en animal al que le espera el matadero, en un objeto insensible al que puede moverse de un lado a otro, quemarlo o romperlo. Sean cuales fueren las palabras que pronunciase, ya no le escucharían, y si se pusiese a gritar, le taparían la boca con una mordaza. Si intentase resistir, forcejear, tirarse al suelo, le levantarían, le atarían, y de este modo le llevarían al patíbulo. Y ese trabajo maquinal, que ejecutarían hombres como él, da a éstos el aspecto nuevo, extraordinario y terrorífico de autómatas que le cogen a uno, le cuelgan y le tiran de los pies, cortan después la cuerda, meten el cadáver en un ataúd, se lo llevan y lo entierran.

Desde el primer día que entró en la cárcel, la gente y la vida habíanse convertido para él en un mundo inconcebible de horror, poblado de muñecos mecánicos. Enloquecido casi por el terror, trataba de representarse que aquella gente que no podía hablar y parecía muda, tenía, sin embargo, lengua, y trataba de recordar sus discursos, el sentido de las palabras que usaban en sus relaciones, y no lo lograba. Abrían la boca, sonaba una cosa, después se separaban, moviendo las piernas, y se acababa todo.

Así hubiera sentido la criatura que, hallándose sola en casa, viese que todos los objetos se animaban de repente, se movían, adquirían sobre él un poder sin límites y de pronto empezaban a formarle juicio el armario, la silla, la mesa de escritorio y el diván. Hubiese comenzado a gritar, a suplicar, a pedir auxilio, mientras aquellas cosas hablaban algo entre ellas en su lenguaje y después ordenaban que lo colgasen.

Para Vasili Kashirin, todo acabó por adquirir un aspecto jocoso: el calabozo, la puerta con su mirilla, el sonido del reloj, la fortaleza esmeradamente construida y especialmente aquel muñeco mecánico que tenía un fusil y que hacía resonar sus pisadas en el corredor, a semejanza de todos aquellos otros que, con cara de susto, le contemplaban por la mirilla y le entregaban silenciosos la comida. Lo que él experimentaba no era el espanto de la muerte; la muerte, más bien la deseaba: con lo que tenía de misteriosa e inconcebible, era más comprensible que aquel mundo tan fantásticamente revuelto. Por encima de todo, la muerte parecía evaporarse en aquel cónclave absurdo de fantasmas y muñecos, perder su enorme sentido misterioso y convertirse en algo mecánico, y sólo por eso horrible: llegar, cogerle a uno, llevárselo, colgarlo y tirarle de las piernas. Después, cortar la cuerda, meterlo en un ataúd y enterrarlo.

Y así desaparecía un hombre de este mundo.

Ante el tribunal, la proximidad de los compañeros había hecho reaccionar a Kashirin, que otra vez había vuelto, por unos instantes, a ver a las gentes como seres vivos; allí estaban unos individuos sentados, juzgándole y hablando en una lengua humana, escuchando y como si comprendiesen. Pero luego, durante la visita de su madre, con el terror de un hombre que empieza a perder la razón y lo comprende, había tenido la impresión clara de que aquella anciana, con su pañuelo negro, era sencillamente una muñeca mecánica artificial de la misma clase que las que dicen «pa-pá», «ma-má», pero mejor hecha. Había tratado de hablar con ella, y, estremecido, había pensado:

—¡Señor! Pero ¡si es una muñeca! ¡Una muñeca que representa a una madre! ¡Y aquella otra muñeca que está allí, es de soldado, y allá, en casa, está la muñeca padre! ¡Y yo soy la muñeca Vasili Kashirin!

Hasta le pareció oír por allí cerca el chirrido del mecanismo, el crujir de las ruedas sin engrasar. Cuando la madre se echó a llorar, por un momento fulguró algo humano en su figura; pero a las primeras palabras, el destello de vida se desvaneció, y le pareció ver que por los ojos de la muñeca salía agua.

Más tarde, en el calabozo, cuando su espanto llegó al límite máximo, Vasili Kashirin había intentado rezar. De todo lo que con carácter religioso había rodeado su infancia en la casa de comercio de su padre, quedábale sólo un recuerdo amargo e irritante, y ninguna fe. Sin embargo, ciertas palabras que había oído, quizás en los albores de su vida, habían persistido en su mente para siempre, nimbadas de una suave poesía. Aquellas palabras eran: «Consuelo de todos los afligidos».

A veces, en los instantes dolorosos, sin rezar, y aun sin perfecta conciencia de lo que hacía, solía murmurar para sus adentros: «Consuelo de todos los afligidos», y entonces se sentía más aliviado y con deseos de acercarse a alguien que le recibiera cariñoso, para quejarse, diciendo dulcemente:

—¡Nuestra vida!... Pero ¿esto es vida? Di, amada mía, ¿acaso es esto vida?

A nadie, ni siquiera a sus compañeros íntimos, había hablado nunca de su «Consuelo de todos los afligidos», y hasta parecía no saber nada de ello: tan profundamente lo ocultaba en su alma. Solo alguna vez, y no con mucha frecuencia, lo recordaba con particular precaución.

Ahora, cuando el miedo al impenetrable misterio se presentaba ante él, envolviéndole y cubriéndole como cubre el agua las plantas de la ribera durante la crecida, quería rezar. Quiso ponerse de rodillas; pero le dio vergüenza delante de los soldados, y cruzando las manos sobre el pecho murmuraba bajito:

«¡Consuelo de todos los afligidos!», repitiendo con ansiedad y en tono humilde: «¡Consuelo de todos los afligidos, ven a mí y sostén a Vaska 12Kashirin!»

Hacía muchos años, cuando todavía estaba en el primer curso de la Universidad y ya empezaba a divertirse, antes de trabar amistad con Verner y de ingresar en el partido, acostumbraba llamarse a sí mismo, por broma y jactancia, Vaska Kashirin, y ahora, sin saber por qué, le dieron ganas de volverse a llamar así. Pero habían sonado como muertas las palabras «¡Consuelo de todos los afligidos!»

Se agitó ligeramente, porque le pareció que a lo lejos estaba una imagen suave y triste que se apagaba dulcemente sin haber iluminado por completo su agonía. El reloj de la torre seguía andando. El soldado que estaba en el corredor dio un golpe seco, acaso con el fusil o con el sable, y se oyeron luego unos cuantos bostezos.

—«¡Consuelo de todos los afligidos!» ¿Por qué callas? ¿Por qué no quieres decir nada a Vaska Kashirin?

Sonrió dulcemente y aguardó. Pero así en su alma como en su derredor reinaba el vacío. Y no volvió aquella imagen dulce y triste. Vino a su mente la visión inútil y atormentadora de unas velas de cera encendidas, del pope revestido con la capa, del icono pintado en la pared, y vio a su padre que, encorvándose y enderezándose, oraba y espiaba a Vaska para saber si también oraba o se distraía. Y Vasili sintió mayor angustia que antes de haber rezado.

La escena se borró. Su conciencia pareció apagarse como una hoguera de esparcidos tizones; helábase como el cadáver de un hombre que acaba de morir y cuyo corazón está caliente todavía cuando ya están fríos los pies y las manos. Una vez más volvió a encenderse su pensamiento, para decirle que él, Vasili Kashirin, podía volverse loco en su celda, experimentar tormentos indescriptibles, llegar hasta tal punto de dolor y sufrimiento como nunca un ser vivo los hubiese experimentado; que podía golpear su cabeza contra la pared, sacarse los ojos con los dedos, gemir y gritar lo que le pareciese y asegurar con lágrimas que no podía soportar nada más. Y, sin embargo, todo sería en vano.

Aquel anonadamiento llegó para su cuerpo tembloroso, abatido, inundado de frío sudor. Pero le faltaba todavía un momento de horror terrible. Fue cuando vio entrar gente en su celda. Ni siquiera se le ocurrió que aquello significaba la hora de ir a la ejecución; sencillamente, al ver gentes extrañas, se asustó como un niño a quien sorprenden cometiendo una acción vituperable.

—¡No lo haré más! ¡No lo haré más! —murmuraron bajito sus labios muertos, y retrocedió silenciosamente hacia adentro, como en su infancia, cuando su padre le levantaba la mano.

—Es preciso ir.

Hablaron, anduvieron alrededor de él, le dieron algo. Cerró los ojos, se tambaleó y empezó a prepararse trabajosamente. De pronto empezó a recobrar la conciencia de sus actos, y pidió un cigarrillo a un funcionario. Éste le alargó amablemente la petaca de plata con un dibujo en una de las tapas.

X Las columnas se derrumban



El desconocido, a quien llamaban Verner, era un hombre cansado de la vida y de la lucha. En otro tiempo había amado con pasión la vida, la literatura, el teatro y la sociedad. Dotado de admirable memoria y de gran fuerza de voluntad, había aprendido a la perfección varias lenguas europeas, y podía pasar fácilmente por alemán, por francés o por inglés. El alemán lo hablaba con acento bávaro, pero podía, si quería, hablar como un verdadero berlinés. Le gustaba vestir bien; tenía excelentes modales, y era el único de todos los compañeros que se atrevía a concurrir a los bailes y veladas del gran mundo, sin miedo a ser descubierto.

Pero hacía tiempo ya que, sin que lo notasen sus compañeros en el fondo de su alma crecía un vago menosprecio por los hombres, y había también en ella un tedio y una desesperación casi mortal. Como por naturaleza era matemático antes que poeta, no conocía ni inspiración ni éxito, y había instantes en que se sentía como un loco que buscase la cuadratura del círculo en charcos de sangre humana. El enemigo con quien luchaba a diario no podía infundirle respeto; era sólo una red espesa de imbecilidades, traiciones y mentiras, repugnantes mentiras y sucios escupitajos. Lo último que parecía haber destruido en él el deseo de vivir era la muerte de un delator, cometida por él de orden de su partido. Lo había matado serenamente, pero al ver aquel rostro humano, de expresión traicionera, mas ya tranquilo y sereno por la muerte, dejó de estimarse a sí mismo y a su obra. No porque le entrasen remordimientos, sino sencillamente porque empezó a considerarse a sí mismo como la cosa menos interesante y más despreciable del mundo. Pero al partido no lo dejó, a fuer de hombre de voluntad como era, y aparentemente continuó siendo el mismo, si bien en sus ojos quedó desde entonces algo frío y severo.

Poseía también una rara cualidad: así como hay gentes que no conocen el dolor de cabeza, ignoraba él lo que era el miedo, y cuando los demás lo sentían, no lo censuraba ni lamentaba, sino lo tomaba en cuenta, como si se tratase de una enfermedad muy extendida que, sin embargo, no le hubiese atacado a él nunca. Sus compañeros, especialmente Vasili Kashirin, le inspiraban compasión; pero era una compasión fría y casi oficial, como la que experimentarán, probablemente, también algunos jueces.

Verner comprendía que la ejecución no era sencillamente la muerte, sino algo más; pero, en todo caso, había decidido recibirla tranquilamente, como algo de poca importancia; vivir hasta el fin, como si nada hubiese ocurrido ni hubiese de ocurrir. Sólo así le era dable manifestar su enorme desprecio por el castigo y conservar la última e intangible libertad de su espíritu. Durante el juicio, y esto ni siquiera lo hubieran creído sus compañeros, conocedores como eran de su frío y altivo valor, no había pensado ni en la muerte ni en la vida; reconcentrado, con profunda y tranquila atención, había estado jugando mentalmente una partida de ajedrez. Excelente jugador de ajedrez, desde el primer día de su encierro había comenzado dicha partida, y la continuaba sin interrupción. La sentencia que lo condenaba a morir en la horca no había logrado mover ninguna pieza en el invisible tablero.

Ni siquiera le detenía el considerar que probablemente no habría de terminar la partida, y la mañana del último día que le quedaba por vivir sobre la tierra la había reanudado, corrigiendo una jugada de la víspera que le había salido mal. Con las manos apretadas sobre las rodillas, estuvo sentado largo rato; después se irguió y se puso a pasear cavilando. Su manera de andar era muy particular: inclinaba hacia adelante la parte superior del cuerpo y pisaba fuerte y recio en el suelo con los talones, de modo que, aun estando la tierra seca, sus pasos dejaban visible y profunda huella. Al mismo tiempo que paseaba, silbaba un aria italiana de estilo sencillo y ligero que le ayudaba a reflexionar.

La jugada, sin saber por qué, le había salido mal. Con la impresión desagradable de que había cometido alguna falta grosera y de bulto, se volvió varias veces atrás y repitió el juego casi desde el comienzo. No encontró el error; sin embargo, lejos de desvanecerse en su ánimo la impresión de haberlo cometido, permanecía en él más arraigada y molesta. De pronto le acometió un pensamiento inesperado y ofensivo: ¿No consistiría el error en que, con el juego de ajedrez, lo que quería era hurtar su atención a la idea del suplicio, y defenderse así contra el horror a la muerte inevitable, según se dice, a todo condenado?

—¡No! ¿Para qué? —se contestó fríamente, cerrando el invisible tablero.

Y con la misma reconcentrada atención que había puesto en el juego, como si estuviese sufriendo un severo examen, se esforzó por darse cuenta de lo terrible y lo desesperado de su situación; miró detenidamente la celda, procurando que nada escapase a su observación; calculó las horas que le faltaban para la ejecución y se complació en componer con bastante semejanza y precisión el cuadro del suplicio, después de lo cual se encogió de hombros.

—¡Bueno! —exclamó, como si contestase a la pregunta de alguien—. ¡Eso es todo! ¿En dónde está el temor?

Efectivamente, no existía el temor. Y no sólo no existía, sino que hasta parecía surgir algo opuesto a él: un sentimiento vago, pero intenso, de audaz alegría, hasta el punto de que aquel error que todavía continuaba sin aclararse acabó por no provocar en él fastidio ni irritación, sino que le habló de algo bueno e inesperado, como si habiendo dado por muerto a un íntimo amigo, este amigo se le hubiese aparecido vivo, ileso y sonriente.


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