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Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos
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Автор книги: Леонид Андреев



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Verner se encogió nuevamente de hombros y se tomó el pulso: el ritmo del corazón era frecuente, pero recio e igual, y tenía una especial fuerza sonora. Otra vez volvió a examinar atentamente, como el novato que ingresa en la cárcel, los muros, los cerrojos, la silla, atornillada al suelo, y pensó:

—¿Por qué me siento tan alegre y tan libre? Sí, tan libre. Pienso en el suplicio de mañana, y me parece como si no existiese. Miro a las paredes, y tampoco me parece que existen. Mi sensación de libertad es tal, como si en lugar de encontrarme en la cárcel acabase de salir de otra cárcel en la cual hubiese estado toda mi vida. ¿Qué es esto?

Empezaron a temblarle las manos, fenómeno hasta entonces desconocido para Verner. Su pensamiento palpitó con más furia. Parecía como si unas lenguas de fuego inflamadas en su cerebro quisieran salirse de él y alumbrar la lejanía, todavía envuelta en las sombras de la noche. Al fin consiguieron salir e iluminaron el horizonte como una imprevista aurora.

Desvanecióse el vago cansancio que había invadido a Verner durante los últimos años; desprendióse de su corazón la serpiente muerta y fría que en él llevaba; surgió, en fin, su juventud triunfante ante la proximidad de la muerte. Más aún: con esa admirable claridad que a veces suele iluminar el espíritu y elevarlo a las más altas cumbres de la percepción, Verner vio de pronto el panorama completo de la vida y la muerte, y se asombró de la grandeza del inusitado espectáculo. Parecióle caminar por la cresta de montañas altísimas que formaban un sendero estrecho, como el filo de un cuchillo, viendo a un lado la vida y al otro la muerte, como dos mares profundos y resplandecientes, que se confundían en el horizonte ilimitado.

—¿Qué es esto? ¡Qué divino espectáculo es éste! —exclamó pausadamente, levantándose con los ojos fijos, como si se hallase en presencia del Ser Supremo. Y haciendo desaparecer los muros, el espacio y el tiempo con su mirada, contempló allá en lo profundo la vida que iba a perder.

Ni siquiera intentó, como en otras ocasiones, reducir a palabras lo que veía; además, tampoco las había adecuadas en el lenguaje humano, todavía tan pobre e inexpresivo. Todo lo pequeño, deleznable y ruin que solía encontrarse al contemplar los rostros humanos, había desaparecido completamente, así como una persona, elevándose en un globo, ve desvanecerse la suciedad y el fango de las calles angostas de la ciudad y halla que todo lo feo y repugnante se trueca en hermoso.

Con un movimiento inconsciente se acercó Verner a la mesa y apoyó en ella la mano derecha. Soberbio e imperioso por naturaleza, nunca, sin embargo, había adoptado una postura de mayor orgullo ni más autoritaria, rígido el busto, erguida la cabeza; porque nunca se había sentido tan libre y poderoso como allí, en aquella cárcel, separado del suplicio y de la muerte sólo por unas cuantas horas.

Con nuevo aspecto volvieron a aparecerse ante su mirada iluminada, dotados de un encanto y un atractivo desconocidos, los seres humanos. Elevándose sobre los tiempos, vio claramente cuán joven era la humanidad, y cómo todavía ayer aullaba en los bosques cual una fiera; y lo que siempre le había parecido en las gentes terrible, imperdonable y repugnante, se tomaba de pronto atrayente, como es atrayente en el niño la audacia torpe, el balbuceo deshilvanado en que pone una chispa la inteligencia, sus desaciertos, sus equivocaciones ridículas y sus golpes crueles.

—¡Queridos míos! —exclamó Verner con una sonrisa inesperada, perdiendo de pronto toda su anterior actitud imponente, convirtiéndose otra vez en el preso a quien agobia el encierro y atormenta la inquisitiva mirada que le observa detrás de la puerta. Por un fenómeno extraño, olvidó casi de repente todo cuanto acababa de ver con tanta claridad, siendo todavía más extraño el que ni siquiera intentase volver a recordarlo.

Sentóse, sin que su cuerpo adquiriese la tiesa actitud que le era habitual, y con una sonrisa desusada, impropia de él por lo débil y tierna, se detuvo a contemplar las paredes y las rejas. Y ocurrió algo más raro todavía, algo que nunca le había sucedido: de pronto se echó a llorar.

—¡Mis queridos compañeros! —murmuró, vertiendo amargas lágrimas—. ¡Pobres amigos míos!

¿Por qué misteriosa senda había pasado desde el sentimiento de altanería y de independencia salvaje, ilimitada, hasta aquella compasión tierna y ardiente? Ni lo sabía ni quería pensar en ella. ¿Es que le daban lástima sus amigos, o tras sus lágrimas había otro sentimiento aún más alto y apasionado? Su corazón, renaciendo florido, no lo sabía. Continuaba llorando y exclamando:

—¡Queridos amigos míos! ¡Mis buenos compañeros!

Nadie, en aquel hombre que lloraba copiosamente y que sonreía a través de sus lágrimas, hubiera reconocido al impasible yaltivo Verner: ni sus jueces, ni sus compañeros, ni él mismo.

XI Camino de la muerte



Antes de meterlos en los coches habían juntado a los cinco condenados en una sala de vastas proporciones y muy fría, donde les permitieron hablar entre sí.

Tania Kovalchuk fue la única que aprovechó la autorización en seguida. Los demás, sin proferir una palabra, se apretaron fuertemente las manos, frías como el hielo en unos, y ardientes como el fuego en otros; y callados, formaron un extraño grupo, en que cada cual procuraba no mirar a los demás. Acaso temían que sus ojos revelasen la crisis que acababan de pasar.

No pudieron, con todo, evitar que una o dos veces se cruzasen sus miradas, y acabaron por tranquilizarse y hasta sonreír. Ninguno se alteró lo más mínimo, o, por lo menos, a ninguno se le notó alteración. Hablaban y se movían de un modo singular, como autómatas. A veces se les atragantaban las palabras, o las repetían, o dejaban truncada una frase, creyendo que la habían dicho entera. Miraban las cosas sin verlas, como miopes que de repente pierden los lentes. A veces volvían bruscamente la cabeza, como si alguien los llamase; pero lo hacían sin siquiera darse cuenta. Musia y Tania tenían las mejillas y las orejas ardiendo; Serguéi, que al principio se hallaba algo pálido, recobró su aspecto normal.

El que más atraía la atención de todos era Vasili. Aun allí había en él algo extraordinario e inquietante. Verner, muy emocionado, murmuró al oído de Musia:

—¿Acaso él, Musia, acaso él...? Habrá que hablarle.

Vasili, que tenía los ojos fijos en Verner, los bajó al suelo.

—¿Qué hay, Vasia? ¿Qué te ocurre? Pronto acabará todo, hombre; no te apures. Hay que tomarlo con filosofía, ¡que diablo!

No replicó Vasili por el momento, mas al cabo de algunos segundos repuso con voz tan sorda y remota que, más que humana, parecía de ultratumba:

—No es nada. Estoy tranquilo.

Y a poco repitió: —Estoy tranquilo.

Verner, muy satisfecho, exclamó: —¡Bien, chico, bien! ¡Así me gusta!

Pero tropezó con la mirada de Vasili, que parecía hundida en honda contemplación interior, y se preguntó con angustia: —¿Dónde está? ¿Desde dónde me mira?

Y exclamó con ternura: —Vasia, ¡cuánto te quiero!

—También yo a ti —replicó Vasili trabajosamente.

De pronto, Musia tomó la mano de Verner, y con un gesto de admiración casi teatral dijo:

—¿Qué te ocurre, Verner? ¡Tú, que nunca has dicho a nadie que le quieres! ¿Por qué estás tan radiante y tan amable?

Con tono y ademán teatrales asimismo contestó Verner, apretando la mano a Musia:

—Sí, a todos os quiero. No se lo digas a nadie, porque me da vergüenza; pero os quiero mucho.

Encontráronse sus miradas, y eran tan radiantes, que todo en torno suyo parecía obscurecerse, como junto al fulgor del relámpago todo se hunde en tinieblas.

—¿Sí? —preguntó Musia—. ¿De veras, Verner?

—Sí, Musia, sí. De veras.

Luego, Verner, con los ojos aún brillantes, trémulo de emoción, se dirigió a Serguéi Golovin.

—¡Serguéi! —llamó.

Pero quien le contestó fue Tania Kovalchuk. En pleno éxtasis, casi llorando de orgullo maternal, díjole, al tiempo que tiraba de un brazo de Serguéi:

—Pero ¿tú ves esto, Verner? Yo, atormentándome por él, llorando por su causa, y él entretenido en hacer gimnasia.

—¿Sistema Müller?

Serguéi frunció el ceño y replicó, algo azorado:

—No sé de qué te ríes, Verner. Tengo la seguridad de que...

Sin dejarle acabar, rompieron todos a reír. Poco a poco, cobrando ánimos y fuerzas en la mutua comunicación, volvieron a ser lo de siempre. Tanto, que ellos mismos creían no haber cambiado nunca.

De pronto, Verner dejó de reír y dijo gravemente:

—Tienes razón, Serguéi; tienes razón de sobra.

—¡Ah! ¿Comprendes? —replicó Golovin, satisfecho—. Claro está que nosotros...

Tampoco esta vez pudo terminar la frase, pues en aquel momento fueron a buscarlos para conducirlos a los coches; tan amables fueron con ellos, que les permitieron ir por parejas. En general, los empleados de la cárcel solían tratarlos con mucha benevolencia, alguna vez exagerada; acaso fuese para probar que, a pesar de todo, tenían sentimientos humanitarios; quizá para demostrar que en aquello no tenían ellos arte ni parte y que sólo obedecían a una necesidad inexcusable. Todos estaban muy pálidos.

—Musia, tú con Vasili —ordenó Verner, señalando a éste, que permanecía inmóvil.

—Muy bien —asintió Musia—. ¿Y tú?

—¿Yo? Ya veremos. Tú, con Vasili; Tania, con Serguéi... Bueno, yo iré solo; ya sabes que yo puedo ir solo.

El aire tibio y húmedo del patio les acarició el rostro y les penetró suavemente, con lo que sus ideas se hicieron más claras.

Las gotas del deshielo que de los canalones se desprendían, chocaban sonoramente en las baldosas. De vez en cuando, alguna más gruesa que las demás se destacaba del conjunto, como la voz de un «divo» en un concertante; mas luego volvía la cantilena a su tono uniforme.

Las luces eléctricas expandían un halo sobre la ciudad e iluminaban tenuemente los tejados de la fortaleza.

Del pecho de Serguéi Golovin se escapó un hondo suspiro.

—¡Ah! —exclamó; y como si sintiese derrochar aquel aire tan puro, contuvo luego la respiración.

—¡Qué noche más hermosa! —dijo Verner—. ¿Hace mucho que reina tan buen tiempo?

—Ayer y hoy nada más —le contestaron los guardianes con amable solicitud—. Hasta ayer ha hecho mucho frío.

Fueron llegando uno tras otro, silenciosos y siniestros, los fatales carruajes, en cada uno de los cuales subieron dos condenados. Luego iniciaron la marcha, y en la obscuridad de la noche dirigiéronse hacia el farol que se balanceaba ante la poterna. Escoltaban a cada coche varios jinetes, cuyas siluetas grises iban y venían sobre los caballos, que con sus herraduras arrancaban chispas al empedrado y resbalaban alguna vez sobre la nieve.

Cuando Verner se inclinaba para entrar en el coche díjole el centinela:

—Aquí hay otro que va con ustedes.

—¿Dónde? ¿Dónde está? ¡Ah, ya le veo! ¿Quién es?

El guardián no contestó. En un obscuro ángulo del carruaje veíase, en efecto, a un hombre menudo, que aún lo parecía más por lo agazapado que estaba. Al sentarse, Verner le tropezó una rodilla.

—Usted dispense, amigo —se disculpó.

El otro no dijo nada. Únicamente cuando partió el coche preguntó con trémula voz y en mal ruso:

—¿Quién es usted?

—Me llamo Verner, y he sido condenado a la horca por haber atentado contra la vida de un ministro. ¿Y usted?

—Yo me llamo Yanson. Pero a mí no hay que ahorcarme.

Faltábales apenas un par de horas para franquear la puerta del misterio indescifrable, y, con todo, aun en los más nimios y vulgares detalles la vida seguía siendo la vida.

—Y ¿tú qué es lo que has hecho, amigo Yanson?

—¿Yo? Acuchillar a mi amo y robarle los cuartos.

A juzgar por la voz, Yanson estaba medio dormido. En las tinieblas tropezó Verner con su mano fláccida y se la estrechó. Yanson la retiró lentamente.

—¿Tienes miedo? —le preguntó Verner.

—¡Yo no quiero que me ahorquen!

Callaron los dos, y Verner volvió a oprimir fuertemente entre sus febriles manos las del asesino. Esta vez Yanson permaneció inmóvil.

Apenas podían respirar en el estrecho carruaje, que olía a estiércol, a paño húmedo, a cuero mojado.

Frente a Verner iba un joven soldado, que echaba sobre él su cálido aliento, unas vaharadas impregnadas de olor a ajos y a tabaco. El aire penetraba tan sólo por algunas rendijas, y era como un mensaje de la primavera, que la hacía sentir con mayor intensidad aún que en el exterior. El coche andaba tan pronto hacia la derecha, como hacia la izquierda; dijérase que se entretenía en retroceder y girar alrededor del mismo punto horas enteras. A través de las tupidas cortinillas vislumbrábase al principio el azulado fulgor de los focos eléctricos, pero al cabo de algún rato de camino quedó todo a obscuras, por donde pudieron los viajeros adivinar que se hallaban en las míseras y desiertas callejas de los arrabales, y muy próximos, pues, a la estación del ferrocarril S... En alguna brusca revuelta, la rodilla de Verner tropezaba familiarmente con la del guardia, y era difícil creer en la proximidad de la ejecución.

—¿A dónde nos conducen? —preguntó Yanson, mareado por el traqueteo del coche y cansado de aquella obscuridad.

Verner volvió a estrecharle fuertemente la mano. Hubiera querido hablar las palabras más afables, más afectuosas, para decírselas a aquel hombrecillo soñoliento, a quien quería ya más que a nadie en el mundo.

—Ven acá, amigo mío; ahí debes de estar incómodo.

Al cabo de unos instantes de silencio repuso Yanson:

—Gracias, voy bien aquí. ¿De modo que también a ti te van a ahorcar?

—Sí, hombre, ¡también! —contestó Verner con tono jovial y con gesto y ademán tan despreocupados como si estuviesen hablando de una broma trivial que quisiesen darle unos amigos amables y terriblemente divertidos.

—¿Eres casado? —preguntó Yanson.

—¿Casado yo? ¡Ca, hombre! Soltero del todo.

—También yo.

Poco después el coche se detuvo.

—¡Ya estamos! —exclamó Verner, y saltó a tierra con curiosidad no exenta de extraña alegría.

Yanson se apeó tras él. Estaba silencioso, y su paso era lento y torpe. Al bajar asióse a la falleba de la portezuela y luego a la portezuela misma; siguió luego agarrándose a cuanto podía. Uno de los guardias le iba apartando suavemente.

La estación estaba obscura y desierta. Debido a la hora avanzada ya no se esperaba ningún tren de pasajeros, y para el que debía llevar a esos viajeros no se necesitaban luces ni estrépitos.

De pronto un profundo tedio envolvió a Verner; tedio, sí, no miedo ni impaciencia; tedio, un tedio inmenso, abrumador; de buena gana hubiera huido para escapar de él o se hubiera echado, cerrando los ojos con fuerza. También Yanson se desperezó y bostezó varias veces.

—¡Si fuésemos más de prisa! —exclamó Verner.

Yanson se estremeció de pies a cabeza.

Cruzaron los reos, custodiados por los soldados, el solitario andén, y subieron a los vagones, que macilentas lámparas iluminaban apenas. Verner se acercó a Serguéi Golovin; éste, indicando con la mano extendida un lugar próximo, pronunció varias palabras, entre las que la única que se oyó distintamente fue «farol»; las demás se perdieron en un largo bostezo.

—¿Qué estás ahí diciendo? —preguntó Verner, bostezando asimismo.

—Digo que el farol echa mucho tufo.

Miró Verner, y vio que, en efecto, la luz echaba tufo, y el cristal estaba casi negro.

—Es verdad —replicó.

Luego pensó: «¡Bah! ¿Qué me importa que el farol eche tufo o deje de echarlo, si...?» Serguéi, sin duda, pensó algo parecido, pues miró a Verner y luego le volvió la espalda. Ya no bostezaban.

Dirigiéronse a pie hasta los vagones; tan sólo a Yanson hubo que sostenerle. Al principio puso rígidas las piernas y permaneció con los pies pegados al andén, como si clavase las suelas en los tablones del andén; luego dobló las rodillas, y los soldados hubieron de cogerle por debajo de los brazos. Marchaba arrastrando los pies y haciendo resonar las botas, como si estuviese borracho. A costa de mucho trabajo pudieron meterle en su departamento.

Kashirin imitaba al andar los movimientos de sus compañeros. Pero al llegar junto al vagón, un soldado tuvo que cogerle por el codo para que no se cayese. Vasili se echó a temblar, y rechazando la mano del guardián lanzó un grito agudo:

—¡Ay!

—¿Qué te pasa, Vasia? —preguntó Verner, precipitándose hacia él.

Vasili no contestó, pero seguía temblando como un azogado. El soldado, confuso y pesaroso, explicó:

—Quería sostenerle, pero...

Verner intentó entonces cogerle de la mano, y le dijo:

—Vamos, Vasia, ven acá. Yo te sostendré.

Pero también a él lo rechazó Vasili, y volvió a gritar aún con más fuerza:

—¡Ay! ¡Ay!

—Calla, tonto. Soy yo, Verner.

—Sí, ya lo sé. No me toques. ¡Iré solo!

Siempre temblando, subió solo, en efecto, al coche y se sentó. Verner se acercó a Musia y le preguntó, señalando a Vasili:

—¿Qué tal?

—Mal —repuso la joven—. Va ya muerto.

Y añadió con extraño tono:

—Dime, Verner, ¿existe en verdad la muerte?

—No lo sé, Musia, no lo sé. Pero yo creo que no —contestó Verner grave y pensativo.

—Así creo yo también. Pero ¿y Vasili? ¡Oh, cuánto he sufrido junto a él, en el coche! Entonces sí que me parecía ir con un muerto.

—¡Qué sé yo, Musia! Tal vez la muerte exista para unos y no para otros; pero en tal caso, ya no podrá afirmarse que existe en absoluto. Para mí, por ejemplo, ha existido, pero ahora ya no existe.

Musia, que estaba muy pálida, sintió que sus mejillas se encendían.

—¿Qué dices, Verner? ¿Que ha existido la muerte para ti?

—Sí, y para ti también. Pero ahora ya no.

A la puerta del vagón se oyó un ruido: era «Mishka el Gitano», que entró dando fuertes pisadas, resoplando y escupiendo. Luego miró en torno y se detuvo de pronto.

—¡Guardias! —gritó, dirigiéndose al soldado, que le miraba con enojo—. Aquí no hay sitio. Yo, si no voy cómodo, no voy. Para eso, que me cuelguen del farol. ¡Hijos de tal, vaya un coche indecente! ¡Esto no es coche, es una pocilga!

Bajó la cabeza y estiró el pescuezo. Entre la maraña de cabeza y barbas brillaban los ojos negros con expresión de locura.

—¡Heme aquí, señores! —exclamó—. ¡Buenas noches!

Acercóse a Verner, le tocó un brazo y, guiñándole un ojo, llevóse con brusco movimiento la mano al cuello.

—¿Con que a usted también, eh?

—También a mí —contestó Verner sonriendo.

—¿A todos?

—¡A todos!

—¡Ah, muy bien! —exclamó, mostrando sus blancos dientes y paseando en derredor una mirada, que detuvo especialmente en Musia y Yanson. Con un nuevo guiño, preguntó a Verner:

—¿Por aquello del ministro?

—Sí, por aquello. Y tú, ¿qué has hecho?

—¿Yo? No pico tan alto. No soy más que un simple bandido. ¡Eh, amigo! Córrete un poco; como comprenderás, no os quito sitio por gusto. En el otro mundo lo habrá para todos.

Volvió a mirar con recelo a sus compañeros, que le miraban graves, silenciosos y aun con cierta compasión. Enseñó de nuevo los dientes y dio a Verner unos golpecitos en la rodilla.

—Así es, señor. Como dice la canción:

Verdes encinas del bosque, cesad en vuestro rumor...

—¿Por qué me llamas «señor» —preguntó Verner—, si dentro de nada estaremos los dos iguales?

—Verdaderamente —dijo el otro con visible satisfacción—. ¡Valiente señor estarás tú, cuando van a ahorcarte conmigo!

Y señalando al nuevo centinela prosiguió:

—¡Ése sí que es un señor de veras! En cambio ése...

Indicó con la vista a Vasili, y continuó:

—¡Qué, señor! ¿Tenemos miedo?

—¡No! —repuso, moviendo trabajosamente la lengua.

—¿Que no, eh? No te dé vergüenza decirlo, hombre. ¡Ni que fueras un perro, para que movieses el rabito cuando te llevan al palo!

Miraba a todas partes, escupía a cada momento.

—¿Y ése? —preguntó, por Yanson—. ¿También viene con nosotros?

Yanson, hecho un ovillo en un rincón del coche, se agitó un momento, pero no contestó. Verner lo hizo por él.

—Ése dio de cuchilladas a su amo.

—¡Dios mío! —exclamó «el Gitano», sorprendido—. Pero ¿es que semejante tipo tiene derecho a acuchillar a nadie?

Desde hacía ya un rato, «el Gitano» miraba a Musia de reojo; al cabo se volvió hacia ella y la contempló fija y francamente.

—¡Señorita! —dijo—. Pero ¡si es una niña! Y tiene buen color, y se ríe. ¡Mira, se ríe de veras! —agregó, clavando sus dedos con ganas en una rodilla de Verner—. ¡Mírala, mírala!

Musia sonreía, en efecto. Un poco avergonzada, clavó su mirada en los ojos salvajes y llameantes que la contemplaban.

Todos callaban.

El tren saltaba sobre los carriles con estrépito de ruedas, hierros y cristales. El pito de la locomotora hendió el aire, como si el maquinista quisiera prevenir a alguien de algún peligro. Y era absurda la idea de que para colgar de un palo a otros infelices fuera preciso emplear tan escrupulosas precauciones, tan prolijos preparativos, y que el hecho más cruel que puede realizarse en la tierra se consumase luego con la mayor sencillez, como si fuese la cosa más natural.

Los vagones corrían, corrían. Quienes los ocupaban viajaban como todo el mundo viaja, en las mismas actitudes que se ven todos los días. Luego pararían como siempre:

—¡Cinco minutos de parada!

Y allí aparecería la muerte, la eternidad, el gran misterio...

XII La llegada



Corría el tren, corría sin descanso.

Por aquellos mismos carriles se iba a una casa de campo en la que durante algunos años había vivido Serguéi Golovin con sus padres. El joven hubiera podido imaginar que volvía en el último tren, por habérsele hecho tarde, entretenido con unos amigos.

—Ya falta poco —dijo, abriendo los ojos y volviéndolos hacia la ventanilla.

Nadie le contestó, nadie se movió siquiera. «El Gitano» seguía escupiendo y mirando todo como si quisiera tocarlo con los ojos.

—Tengo frío —dijo Vasili Kashirin, moviendo con tanta dificultad los helados labios, que lo que en realidad dijo fue:

—«Teño fío».

Tania se volvió presurosa hacia él y le alargó su pañuelo.

—Ten —le dijo—; abrígate el cuello.

—¿El cuello? —preguntó Serguéi con sobresalto, y se asustó de la pregunta.

Aunque todos tuvieron el mismo pensamiento, tal vez por ello mismo ninguno pareció oír; parecía que nadie había dicho nada, o que todos habían dicho lo mismo.

—Póntelo, Vasili; póntelo, que te abrigará —le aconsejó Verner.

Y volviéndose a Yanson:

—Y tú, querido, ¿no tienes frío? —le preguntó.

Musía dijo:

—Lo que quizá quiera es fumar. ¿Quieres fumar, verdad? Pues dilo; tenemos tabaco.

—Sí, sí, quiero.

—Tú, Serguéi, dale un cigarrillo —indicó Verner satisfecho.

Pero Serguéi se había adelantado ya a ofrecérselo. Y todos se pusieron a observar, cual si se tratase de algo extraordinario, cómo Yanson cogía el cigarrillo, cómo ardía la cerilla y cómo de la boca del fumador salía el humo azulado.

Hizo Yanson un gesto de satisfacción y dijo:

—Gracias. Está muy bueno este tabaco.

—¡Qué cosa más rara! —dijo Serguéi.

—¿Raro? ¿El qué? —preguntó Verner.

—El cigarrillo.

Sostenía nerviosamente el cigarrillo entre los dedos y lo miraba con admiración. Todos contemplaban aquel tubito, de cuyo extremo surgía una cinta azulada que se agitaba y se deshacía en otras muchas. Al fin, el cigarrillo se apagó.

—Se ha apagado —exclamó Tania.

—Sí, se ha apagado.

Verner frunció el ceño, y mirando con inquietud a Yanson, cuya mano colgaba exánime, exclamó:

—¡Demonio!

—¡Eh, señor! —díjole a esta sazón «el Gitano» en voz baja, acercándosele y revolviendo los ojos con la fiera expresión en él habitual—. Y ¿si atacásemos a los soldados? ¿Quiere que probemos?

—No —le repuso Verner, en el mismo tono—. Hay que apurar el trago.

—Pero ya que hemos de morir, muramos luchando. Por lo menos, sería más divertido. ¿No te parece? Así sentiríamos menos cómo nos mataban a nosotros.

—No, no; de ningún modo —repitió Verner.

Y volviéndose a Yanson le preguntó:

—Y tú, amigo mío, ¿por qué no fumas?

El rostro de Yanson se contrajo dolorosamente, como si alguien hubiese tirado al mismo tiempo de los hilos que ponían en movimiento sus arrugas. Y con voz tan extraña que parecía fingida comenzó a llorar:

—¡No quiero fumar! ¡No hay que ahorcarme! ¡Ah, ah...!

Todos le rodearon solícitos. Tania, llorando también, le acarició una mano y le arregló la gorra, al tiempo que le decía:

—¡Pobrecito mío! ¡No llores, no llores!

Los vagones moderaron su marcha. Todos, excepto Yanson y Kashirin, se pusieron en pie; pero en seguida volvieron a sentarse.

—¡Ya hemos llegado! —dijo Serguéi.

Todos respiraban con tanta dificultad como si se hubiese hecho el vacío en el coche. El corazón dilatado atravesaba la garganta, brincaba de espanto, gritaba enloquecido, con su voz de sangre. Tenían los ojos fijos en el trepidante suelo; el girar de las ruedas era cada vez más lento. Luego, después de una brusca sacudida, cesaron al fin de moverse. Paró el tren.

Y entonces comenzó para todos aquellos desgraciados un sueño, una verdadera existencia irreal, inconsciente, como ajena. El ser corpóreo cedía su puesto al inmaterial, y éste era el que se movía y hablaba sin voz y padecía sin dolor. En sueños salieron del vagón, por parejas, y aspiraron voluptuosamente el aire primaveral. En sueños, inerte y aturdido, resistióse Yanson, siendo arrastrado silenciosamente fuera del vagón y arrojado a tierra desde el estribo.

—¿Vamos a pie? —preguntó uno de los reos casi con alegría.

—Estamos cerca —contestó otro en el mismo tono.

A través del bosque echó a andar un cortejo sombrío y silencioso. El aire era fresco y fragante. De vez en cuando, algún caminante resbalaba en la nieve y se agarraba instintivamente a los cuerpos de sus compañeros. A su lado, chapoteando en el lodo, jadeantes, caminaban los soldados de la escolta.

Se oyó una voz colérica:

—¡Podían haber arreglado el camino!

Y otra voz contestó, como excusándose:

—Ya lo han arreglado. Pero estamos en época de deshielo, y no puede evitarse el barro.

Y cada cual pensó que, en efecto, no era posible dejar mejor el camino.

A veces el pensamiento se apagaba por completo, y únicamente persistía sensible el olfato, al que impresionaban los olores finos y penetrantes del bosque, la fragancia del aire, la humedad de la nieve... Otras lo percibían todo con gran claridad: el bosque, la noche, el camino y, sobre todo, la idea de que pronto los iban a ahorcar. De vez en cuando surgía el rumor de los diálogos y los cuchicheos.

—Van a dar las cuatro.

—Ya decía yo que habíamos salido muy temprano.

—No amanece antes de las cinco.

—Sí; tendremos que esperar.

Llegaron a un descampado, donde se detuvieron. Entre los árboles, que la descarnada mano del invierno desnudara, movíanse silenciosamente dos farolillos. Aquél era el punto en que se alzaba el patíbulo.

—Se me ha perdido un chanclo —dijo de pronto Serguéi.

—¿Qué dices? —le preguntó Verner.

—Que he perdido un chanclo. Tengo frío.

—¿Y Vasili? ¿Dónde está?

—No lo sé. ¡Ah! Ahí le tienes.

En efecto, Vasili, silencioso y sombrío, se hallaba junto a ellos.

—¿Dónde está Musia?

—Aquí estoy. ¿Eres tú, Verner?

Miráronse unos a otros, sin atreverse a alzar los ojos hacia el lugar donde se movían, en terrible silencio, las lucecitas. A la izquierda se abrían en el bosque algunos claros, que se prolongaban hasta una llanura iluminada y blanquecina, de la que llegaba un viento húmedo.

—¡El mar! —dijo Serguéi Golovin aspirando voluptuosamente el aire—. ¡El mar!

Musia contestó con la canción:

Mi amor, inmenso cual el mar...

—¿Qué estás ahí diciendo, Musia?

—«Mi amor, inmenso cual el mar, no pueden encerrar las riberas de la vida.»

—«Mi amor, inmenso cual el mar...» —repitió Serguéi, marcando con el gesto el ritmo del verso.

—«Mi amor inmenso cual el mar...» —repitió asimismo Verner. Pero, de súbito, se interrumpió, y dijo asombrado: —Pero, Musia, ¡qué joven eres aún!

De pronto, Verner sintió en su oído la voz suplicante y anhelante del «Gitano»:

—¡Señor, señor! Dígame: ¿qué es eso que se ve entre los árboles? Allí, allí donde se mueven los farolitos. ¡Oh! Es la horca, ¿no?

Miróle Verner, y le vio lívido, desencajado, con las angustias de la agonía.

—Llegó la hora de decirnos adiós —dijo Tania.

—Espera un poco —replicó Verner—. Aún tienen que leer la sentencia. Y Yanson, ¿dónde está?

Yanson estaba tumbado en la nieve, y junto a él había alguien que le atendía. El aire se llenó súbitamente de olor a éter.

Alguien preguntó con impaciencia:

—¿Qué sucede, doctor? ¿Pasará pronto?

—No es nada. Un desmayo nada más. Frotadle las orejas con nieve. ¡Ajajá! Ya vuelve en sí. Ya pueden leer eso.

A la luz de la linterna se vio el papel, sostenido por una mano sin guante y agitada por un visible temblor. También la voz que luego habló temblaba:

—Señores, puesto que conocen ustedes la sentencia, quizá fuera preferible no leerla. ¿Qué les parece?

Verner respondió en nombre de todos:

—Que no se lea.

En el acto se apagó la linterna.

No aceptaron tampoco los auxilios del sacerdote, cuya silueta alta y sombría se alejó rápidamente y se perdió en la espesura.

Despuntaba el día. Sobre la nieve, cada vez más blanca, destacábase con mayor intensidad la obscura mancha de la gente, y el bosque parecía aún más triste y árido.

—Señores, pónganse de dos en dos; pueden formar las parejas como gusten, pero les ruego que se den la mayor prisa posible.

Yanson estaba ya en pie, sostenido por dos soldados. Verner dijo, señalándole:

—Yo iré con él. Tú, Serguéi, con Vasili. Id delante.

—Bien.

—Musia, ¿quieres que vayamos juntas? —preguntó Tania—. Démonos un beso.

Abrazáronse con rapidez. «El Gitano» apretó la boca con tal fuerza, que le rechinaron los dientes. Yanson, que apenas podía tenerse, entreabría la suya; ni siquiera parecía darse cuenta de lo que en torno suyo pasaba. Cuando ya Serguéi y Vasili habían avanzado algunos pasos, éste se detuvo bruscamente y dijo con clara y vibrante voz, que, sin embargo, a sus compañeros les pareció desconocida:

—¡Adiós, amigos míos!

—¡Adiós! —respondieron los demás.

Se fueron, y todo quedó en silencio. Los farolillos que entre los árboles se movían quedaron quietos. No se oía ni un grito, ni un rumor.

Uno de los del grupo exclamó con desesperado acento:

—¡Ay, Dios mío!

Era «el Gitano», que agitaba los brazos como un poseído y gritaba:

—¡Ya veo la horca! Pero ¿voy a ir yo solo? ¡Yo quiero que me acompañen! Señor, ¿será posible?...

Con las manos convulsas se aferró a Verner e imploró:

—¡Señor, mi querido señor! ¿Quieres que vaya contigo? No me niegues ese favor...

Verner, a quien aquella escena hacía sufrir intensamente, repuso:

—No puedo; voy con ése.


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