Текст книги "Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos"
Автор книги: Леонид Андреев
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Классическая проза
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—¡Valia! —dijo en voz baja Nastasia Filipovna asustada.
El niño suspiró profundamente, pero no se movió, como si estuviera encadenado por un sueño de muerte.
—¡Valia, Valia! —repitió el marido con voz trémula.
Valía abrió los ojos, los cerró y los volvió a abrir de nuevo y saltó sobre sus rodillas, pálido y asustado. Echó sus delgados brazos desnudos, como un collar de perlas, alrededor del cuello de Nastasia Filipovna, escondiendo la cabeza en su pecho, y cerrando bien los ojos, como si temiera que se abrieran ellos solos, susurró:
—¡Tengo miedo, mamá! ¡No te vayas!
Fue una mala noche. Cuando Valla se quedó al fin dormido tuvo un acceso de asma; se ahogaba, y su pucho, blanco y grueso, se alzaba y se bajaba bajo las compresas de hielo. No se calmó hasta el alba, y Nastasia Filipovna se fue a dormir con el pensamiento de que su Marido no sobreviviría a la separación del niño.
Después de un consejo de familia en el que se decidió que Valia debía leer lo menos posible y ver a otros niños con más frecuencia, se empezó a traer a la casa muchachos y muchachas. Pero Valia no quería a aquellos niños brutos, escandalosos, alborotadores ymal educados. Rompían las flores, desgarraban los libros, saltaban por encima de las sillas, se pegaban como monitos a quienes se hubiera abierto la jaula. Valia, grave y pensativo, los miraba con una extrañeza desagradable; iba donde Nastasia Filipovna yle decía:
—¡Lo que me cargan! ¡Me gusta más estar contigo!
Por las noches leía de nuevo, y cuando Gregorio Aristarjovich, furioso porque se diera a leer a los niños aquellas historias diabólicas, trataba dulcemente de quitarle el libro, Valia, sin decir nada, pero resueltamente, apretaba el libro contra sí. El otro acababa por dejarle y se ponía a reprochar amargamente a su mujer:
—¡A eso se llama educar un niño! No, Anastasia Filipovna; tú estarás, quizá, en tu puesto educando gatitos; pero niños no. Le has mimado tanto que ni siquiera te atreves a quitarle el libro. No hay más que decir; ¡una gran educadora!
Una mañana, estando Valía en el comedor con Nastasia Filipovna, entró Gregorio Aristarjovich como un rayo. Tenía el sombrero caído sobre la nuca y el rostro cubierto de sudor. Desde el umbral de la puerta gritó regocijado:
—¡Hemos ganado el pleito! ¡Hemos ganado!
Los brillantes de las orejas de su mujer temblaron y dejó caer sobre el plato el cuchillo que tenía en la mano.
—Pero ¿es de veras? —le preguntó sofocada por la emoción.
Su marido puso el gesto serio para inspirar más confianza, pero un instante después olvidaba su intención y se echaba a reír alegremente. Luego, comprendiendo que el momento era demasiado solemne para reír, se puso grave, cogió una silla, colocó al lado su sombrero y se aproximó a la mesa con la silla. Después de mirar severamente a su mujer guiñó un ojo a Valia, y entonces solamente empezó a hablar:
—Afirmaré siempre que Talonsky es un abogado genial. Ese no permite que se la den... ¡Oh no, honorable Nastasia Filipovna!
—Así, pues, ¿es verdad?
—¡Tú siempre escéptica! ¿No te lo estoy diciendo?
El tribunal ha desestimado la petición de Akimova. Y señalando a Valia, añadió con un tono oficial: —Y la han condenado a pagar las costas.
—¿Esa mujer no me llevará ya?
—¡Ya lo creo que no! ¡Ah! Mira: te he comprado libros...
Se dirigía al vestíbulo a buscar los libros cuando un grito de Nastasia Filipovna le detuvo en seco: Valia se había desmayado y reclinaba su cabeza en el respaldo de la silla.
La felicidad reinó de nuevo en la casa. Como si un enfermo grave que hubiera habido en ella se hubiera restablecido por completo, todo el mundo respiraba alegremente. Valia no tuvo ya relaciones con espectros malévolos, ycuando los monitos venían a verle era el más emprendedor de ellos. Pero hasta en los juegos fantásticos ponía su seriedad habitual, y cuando jugaba a los pieles rojas creía deber suyo ponerse completamente desnudo y teñirse desde la cabeza hasta los pies. En vista del carácter serio que iban tomando los juegos, Gregorio Aristarjovich pensó si debía tomar parte en ellos. Como oso demostró un talento mediocre; pero tuvo un gran éxito, muy merecido, en el papel de elefante de las Indias. Y cuando Valia, silencioso y severo como un verdadero hijo de la diosa Cali, se sentaba sobre sus hombros y golpeaba suavemente con un martillito su cráneo calvo, parecía verdaderamente un principillo oriental que reina despóticamente sobre los hombres y los animales.
Talonsky procuraba insinuar a Gregorio Aristarjovich que Akimova podía pedir la revisión del pleito por el tribunal de casación y que este nuevo tribunal podía decidir de otra manera; pero a Gregorio Aristarjovich no le cabía en la cabeza que tres jueces pudieran anular el veredicto pronunciado por otros tres jueces, puesto que las leyes son las mismas. Cuando el abogado insistía, Gregorio Aristarjovich se enfadaba y se servía de un argumento supremo:
—Pero ¿no es usted el que nos defenderá ante el nuevo tribunal? Entonces no hay nada que temer. ¿No es verdad, Nastasia Filipovna?
Ella reprochaba dulcemente al abogado sus dudas yel otro sonreía. A veces se hablaba de aquella mujer que había sido condenada a pagar las costas y se la llamaba siempre «pobre». Desde que no se podía ya llevar a Valia no inspiraba a éste aquel miedo secreto que envolvía su rostro como un velo misterioso y desfiguraba sus rasgos. En la imaginación de Valia era ya una mujer como todas las demás. Oía decir frecuentemente que era desgraciada y no podía comprender por qué; pero aquella pálida faz de la que parecía que habían chupado toda la sangre se hacía para él más simple, más natural y comprensible. La «pobre mujer», como se calificaba, comenzaba a interesarle; se acordaba de las otras pobres mujeres, de las que había leído en sus libros, y experimentaba hacia ella una piedad mezclada con ternura tímida. Se la figuraba sola en una habitación negra, llena de miedo y llorando sin cesar como lloraba el día de su visita. Hasta lamentaba haberle contado tan mal entonces la historia del rey Boya...
Se vio que tres jueces podían no estar de acuerdo con lo que habían decidido otros tres jueces: el tribunal de casación anuló el veredicto del tribunal anterior y la madre de Valia adquirió el derecho de llevárselo a su casa. El Senado confirmó el veredicto del tribunal de casación.
Cuando aquella mujer vino a llevarse a Valia, Gregorio Aristarjovich no estaba en casa: se había acostado en la cama de Talonsky, enfermo de rabia y de dolor. Nastasia Filipovna se había encerrado en su cuarto con Valia, que estaba ya dispuesto para el viaje. La criada condujo a Valia adonde le esperaba su madre, que estaba en el salón. Llevaba Valia una corta pelliza y zuecos demasiado altos que embarazaban sus movimientos; un gorro de piel cubría su, cabeza. Debajo del brazo llevaba el libro que contenía la historia de la pobrecita hada del mar. Su rostro estaba pálido y su mirada era seria.
La mujer alta y delgada le estrechó contra su mantón usado y se enjugó las lágrimas.
—¡Cómo has crecido, mi pequeño Valia! Estás desconocido —bromeó con una triste sonrisa.
Valia, después de ajustarse su gorro de piel, la miró, no a los ojos como tenía por costumbre, sino a la boca. Esta boca era demasiado ancha, pero de dientes finos; las dos arrugas que Valia había notado cuando la primera visita de su madre estaban en su sitio, en los extremos de la boca, pero se habían hecho aun más profundas.
—¿No te enfadas conmigo? —le preguntó.
Pero Valia repuso simplemente:
—Ea, vámonos.
—¡Mi pequeño Valla! —se oyó en el cuarto donde se hallaba Nastasia Filipovna.
Apareció en el umbral con los ojos henchidos de lágrimas y los brazos extendidos; se lanzó hacia el niño, se arrodilló ante él yle puso la cabeza sobre el hombro. No decía nada; solamente los brillantes temblaban en sus orejas.
—¡Vamos, Valla! —dijo severamente la mujer alta cogiéndolo del brazo—. Nuestro sitio no está entre gentes que han martirizado tanto a tu madre... ¡Sí, martirizado!...
Se sentía el odio en su voz seca. Le hubiera ocasionado placer haber dado con el pie a la otra mujer, que permanecía arrodillada junto a Valia.
—¡No tienen corazón! ¡Querían quedarse con mi único hijo! —dijo con cólera y tiró de Valia hacia sí.
—¡Vamos, no seas corno tu padre, que me abandonó!
—Sea usted para él una buena madre —gimió Nastasia Filipovna.
Los trineos avanzaban suavemente y sin ruido llevándose a Valía de la casa tranquila con sus bonitas flores, su mundo misterioso de bellos cuentos, infinito y profundo como el océano; con sus ventanas, cuyos cristales estaban sombreados por las ramas de los árboles. Pronto la casa se perdió en la masa de las (lemas cesas, parecidas como letras, y Valía no volvió a verla. Le pareció que atravesaban un río cuyas orillas estaban formadas por filas de linternas encendidas, tan próximas las unas a las otras como las perlas de un hilo. Pero cuando se acercaban a aquellas linternas, las perlas sé espaciaban, separadas por intervalos obscuros, mientras que tras ellos formaban un solo hilo iluminado. Le parecía entonces a Valia que no avanzaban y permanecían en el mismo sitio. Todo cuanto le rodeaba se convertía para él en un cuento de hadas: él mismo, aquella mujer que era su madre y le apretaba contra sí con su mano negra, y todo lo demás que veía.
Tenía fría la mano en que llevaba el libro, pero no quiso pedir a su madre que le desembarazara de él.
Hacía calor en la pequeña habitación sucia donde se condujo a Vana. En un rincón, junto a una cama grande, había otra pequeña; hacía mucho tiempo que Valia no dormía en camas semejantes.
—¿Tienes frío? Espera, vamos a tomar el té. ¡Qué encarnadas tienes las manos!... Bien; ya estás aquí con tu mamá. ¿Estás contento? —preguntó con la sonrisa mala de una persona a quien se hubiera obligado toda su vida a reír bajo los golpes de los palos.
Valia, con una franqueza que a él mismo le asustó, dijo tímidamente:
—No.
—¿No? ¡Y yo que te había comprado juguetes! Mira allí, en la ventana.
Valia se acercó a la ventana y se puso a examinar los juguetes. Había Miserables caballos de cartón con piernas feas y gruesas; un clowncon un gorro encarnado, gran nariz, y cara atontada y sonriente; delgados soldados de plomo que, habiendo levantado una pierna, quedaron en esta postura para siempre.
Hacía mucho tiempo que Valía no se divertía con juguetes: le eran completamente indiferentes; pero, por cortesía, no lo dio a entender su madre.
—Sí, son bonitos esos juguetes.
Pero ella había notado la mirada que elniño había dirigido a la ventana, yle dijo, con la misma sonrisa desagradable y falsa:
—Ya ves, querido mío; yo no sabía lo que te gustaba. Además hacía ya mucho tiempo que te los había comprado.
Valia calló no sabiendo qué responder.
—¡Estoy sola, Valía; sola en el mundo! No tengo a nadie a quien pedir consejo... Creí que te gustarían.
Valia seguía callado. De pronto ella se echó a llorar con lágrimas ardientes que se precipitaban unas tras otras y se arrojó sobre la cama, que produjo un ruido lastimero. Por debajo de su falda se veía un pie calzado con una bota grande y usada. Apretándose con una mano el pecho ylas sienes con la otra fijaba una mirada triste y repetía sin cesar:
—¡No le ha gustado! ¡No le ha gustado!
Valía con paso firme se acercó al lecho, puso su manita roja sobre la gran cabeza huesosa de su madre y dijo, con el aire grave habitual en él:
—¡No llores, mamá! Yo te querré mucho. Los juguetes no me interesan; pero te querré mucho. Voy leerte la historia de la pobrecita hada del mar, ¿quieres?...
Bribón
I
No pertenecía a nadie. No tenía nombre y nadie podía decir dónde pasaba el largo invierno ni de qué se alimentaba. Cuando quería aproximarse a las casas otros perros hambrientos como él, pero orgullosos de pertenecer a aquellas casas, le expulsaban sin piedad. Cuando empujado por el hambre o por la necesidad instintiva de encontrarse entre seres vivientes hacía su aparición en la calle, los chicos le tiraban palos y piedras y las personas mayores le perseguían con gritos de maldad y silbidos terribles. Presa de terror corría de un lado para otro, tropezaba contra las vallas y contra los hombres; por fin llegaba al extremo de la aldea y se escondía en un jardín desierto, en un rincón que él sólo conocía. Allí lamía con su lengua las heridas recibidas, y su miedo, su desconfianza de los hombres iba en aumento constante.
Una sola vez le habían demostrado piedad. Era un aldeano borracho que acababa de abandonar la taberna. Amaba y perdonaba a todo el mundo y balbuceaba algo de las personas de buen corazón. Se apiadó de la suerte del pobre perro, sobre el cual había caído su mirada por casualidad.
—¡Chucho! —le llamó, aplicándole el nombre que se da atodos los perros—. ¡Ven acá, chucho; no tengas miedo!
El perro tenía muchas ganas de acercarse, daba señales de cariño con su cola, pero no se atrevía.
—¡Ven acá, ea, tonto! ¡A fe mía que no te haré daño!
Pero en tanto que el perro, vacilante y acelerando el balanceo de su cola, se acercaba a pasitos cortos, el humor del borracho cambió súbitamente. Recordó todo el mal que le habían hecho las personas de bien ysintió disgusto y cólera. Y cuando el perro se prosternó ante él sobre el lomo le dio un fuerte puntapié en las costillas.
—¡Largo de aquí, cochino animal!
El perro lanzó un aullido provocado más bien por la sorpresa y por la decepción que por el dolor. El campesino, tambaleándose, se fue a su casa; allí pegó cruelmente y por largo rato a su mujer e hizo pedazos la toquilla nueva que le había regalado la semana pasada.
Desde aquel día el perro desconfiaba de los hombres que manifestaban deseos de acariciarle, y con el rabo entre piernas huía a todo correr. A veces hasta intentaba morder y había que echarle a palos o a pedradas.
Durante el último invierno se instaló bajo la terraza de una casa de campo desierta que no tenía guarda, y él mismo se convirtió en guarda voluntario: por la noche se ponía delante de la casa y ladraba con todas sus fuerzas. Luego se echaba bajo la terraza y gruñía furiosamente, pero en este gruñido se notaba satisfacción y orgullo de sí mismo.
La noche de invierno era terriblemente larga. Las negras ventanas de la casa desierta miraban tristemente al jardín inmóvil cubierto de nieve y de hielo. A veces una lucecita azul se reflejaba en las ventanas: era una estrella descendente o un rayo de Luna que caían sobre los cristales.
II
Cuando llegó la primavera la casa desierta se llenó (e repente de ruidos, de crujir de pies. Unos hombres llevaron pesados muebles. Una muchedumbre de inquilinos: hombres, mujeres y niños había venido de la ciudad vecina para pasar allí el verano. Embriagados de aire, de calor y de sol gritaban, cantaban, reían.
Con quien primero hizo conocimiento el perro fue con tina hermosa muchacha vestida con traje de colegiala. Había venido a ver el jardín. Llena de impaciencia y de alegría, con el deseo de besar ávidamente todo lo que veía a su alrededor, admiró un instante el cielo azul, las ramas rojizas de los cerezos y se echó sobre la hierba, vuelta la cara al sol ardiente. Después saltó nuevamente sobre sus piernas, y abrazándose a sí misma, besando el aire primaveral, gritó extasiada:
—¡Dios mío, qué bello es esto!
Dicho esto se puso a dar vueltas vertiginosas alrededor de sí misma. En el mismo instante el perro, que sin hacer ruido se había acercado a la muchacha, asió furiosamente el extremo de su vestido, lo sacudió y, siempre sin hacer ruido, echó a correr por los espesos setos de frambuesa.
—¡Un perro malo! —gritó la muchacha huyendo.
Se oyeron aún largo rato sus gritos de espanto:
—¡Mamá! ¡Niños, no vayáis al jardín! ¡Hay un perro grandísimo y muy malo!
Cuando cayó la noche el perro se acercó sin hacer ruido a la casa dormida y se echó bajo la terraza. Allí olía a hombres. Por las ventanas abiertas se oía una respiración. Dormía, nada había que temer de ellos; y el perro hacía guardia celosamente con un ojo abierto, estirando al menor ruido su cabeza con dos ojos que brillaban como chispas en la noche negra. La noche primaveral estaba llena de ruidos inquietantes: algo se movía en la hierba muy cerca del perro. Una rama se meneaba bajo el peso de un pájaro dormido. Por el camino aplastando la arena pasaban unas carretas. A su alrededor, en el aire inmóvil, se expandía el fuerte olor del heno fresco.
Las personas que se habían instalado en la casa eran muy buenas. El estar ahora lejos de la ciudad respirando el aire del campo, viendo los colores vivos de la primavera los hacía más buenas aún. El sol, al penetrar en ellos con su calor, salía convertido en risas y cariño para todos los seres vivientes.
Primeramente quisieron echar de allí al perro que los había asustado tanto, y hasta matarle de un tiro de revólver si no se iba por su voluntad; pero pronto se habituaron a oír sus ladridos en la noche, y a veces, por la mañana, se preguntaban:
—¿Dónde está ese Bribón?
Este era ya su nombre. A veces veían de día al perro entre los setos; pero él corría con desconfianza, huyendo de una mano que le echaba pan, como si en vez de pan fuera una piedra.
Poco a poco se acostumbraron a Bribón. Los hombres le llamaban «nuestro perro» y se reían de su carácter salvaje y de su miedo, que no tenía ninguna razón de ser. Cada día Bribón disminuía un poco la distancia que le había separado de los hombres. Comenzó a reconocerlos, a distinguirlos unos de otros y se adaptó a sus hábitos. Media hora antes de que se sentaran a la mesa se ponía de guardia cerca de la casa esperando que se le echara algo de comer y meneando la cola. La colegiala Lelia le perdonó la injuria y le introdujo en el círculo de aquellas felices gentes que disfrutaban del descanso.
—¡ Briboncito, ven aquí! —llamaba al perro—. ¡No tengas miedo, chiquitín mío, ven! ¡Pero ven, ea! ¿Quieres azúcar? ¡Voy a dártela! ¡Vaya, ven!
Pero el perro no se atrevía: tenía miedo. Y con precauciones infinitas, pronunciando las palabras más dulces posibles en una bella muchacha de voz melodiosa, Lelia se acercaba al perro con miedo de que la mordiera.
—¡Que te quiero, Briboncito, que te quiero mucho! Tienes una naricita bonita y ojos muy expresivos. Haces mal en desconfiar de mí, Briboncito.
Las cejas de Lelia se levantaron. También ella tenía una naricita bonita y ojos tan expresivos que el sol había hecho muy bien en cubrir de cálidos besos todo su rostro, joven, resplandeciente, de una belleza ingenua.
Y Bribón, por segunda vez en su vida, se echó sobre el lomo ycerró los ojos, no estando cierto de sile iban a acariciar o a pegar. Pero le acariciaron. Una manito cálida tocó ligeramente su cabeza y luego se puso a acariciar valerosamente todo su cuerpo.
—¡Mamá, niños, mirad, estoy acariciando a Bribón! – gritó Lelia.
Cuando los niños corrieron alborotados, agitados y confiados como gotas de mercurio, Bribónesperaba con angustia; sabía bien que si le pegaban no tendría ya fuerza para morder porque le habían despojado de su maldad irreconciliable. Y cuando todos comenzaron a acariciarle temblaba su cuerpo, y las caricias a que no estaba habituado le hacían casi tanto daño como le hubieran hecho los golpes.
III
Bribónestaba satisfecho con toda su alma de perro. Tenía un nombre, al oír el cual corría a todo correr desde los setos. Pertenecía a hombres y podía servirlos. ¿No era esto bastante para hacer feliz a un perro?
Acostumbrado a la moderación, gracias a sus años de vida vagabunda, y llena de miserias, comía muy poco; pero aun así pronto estuvo desconocido; su pelo largo, que antes le caía sobre el cuerpo en sucios mechones, llenos de barro en el vientre, estaba ahora limpio, negro y liso como el terciopelo. Y cuando se ponía delante de la casa examinando gravemente la calle con la mirada a nadie se le ocurría hacerle rabiar o tirarle una piedra.
Pero él no tenía aquel orgullo y aquel aire independiente más que cuando se encontraba solo. El fuego de las caricias no había conseguido aún evaporar completamente el miedo de su corazón, y cerca de los hombres no se sentía a gusto y esperaba que le pegaran. Durante mucho tiempo toda caricia fue para él una sorpresa, un milagro que no podía comprender. Él mismo no sabía hacer caricias. Otros perros, para expresar sus sentimientos, sabían ponerse de pie sobre las patas traseras, restregarse en las piernas de los hombres, hasta sonreír; pero él no sabía.
Lo único que sabía era echarse sobre el lomo, cerrar los ojos y lanzar gemidos pequeños. Pero esto era demasiado poco e insuficiente para expresar su entusiasmo, su reconocimiento y su amor. Al fin tuvo una inspiración: imitando quizá a otros perros comenzó a saltar pesadamente, a dar vueltas alrededor de sí mismo, y su cuerpo, siempre tan alerta e inmóvil, se hizo pesado, torpe ychusco.
—¡Mamá, niños! ¡Mirad: Briboncitoestá jugando! —gritó Lelia, y ahogándose de risa decía:
—¡Otra vez, Briboncito! ¡Sigue! ¡Eso es, así!... Todos acudieron corriendo y se retorcían de risa mientras Bribón daba vueltas como una peonza, caía y sus ojos conservaban la expresión implorante. Los niños, para provocar aquellos risibles movimientos, le acariciaban como antes se le pegaba para provocar su miedo. Algunos de los niños, y aun de los mayores, le gritaba incesantemente:
—¡ Bribón! ¡Briboncito!¡Juega otro poco, anda!
Y él jugaba con gran alegría de los espectadores que reían ruidosamente. Estaban muy contentos con él y se quejaban solamente de que Bribónno quisiera hacer valer sus talentos ante las otras personas que acudían a la casa: cuando veía venir a alguien que no era de la familia corría al jardín o se escondía bajo la terraza.
Poco a poco se fue acostumbrando a no preocuparse del alimento; estaba cierto de que a la hora precisa la cocinera le daría de comer, y permanecía esperando en su sitio, bajo la terraza. Ahora él mismo buscaba las caricias. Se había puesto un poco pesado, no le gustaba hacer viajes largos, y cuando los niños le invitaban a acompañarlos al bosque movía diplomáticamente la cola y desaparecía sin que lo notaran. Pero por la noche llenaba concienzudamente sus deberes de guardián y ladraba furiosamente.
IV
Pronto llegó el otoño. Lloraba el cielo con lluvias frecuentes. Las casas de campo iban quedando desiertas, como extinguidas por la lluvia y el viento.
—¿Qué hacer de Bribón? —preguntó pensativa Lelia.
Estaba sentada, teniendo enlazadas con sus manos las rodillas, y miraba tristemente por la ventana, por la que corrían las gotas de la lluvia que acababa de comenzar.
—¿Qué postura es esa, Lelia? Siéntate como es debido —dijo la madre, y añadió—: En cuanto a Bribóntendremos que dejarlo aquí.
—¡Pobrecito!
—¡Qué se va a hacer! En la ciudad no tenemos patio y no se puede tener al perro en las habitaciones.
—¡Pobrecito! —repitió Lelia a punto de llorar.
Sus cejas negras se levantaron como las alas de una golondrina que va a echar, a volar. Mamá dijo:
—Nuestros amigos los Dogayev me han prometido hace mucho tiempo un perrito precioso que sabe hacer una porción de juegos, mientras que Bribónno sabe nada.
—¡Pobrecito! —repitió Lelia, pero renunció a la idea de llorar.
De nuevo llegaron hombres desconocidos y llenaron de ruidos numerosos la casa. Se hablaba muy poco y no se reía en absoluto. Asustado de aquellos hombres, presintiendo alguna desgracia, Bribón huyó a la extremidad del jardín, y desde allí, a través de los setos, miraba fijamente lo que pasaba sobre la terraza y junto a la casa.
—¿Estás aquí, mi pobre Bribón? – dijo Lelia acercándose a él.
Estaba vestida de viaje, con el vestido obscuro que él había desgarrado por un extremo, y con una blusa negra.
—¡Ven conmigo!
Llegaron al camino. La lluvia tan pronto cesaba como volvía a empezar y todo el espacio entre la tierra ennegrecida y el cielo estaba lleno de nubes flotantes. Desde abajo se veía bien hasta qué punto eran esas nubes pesadas e impenetrables a la luz por el agua de que estaban henchidas. El pobre Sol debía aburrirse mucho detrás de aquel espeso muro.
A la izquierda del camino se extendía un campo negro. En el horizonte, que parecía tocarse, se veían grupos aislados de árboles y breñas. A poca distancia había una taberna cubierta con un techo de hierro. Cerca de la taberna un grupo de hombres hacía rabiar al idiota del pueblo.
—¡Dadme un copec! —pedía con voz lastimera.
—¿Y no quieres partir leña? —le respondían burlándose de él.
Se enfadaba y los otros se reían sin gana.
Un rayo de sol atravesó las nubes; era un rayo amarillo y anémico como si el sol estuviera gravemente enfermo. Todo lo envolvía la tristeza de otoño.
—¡Esto es aburrido, mi pobre Bribón! —dijo Lelia, y sin mirar atrás volvió sobre sus pasos.
Hasta que estuvo en la estación no se acordó de que no se había despedido de Bribón.
V
Bribóncorrió mucho tiempo en busca de la gente, llegó hasta la estación y sucio y mojado volvió a la casa desierta. Allí hizo un nuevo juego que no pudo ver nadie: subió por primera vez a la terraza, y enderezándose sobre sus patas traseras miró la casa por la puerta de cristales y aun la arañó con su pata. Pero la casa estaba vacía y nadie le respondió.
Caía una fuerte lluvia. Las tinieblas de otoño descendían sobre la tierra. Llenaron rápidamente la casa desierta, saliendo sin ruido de la maleza y cayendo con la lluvia del cielo sombrío. En la terraza, de donde se había quitado el toldo, lo que la hacía más vasta y extrañamente vacía, la luz se resistió algún tiempo en su lucha contra las tinieblas, iluminando las huellas de los pies sucios; pero pronto la luz cedió.
Llegó la noche.
Y cuando ya no quedaba duda de que todo estaba negro y desierto, el perro lanzó un largo gemido quejumbroso. En el ruido monótono y melancólico de lalluvia añadió una nota lúgubre y desesperada, que penetró en las tinieblas y se extendió por el campo negro y desnudo.
El perro aullaba metódicamente, con insistencia, con la tranquilidad de la desesperación. Quien le hubiera oído habría podido creer que era la negra noche misma quien lloraba la luz extinguida y habría sentido un profundo deseo de estar al calor, cerca del fuego, teniendo estrechamente abrazada contra su corazón a una mujer amada.
El perro seguía ladrando.
Petka en el campo
Osip Abramovich el peluquero colocó la sucia toalla sobre el pecho de su cliente, metiendo las puntas por detrás del cuello de éste, y gritó con voz imperiosa e impaciente:
—¡Chico, el agua!
El cliente, que se miraba en el espejo con mucha atención e interés, como se hace siempre en la peluquería, advirtió en su mentón una verruga más. Esto le afligió un poco; volvió su mirada y vio un delgado bracito de niño que ponía sobre la mesita una tacita con agua caliente. Al mirar hacia arriba vio en el espejo la imagen del peluquero, grotesca y un poco oblicua; notó la mirada dura y amenazadora que echó hacia abajo, sobre alguna cabeza, así como los movimientos de sus labios, que murmuraban por lo bajo algo sin duda muy expresivo. Cuando le ocurría que el que le afeitaba no era el mismo patrón, sino su aprendiz Procopio o Miguel, este murmullo se hacía aún más expresivo, más amenazador.
—¡Aguarda! ¡Ya verás!...
Esto quería decir que el chico no había traído el agua bastante aprisa y que le esperaba un castigo.
—Tanto peor para ellos —pensó el cliente inclinando la cabeza a un lado y observando, arrimada a su nariz, la gran mano llena de sudor, con tres dedos separados y los otros dos tocándole suavemente la mejilla y el mentón, hasta que la mal afilada navaja se llevó con un rechinamiento desagradable la espuma jabonosa y los pelos tiernos de la barba.
Los clientes no eran muy exigentes en aquel establecimiento sucio, lleno de moscas molestas y perfumes baratos. Era frecuentado especialmente por porteros, dependientes, obreros, empleadillos; muchas veces por tipos torvos de una belleza sospechosa, con mejillas sonrosadas, finos bigotes y ojillos apasionados. En la vecindad había muchas casas de vecinos, populares, que dominaban el barrio y le daban un aspecto muy sucio, inquietante y desordenado.
El chico más joven y peor tratado se llamaba Petka. El otro, que se llamaba Nicolás, tenía tres arios más y sería oficial ya pronto.
Cuando venía un cliente de poca importancia, sobre todo en ausencia del patrón, los oficiales, que no querían trabajar, ordenaban a Nicolás que le afeitara, y se reían de él al ver cómo se levantaba sobre las puntas de los pies a causa de su estatura pequeña. A pesar del celo que ponía en su trabajo, sucedíale a veces que estropeaba el tocado del cliente; entonces éste manifestaba su descontento riñéndole fuertemente; los oficiales le reñían a su vez, más bien por satisfacer a aquel pobre hombre mal afeitado. Pero de ordinario todo salía bien y Nicolás tomaba el aire grave de una persona mayor; fumaba cigarrillos baratos, escupiendo por el colmillo como los porteros; sabía expresarse de un modo grotesco y se vanagloriaba ante Petka de que bebía aguardiente; pero todo esto era más bien imaginación.
No faltaba ni a uno solo de los escándalos que se producían en las calles vecinas, como hacían, por otra parte, todos sus colegas, y cuando volvía, muy alegre y satisfecho de todo lo que había visto, su patrón le recibía propinándole dos buenas bofetadas en cada carrillo.
Petka, que no tenía más que diez años, no fumaba aún y no bebía casi nunca. Conocía muchas expresiones malas, pero no las había empleado jamás. Y así y todo admiraba a su camarada.
A veces los clientes apenas venían. Entonces Pro-copio, que pasaba casi todas las noches fuera sin dormir, aprovechaba algunos momentos durante el día para echar un sueñecito en el rinconcillo obscuro, detrás del tabique. Miguel, el otro oficial, leía El Diario de Moscúy buscaba en los sucesos un nombre conocido cualquiera de sus clientes habituales. Petka y Nicolás charlaban. El último, mano a mano con su camarada, se hacía más amable y enseñaba al aprendiz Mas las artes de tocado y los secretos del oficio.
Por la mañana acostumbraban asomarse a la ventana, junto a un busto en cera que representaba una mujer con mejillas de color de rosa y ojos de cristal asombrados por pestañas rectas, y contemplaban la animación del bulevar. Los árboles, cubiertos de polvo gris, se erguían inmóviles bajo los rayos cálidos del sol ardiente y casi no daban sombra. Todos los bancos estaban ocupados por hombres y mujeres sucios y mal vestidos, sin pañuelos, sin gorras, como si no tuvieran casa y anduvieran viviendo por la calle. Unos tenían un aire indiferente; otros, malvado y desordenado; pero en todos aquellos rostros había una expresión de cansancio, de disgusto y de desprecio para los demás.