Текст книги "Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos"
Автор книги: Леонид Андреев
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Классическая проза
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Como queda dicho, apenas hablaba; pero, en cambio, siempre parecía estar escuchando algo. Escuchaba los rumores del campo, al que los montones de estiércol, enterrados bajo la nieve, daban apariencia de cementerio; el zumbido de los hilos del telégrafo; las conversaciones de la gente; hasta el aire azul parecía decirle algo. ¿Qué? Esto sólo él lo sabía.
Un día que se hablaba de crímenes y robos, supo que en uno de los pueblos inmediatos unos desconocidos habían saqueado una finca, asesinando al dueño y a su mujer, e incendiando la casa.
Este suceso llevó el pánico a la granja donde Yanson servía. Soltáronse los perros, incluso durante el día, y el dueño no se separaba de su escopeta. A Yanson le dio otra muy parecida, aunque un poco más vieja y de un cañón; pero el estonio hizo un gesto negativo y rechazó el arma. El labrador, que no acertaba a explicarse la causa de la negativa, le reprendió agriamente, pero Yanson confiaba más en su cuchillo finlandés que en aquel chisme mohoso.
—A lo mejor me mato yo mismo —decía, fijando en su amo los turbios y apagados ojos.
—¡Qué idiota eres, Iván! ¡Vaya usted a vivir con esta gente!
Y he aquí que aquel mismo Iván Yanson, que no confiaba en la escopeta, una noche de invierno en que, por haber ido el otro cochero a la estación, se quedó en casa, cometió, como quien no hace nada, un asesinato, con los aditamentos de robo e intento de violación. Lo había hecho de una manera extraordinariamente sencilla: encerró a la criada en la cocina; luego, fingiéndose rendido por el sueño y andando como quien no puede tenerse en pie, se acercó sigilosamente a su amo y le hundió el cuchillo en la espalda. La víctima cayó sin lanzar un ¡ay!; su mujer, enloquecida por el terror, empezó a pedir socorro, y Yanson, rechinando los dientes y esgrimiendo el cuchillo, registró muebles y cajones y se apoderó de cuanto dinero halló en ellos. Después de esto miró a su ama como si la hubiese visto por primera vez, y se arrojó sobre ella con propósito de violarla. Mas se le cayó el cuchillo, y como la señora era más fuerte que el estonio, éste no logró su intento, y, lo que es más, a poco muere estrangulado. En aquel momento el labrador se agitó en el suelo; la cocinera empezó a gritar y a derribar la puerta, y el criminal huyó. No tardaron, sin embargo, en detenerle; queriendo añadir al asesinato el incendio, se dirigió a la cuadra, y allí le hallaron, cuando trataba de llevar a cabo su propósito encendiendo las cerillas que llevaba.
Pocos días después el amo murió de la infección a la sangre y Yanson fue condenado a muerte. Pequeño, delgaducho, con su cara llena de pecas y sus ojos turbios y apagados, mostró al comparecer ante sus jueces tal indiferencia, que no parecía comprender la importancia de su delito. Miraba a la sala con curiosidad y se pellizcaba las narices con sus rudos y achatados dedos. Sólo los que le habían visto los domingos en la iglesia protestante podían notar que estaba un poco mejor vestido. Llevaba al cuello una bufanda de un rojo sucio; habíase humedecido los cabellos, que así parecían más obscuros y brillantes a trechos, en tanto que en otros se mostraban ralos y rígidos, como espigas que han sobrevivido a una tormenta.
Cuando Yanson conoció la sentencia que le condenaba a morir ahorcado se estremeció, se encendieron sus mejillas y se puso a anudar y desanudar la bufanda, que, al parecer, le sofocaba. Luego empezó a agitar los brazos, y dirigiéndose a uno de los magistrados, que no era el que había leído el fallo, señaló a éste con el dedo y dijo:
—«Ésa» 3dice que me ahorquen.
—¿Quién es «ésa»? —preguntó con severo tono el presidente del tribunal, que había leído la sentencia.
Apenas si los jueces podían disimular su sonrisa; para lograrlo mejor, escondían los rostros tras los papelotes de la causa. Yanson extendió un dedo rígido hacia el presidente y replicó malhumorado y mirándole de reojo:
—¡Tú!
—¿Yo?
Volvió Yanson a mirar al otro magistrado, que no hablaba, y en el que el estonio creía ver un amigo, por suponer que no había tenido arte ni parte en la sentencia, y de nuevo dijo:
—«Ésa» dice que me ahorquen, y a mí no tienen que ahorcarme.
El presidente ordenó:
—Llévense al acusado fuera de la sala.
Antes de que se cumpliera la orden, Yanson tuvo tiempo de repetir con tono persuasivo:
—¡No tienen que ahorcarme! ¡No quiero que me ahorquen!
Al verle tan grotesco, con un dedo extendido, su diminuta carucha contraída, a la que inútilmente trataba de dar una expresión conmovedora, uno de los guardias que le custodiaban no pudo por menos de decirle, aun faltando a la consigna:
—¡Mira que eres imbécil, compañero!
Yanson repetía insistentemente:
—¡No tienen que ahorcarme! ¡No quiero que me ahorquen!
—¡Quiá, hombre, qué te van a ahorcar! Y encima te darán un jamón.
El otro guardia ordenó, enojado:
—¡Ea, basta de charla! —Y añadió en voz baja—: ¡Bandido! ¡Salvaje! Ahí tienes lo que has conseguido con matar a tu amo.
Su compañero, más compasivo, dijo:
—Aún puede que le indulten.
—¿Qué estás ahí diciendo? ¡Indultar a este asesino! Bueno, ya hemos hablado más de la cuenta.
Yanson había callado. Volvieron a encerrarle en el mismo calabozo que durante un mes ocupara, y al que ya se había ido acostumbrando, como a todo se acostumbraba, lo mismo a las palizas que al vodka 4y a los áridos campos nevados. Hasta se alegró cuando vio nuevamente los barrotes de la reja, la cama, y su contento subió de punto cuando le dieron de comer, pues estaba aún en ayunas. Le había impresionado desagradablemente lo ocurrido en el tribunal, pero no sabía ni podía pensar en ello. Ni siquiera era capaz de imaginar lo que pudiera ser la pena de horca.
Había en la cárcel otros condenados a la última pena, y, por consiguiente, era el suyo un caso como otro cualquiera, sin importancia alguna. Sus carceleros le hablaban tranquilamente, como si no fuese a morir pronto o como si fuese a morir de mentirijillas.
Al enterarse de la sentencia el inspector le dijo:
—¿Qué es eso, amigo? ¿Conque al palo, eh?
—¿Cuándo me van a ahorcar? —preguntó Yanson, receloso.
El inspector permaneció unos instantes pensativo.
—Tendrás que esperar un poco. No pretenderás que por ti solo vayamos a molestarnos. Hay que esperar a que haya número.
—Bueno, pero ¿cuánto tiempo tardarán?
No le habían molestado en lo más mínimo las despectivas palabras del inspector, o acaso había creído que eran el pretexto que se daba para aplazar la ejecución e indultarle luego, y alegrábale ver cómo el minuto terrible y fatal, en que no podía pensar sin estremecerse de horror, íbase alejando, hasta parecer remoto, inverosímil.
El inspector, que era un viejo gruñón, replicó enojado:
—¡Cuándo, cuándo...! ¡Vaya una pregunta! ¡No es como ahorcar a un perro en una cuadra! Pero eres tan bruto, que puede que eso te pareciera preferible.
—¡No quiero que me ahorquen! —dijo Yanson con mimo infantil—. Eso han dicho, pero ¡yo no quiero!
Y, acaso por primera vez en su vida, rompió a reír, con una risa estúpida, de una alegría absurda. Parecía el graznido de un pato: ¡Cuá-cuá! ¡Cuá-cuá!
El otro le miró sorprendido y luego frunció el ceño; le parecía que aquella risa era una ofensa cruel para la cárcel, que amenguaba la ejemplaridad del castigo, y que a los mismos carceleros les desprestigiaba en algún modo, y por un momento, aquel hombre, que se había pasado la vida en la cárcel, cuyo reglamento celular consideraba tan preciso e infalible como las leyes de la naturaleza, creyó hallarse en un manicomio, y que él mismo se había vuelto loco.
—¡Qué bruto! —dijo, escupiendo—. ¿De qué diablos te ríes? ¿Te has creído que estamos en una taberna?
—¡No quiero que me ahorquen! ¡Cuá-cuá! ¡Cuá-cuá! —continuaba Yanson, riendo siempre.
—¡Es el diablo en persona! —exclamó el vigilante, y en poco estuvo que hiciese la señal de la cruz.
No era precisamente al diablo a quien más se parecía aquel hombrecillo de cara minúscula y ajada; pero su risa de ganso sí tenía algo de diabólica, pues profanaba la santidad y la solidez de la cárcel.
Parecía que, de continuar riéndose un poco más, aquellas carcajadas acabarían por derrumbar muros y rejas, y él mismo tendría que poner en libertad a los presos y decirles: «¡Ea, señores, márchense adonde quieran, a paseo o a su casa! ¡Satanás!»
Yanson había dejado ya de reírse, y hacía extraños guiños.
—¡Qué tipo! —pensó el vigilante, y luego de lanzarle una mirada amenazadora se alejó de allí.
Durante el resto de la tarde, Yanson estuvo muy tranquilo, hasta jovial, sin cesar de repetir: «¡No tienen que ahorcarme, no quiero que me ahorquen!», con lo que se persuadía a sí mismo de que, con pronunciar tales palabras, no era preciso más.
Ya apenas se acordaba de su crimen, y si algo lamentaba, era no haber podido violar a su ama. Pero bien pronto ni de esto se volvió a acordar.
No pasaba mañana sin que preguntase al vigilante que cuándo lo iban a ahorcar, a lo que el funcionario le contestaba:
—¡Tiempo habrá! ¡No tengas prisa, condenado! —y se marchaba en cuanto le era posible, antes de que Yanson empezase a reírse.
Viendo que los días se sucedían iguales unos a otros, Yanson llegó a creer que la ejecución no se verificaría nunca. Casi olvidado ya del tribunal, pasábase las horas muertas tumbado en la tarima y soñando con los campos cubiertos de nieve y salpicados de montoncitos de estiércol, con la cantina del ferrocarril y con otras cosas que le parecían remotas y gratas. En la cárcel le daban bien de comer, y en poco tiempo había engordado bastante. Parecía un personaje.
—Si ahora me viese mi ama, sí que se enamoraría de mí —se dijo un día—. Estoy tan gordo como su marido.
Sus únicos deseos eran beber vodkay montar a caballo.
La detención de los terroristas se supo muy pronto en la cárcel. Aquel día, cuando Yanson le hizo su pregunta de costumbre, el inspector le respondió:
—Ahora, pronto.
Miróle tranquila y solemnemente, y repitió:
—Ahora sí que va a ser pronto. Al cabo de una semana, según creo.
Yanson palideció; parecía como dormido, tan turbia era la mirada de sus ojos vidriosos.
—¿Estás bromeando? —preguntó.
—Tanto que lo esperabas y ahora no lo crees. No estamos aquí para bromas. Sois vosotros a quienes os gustan las chanzas, nosotros no tenemos tiempo para ello —dijo el inspector con dignidad, y se alejó.
Al anochecer del mismo día, Yanson ya aparecía más delgado. Su piel, alisada durante el último tiempo, se contrajo nuevamente en numerosas arruguitas. Tenía los ojos completamente adormecidos y sus movimientos tornáronse lentos y pesados, como si cada inclinación de la cabeza, cada movimiento de los dedos, cada paso que daba, fuera una empresa difícil y complicada que hubiera de meditarse antes de ser efectuada. Por la noche se acostó en su camilla, pero no cerró los ojos, y así permanecieron abiertos hasta la mañana siguiente.
—¡Ajá! —dijo el inspector con satisfacción, al verle el día siguiente—. Ahora comprendes que no estás en una taberna, amigo.
Sintiendo un gran placer, como el sabio a quien hubiese resultado bien por segunda vez el experimento, examinó al condenado de pies a cabeza: ahora todo iría como era debido. Satanás quedaba avergonzado y se restablecía la santidad de la cárcel y de la ejecución. Preguntó a Yanson con indulgencia y hasta con compasión:
—¿Querrás ver a alguien o no?
—¿Para qué ver?
—Para despedirte. De tu madre, por ejemplo, o de tu hermana.
—Que no me ahorquen —dijo Yanson en voz baja, mirando al inspector de reojo—. No quiero que me ahorquen.
El inspector se limitó a mirarle y se alejó nuevamente.
Por la tarde Yanson se tranquilizó. El día no se distinguía en nada de los demás, como siempre brillaba el sol en el cielo invernal, familiarmente sonaban los pasos y las conversaciones en el pasillo, y como todos los días llegaba el olor agrio de col, y Yanson dejó de creer en la ejecución.
Pero por la noche de nuevo el terror se apoderó de él. Antes la noche no significaba para él más que la obscuridad, un espacio de tiempo tenebroso, durante el cual había que dormir; pero ahora sentía su significado misterioso y amenazador. Para no creer en la muerte tenía que ver y percibir en su alrededor lo familiar: pasos en el pasillo, voces, luz, olor de coles; pero ahora, por la noche, todo era extraordinario y aquel silencio y aquellas tinieblas ya por sí mismas eran trasuntos de la muerte.
Y a medida que pasaba la noche, más terror experimentaba. Con ingenuidad de salvaje o de niño, que todo lo creen posible, Yanson sentía deseos de gritar al sol: ¡brilla! Pero no había fuerza capaz de detener las negras horas de la noche, que se arrastraban lentamente. Y aquella imposibilidad, que por primera vez se presentaba al débil cerebro de Yanson, le llenó de terror: aun no atreviéndose a sentirla claramente, reconocía ya lo inevitable de la muerte cercana y su pie entumecido diríase que pisara el primer escalón del patíbulo.
Durante el día se tranquilizó de nuevo, pero la noche fue nuevamente espantosa; y así continuó hasta que llegó una noche en la que reconoció que la muerte era inevitable y que llegaría al cabo de tres días, al amanecer.
Nunca había pensado en lo que era la muerte, ni tenía ésta para él imagen alguna. Mas ahora la sentía claramente, había Percibido su entrada en la celda, en donde le buscaba para arrebatarle. Y huyendo de ella, comenzó a correr por la celda. Pero era tan pequeña que sus rincones no parecían ángulos agudos, sino obtusos, que le empujaban hacia el centro. No había nada detrás de lo cual poder esconderse y la puerta estaba cerrada. Varias veces se echó con el cuerpo contra las paredes y la puerta, produciendo un ruido sordo y vacío. Después tropezó con algo y cayó de bruces. Y aquí en el suelo, tocando con el rostro el asfalto negro y sucio, sintió que la muerte le atrapaba y empezó a gritar presa de terror, hasta que acudió gente. Aun cuando le hubieron levantado del suelo y le echaron en la cabeza agua fría, no se decidía a abrir los ojos, fuertemente cerrados. Entreabría uno, veía un rincón alumbrado, o la bota del guardián y de nuevo empezaba a gritar.
Por fin el agua fría hizo su efecto y además contribuyeron a calmarlo unos golpes en la cabeza, suministrados a guisa de remedio por el inspector. Y aquella sensación de la vida ahuyentó la muerte. Yanson abrió los ojos, y el resto de la noche la pasó profundamente dormido, aunque con el cerebro turbado.
Estaba tumbado en la camilla, de espaldas, con la boca abierta, roncando con estrépito. Por entre los párpados entornados blanqueaban los ojos sin pupila.
Desde entonces todo, el día, la noche, los pasos, las voces, el olor a coles, constituía para él un horror continuo y le llenaba de asombro. Su débil pensamiento no era capaz de asociar aquellas ideas tan monstruosamente contradictorias: el día familiar y claro, el gusto y el olor de las coles, y que al cabo de dos días él iba a morir. No pensaba en nada, no contaba las horas, sino que permanecía en un mudo terror ante aquella contradicción que desgarró su cerebro en dos partes.
Volvióse pálido, pero su aspecto era tranquilo. Sólo que no comía nada y dejó de dormir. Toda la noche permanecía sentado en su taburete con las piernas cruzadas bajo el asiento, o paseaba furtivamente por el calabozo. Tenía siempre la boca medio abierta, como en un asombro continuo, y, antes de tomar cualquier objeto, lo contemplaba con aire estúpido durante mucho tiempo y luego lo asía en la mano con desconfianza.
Cuando llegó a este estado, los inspectores y los soldados dejaron de preocuparse por él. Aquel estado era natural en los condenados a muerte, y se asemejaba, según aseveración del inspector, a pesar de que éste nunca le había experimentado, al que suele presentar el animal en el matadero, después que le dan con el mazo en la frente.
—Ahora ya está ensordecido y no sentirá nada, ni aun la muerte misma —decía, examinándole con la mirada de hombre experto—. Iván, ¿oyes? ¿Eh, Iván?
—Que no me ahorquen —replicó Yanson con la voz monótona, sin ninguna expresión, y de nuevo dejó caer su mandíbula inferior.
—Si no hubieras matado, no te ahorcarían —dijóle el inspector mayor con tono reprobatorio, hombre joven todavía, pero de aspecto serio y con el pecho cubierto de medallas—. ¿Cómo puedes pretender que no te ahorquen, después de haber matado a tu semejante?
—¡Qué astuto! ¡Quiere matar impunemente! —agregó otro.
—No quiero que me ahorquen —dijo Yanson.
—Quieras o no quieras, lo mismo da —expuso el mayor con indiferencia—. Mejor que hablar tonterías, tendrías que disponer tus cosas. Supongo que tendrás algo.
—Nada tiene. Una camisa, un par de calzones y una gorra de piel. ¡El muy elegante!
Así transcurrió el tiempo hasta el jueves. A las doce de la noche de este día entraron varias personas en el calabozo de Yanson, y un señor con charreteras le dijo:
—Prepárese... Hay que marchar.
Yanson, moviéndose lenta y dificultosamente, vistió todo lo que tenía, y encima puso la bufanda roja y sucia. Mirando cómo Yanson se preparaba, el señor con las charreteras dijo a otro señor que estaba junto a él:
—¡Qué calor hace hoy! Ya llegó la primavera.
Los ojillos de Yanson se le cerraban, movíase con tal lentitud y se encontraba tan adormilado que el inspector le gritó:
—¡Vamos, más de prisa! Parece que estás durmiendo.
De repente Yanson se detuvo.
—¡No quiero! —dijo con su voz monótona de siempre.
Le tomaron de los brazos y él se dejó conducir sumisamente. Afuera le envolvió el aire fresco primaveral y sintió que se le humedecía la nariz. A pesar de la noche la nieve seguía derritiéndose y se oían caer sobre la acera las alegres gotas.
Mientras los guardias subían al coche obscuro, sin ningún farol, agachándose y haciendo sonar sus sables, Yanson se pasaba el dedo por debajo de la nariz mojada y arreglaba la bufanda, que había atado mal.
IV Somos de Orel
Ante el mismo tribunal de guerra que había sentenciado a Yanson compareció, y también fue condenado a la horca, un aldeano de la gobernación de Orel, distrito de Eletsk, llamado Mijaíl Golubets, conocido por el apodo de «Mishka 5el Gitano». Sus últimos crímenes, absolutamente probados, habían sido un robo a mano armada y asesinato de tres hombres. Pero aunque su pasado se perdía en la obscuridad, existían vagos indicios de que había tomado parte en toda una serie de homicidios y robos.
Presentíase tras él un rastro de borracheras y de sangre. Con plena franqueza, con absoluta sinceridad, llamábase a sí mismo bandido, y se mofaba irónicamente de la otra casta de ladrones, los urbanos, que por moda se adulaban, calificándose de «expropiadores». Del último crimen, en que hubiera sido inútil el negar, había hecho el relato voluntaria y detalladamente; en cambio, a las preguntas sobre su pasado sólo había respondido, enseñando los dientes, con esta frase:
—¡Buscad el viento en el campo!
Al verse estrechado por los jueces, «el Gitano» había adoptado un aire digno y serio, contestando:
—Todos los de Orel somos hombres despiertos. —Y había añadido, grave y juiciosamente—: Los de Orel y Kroma son los primeros ladrones. Los de Karachev y Livni lo son más, y más todavía los de Eletsk, porque los de Eletsk son los padres de todos. ¿Para qué, pues, seguir hablando?
Mijaíl había merecido el apodo de «el Gitano» por su aspecto exterior y también por sus mañas excepcionales de ladrón. Era muy moreno, flaco; tenía manchas amarillentas en sus pómulos abultados de tártaro y revolvía los ojos de un modo extraño, como un caballo. Su mirar era rápido, pero penetrante e inquisitivo. Las cosas en que ponía la vista parecía como si perdiesen algo de su tamaño, como si le entregasen una parte de sí mismas y adoptasen otra forma. El cigarrillo en que posase la mirada sería difícil que lo cogiese nadie, como si ya lo hubiese consumido otra boca. Bebía el agua en cantidades enormes, y la movilidad de su temperamento le hacía aparecer tan pronto reconcentrado como expansivo, a manera de un haz de chispas.
A todas las preguntas del tribunal había contestado en forma categórica, firme y hasta como con satisfacción:
—¡Es cierto!
A veces recalcaba:
—¡Es ci-er-to!
Y de un modo inesperado, cuando los señores del tribunal empezaron a tratar de otro asunto, habíase levantado de un salto y rogado al presidente:
—¿Me permite usted dar un silbido?
—¿Para qué? —inquirió aquél con asombro.
—Como dicen los testigos que yo hacía señales a mis compañeros, pensé que les interesará a ustedes saber cómo lo había hecho.
El presidente, algo perplejo, se lo permitió. Entonces, «el Gitano» metió en la boca dos dedos de cada mano, revolvió los ojos como una fiera y rasgó el aire inerte de la sala con un silbido, un silbido verdaderamente salvaje, de esos que a veces aturden a los caballos y les hacen caer sobre las patas traseras. En aquel penetrante sonido, ni humano ni de fiera, había de todo: la angustia mortal del que perece asesinado, la alegría salvaje del asesino, la amenazadora advertencia, la llamada a rebato, la obscuridad de las noches lluviosas de otoño y la soledad imponente de la llanura.
El presidente dijo algo, hizo después una señal con la mano y «el Gitano» calló sumiso. Y como un artista que acabase de cantar con éxito un aria difícil, pero siempre aplaudida, sentóse, secó en el capote los dedos mojados y miró con petulancia a los concurrentes.
—¡Vaya un bandido! —dijo uno de los magistrados, rascándose una oreja.
Pero su vecino, que tenía barba ancha a la rusa, y ojos de tártaro como los de «el Gitano», contempló pensativamente al bandido, sonrió y exclamó:
—En realidad, no deja de ser interesante.
Y con el corazón tranquilo, sin compasión y sin el menor remordimiento, los jueces condenaron a muerte al criminal.
—¡Es justo! —dijo éste cuando hubieron terminado de leer la sentencia—. ¡Una horca en campo raso! ¡Pues es lo que merezco!
Y volviéndose hacia un soldado del convoy añadió, por bravuconería:
—¡Bueno, vamos, atontado! ¡Y ten cuidado con el fusil! ¡A ver si te lo quito!
El soldado le miró severamente, lanzó una ojeada a su compañero y examinó el gatillo del arma. El otro hizo lo mismo. Y todo el camino hasta la cárcel parecióles a ambos, absortos ante la actitud del condenado, que no iban a pie, sino que volaban.
Hasta la ejecución, «Mishka el Gitano», lo mismo que Yanson, tuvo que estar diecisiete días en la cárcel. Y aquellos diecisiete días pasaron para él volando, como uno solo, alentando un pensamiento inextinguible: el de la fuga, el de la libertad y la vida. Las paredes que le cercaban, las rejas, la ventana mortal, por donde no se veía absolutamente nada, redoblaban la inquietud, siempre violenta, de su pensamiento, y se lo abrasaban como carbones encendidos abrasarían una tabla. Por su mente pasaban cual torbellinos imágenes claras, aunque imperfectas, que se encaminaban todas a un fin: la fuga, la libertad, la vida. Con las ventanas de la nariz dilatadas, venteaba horas enteras el aire, que le parecía oler a cáñamo y a incendio, o recorría de un lado a otro el calabozo, tentando las paredes, dando en ellas golpecitos con los dedos, atravesando con la mirada el techo o aserrando mentalmente las rejas. Con su agitación turbulenta atormentaba al soldado que le vigilaba por la mirilla, y que más de una vez, desesperado, le amenazó con pegarle un tiro. «El Gitano» le contestó con una sarta de burlas y groserías, y el asunto terminó con bien sólo porque la disputa se fue convirtiendo en un diálogo vulgar e inofensivo, de muyik 6, con motivo del que habría resultado absurdo e imposible disparar el fusil.
De noche dormía profundamente, con una inmovilidad en que, no obstante, latía la vida, a la manera de un resorte temporalmente inactivo. Pero al levantarse se ponía en seguida a recorrer la habitación, a imaginar nuevos planes de evasión, a palpar las paredes ansiosamente. Tenía siempre las manos secas y calientes, pero alguna vez se le enfriaba de súbito el corazón, como si le metieran dentro del pecho un pedazo de hielo que hiciese temblar su cuerpo. En tales instantes se acentuaba el color moreno de su tez, tomando un matiz azulado de hierro fundido. Había adquirido una costumbre extraña: como si hubiese comido una cosa demasiado dulce, insoportablemente dulce, chasqueaba continuamente la lengua contra los dientes con una especie de silbido. No terminaba las palabras, porque sus pensamientos fluían con tal rapidez, que la lengua no acertaba a servirlos.
En una ocasión vino de día a su calabozo, en compañía de un soldado, el inspector mayor, y al mirar el suelo cubierto de saliva, dijo malhumorado:
—¡Cómo has ensuciado esto!...
«El Gitano» le replicó con rapidez:
—Tú, en cambio, cara de perro, has ensuciado toda la tierra y no te digo nada. ¿A qué has venido aquí?
El inspector, con la misma rudeza, le dijo que había una plaza vacante de verdugo, y le propuso desempeñarla. «El Gitano» se echó a reír a carcajadas, enseñando sus dientes:
—¿Conque no hay aspirantes? ¡Pues sí que es gracioso! ¡Que manden, que manden ahorcar ahora! Ja, ja! Tienen todo: tienen un pescuezo y tienen una cuerda, pero se fastidian, que no tienen quien ahorque. ¡Realmente, es gracioso!
—Quedarás vivo si aceptas.
—¡Hombre, claro! ¡Después de muerto no iba a ahorcar!
—Bueno, ¿en qué quedamos? ¿Aceptas el cargo o no lo aceptas?
—¿Y cómo ahorcan ustedes?... ¿Será ocultamente, en silencio, o en público?
—Sí, con música —replicó groseramente el inspector.
—¡Qué tonto eres! Claro que se necesitará música. Algo así —y se puso a cantar una cosa alegre.
—Estás loco, amigo —dijo el inspector—. Bueno, ¿qué decides? Habla con formalidad.
«El Gitano» volvió a enseñar los dientes, exclamando:
—¡No te precipites! ¡Vuelve otro día y hablaremos!
Y en el caos de imágenes vivas, pero incompletas, que abrumaba al «Gitano» con su vértigo loco, hízose lugar otra nueva: ¡Qué bien estaría él de verdugo, con blusa roja! Sin que faltara detalle, se representó la plaza, llena de gente; el patíbulo, asomando en alto, y él, con su blusa roja, paseando por la plataforma con el hacha en la mano diestra. El sol lo iluminaba todo y centelleaba en el arma, y era el cuadro tan alegre y animado, que el mismo condenado, a quien iban a decapitar, sonreía también. Detrás del público se veían los carros y los caballos de los muyikque habían acudido de las aldeas, y más allá, el campo, verde y dilatado.
Pensando todo esto, chasqueó los labios, pasó por ellos la lengua y escupió.
Pero de improviso, como si le hubieran encasquetado el gorro de piel hasta la boca, obscureciósele todo; sintió un nudo en la garganta, y el corazón se le convirtió en un pedazo de hielo, que heló todo su cuerpo.
Dos veces más volvió a pasar el inspector por su calabozo, y las dos le dijo «el Gitano», enseñando los dientes:
—¡Qué impaciente eres! Vuelve más tarde.
Por fin, un día, al pasar por delante del calabozo, el inspector le gritó por la mirilla:
—¡Has perdido tu oportunidad! ¡Ya está cubierta la plaza!
—¡Bueno, vete al diablo y ahórcate! —replicó malhumorado «el Gitano», y dejó de pensar en ser verdugo.
A medida que se aproximaba el día de la ejecución, el tumulto de sus fragmentadas visiones se le hizo atrozmente insoportable. Habría querido detenerse, hincar los pies y pararse; pero un torrente circular le arrastraba y giraba en torno suyo. Tornóse inquieto su sueño; asaltábanle pesadillas horrendas, todavía más agobiadoramente impetuosas que sus pensamientos diurnos. Ya no era aquello un torrente, sino una caída sin fin desde una montaña también sin fin, un vuelo vertiginoso por el mundo entero. Cuando estaba libre usaba sólo un bigote bastante elegante; pero en la cárcel le había salido una barba corta, negra y de pelos tiesos, que le daba aspecto de loco. A veces conseguía apartar todo pensamiento y daba vueltas por el calabozo sin ton ni son; empero, aun en aquellos momentos, seguía palpando las paredes como si buscase salida. Y siempre bebía agua en cantidades enormes.
Cierto día, al anochecer, cuando encendieron la luz, el bandido se puso a gatas en medio del calabozo y empezó a aullar como un lobo, con voz trémula. Tenía en aquel instante una gravedad particular, y aullaba como si estuviese haciendo una cosa importante e imprescindible. Llenaba el pecho de aire, lo dejaba salir lentamente, con un sonido prolongado y vibrante, cerrando ¿1 propio tiempo los ojos, escuchando con atención.
El temblor de la voz parecía hecho adrede, como todo aquel grito de fiera, lleno de indescriptible horror y tristeza, en cada una de cuyas notas percibíase un cuidado especial de artista concienzudo.
De pronto dejó de aullar, permaneció callado unos cuantos segundos, sin abandonar la postura, y quedito, con la cara pegada al suelo, profirió:
—¡Hermanitos míos, queridos!... ¡Hermanitas, tened compasión!... ¡Hermanitas!... ¡Queridos!...
Y como si esperase la respuesta, dicha una frase, se quedaba escuchando.
Luego se levantó de un salto, y durante una hora entera estuvo vomitando insultos:
—¡Tales y cuales!... —gritaba, revolviendo los ojos, inyectados en sangre—. ¡Si queréis ahorcarme, hacedlo de una vez! ¡Hijos de...!
El soldado, blanco como la cera, llorando de angustia y de horror, le apuntaba con el fusil por la ventanilla y le gritaba desesperadamente:
—¡Te voy a pegar un tiro, como hay Dios! ¡Te voy a dejar seco!
Pero no se atrevía a disparar. Contra los condenados a muerte, a no ser que se rebelasen, nunca se disparaba. «El Gitano» rechinaba los dientes, blasfemaba y lanzaba escupitajos. Su cerebro humano colocado en la divisoria entre la vida y la muerte se descomponía y desmenuzaba como una partícula seca de barro al soplo del viento.
Cuando aparecieron por la noche en la celda para llevárselo al patíbulo, «el Gitano» se animó, como si le invadiese un torrente nuevo de vida, asomó a su boca la saliva espumajosa incontenida y sus ojos chispearon con la luz salvaje de otras veces. Mientras se vestía preguntó a uno de los carceleros:
—¿Quién me va a ahorcar? ¿El nuevo? A lo mejor no sabrá hacerlo todavía.
—De eso no tienes que preocuparte tú —contestó secamente el funcionario.
—¿Cómo no? Es a mí a quien van a despachar, y no a ti.