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Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos
  • Текст добавлен: 7 октября 2016, 11:46

Текст книги "Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos"


Автор книги: Леонид Андреев



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—¡Pero estoy loco! —gritó espantado y se sobresaltó de miedo de sí mismo.

Durante un corto instante vio aún el rostro de la joven; después no lo vio ya. Se esforzaba en convencerse a sí mismo de que aquel cuerpecito pertenecía a Zina, con quien él se había paseado aquella misma noche, a Zina, que le hablaba del infinito; pero ya no pudo más. Aquello era más fuerte que él. Trataba de compenetrarse con el drama horrible que había tenido lugar allí, pero era tan espantoso aquel drama que no le hacía sentir nada. Su imaginación se negaba a comprenderle.

—¡Zina! ¡Zina! Pero ¿qué es lo que pasa? —imploraba continuamente.

El pobre cuerpo torturado seguía siempre inmóvil. Niemovetsky, pronunciando palabras insensatas, se puso de rodillas. Imploró, amenazó con matarse, sacudió el pobre cuerpo atrayéndolo hacia sí y casi hundiendo en él sus uñas. El cuerpo, confortado con el calor, cedía dulcemente a sus esfuerzos siguiendo sin protesta los movimientos de Niemovetsky, y esto era tan horrible, tan incomprensible y absurdo, que Niemovetsky se estremeció de nuevo y gritó desesperado:

—¡Socorro!

Pero su voz era falsa y no natural.

Se arrojó de nuevo sobre el cuerpo resignado, besándole, llorando, sintiendo muy cerca un abismo negro, horrible, atrayente. El Niemovetsky de antes había desaparecido, estaba lejos de allí; el Niemovetsky de ahora sacudía con una pasión feroz el cuerpo inerte pero cálido, y decía, sonriendo con una sonrisa de loco:

—¡Responde! ¿Por qué no dices nada? ¡Te amo locamente!

Con la misma sonrisa falsa aproximó sus ojos ensanchados al rostro de la joven y murmuró:

—¡Te amo! ¡No dices nada, pero sonríes, lo estoy viendo! ¡Te amo, te amo, te amo!

Atrajo hacia sí con más fuerza el cuerpo mudo, sin voluntad, que por su flexibilidad inerte provocaba en él la pasión salvaje. Perdió la cabeza y murmuró con voz ahogada, no conservando ya de hombre más que la capacidad de mentir:

—¡Te amo y nadie sabrá nada de esto! Nos casaremos mañana, cuando tú quieras; te amo. Voy a besarte y tú me corresponderás, ¿no es eso, amor mío?

La besó apasionadamente en la boca, sintiendo sus dientes en los labios, y perdiendo con aquel beso los últimos destellos de la razón. Le pareció que los labios de la joven se estremecían. El horror fulminante iluminó un momento su cerebro, abriendo ante él un abismo...

Y aquel abismo negro le tragó.

Las tinieblas


I



Hasta entonces había tenido suerte en todo lo que había hecho; pero aquellos últimos días le habían sido más que desfavorables, hostiles. Como hombre cuya vida entera parecía un juego de azar muy peligroso, conocía bien estos bruscos cambios de la fortuna y sabía aceptarlos con calma: la puesta en este juego era la vida, su propia vida y la de los demás, y gracias a esto había aprendido a estar siempre alerta, a darse cuenta rápidamente de la situación y a calcular con sangre fría.

Esta vez tenía también que obrar con astucia. Un azar cualquiera, una de esas casualidades pequeñas, que no se pueden prever siempre, había puesto la policía sobre su pista. Hacía dos días que él, terrorista y lanzador de bombas tan conocido, se veía perseguido incesantemente por espías que le encerraban en un cerco estrecho yapretado. No podía hallar un asilo en los círculos donde se conspiraba porque sería descubierto por los espías. No podía andar más que por determinadas calles y avenidas; pero las cuarenta y ocho horas que llevaba sin dormir, constantemente en guardia, le habían fatigado de tal modo que temía otro peligro: podía quedarse dormido en cualquier parte, sobre un banco, en una calle, hasta en un coche y ser conducido a un puesto de policía de la manera más estúpida, como un simple borracho. Era martes. A los dos días, el jueves, tenía que realizar un acto terrorista muy importante. Todo el comité venía haciendo desde largo tiempo preparativos para el asesinato y se le había conferido precisamente a él el «honor» de arrojar aquella última bomba. Así, pues, era preciso, costara lo que costase, no dejarse detener hasta aquel día.

En estas circunstancias, una noche de octubre, en el cruce de dos calles, tomó la decisión de entrar en una casa de lenocinio. Hacía mucho tiempo que hubiera recurrido a este medio —que, por otra parte, no era tampoco muy seguro—, pero le había faltado valor. A los veintiséis años era virgen aún, no conocía a las mujeres como tales y jamás había penetrado en un lupanar. En otros tiempos había tenido que sostener una larga y penosa lucha contra su carne, que se rebelaba; pero se había ido acostumbrando poco a poco a dominar sus deseos sexuales y había aprendido a mirar a las mujeres con calma e indiferencia.

Ahora, puesto en la necesidad de tener estrecho contacto con una de esas mujeres que venden amor como una mercancía, quizá hasta en la de verla desnuda presentía toda una serie de pequeños inconvenientes muy desagradables. En rigor estaba dispuesto, si era absolutamente necesario, a aceptar el amor carnal de una prostituta que iba a encontrar en la casa de lenocinio: actualmente, cuando no sentía ya ningún deseo de poseer una mujer, y sobre todo la víspera de un acto tan grave y decisivo, su virginidad no tenía ya importancia ni él se la concedía. Pero aun así era desagradable, como un pequeño detalle repugnante por el que había que pasar absolutamente. Una vez, durante un acto terrorista al que había asistido como lanzador de bombas en reserva, vio un caballo muerto por la explosión, con la grupa desgarrada y los intestinos al aire; y este pequeño detalle terrible y repugnante y al mismo tiempo inútil e inevitable le causó una impresión aun más penosa que la muerte de su camarada, al que la misma bomba mató allí. Y en tanto que pensaba serenamente, sin miedo alguno, hasta con alegría, en lo que de allí a dos (has iba a suceder, y en que, muy probablemente, habría de morir, la noche que tenía que pasar con una prostituta, con una mujer que hace del amor una profesión, le parecía absurda, estúpida, algo impropio y caótico.

Pero no había más remedio. Estaba ya tan extenuado que no se podía tener en pie.

II



Llegaba demasiado temprano: las diez de la noche; pero la gran sala blanca con sillas doradas y espejos a lo largo de las paredes estaba ya dispuesta para recibir a los visitantes. Todas las luces estaban encendidas. La casa era de las de primera clase. Ante el piano, cuya tapa fue levantada, estaba sentado el músico, un joven muy correcto vestido con una levita negra. Estaba fumando, poniendo gran atención en que la ceniza del cigarro no le cayera en la ropa, y hojeando los cuadernos de música. En un rincón, cerca de un salón casi a obscuras, estaban sentadas, unas junto a otras, tres muchachas que hablaban en voz baja... Cuando entró, acompañado por la dueña de la casa, se levantaron dos de las muchachas; la tercera siguió sentada. Las dos primeras, que estaban muy descotadas, le miraron a los ojos con una mirada provocativa y al mismo tiempo indiferente y cansada; la tercera, que llevaba un vestido negro muy ajustado al cuerpo, había vuelto la cabeza, y su perfil era sencillo y sereno como si fuera una joven honrada sumida en sus reflexiones. Ella era probablemente la que estaba contando alguna cosa a las otras dos cuando él entró en la sala y ahora seguía pensando en lo que acababa de contar. Y a ésta es a la que eligió precisamente porque reflexionaba en silencio, porque no le miraba y porque era la única que parecía una mujer honrada. No había estado nunca en las casas de lenocinio y no sabía que en todas estas casas, cuando están bien dirigidas, hay una o dos mujeres de ese género: van siempre vestidas de negro como monjas o viudas jóvenes, sus rostros están pálidos y sin colorete, severa la expresión; procuran dar a los hombres la impresión de la honradez. Pero cuando se van con los hombres a la alcoba y comienzan a beber son como todas las demás mujeres de su especie, y a veces peores: promueven escándalos frecuentemente, rompen la vajilla, danzan en cueros, y así desnudas completamente se muestran a veces en el salón; otras veces llegan aun a pegar a los huéspedes demasiado impertinentes. Estas son precisamente las mujeres de que se enamoran los estudiantes borrachos que empiezan a predicarles una nueva vida de honradez.

Pero él no lo sabía. Cuando ella se levantó con un aire disgustado y severo, cuando le miró con sus ojos pintados de negro mostrándole un rostro pálido y mate, se dijo: «¡Si todo su aspecto es honrado!» Este pensamiento le consoló. Pero habituado, gracias a la duplicidad de su vida, a ocultar sus verdaderos sentimientos como si fuera un actor en el escenario de un teatro, saludó como un experimentado hombre de mundo, castañeteó los dedos y dijo a la muchacha, con el tono de quien está habituado de antiguo a las mancebías :

—¡Vamos a ver, chatita mía! Llévame a tu cuarto. ¿Dónde está tu nido?

Ella manifestó su extrañeza, frunciendo las cejas:

—¿Ya?

El enrojeció, y enseñando sus hermosos y fuertes dientes respondió:

—¡Pues naturalmente! ¿A qué perder un tiempo precioso?

—Va a haber música. Vamos a bailar.

—Sí; pero... ¿qué es eso de los bailes, mi niña? Una diversión estúpida; la caza de su propia cola... En cuanto a la música, la oiremos desde tu cuarto.

Ella le miró y sonrió.

—¡Ya, ya! No será mucho lo que oigamos desde allí.

Le empezaba a gustar. Tenía una ancha cara rasurada de pómulos salientes; sus mejillas y su labio superior tenían un color ligeramente azulado, como en todos los morenos recién afeitados.

Sus ojos negros eran bellos, si bien había algo de inmóvil en su mirada y se revolvían pesada y lentamente en sus órbitas como si tuvieran que recorrer cada vez una distancia muy larga. A pesar de estar todo afeitado y ser desenvueltos sus ademanes, no parecía un actor, sino más bien un extranjero rusificado o quizá un inglés.

—¿No eres alemán? —preguntó la muchacha.

—Un poco. Acaso inglés. ¿Es que te gustan los ingleses?

—¿Pero si hablas el ruso perfectamente! No se diría que eras extranjero.

Entonces recordó que tenía un pasaporte inglés y que en aquellos últimos días había estado procurando hablar un ruso chapurrado para que se le tuviera por un extranjero; esta vez se distrajo y hablaba un ruso correcto. Esto le hizo enrojecer. Sombrío, descontento de sí mismo, cansado ya de aquella nueva comedia, cogió a la joven por el brazo.

—Soy ruso, ruso. Y bien; ¿dónde está tu cuarto? ¿Es por aquí?

En aquel gran espejo que llegaba hasta el suelo se reflejaban claramente las dos imágenes a cierta distancia: ella, vestida de negro, muy pálida y muy linda, y él, alto, de anchas espaldas, igualmente vestido de negro e igualmente pálido. A la luz de la araña eléctrica aparecían especialmente pálidos su frente abombada ysus pómulos salientes; en el sitio de los ojos, tanto de él como de ella, no se veía en el espejo sino dos agujeros misteriosos, pero bellos. Y ambos parecían tan poco banales entre aquellas paredes blancas, dentro del amplio marco dorado del espejo, que él se detuvo un instante sorprendido y pensó que semejaban dos novios. Estaba tan abrumado por el insomnio, que sus pensamientos eran desordenados, a veces estúpidos; pasado un minuto, al mirar en el espejo aquella pareja negra, severa, diríase que más bien parecían personas que acompañan un ataúd. Las dos comparaciones le fueron desagradables.

Parecía como si la muchacha experimentara el mismo sentimiento: también miró con extrañeza, en el espejo, su propia figura y la de su compañero. Cerró a medias los ojos; pero el espejo no recogió este movimiento y continuó reflejando impasible sus contornos negros e inmóviles. Esto recordó probablemente alguna cosa a la muchacha; sonrió y apretó ligeramente el brazo de su compañero.

—¡Vaya una pareja —dijo pensativa, haciendo más visibles sus grandes párpados negros.

Pero él no respondió, y con paso decidido echó a andar llevando consigo a la muchacha, cuyos altos tacones franceses golpeaban el suelo. Como en todas estas casas, había un pasillo, a lo largo del cual se veían cuartitos obscuros con las puertas abiertas. Sobre una de estas puertas vio una inscripción: «Luba», nombre de la mujer. Entraron.

—Oye, Luba —dijo él mirando a su alrededor y frotándose las manos, según su costumbre, como si se las lavara con agua fría—. Necesitamos vino y... ¿qué más es lo que hay? ¿Fruta quizá?

—La fruta es cara aquí.

—Eso no importa. Y el vino, ¿es que no lo bebe usted?

Esta vez, por olvido, no la tuteó. Se dio cuenta de ello en seguida, pero no quiso corregir el error: en la forma con que ella le había apretado últimamente el brazo con su codo había algo que le impedía tutearla, decirle sandeces y representar la comedia. También ella sintió algo semejante. Después de mirarle fijamente dijo con un tono indeciso:

—Sí, bebo vino. Espere usted, voy a pedirlo. En cuanto a la fruta diré que no traigan más que dos manzanas y dos peras. ¿Tendrá usted bastante?

Le trataba también de usted, pero en la manera de pronunciar aquel «usted» había algo de confuso, una ligera vacilación. Él no puso atención en ello, y una vez solo comenzó a examinar rápidamente la habitación. Primeramente se cercioró de que la puerta cerraba bien, y quedó satisfecho: la puerta se cerraba con llave. Luego se acercó a la ventana, la abrió y miró hacia afuera: estaba demasiado alta, en un tercer piso y daba al patio. Hizo una mueca de descontento. Después dio vuelta a las dos llaves de la luz eléctrica: cuando una luz que estaba en el techo se apagaba, la otra, colocada cerca de la cama se encendía como en los hoteles comm’il faut.

¡Pero en cuanto al lecho!...

Alzó los hombros y puso cara de risa, pero no rió; no fue más que un juego de músculos familiar a todas las personas habituadas a esconder algo cuando se quedan solas.

—¡Ah, aquel lecho!...

Le examinó por todos lados, palpó la espesa manta, yde pronto, acometido de un repentino deseo de hacer locuras, comenzó a hacer gestos de sorpresa con los ojos y los labios. Pero un instante después volvió a ponerse serio, se sentó y, fatigado, esperó la vuelta de Luba. Intentó pensar en lo que le esperaba dentro de dos días en aquella estancia suya dentro de una casa de lenocinio... pero los pensamientos no le obedecían. Se encrespaban y se peleaban. Era el sueño contenido cuarenta y ocho horas que se empezaba a rebelar: allá en la calle el sueño se estuvo tranquilo; ahora se enfurecía, atormentaba brazos y piernas, martirizaba todo el cuerpo. El joven comenzó a bostezar hasta saltársele las lágrimas. Para espantar el sueño cogió su browning, tres paquetes de balas, sopló en el cañón del revólver... todo se hallaba en buen estado. Y bostezó de nuevo.

Cuando trajeron el vino y la fruta, y cuando finalmente llegó Luba, él cerró la puerta y dijo:

—Bien, Luba, beba usted, se lo ruego.

—¿Y usted? —preguntó ésta extrañada y mirándole de reojo.

—Beberé después. Mire usted, he estado corriéndola dos noches seguidas y no he dormido ni un minuto. Y así es que ahora...

Bostezó terriblemente.

—¿Entonces? – preguntó ella.

—Entonces... yo quisiera dormir un poco. Nada más que una horita... Pasará en seguida. Beba usted, se lo ruego, no se preocupe... Y cómase esa fruta. ¿Por qué toma usted tan poco?

—Si usted lo permite me podría volver al salón —dijo ella—. Van a tocar el piano ahora...

Esto no le convenía nada. Allí en el salón se hablaría de aquel visitante extraño que no había ido allí más que a dormir... Se sospecharía... No, eso era peligroso. Y conteniendo a duras penas sus bostezos, dijo en un tono serio:

—No, Luba, le suplico que se quede conmigo. Mire usted, no me gusta quedarme solo en la alcoba... Es un capricho; pero... Se lo ruego a usted...

—Sí, sí... Desde el momento que usted ha pagado...

—No es eso —él enrojeció nuevamente—. No se trata del dinero que he pagado... Si usted quiere puede muy bien acostarse también. Le dejaré sitio. Pero si le da lo mismo, acuéstese del lado de la pared; ¿tiene usted algo que oponer?

—No; pero... no tengo ninguna gana de dormir. Me quedaré sentada.

—Puede usted leer algo.

—Aquí no hay libros.

—¿Quiere usted el periódico de hoy? Yo lo tengo... Aquí está. Trae algunas cosas interesantes.

—Gracias, no lo quiero.

—Como usted guste. En cuanto a mí, con su permiso.

Cerró la puerta con dos vueltas y se metió la llave en el bolsillo. No se fijó en la mirada llena de extrañeza con que la joven seguía todos sus movimientos. Aquella conversación cortés tan fuera de lugar en aquel sitio miserable donde hasta la atmósfera estaba impregnada de vapores de alcohol y de blasfemias le parecía muy simple, natural y convincente. Siempre con la misma cortesía, como si se encontrara con una señorita en una canoa, preguntó:

—¿Permite usted que me quite la levita?

La muchacha frunció ligeramente las cejas.

—Quítesela usted. Puesto que ha...

Pero no terminó lo que iba a decir.

—¿Y el chaleco? —preguntó él—. Me aprieta un poco....

Ella no respondió y sin que él la viera se encogió de hombros.

—Aquí está mi cartera. Hay dinero en ella. Tenga la bondad de guardarla.

—Hubiera sido mejor dejarla en el despacho. Todo el mundo hace eso aquí.

—¡Oh, no vale la pena! —protestó. Y encontrándose con la mirada de asombro de Luba añadió confuso—: La comprendo a usted, pero dejemos eso.

—¿Sabe usted, al menos, qué dinero hay dentro? Hay señores que no lo saben y después son los líos...

—Lo sé, pero verdaderamente no vale la pena...

Se acostó dejando un sitio libre del lado de la pared. El sueño encantado le acarició en la mejilla, sonriéndole, con su pata de terciopelo, le besó dulcemente, le cosquilleó en las rodillas y posó la cabeza sobre su pecho. Tuvo una sonrisa de felicidad.

—¿De qué se ríe usted? —preguntó la muchacha, sonriendo también contrariada.

—De nada. Estoy contento. Son muy suaves sus almohadas. Ahora podemos hablar un poco. ¿Por qué no bebe usted?

—Yo también quisiera desnudarme algo. ¿Me lo permite usted? Tendré que estar muchísimo tiempo sentada.

Había en su voz notas burlonas.

—Se lo ruego a usted —se apresuró a responder él. Miró ella sus ojos llenos de confianza y añadió más seriamente:

—Mire usted, el corsé me aprieta demasiado. Casi me martiriza.

—Sí, ya comprendo. No tiene usted más que quitárselo.

Volvió la cabeza y enrojeció de nuevo. El largo insomnio había embrollado demasiado sus ideas; por otra parte, a pesar de sus veintiséis años, era de tal modo ingenuo, que este diálogo tan chusco en una casa donde todo está permitido y donde no hay costumbre de ofenderse le parecía muy natural.

—¿No es usted escritor? —preguntó ella desnudándose.

—¿Yo? No. ¿Por qué me lo pregunta usted? ¿Es que le gustan los escritores?

—No, no los quiero.

—¿Y por qué? No son malas personas —dijo él bostezando largamente.

—¿Cómo se llama usted?

Reflexionó un momento y dijo:

—Llámeme usted Juan... No, Pedro.

—¿Quién es usted? ¿Qué hace usted? —continuó ella.

Le interrogaba dulcemente pero con insistencia, como si lo arropara con sus preguntas. Pero dominado por el sueño no la oyó. En su cerebro, que se apagaba, se iluminó por un solo instante el cuadro de todo lo que había vivido durante aquellos días y aquellas noches de persecuciones policíacas, los hombres y las cosas, el tiempo y el espacio, la luz y las tinieblas. Y de repente todo ello quedó envuelto en una niebla espesa, cayó en un abismo y perdió sus colores. Como un relámpago se dibujó en su imaginación la vasta :.ala de un museo sumida en una tranquilidad absoluta y débilmente alumbrada, donde pasó el día anterior dos horas ocultándose de los espías. Y soñó que estaba sentado en un canapé de terciopelo muy confortable y miraba un gran cuadro negro. Era tan dulce mirar aquel cuadro antiguo, sobre el que reposaban los ojos, evocaba pensamientos tan agradables, que el hombre, casi completamente dormido, tuvo una sonrisa de felicidad.

En este momento se oyó la música que tocaban en la sala. Millares de sonidos breves y dulces llenaron el aire. «Ahora ya me puedo dormir», se dijo. Y un instante después estaba completamente dominado por el sueño, que le abrazó con fuerza y le arrebató a regiones desconocidas.

***

Una hora, dos horas pasaron. Dormía siempre en la misma posición en que se haba colocado al acostarse. Tenía la mano derecha en el bolsillo donde había metido la llave y el revólver. La muchacha, desnudos los brazos y el cuello, estaba sentada frente a él. Fumaba lentamente, bebía coñac y le miraba. A veces para ver mejor alargaba su cuello, y entonces se dibujaban dos plieguecitos en las comisuras de sus finos labios. Se había él olvidado de apagar la lámpara eléctrica suspendida del techo y a su luz tenía un aspecto aleo fantástico: ni joven ni viejo, ni guapo ni feo, desconocido, lleno de misterio: sus mejillas, su nariz semejaba las de un pájaro; su respiración, fuerte y metódica... Todo en él era misterioso y desconocido para Luba. Sus cabellos negros estaban cortados al rape como los de los soldados; bajo la sien izquierda, muy cerca del ojo, se vía una cicatriz pequeña. No llevaba cruz al cuello.

En la sala la música tan pronto se extinguía como llenaba de nuevo toda la casa de sonidos caprichosos. A veces se oían gentes que cantaban y danzaban. Luba permanecía siempre inmóvil, fumaba cigarrillos y examinaba al hombre. Con mucha atención, alargando el cuello, miró su mano izquierda posada sobre el pecho: era ancha, de dedos fuertes. Le pareció a Luba que esta mano pesaba demasiado sobre el pecho, y dulcemente, para no despertarle, se la quitó de donde estaba y se la puso a lo largo del cuerpo. Luego se levante) bruscamente, apagó la lámpara eléctrica de arriba y encendió la de abajo cubierta por una pantallita roja.

Él no se movió. Los tonos rosa de la lámpara iluminaron su faz inmóvil y tan misteriosa para Luba. Ésta volvió la cabeza, se abrazó las rodillas con sus brazos rosados y alzó los ojos al techo. Permaneció así mucho tiempo con el cigarrillo apagado en la boca.

III



Algo inesperado y grave había pasado mientras dormía. Lo comprendió inmediatamente, aunque no se había despertado por completo aún, al oír una voz desconocida y bronca; lo comprendió por ese olfato agudizado que siente el peligro y que era como un sexto sentido en él y sus camaradas. Se sentó en el lecho rápidamente, y escrutando la semiobscuridad rosa de la habitación, su mano apretó el revólver en el bolsillo. Al ver a Luba sentada siempre en la misma posición, con sus hombros rosados y su pecho descubierto y con sus ojos misteriosos e inmóviles, se dijo: «¡Me ha traicionado!» Después, habiéndola mirado más fijamente, lanzó un suspiro y rectificó: «¡No, no me ha traicionado aún; pero me traicionará!»

¡Estaba perdido!

Y dirigiéndose a la muchacha le preguntó brevemente:

—¿Y bien? ¿Qué?

Pero ella no respondió. Sonrió triunfante y sus ojos se fijaron en él con malignidad y siguió guardando silencio; se diría que estaba segura de que era ya suyo, que no se la escaparía y, sin apresurarse, quería gozar de su poder.

—Y bien, ¿qué es lo que dices? —preguntó él otra vez frunciendo las cejas.

—¿Yo? Lo que te digo es que ya es hora de que te levantes. ¡Basta ya! No hay que abusar. Esto no es un asilo de noche, querido.

—Enciende la otra lámpara —ordenó él.

—No quiero.

La encendió él mismo. A esta nueva luz vio los ojos negros de Luba extremadamente malvados, su boca contraída de odio, sus brazos desnudos. Parecía ahora amenazadora, decidida a algo muy malo, decidida a una mala acción. Él se estremeció. Había ahora algo repugnante en aquella prostituta.

—¿Qué es lo que tienes? ¿Estás borracha? —preguntó con tono serio y lleno de inquietud.

Quiso coger su cuello postizo, pero ella se le adelantó y se apoderó del cuello y sin mirar lo tiró detrás de la cómoda.

—¡No lo tendrás!

—¿Qué es eso? —gritó él con voz ahogada; y cogiendo el brazo de la muchacha lo apretó como con un círculo de hierro. Los dedos de Luba se crisparon.

—¡Déjame! ¡Me haces daño! —protestó.

Apretó menos fuertemente, pero sin soltar el brazo.

—¡Ten cuidado! —le dijo a ella con tono amenazador.

—¿Qué? ¿Me vas a matar, querido? ¿Sí? ¿Qué es lo que tienes en el bolsillo? ¿Un revólver? Pues bien, puedes disparar. Quisiera verlo... ¡Sí que se necesitaría tener cuajo! ¡Viene a casa de una mujer y se duerme como un animal! ¿Está permitido? «¡Tú puedes beber —va y me dice—, yo voy a dormir!» ¡Ah, eso no, qué diablo! Se corta el pelo, se afeita y se cree ya que no le van a reconocer. ¡No, querido! ¡Tenemos policía! ¿Quieres, rico mío, que te eche mano la policía?...

Tuvo una risa alegre y triunfal. Él vio con terror la malvada alegría que hizo presa en ella, una alegría salvaje dispuesta a todo. Se diría que aquella mujer se había vuelto loca. La idea de que todo estaba perdido, y de una manera tan estúpida que habría quizá que cometer aquel asesinato cruel, insensato e inútil, y perecer a pesar de ello, le llenó de horror. Pálido como la nieve, pero dominándose, decidido ya, miró a la mujer, siguió todos sus movimientos y reflexionó.

—Y bien; ¿no dices nada? —insistió ella burlándose—. ¿Te ha cortado la palabra el miedo?

Podría apretar aquel cuello de serpiente y estrangularlo allí mismo. Ni siquiera tendría tiempo de gritar. No sentía ninguna piedad por aquella muchacha que retenida por su presión volvía la cabeza como una serpiente a la que se estrangula. Sí, sería fácil acabar así con ella. Pero ¿y después?

—Luba, ¿sabes quién soy yo?

—Sí que lo sé. Eres un revolucionario. Eso es lo que lo eres.

Pronunció estas palabras con firmeza, solemne, escandiendo cada palabra.

—¿Cómo lo sabes tú?

Se sonrió burlonamente.

—No estamos en una selva, Sabemos algunas cosas...

—Pero admitamos que eso es verdad...

—¡Y tanto que es verdad! ¡Pero suéltame la mano! ¡Vosotros no sois capaces más que de martirizar a mujeres! ¡Déjame!

Le soltó la mano y se sentó, contemplándola con una mirada insistente y pensativa. Su rostro estaba contraído, pero conservaba su expresión serena, un poco triste. Y así, con aquella expresión de tristeza, ella vio de nuevo en él algo misterioso, lleno de sorpresas.

—¿Qué es lo que miras en mí? ¡Tú no has visto nunca una mujer! —gritó groseramente, y añadió, de una manera inesperada para ella misma, un juramento cínico.

Él se sorprendió, pero siguió con los ojos fijos en ella y empezó a hablar con calma, con una voz sorda, como si estuviera muy lejos:

—¡Escúchame, Luba! Naturalmente tú puedes perderme como podría hacerlo cualquiera en esta casa y aun cualquiera que pasara por la calle. Bastaría dar un grito para que docenas, centenares de hombres corrieran inmediatamente a detenerme y quizá a matarme. ¿Y por qué? Nada más que por que no he hecho nunca daño a nadie, porque he consagrado toda mi vida al bien de los demás. ¿Comprendes tú lo que quiere decir «consagrar uno toda su vida»?

—No, no lo comprendo —respondió con firmeza la muchacha; pero le escuchaba muy atentamente.

—Los unos —continuó él– lo hacen por bestialidad; los otros, por maldad. Porque los malvados no quieren a las personas de buen corazón.

—¿Y por qué quererlas?

—No creas que me vanaglorio, Luba, Reflexiona un poco; eso ha sido mi vida, toda mi vida. Desde la edad de catorce años se me ha arrastrado por las cárceles. Se me ha expulsado de los colegios; mis padres me echaron de casa. Una vez se me quiso fusilar y me salvé de milagro. Y así toda mi vida... siempre para los demás; nada para mí mismo. ¡Nada!

—Pero ¿por qué eres tan bueno? —preguntó la muchacha con un tono irónico.

Pero él, sin comprender la ironía, respondió seriamente:

—No sé. Probablemente es que he nacido así.

—Pues bien, yo he nacido mala. Y, sin embargo, los dos hemos venido al mundo de la misma manera, con la cabeza para adelante. ¿Qué tienes que decir a eso?

Sumido en sus reflexiones él no prestó atención a aquellas palabras. Examinando el fondo de su alma, todo su pasado, que veía ahora con tanta claridad en toda su simplicidad y en todo su heroísmo, continuó:

—Ya ves, tengo veintiséis años, mis cabellos empiezan a encanecer y, sin embargo, hasta aquí...

Buscaba palabras, pero acabó su pensamiento con firmeza, aun con orgullo:

—Hasta aquí no he conocido mujeres. Pero que en absoluto, ¿entiendes? Tú, tú eres la primera mujer que he visto de esa manera. Y, para decirte la verdad, me da un poco de vergüenza mirar tus brazos desnudos...

La música llenó de nuevo toda la casa y el suelo temblaba bajo los pies de los que danzaban. En el salón, alguien, probablemente borracho, gritaba muy fuerte, como si condujera un tropel de caballos furiosos. Pero en el cuarto de Luba reinaba un silencio melancólico; en la nebulosidad rosácea se percibían cortas volutas de humo de cigarrillo.

—Y bien, Luba, ésa es mi vida.

Permaneció silencioso, con los ojos bajos, como si pensara en su vida, tan pura, tan dolorosamente bella. Ella guardaba también silencio. Después se levantó y cubrió sus hombres desnudos con una toquilla. Pero al encontrarse con la mirada extraña y agradecida de él se quitó la toquilla con una sonrisa de malignidad, de suerte que ahora se veía uno de sus pechos, opaco, de un rosa tierno.

Él volvió la cabeza y alzó ligeramente los hombros.

—Bebe coñac —dijo ella—. ¡Basta de comedia!

—No bebo jamás.

—¿Jamás? ¡Anda! Pues yo sí bebo.

Tuvo de nuevo una sonrisa malvada.

—¿Tienes cigarrillos? —le preguntó—. Dame uno.

—No son buenos.

—Me es igual.

Cuando le dio el cigarrillo, notó con gozo que Luba había subido su camisa más arriba; esto le inspiró confianza y la esperanza de que todo se arreglaría. Él mismo sacó un cigarrillo y lo encendió. Pero fumaba muy mal, sin tragar el humo, y tenía el cigarrillo como una mujer, entre los dedos extendidos.

—¡Ni siquiera sabes fumar! —dijo la muchacha encolerizada.

Y arrancándole el cigarrillo lo tiró al suelo.

—¿Empiezas a enfadarte otra vez?

—Sí, estoy enfadada.

—Pero ¿por qué? Piensa, Luba, que hacía cuarenta y ocho horas que no dormía y no hacía más que correr a través de las calles como una fiera acosada. ¿De qué te serviría traicionarme? Me detendrían; pero no creo que eso te hiciera ningún bien. Además, yo vendería cara mi vida.

Calló.

—¿Vas a disparar? —preguntó ella después de una corta pausa.


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