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Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos
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Автор книги: Леонид Андреев



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—¡Ay, Dios mío, Dios mío! ¡Solo...! ¡Solo...!

Musia avanzó hacia el desventurado y le dijo:

—Ven conmigo.

Retrocedió «el Gitano», asombrado, perplejo, vacilante. Sus ojos giraban en sus órbitas, con más rapidez que nunca, como espantados de lo que veían.

—¿Contigo?

—Sí.

—¡Tú! ¡Tan jovencita, tan niña! Pero di: ¿no tienes miedo? Porque en ese caso, iré yo solo.

—No, no tengo miedo.

«El Gitano» contrajo de nuevo la boca y luego enseñó los dientes.

—Pero ¡tú, tú! ¿No te repugna mi compañía? ¿No sabes que soy un bandido? ¿De veras no te doy asco? Si te lo doy, dímelo. Te juro que no me enfadaré.

Musia calló. Su rostro parecía más pálido y enigmático a la lívida luz del alba. De súbito acercóse al «Gitano», le rodeó el cuello con un brazo y le dio un fuerte beso en los labios. Entonces él le puso ambas manos en los hombros, la apartó un poco de sí, la sacudió luego y la besó apasionadamente en los labios, en la nariz, en los ojos.

—¡Ea! ¡Vamos!

De repente, el soldado que se hallaba más próximo a ellos abrió los brazos y dejó caer el fusil. Pero en vez de bajarse a cogerlo permaneció unos momentos inmóvil, dio rápidamente media vuelta y echó a correr bosque adentro, sobre la nieve que aún no había hollado nadie.

Otro soldado le gritó, asustado:

—¡Eh, tú! ¿A dónde vas? ¡Alto!

El soldado, sin responder, continuó su marcha. Al cabo agitó nuevamente los brazos, y como si hubiera tropezado con alguien, cayó de bruces y así quedó.

—¡Eh, tú, soldadito! —gritó «el Gitano» severamente—. Coge tu fusil, si no quieres que lo coja yo. Hay que cumplir la ordenanza.

Volvieron los farolillos a moverse. Habíales llegado el turno a Verner y a Yanson.

—¡Adiós, señor! —exclamó «el Gitano»—. Ya nos encontraremos en el otro mundo. Cuando me veas, no mires para otro lado. Y como tendré mucho calor, no me niegues agua cuando tenga sed.

—¡Adiós! —repuso Verner.

—¡No tienen que ahorcarme! ¡No quiero que me ahorquen! —decía Yanson, medio desmayado.

Verner le cogió de la mano, y así pudo el infeliz avanzar algunos pasos. Luego se detuvo y se desplomó sobre la nieve. Le levantaron y se lo llevaron, mientras él se defendía en vano; ya no gritaba: acaso se le había olvidado que tenía voz.

Otra vez quedaron inmóviles las amarillentas lucecitas.

—Entonces, he de ir sola, Musía. Tantos años viviendo juntas, y ahora... —exclamó tristemente Tania Kovalchuk.

—¡Tania, Tania de mi alma!

Ambas mujeres se abrazaron, pero «el Gitano» se interpuso entre ellas y asió a Musia violentamente de un brazo, como si temiese que se la fuesen a arrebatar.

—¡Ah, señorita! —gritó—. Tú, que tienes un alma pura, puedes ir sola. Pero yo no. ¿A dónde vas, asesino?, me dirían. Pero con ésta, su inocencia me amparará. ¿No lo comprendes?

—Sí, sí. Lo comprendo. Id juntos. Otro abrazo, Musia.

Esta vez no se opuso «el Gitano».

—Abrazaos, abrazaos —dijo—. Eso está bien. Hay que despedirse como Dios manda.

Musia y «el Gitano» echaron a andar. La muchacha avanzaba despacio, con precaución, e instintivamente se recogía la falda. Su compañero, sosteniéndola vigorosamente por un brazo y tanteando el terreno con el pie, la conducía a la muerte.

Las lucecitas volvieron a quedar inmóviles. En derredor de Tania Kovalchuk no había nadie, no se oía nada; ni siquiera hablaban los soldados, cuyas grises siluetas surgían débilmente iluminadas por la indecisa luz del amanecer.

Dio Tania un hondo suspiro y dijo:

—Me he quedado sola. Ha muerto Serguéi, ha muerto Verner, ha muerto Vasia... Me han dejado sola. Ya lo veis, soldaditos, ¡estoy sola! ¡Sola...!

El sol se elevaba sobre el mar. Los cadáveres fueron metidos en cajas. En seguida se los llevaron de allí. Con los cuellos alargados y los ojos fuera de las órbitas; las azuladas lenguas, colgando como monstruosas flores de un mundo de pesadilla, surgían entre la espuma sanguinolenta de los labios, recorrían nuevamente aquellos cuerpos el camino que poco antes anduvieron vivos.

La nieve seguía tan blanca, el aire seguía tan aromoso, tan fresco, tan puro. Sobre la blancura de la nieve se destacaba, en fúnebre contraste, la nota negra del chanclo que perdiera Serguéi.

De este modo saludaban los hombres al sol naciente.

El abismo


I



El día tocaba a su fin. Caminaban los dos sin dejar de hablar y habían perdido la noción del tiempo y del camino. Ante ellos, sobre una colina, había un bosquecillo.. El sol, pasando entre las hojas, parecía un ascua que doraba el polvo. Estaba tan próximo y era tan vivo que todo parecía haberse desvanecido alrededor; no se veía más que a él. Su luz ardiente hacía daño a los ojos. Ellos retrocedieron en su camino. Todo se extinguió de pronto y ahora se veía más neto, más claro y más tranquilo. A lo lejos, poco más de un kilómetro, el ocaso rojo caía sobre el alto tronco de un pino y ardía en el follaje como una bujía en un cuarto obscuro. El camino estaba velado de rojo y cada piedra proyectaba una larga sombra negra.

La hermosa cabellera rubia de la muchacha, clareada por los rayos del sol, parecía una corona de oro. Un cabello fino y rizado se balanceaba en el aire como un dorado hilo de araña.

Ya no se veía claro; pero la conversación continuó, siempre en el mismo tono. Dulce, franca y amistosa se deslizaba como las aguas de un sereno manantial. El tema era la fuerza eterna, la belleza y la inmortalidad del amor.

Ambos eran muy jóvenes aún: ella no tenía más que diecisiete años; él, Niemovetsky, tenía cuatro años más, y los dos llevaban el uniforme de colegiales: ella, un sencillo vestido gris, del Liceo; él, un bonito traje de estudiante de la Escuela Politécnica.

Como el tema mismo de su conversación, todo era en ellos joven, bello y puro: sus talles esbeltos y flexibles como a merced del aire, sus pasos ligeros, sus voces frescas dulces y soñadoras. Hasta cuando hablaban de las cosas más simples sus voces parecían un arroyo en noche serena de primavera cuando la nieve no ha desaparecido aún del todo en los campos obscuros.

Siguieron el camino sin saber adónde los conducía, proyectando en la tierra dos largas sombras, que tan pronto se aminoraban como se confundían en una sola sombra larga como la de un álamo. Absortos en la conversación no veían sus sombras. El joven miraba sin cesar el bello rostro de la muchacha iluminado por los lindos colores tiernos del sol poniente. Ella, con la cabeza ligeramente baja, miraba al suelo, empujando las piedrecillas con su sombrilla y contemplando la punta de su botina, que suavemente pisaba la tierra.

Un canalillo con los bordes derruidos, lleno de polvo se interpuso en su camino, y ambos se detuvieron. Zina levantó la cabeza, y mirando a su alrededor con ojos velados preguntó:

—¿Sabe usted dónde estamos? Yo nunca he estado aquí.

Él examinó aquel lugar con atención.

—Si, lo sé. Allí, detrás de aquella colina está la ciudad. Déme su mano, voy a ayudarla a saltar.

Tendió su mano, pequeña y blanca como la de una muchacha. Zina, llena de alegría, hubiera querido saltar sola por encima del canalillo, correr como una chicuela gritando: «¡A que no me pillas!», pero no se atrevió. Con una inclinación grave de reconocimiento bajó la cabeza, tendiéndole tímidamente la mano, que conservaba aún las formas tiernas de una mano de niño. Él hubiera querido apretar muy fuerte aquella manita temblorosa, pero no se atrevió tampoco y se limitó a tender la suya inclinándose respetuosamente y desviando modestamente la mirada cuando la muchacha al subir dejó entrever su pierna.

Continuaron andando y hablando; pero no podían olvidar el dulce momento en que sus manos se habían tocado. Ella sentía aún el calor de su palma y de sus tuertos dedos; esto le era muy agradable y al mismo tiempo molesto; él sentíase feliz por haber tocado la piel fina de aquella manita y haber visto la silueta negra de aquel zapatito que tan gentilmente calzaba su pie diminuto.

Había algo turbador en todo aquello; pero, por un esfuerzo inconsciente de voluntad, él sabía dominar aquella sensación.

Estaba muy alegre y era tan feliz que tenía ganas de cantar, de tender al cielo los brazos y de gritar a la muchacha: «¡Corra usted, que la voy a pillar!...»; esta antigua fórmula del amor primitivo en medio de los bosques y de las ruidosas cascadas. Tenía casi ganas de llorar de felicidad. Sus largas sombras extrañas desaparecieron, el polvo de la atmósfera se hizo gris y frío; pero ellos no notaron estos cambios. Los dos habían leído buenos libros, y las imágenes de gentes que amaban, sufrían y perecían en nombre del amor puro e ideal pasaban ante sus ojos. Recordaron trozos de poesías leídas en otros tiempos, poesías que cantaban el amor, llenas de armonía y de dulce tristeza.

—¿No recuerda usted de quién son estos versos? —preguntó Niemovetsky rebuscando en su memoria:

«Y aquella a quien yo amo está de nuevo cerca de mí y aun no sospecha nada ni la inmensidad de mi tristeza, ni mi ternura, ni mi amor, del que jamás le hablé...»

—No —respondió Zina.

Y repitió melancólicamente las últimas palabras de la poesía:

«de mi tristeza, ni mi ternura, ni mi amor...»

—«Ni mi amor» —exclamó involuntariamente, como un eco, Niemovetsky.

Y continuaron evocando las jóvenes puras y blancas como azucenas, vestidas con negras ropas de monja, que vivían una vida aislada en la tristeza de los parques llenos de hojas secas en otoño y que amaban su tristeza; evocando hombres soberbios, enérgicos, pero que sufrían soñando en el amor y en el tierno afecto de la mujer. Las imágenes que evocaban en su memoria eran tristes; pero en esta tristeza el amor aparecía más claro, más puro. Inmensa como el universo, luminoso como el sol, bello y divino como arte esplendoroso, nada había en el mundo ni más fuerte ni más bello.

—¿Sería usted capaz de morir por la que amara? —preguntó Zina mirándose su manita casi infantil.

Sí, no tengo ninguna duda —respondió él con firmeza mirándola con ojos francos y sinceros—. ¿Y usted?

—Yo también.

Quedó pensativa.

Tiene usted un hilo en la americana —dijo ella levantando su mano hacia el hombro de él y quitándole con mucha precaución el hilo—. Aquí está —dijo poniéndose seria, y preguntó—: ¿Por qué está usted tan pálido y tan delgado? Trabaja usted mucho, ¿no es verdad? No hay que cansarse tanto.

—Tiene usted los ojos azules con unos puntitos claros como chispas —respondió él mirándola a los ojos.

—Y los de usted son negros. No, más bien son obscuros, cálidos, con...

No acabó su pensamiento y volvió la cabeza. Su rostro enrojeció lentamente y sus ojos tomaron una expresión tímida, confusa. Una ligera sonrisa entreabrió sus labios.

Niemovetsky experimentaba un sentimiento muy agradable y sonrió también. Ella dio algunos pasos hacia adelante y se detuvo en seguida.

—Mire usted, el sol se ha puesto —indicó con extrañeza.

—Es verdad —dijo él con una tristeza profunda.

La luz se había extinguido, habían desaparecido las sombras y todo había cambiado alrededor, tornándose pálido, silencioso y muy triste. El cielo puro y azul, de donde acababa de desaparecer el sol deslumbrador, se iba cubriendo poco a poco de nubes sombrías. Flotaban, se entrechocaban, cambiaban lentamente sus formas, pareciéndose a monstruos despertados que avanzaran sin quererlo, como perseguidos por una fuerza misteriosa y terrible. Una nubecita clara y ligera se había separado del amontonamiento y revoloteaba tímida y débil.

II



Zina estaba pálida, con los labios muy rojos; sus pupilas se habían ensanchado, dando un aspecto sombrío a sus ojos claros. Susurró dulcemente:

—Tengo miedo. Está tan silencioso todo esto... Nos hemos extraviado.

Niemovetsky frunció las cejas y examinó con angustia el sitio donde estaban.

La noche, cayendo, hacía más inefable y frío todo lo que los rodeaban. No se veía mas que el campo frío cubierto de menuda hierba pisoteada, barrancos de arcilla, colinas y abismos. Había sobre todo precipicios muy profundos junto a otros pequeños cubiertos de hierbas trepadoras. Había mucha obscuridad adentro, y el no estar a aquella hora la gente que durante el día trabajaba en ellos hacía más desierto y más triste aún aquel lugar. A los lados, acá y allá, se distinguían en la noche jirones azules de la fría niebla de los bosquecillos que parecían prestar oído a los precipicios lúgubres para escuchar lo que les contaban.

Niemovetsky dominó el sentimiento penoso y confuso de la inquietud y dijo:

—No, no nos hemos extraviado. Conozco el camino. Iremos primero por el campo y después a través de aquel bosquecillo. ¿Tiene usted miedo?

Ella sonrió y respondió animosamente:

—No, ahora ya no le tengo; pero tenemos que darnos prisa para tomar el té.

Empezaron a caminar, primero rápida y resueltamente; pero pronto acortaron el paso. Sentían a su alrededor la penosa hostilidad del campo pisoteado como si los observaran miles de ojos sombríos e inmóviles; este sentimiento los acercó el uno al otro, trayendo a su memoria recuerdos de la infancia.

Eran bellos recuerdos iluminados por el sol entre las hojas, recuerdos de amor y de risa. Más que a la vida aquello se parecía a una canción dulce y majestuosa compuesta de dos notas nada más; una sonora y pura como el cristal y la otra un poco más baja pero más limpia, como una campanilla.

De pronto vieron figuras humanas. Dos mujeres estaban sentadas al borde de un profundo precipicio de arcilla; una de ellas, con las piernas cruzadas, miraba atentamente hacia abajo; su pañuelo se levantaba sobre la cabeza y dejaba ver sus cabellos mal peinados; la curva de la espalda hacía subir el corpiño, muy sucio, con flores grandes como manzanas. Ni siquiera miró del lado de los que pasaban. La otra mujer, muy cerca de la primera, estaba casi tumbada, con la cabeza hacia atrás. Su cara era grotesca y ancha, de rasgos masculinos; dos manchas rojas y hundidas, que parecían arañazos recientes, se destacaban claramente sobre los carrillos. Estaba aún más sucia que la primera y miró a los dos jóvenes con una mirada impasible. Cuando hubieron pasado se puso a cantar con una gruesa voz de hombre:

«Para ti solo, mi amor, me he abierto como una flor.»

—¿Oyes, Bárbara? —dijo dirigiéndose a su amiga; silenciosa, sin obtener respuesta, y se echó a reír grotescamente.

Niemovetsky conocía mujeres como aquéllas, sucias hasta cuando están rica y elegantemente vestidas; apenas las miró, sin que le sorprendiera verlas allí. Pero Zina, que casi las había rozado con su modesto vestido obscuro, tuvo para ellas un sentimiento malo, casi hostil. Pronto se disipó esta impresión, como la sombra de una nube que pasa rápidamente por encima del campo dorado; y cuando junto a ellos pasaron, adelantándolos, dos hombres, uno con una gorra en la cabeza y el otro con una chaqueta, pero descalzos, y una mujer sucia también como ellos, Zina, a pesar de haberlos visto, no puso atención en ello. Sin darse cuenta siguió largo rato a la mujer con la mirada, extrañándose de ver su vestido ligero casi pegado a las piernas como si estuviera mojado, y una gran mancha de barro grasiento que se destacaba en los bajos de la falda. Había algo de inquietante, de penoso y desesperante en el bamboleo de aquella ligera falda sucia.

Siguieron andando y hablando. La nube, arrojando sobre el campo una leve sombra, los seguía lentamente por el cielo. Los bordes inflados de las nubes sombrías se distinguían apenas por sus manchas de un amarillo claro. Las tinieblas se acercaban lentas e imperceptibles. Diríase que aun era de día, pero que el día se estaba muriendo dulcemente.

Hablaron de sueños y de los sentimientos que el hombre experimenta en una noche de insomnio, cuando no le distrae nada, cuando las misteriosas tinieblas de ojos innumerables se abaten sobre su misma faz.

—¿Puede usted figurarse el infinito? —preguntó Zina tocándose la frente con su mano y medio cerrando los ojos.

—¡Por completo! —respondió él repitiendo la palabra «infinito» y cerrando los ojos a su vez.

Pues yo le veo algunas veces. Esto me ocurrió la primera vez siendo muy pequeña todavía. Era como una hilera de carretas que se siguen la una a la otra, muy larga, muy larga, sin fin. ¡Es horrible!

Tuvo un escalofrío.

—¿Y por qué carretas y no otra cosa? —dijo él sonriendo y sintiendo un malestar por aquella comparación.

—¡No sé!

Las tinieblas se hicieron más negras; la nube ha pasado sobre sus rostros pálidos y abatidos. Ahora se veían con más frecuencia siluetas sombrías de mujeres sucias y harapientas, como si los precipicios las arrojaran a la superficie. Ya se veía una, ya grupos de dos o tres mujeres. Se oían voces que retumbaban en el aire silencioso.

—¿Qué mujeres son ésas? ¿De dónde vienen? —preguntó Zina con voz dulce y medrosa.

Niemovetsky sabía lo que eran aquellas mujeres y tenía no poco susto adivinando que se encontraban en algún mal lugar muy peligroso. Sin embargo, respondió con gran tranquilidad:

—No sé nada... Sea lo que sea más vale no hablar de ello. No tenemos ya más que atravesar aquel bosquecillo; detrás están las barreras de la ciudad. ¡Es un fastidio que hayamos salido tan tarde!

Ella sonrió recordando que estaban paseando desde las cuatro. Pero viendo sus cejas fruncidas propuso que anduvieran más de prisa, procurando tranquilizarle.

—Tengo sed. El bosquecillo no está lejos. Vamos de prisa.

Cuando entraron en el bosque y se hallaron bajo los arcos silenciosos que formaban los árboles con sus copas la noche era más sombría, pero más serena.

—Déme usted su mano —dijo Niemovetsky.

Ella le dio tímidamente su mano, y este ligero movimiento pareció disipar los crepúsculos. Sus manos estaban inmóviles y no se apretaban. Zina trató de alejarse un poco de su compañero; pero todos sus pensamientos estaban absortos en la sensación de aquel sitio donde se tocaban sus manos. Y de nuevo tuvieron deseos de hablar de la belleza, de la misteriosa fuerza del amor; pero de hablar sin palabras, nada más que con las miradas para no romper el silencio. Querían mirarse, pero no se atrevían.

—¡Todavía hay gente aquí! – dijo alegremente Zina.

III



En un calvero donde había más claridad veíanse tres hombres sentados alrededor de una botella vacía guardando silencio; espiaban a los que pasaban. Uno de ellos, rasurado como un actor, se echó a reír y a silbar de una manera provocativa, como diciendo: «¡Toma, toma!» Niemovetsky sintió su corazón oprimido por la angustia; pero siguió derecho el sendero, que pasaba precisamente al lado de aquellos hombres misteriosos. Éstos esperaron; tres pares de ojos miraron en la obscuridad inmóviles y hostiles. Y sintiendo en sí un vago deseo de atraerse las simpatías de aquellas gentes taciturnas y harapientas, cuyo silencio estaba preñado de amenazas, deseando hacerles comprender su impotencia y despertar en ellos la compasión, les preguntó:

—¿Es éste el sendero que conduce a la ciudad?

Pero no respondieron. El rasurado silbó de una manera rara, burlona; los otros dos miraron con una mirada sombría, amenazadora y fija. Estaban borrachos, malintencionados, sedientos de amor y destrucción. Uno de los hombres, de carrillos rojos, hinchados, se alzó sobre sus codos; luego, torpemente, como un oso al apoyarse sobre sus patas, se puso en pie respirando con dificultad. Sus camaradas le dirigieron una mirada rápida y en seguida se volvieron todos hacia Zina mirándola con fijeza.

—Tengo mucho miedo —dijo ella muy bajo.

Niemovetsky se pudo percatar de ello por el modo de agarrarse a su brazo. Procurando aparentar tranquilidad y sintiendo la fatalidad de lo que iba a pasar echó a andar con largos y firmes pasos. Sentía sobre su espalda tres pares de ojos. Le acometió al principio la idea de correr, pero comprendió que sería inútil.

—¡Y esto es un caballero! —dijo con menosprecio.

El tercero del grupo era calvo y tenía una barba roja.

—Él no vale nada, pero la señorita no está del todo mal, a fe mía. Es un buen bocado.

Los tres se echaron a reír con una risa falsa y descortés.

—¡Permítame usted, señor! ¡Nada más que dos palabras!—dijo el más alto con voz de bajo mirando a sus camaradas.

Los otros se levantaron.

Niemovetsky siguió andando sin volverse.

—¡Hay que contestar cuando se pregunta! —dijo el rojo severamente—. Por lo menos cuando no quiere uno que le rompan el alma.

—¿Lo has oído? – gritó el calvo lanzándose hacia ellos como un loco.

Una mano fuerte asió el hombro de Niemovetsky y le sacudió. Al volver la cabeza vio muy cerca de su cara dos ojos redondos, de una expresión terrible. Estaban tan próximos que parecía que le miraban a través de una lupa; hasta distinguía perfectamente las venículas rojas sobre lo blanco del ojo y el pus amarillo sobre las pestañas. Soltando la mano inmóvil de Zina metió la suya en el bolsillo buscando su portamonedas y balbuceó:

—¿Quieren ustedes dinero?... Aquí está... tengan...

Los ojos redondos tuvieron una expresión de disgusto.

Niemovetsky volvió la cabeza; en este momento el alto echó un paso atrás y le dio un puñetazo debajo de la barba. El golpe fue inesperado. La cabeza de Niemovetsky cayó hacia atrás, chocaron sus dientes; su gorro le tapó primero la cara y luego rodó por tierra. Niemovetsky perdió el equilibrio y cayó de espaldas. Zina, aturdida, echó instintivamente a correr con toda sus fuerzas. El rasurado lanzó un grito agudo y corrió tras la muchacha. Niemovetsky apenas se levantó del suelo recibió otro golpe terrible en la nuca. Era él solo contra dos; solo, tan débil, sin costumbre de luchar; pero no se desanimó: con todas sus fuerzas mordió, arañó las manos de sus adversarios como las mujeres, llorando de rabia en lucha desigual y desesperada.

Pronto se agotaron sus fuerzas. Le levantaron en peso y le llevaron. En los primeros momentos se resistió aún; pero como la cabeza le dolía horriblemente; dejó de comprender lo que pasaba a su alrededor y, sus brazos se balanceaban a cada paso. La última cosa que vio fue un mechón de barba roja que casi se le metía en la boca; luego, a través de las tinieblas del bosque, la silueta de la pobre joven perseguida por el rasurado. Corría con todas sus fuerzas, silenciosa, sin gritar.

Sus dos adversarios, después de haber arrojado a Niemovetsky por el terraplén, permanecieron un momento en lo alto prestando oído a lo que pasaba en el fondo. Pero sus miradas se volvieron hacia el lado del bosque por donde huía Zina. Pronto se oyó un grito terrible, ahogado, de mujer; después fue el silencio.

El alto, furioso, gritó:

—¡Crápula!

Y echó a correr en línea recta a través de las ramas, como un oso.

El rojo le siguió, gritando con voz aguda:

—¡Yo también! ¡Yo también!

Era más débil que el otro y se sofocaba. Durante la lucha había recibido una patada en la rodilla, y el pensamiento de que sería el último en violar a la muchacha, a pesar de haber sido el primero que tuvo la idea, casi le volvía loco. Se detuvo un instante, se frotó la rodilla con la mano, se sonó con fuerza, metiendo el dedo en la nariz, y echó nuevamente a correr gritando:

—¡Yo también! ¡Yo también!

La nube negra fue desapareciendo poco a poco y la noche, sombría y serena, descendió sobre la tierra escondiendo en sus tinieblas la figura del rojo; no se oían más que sus breves pasos nerviosos a través del bosque, el ruido de las ramas sacudidas por sus manos y su grito vibrante y lastimero:

—¡Yo también! ¡Yo también!

IV



Niemovetsky tenía la boca llena de tierra y arena que rechinaba entre sus dientes. Lo primero que sintió al volver en sí fue el olor fuerte de la tierra húmeda. Sentía la cabeza pesada como si estuviera llena de plomo; ni siquiera podía volverla; tenía dolores en todo el cuerpo, especialmente en el hombro izquierdo. Felizmente no le habían roto nada en la lucha. Se sentó y estuvo un buen rato mirando hacia arriba sin poder pensar ni darse cuenta de lo que pasaba. A través de un matorral de anchas hojas negras, al borde del terreno, se veía el cielo puro. El huracán, que había pasado sin ser seguido de la lluvia, había purificado el aire, que era más seco y más ligero ahora. La luna, en cuarto creciente con un borde opaco, derramaba desde lo alto del cielo su luz pálida, triste y fría, pues eran sus últimas noches. Los pequeños jirones de nubes empujados por el viento, que aun soplaba muy fuerte allá arriba, pasaban cerca de la luna sin atreverse a ocultarla. Todo esto hacía el efecto de una noche triste y misteriosa que lloraba sobre la tierra.

Niemovetsky se acordó de pronto de todo lo que había ocurrido; no se atrevió a creerlo; de tal modo era horrible e inverosímil. La verdad no puede ser tan horrible y tan cruel. Él mismo, a aquella hora, en aquel sitio, sentado en la tierra, mirando desde abajo la luna y las nubes flotantes, no se reconocía; todo era extraño y no se parecía a nada. La primera idea que le vino fue la de que soñaba una pesadilla muy extraordinaria y horrible. Hasta las mujeres que habían encontrado no eran más que un sueño.

«Esto no es posible», se dijo sacudiendo la cabeza, que le dolía mucho. Buscó su gorra, pero no la encontró. Aquello era un mal presagio. Comprendió de pronto que no se trataba de un sueño, sino de la cruel realidad.

Estupefacto de terror dio un salto, y en un abrir y cerrar de ojos empezó a trepar a lo alto, con el corazón triste y oprimido; pero volvió en seguida a caer cubierto por la tierra móvil. Trepó de nuevo, agarrándose a las ramas flexibles del matorral. Una vez arriba se precipitó hacia adelante sin reflexionar y sin buscar la dirección. Corrió mucho tiempo, dando vueltas bajo los árboles. Después cambió de dirección, yendo hacia el lado opuesto. No prestaba atención a las ramas que le herían en el rostro, y a su espíritu se presentó de nuevo todo como una pesadilla terrible. Le pareció que había vivido ya todo aquello: las tinieblas, las ramas invisibles que le hacían daño. Y siguió corriendo con los ojos cerrados y pensando que todo aquello no era más que un sueño.

Niemovetsky se detuvo extenuado y se sentó en el suelo. Acordándose de su gorra se dijo:

—Sí, yo soy verdaderamente. Es necesario que me mate; lo sería aunque esto fuera un sueño.

Se levantó de nuevo y echó a correr; luego, reflexionando un poco, acortó el paso, acordándose vagamente del sitio donde se habían arrojado sobre ellos. El bosque estaba muy obscuro; en ciertos momentos un pálido rayo de la luna aclaraba los troncos blancos de los árboles; pero el bosque parecía estar lleno de personas inmóviles y taciturnas. Todo aquello parecía un sueño.

—¡Zina Nicolaievna! —llamó Niemovetsky en voz alta, alzando más la voz en el primer nombre y pronunciando muy bajo el segundo, como si al oírlo perdiera la esperanza de recibir la respuesta.

Nadie contestó.

De pronto se encontró con la senda, la reconoció y siguió hasta el calvero. Esta vez comprendió bien que todo era verdad. Presa de estupor se puso a gritar:

—¡Zenaida Nicolaievna! ¡Soy yo! ¡Soy yo el que la llama!

Tampoco obtuvo respuesta. Volviéndose del lado donde se figuraba que estaba la ciudad, Niemovetsky gritó con todas sus fuerzas:

—¡Socorro!

Perdió la cabeza y empezó a registrar los matorrales hablándose a sí mismo. De repente vio a sus pies una mancha blanca como la de una luz débil, tendida en tierra.

—¡Dios mío! ¿Qué es esto? —exclamó con voz llorosa. Se puso de rodillas adivinando el terrible drama y buscando a la pobre desventurada. Su mano tocó el cuerpo desnudo: era terso, rígido y frío; pero vivía aún. Retiró la mano instintivamente.

—¡Querida mía! ¡Pobre niña mía! ¡Soy yo! —dijo muy bajo, buscando en la obscuridad el rostro de Zina. Quiso levantada y de nuevo tocó el cuerpo desnudo. ¡Siempre aquel cuerpo de mujer terso, rígido, un poco más cálido bajo la mano que le tocaba! Rápidamente retiraba su mano un momento; pero otras veces la retenía. Al tocar aquel cuerpo desnudo no podía concebir que perteneciera a Zina, como antes no concebía que él pudiera estar solo en aquel sitio con el traje hecho jirones, sin gorra. Y lo que había pasado, lo que se había hecho con aquel cuerpo de mujer inmóvil se le apareció en toda su realidad espantosa e implacable y con una fuerza increíble y extraña al mismo tiempo estremeciendo todo su ser. Se enderezó con firmeza, fijó una mirada lívida en la mancha blanca que había a sus pies, frunció las cejas como un hombre que reflexiona.

El horror de todo lo que había ocurrido allí se apoderó de su cuerpo y pesó sobre su alma como un pesado fardo imposible de arrojar de sí.

—¡Dios mío, Dios mío! —repetía sin cesar con una voz extrañamente cambiada.

Encontró el corazón de Zina; los latidos eran débiles pero regulares. Se inclinó sobre la muchacha y sintió su débil respiración; diríase que dormía y no que estaba desmayada. La llamó de nuevo por el diminutivo de su nombre:

—¡Zina, mi Zina, soy yo!

Al pronunciar su nombre sintió súbitamente que le gustaría que no se despertara en seguida. Contenida la respiración, lanzando a su alrededor rápidas miradas, le pasó dulcemente la mano por la mejilla, la besó primero en los ojos cerrados, después en la boca, que entreabrió bajo un beso fuerte. Espantado ante el pensamiento de que pudiera despertarse retrocedió un poquito y permaneció quieto. El cuerpo estaba inmóvil y mudo y en aquel pobre cuerpo desgraciado e inofensivo había algo que inspiraba piedad, que irritaba y atraía al mismo tiempo.

Con mucha ternura y la prudencia medrosa de un ladrón Niemovetsky trató de cubrir el cuerpo con los jirones del vestido de la muchacha; la doble sensación de la tela y del cuerpo desnudo era angustiosa y cortante como un cuchillo e incomprensible como la locura. Se sentía defensor y atacante al mismo tiempo.

En vano buscó un socorro cualquiera implorando al bosque, a las tinieblas; todo permaneció indiferente. Allí había tenido lugar el festival de las bestias hambrientas de amor, y él, rechazado al otro lado de la vida humana, simple y razonable, sentía la pasión loca y bestial de que la atmósfera misma parecía impregnada allí y que le embriagaba.

—¡Soy yo, soy yo! —repetía automáticamente, sin darse cuenta de lo que le rodeaba y acordándose de la lista blanca de la falda y de la bella silueta del piececito lindamente calzado.

Prestó oídos a la respiración de la joven, y teniendo los ojos siempre fijos en su rostro avanzó la mano. La separó nuevamente y la avanzó otra vez.


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