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El Hobbit
  • Текст добавлен: 8 октября 2016, 16:01

Текст книги "El Hobbit"


Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien



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Elrond lo sabía todo sobre runas de cualquier tipo. Aquel día observó las espadas que habían tomado en la guarida de los trolls y comentó: —Esto no es obra de los trolls. Son espadas antiguas, muy antiguas, de los Altos Elfos del Oeste, mis parientes. Están hechas en Gondolin para las guerras de los trasgos. Tienen que haber sido parte del tesoro escondido de un dragón, o de un botín de los trasgos, pues los dragones y los trasgos destruyeron esa ciudad hace muchos siglos. En ésta, Thorin, las runas dicen Orcrist, la Hendedora de Trasgos en la ancestral lengua de Gondolin; fue una hoja muy famosa. Ésta, Gandalf, fue Glamdring, Martillo de Enemigos, que una vez llevó el rey de Gondolin. ¡Guardadlas bien!

–¿De dónde las habrán sacado los trolls, me pregunto? —murmuró Thorin mirando su espada con renovado interés.

–No sabría decirlo —dijo Elrond—, pero puede suponerse que vuestros trolls habrán saqueado otros botines, o habrán descubierto los restos de viejos robos en alguna cueva de las montañas. He oído que hay quizá todavía tesoros ignotos en las cavernas desiertas de las Minas de Moria, desde la guerra de los enanos y los trasgos.

Thorin meditó estas palabras. —Llevaré esta espada con honor —dijo—. ¡Ojalá pronto hienda trasgos otra vez!

–¡Un deseo que quizá se cumpla muy pronto en los montes! —dijo Elrond—. ¡Pero mostradme ahora vuestro mapa!

Lo tomó y lo miró largo rato, y meneó la cabeza; pues si no aprobaba del todo a los enanos y el amor que le tenían al oro, odiaba a los dragones y la cruel perversidad de estas bestias, y se afligió al recordar la ruina de la ciudad de Valle y aquellas campanas alegres, y las riberas incendiadas del centelleante Río Rápido. La luna resplandecía en un amplio cuarto creciente de plata. Elrond alzó el mapa y la luz blanca lo atravesó. —¿Qué es esto? —dijo—. Hay letras lunares aquí, junto a las runas que dicen «cinco pies de altura y tres pasan con holgura».

–¿Qué son las letras lunares? —preguntó el hobbit muy excitado. Le encantaban los mapas, como ya os he dicho antes; y también le gustaban las runas y las letras, y las escrituras ingeniosas, aunque él escribía con letras delgadas y como patas de araña.

–Las letras lunares son letras rúnicas, pero que no se pueden ver —dijo Elrond—, no al menos directamente. Sólo se las ve cuando la luna brilla por detrás, y en los ejemplos más ingeniosos la fase de la luna y la estación tienen que ser las mismas que en el día en que fueron escritas. Los enanos las inventaron y las escribían con plumas de plata, como tus amigos te pueden contar. Éstas tienen que haber sido escritas en una noche del solsticio de verano con luna creciente, hace ya largo tiempo.

–¿Qué es lo que dicen? —preguntaron Gandalf y Thorin a la vez, un poco fastidiados quizá de que Elrond las hubiese descubierto primero, aunque es cierto que hasta entonces no habían tenido la oportunidad, y no volverían a tenerla quién sabe por cuánto tiempo.

–Estad cerca de la piedra gris cuando llame el zorzal —leyó Elrond– y el sol poniente brillará sobre el ojo de la cerradura con las últimas luces del Día de Durin.

–¡Durin, Durin! —exclamó Thorin—. Era el padre de los padres de la más antigua raza de Enanos, los Barbiluengos, y mi primer antepasado: yo soy el heredero de Durin.

–Pero ¿cuándo es el Día de Durin? —preguntó Elrond.

–El primer día del Año Nuevo de los enanos —dijo Thorin—. Como todos sabéis sin ninguna duda, el primer día de la última luna del otoño, en los umbrales del invierno. Todavía llamamos Día de Durin a aquel en que el sol y la última luna de otoño están juntos en el cielo. Pero me temo que esto no ayudará, pues nadie sabe hoy cuándo este tiempo se presentará otra vez.

–Eso está por verse —dijo Gandalf—. ¿Hay algo más escrito?

–Nada que se revele con esta luna —dijo Elrond, y le devolvió el mapa a Thorin; y luego bajaron al agua para ver a los elfos que bailaban y cantaban en la noche del solsticio.

La mañana siguiente, la mañana del solsticio, fue tan hermosa y fresca como hubiera podido soñarse: un cielo azul sin nubes, y el sol que brillaba en el agua. Partieron entonces entre cantos de despedida y buen viaje, con los corazones dispuestos a nuevas aventuras, y sabiendo por dónde tenían que ir para cruzar las Montañas Nubladas hacia la tierra de más allá.

CAPÍTULO IV

Sobre la colina y bajo la colina

HABÍA MUCHAS SENDAS que subían internándose en aquellas montañas, y sobre ellas muchos desfiladeros. Casi todas estas sendas eran engañosas y decepcionantes, o no llevaban a ningún sitio, o acababan mal; y casi todos estos desfiladeros estaban infestados de criaturas malvadas y peligros horrorosos. Los enanos y el hobbit, ayudados por el sabio consejo de Elrond y los conocimientos y la memoria de Gandalf, tomaron el camino que llegaba al desfiladero apropiado.

Muchos días después de haber remontado el valle y de dejar millas atrás la Última Morada, todavía seguían subiendo y subiendo. Era una senda escabrosa y peligrosa, un camino tortuoso, desierto y largo. Al fin pudieron volverse a mirar las tierras que habían dejado, allá abajo en la distancia. Lejos, muy lejos en el poniente, donde las cosas eran azules y tenues, Bilbo sabía que estaba su propio país, con casas seguras y cómodas, y el pequeño agujero-hobbit. Se estremeció. Empezaba a sentirse un frío cortante allí arriba, y el viento silbaba entre las rocas. También, a veces, unos cantos rodados bajaban a saltos por las laderas de la montaña —los había soltado el sol de mediodía sobre la nieve– y pasaban entre ellos (lo que era afortunado) o sobre sus cabezas (lo que era alarmante). Las noches se sucedían incómodas y muy frías, y no se atrevían a cantar ni a hablar demasiado alto, pues los ecos eran extraños y parecía que al silencio le molestaba que lo quebrasen, excepto con el ruido del agua, el quejido del viento y el crujido de la piedra.

«El verano está llegando allá abajo», pensó Bilbo. «Y ya empiezan la siega del heno y las meriendas. A este paso estarán recolectando y recogiendo moras aun antes de que empecemos a bajar del otro lado.» Y los demás tenían también pensamientos lúgubres de este tipo, aunque cuando se habían despedido de Elrond alentados por la mañana de verano, habían hablado alegremente del cruce de las montañas y de cabalgar al galope por las tierras que se extendían más allá. Habían pensado llegar a la puerta secreta de la Montaña Solitaria tal vez en esa misma primera luna de otoño. —Y quizá sea el Día de Durin —habían dicho. Sólo Gandalf había meneado en silencio la cabeza. Ningún enano había atravesado ese paso desde hacía muchos años, pero Gandalf sí, y conocía el mal y el peligro que habían crecido y aumentado en las tierras salvajes desde que los dragones habían expulsado de allí a los hombres, y desde que los trasgos habían ocupado la región en secreto después de la batalla de las Minas de Moria. Aun los buenos planes de magos sabios como Gandalf, y de buenos amigos como Elrond, se olvidan a veces, cuando uno está lejos en peligrosas aventuras al borde del Yermo; y Gandalf era un mago bastante sabio como para tenerlo en cuenta.

Sabía que algo inesperado podía ocurrir, y apenas se atrevía a desear que no tuvieran alguna aventura horrible en aquellas grandes y altas montañas de picos y valles solitarios, donde no gobernaba ningún rey. Nada ocurrió. Todo marchó bien, hasta que un día se encontraron con una tormenta de truenos; más que una tormenta era una batalla de truenos. Sabéis qué terrible puede llegar a ser una verdadera tormenta de truenos allá abajo en el valle del río; sobre todo cuando dos grandes tormentas se encuentran y se baten. Más terribles todavía son los truenos y los relámpagos en las montañas por la noche, cuando las tormentas vienen del Este y del Oeste y luchan entre ellas. El relámpago se hace trizas sobre los picos, y las rocas tiemblan, y unos enormes estruendos parten el aire, y entran rodando a los tumbos en todas las cuevas y agujeros, y un ruido abrumador y una claridad súbita invaden la oscuridad.

Bilbo nunca había visto o imaginado nada semejante. Estaban muy arriba en un lugar estrecho, y a un lado un precipicio espantoso caía sobre un valle sombrío. Allí pasaron la noche, al abrigo de una roca; Bilbo, tendido bajo una manta y temblando de pies a cabeza. Cuando miró fuera, vio a la luz de los relámpagos los gigantes de piedra abajo en el valle; habían salido y ahora estaban jugando, tirándose piedras unos a otros; las recogían y las arrojaban en la oscuridad, y allá abajo se rompían o desmenuzaban entre los árboles. Luego llegaron el viento y la lluvia, y el viento azotaba la lluvia y el granizo en todas direcciones, por lo que el refugio de la roca no los protegía mucho. Al rato estaban todos empapados hasta los huesos y los poneys se encogían, bajaban la cabeza, y metían la cola entre las patas, y algunos relinchaban de miedo. Las risotadas y los gritos de los gigantes podían oírse por encima de todas las laderas.

–¡Esto no irá bien! —dijo Thorin—. Si no salimos despedidos, o nos ahogamos, o nos alcanza un rayo, nos atrapará alguno de esos gigantes y de una patada nos mandará al cielo como una pelota de fútbol.

–Bien, si sabes de un sitio mejor, ¡llévanos allí! —dijo Gandalf, quien se sentía muy malhumorado, y no estaba nada contento con los gigantes.

El final de la discusión fue enviar a Fili y Kili en busca de un refugio mejor. Tenían ojos muy penetrantes, y siendo los enanos más jóvenes (unos cincuenta años menos que los otros), se ocupaban por lo común de este tipo de tareas (cuando todos comprendían que sería inútil enviar a Bilbo). No hay nada como mirar, si queréis encontrar algo (al menos eso decía Thorin a los enanos jóvenes). Cierto que casi siempre se encuentra algo, si se mira, pero no siempre es lo que uno busca. Así ocurrió en esta ocasión.

Fili y Kili pronto estuvieron de vuelta, arrastrándose, doblados por el viento, aferrándose a las rocas. —Hemos encontrado una cueva seca —dijeron—, doblando el próximo recodo no muy lejos de aquí; y caben poneys y todo.

–¿La habéis explorado a fondo? —dijo el mago, que sabía que las cuevas de las montañas raras veces están sin ocupar.

–¡Sí, sí! —dijeron Fili y Kili, aunque todos sabían que no podían haber estado allí mucho tiempo; habían regresado casi en seguida—. No es demasiado grande ni tampoco muy profunda.

Naturalmente, esto es lo peligroso de las cuevas: a veces uno no sabe lo profundas que son, o adónde puede llevar un pasadizo, o lo que te espera dentro. Pero en aquel momento las noticias de Fili y Kili parecieron bastante buenas. Así que todos se levantaron y se prepararon para trasladarse. El viento aullaba y el trueno retumbaba aún, y era difícil moverse con los poneys. De todos modos, la cueva no estaba muy lejos. Al poco tiempo llegaron a una gran roca que sobresalía en la senda. Detrás, en la ladera de la montaña, se abría un arco bajo.

Había espacio suficiente para que pasaran los poneys apretujados, una vez que les quitaran las sillas. Debajo del arco era agradable oír el viento y la lluvia fuera y no cayendo sobre ellos, y sentirse a salvo de los gigantes y sus rocas. Pero el mago no quería correr riesgos. Encendió su vara —como aquel día en el comedor de Bilbo que ahora parecía tan lejano, si lo recordáis– y con la luz exploraron la cueva de extremo a extremo.

Parecía de buen tamaño, pero no era demasiado grande ni misteriosa. Tenía el suelo seco y algunos rincones cómodos. En uno de ellos había lugar para los poneys, y allí permanecieron las bestias muy contentas del cambio, humeando y mascando en los morrales. Oin y Gloin querían encender una hoguera en la entrada para secarse la ropa, pero Gandalf no quiso ni oírlo. Así que tendieron las cosas húmedas en el suelo y sacaron otras secas; luego ahuecaron las mantas, sacaron las pipas e hicieron anillos de humo que Gandalf volvía de diferentes colores y hacía bailar en el techo para entretenerlos. Charlaron y charlaron, y olvidaron la tormenta, y discutieron lo que cada uno haría con su parte del tesoro (cuando lo tuviesen, lo que de momento no parecía tan imposible); y así fueron quedándose dormidos uno tras otro. Y ésa fue la última vez que usaron los poneys, los paquetes, equipajes, herramientas y todo lo que habían traído con ellos.

No obstante, fue una suerte esa noche que hubiesen traído al pequeño Bilbo. Porque, por alguna razón, Bilbo no pudo dormirse hasta muy tarde; y luego tuvo unos sueños horribles. Soñó que una grieta en la pared del fondo de la cueva se agrandaba y se agrandaba, abriéndose más y más; y él estaba muy asustado pero no podía gritar, ni hacer otra cosa que seguir acostado, mirando. Después soñó que el suelo de la cueva cedía, y que se deslizaba, y que él empezaba a caer, a caer, quién sabe adónde.

En ese momento despertó con un horrible sobresalto y se encontró con que parte del sueño era verdad. Una grieta se había abierto al fondo de la cueva y era ya un pasadizo ancho. Apenas si tuvo tiempo de ver la última de las colas de los poneys, que desaparecía en la sombra. Por supuesto, lanzó un chillido estridente, tanto como puede llegar a serlo un chillido de hobbit, bastante asombroso si tenemos en cuenta el tamaño de estas criaturas.

Afuera saltaron los trasgos, trasgos grandes, trasgos enormes de cara fea, montones de trasgos, antes que nadie pudiera decir «peñas y breñas». Había por lo menos seis para cada enano, y dos más para Bilbo; y los apresaron a todos y los llevaron por la hendedura, antes de que nadie pudiera decir «madera y hoguera». Pero no a Gandalf. Eso fue lo bueno del grito de Bilbo. Lo había despertado por completo en una décima de segundo, y cuando los trasgos iban a ponerle las manos encima, hubo un destello terrorífico, como un relámpago en la cueva, un olor como de pólvora, y varios cayeron muertos.

La grieta se cerró de golpe ¡y Bilbo y los enanos estaban en el lado equivocado! ¿Dónde se encontraba Gandalf? De eso ni ellos ni los trasgos tenían la menor idea, y los trasgos no esperaron a averiguarlo. Tomaron a Bilbo y a los enanos, y los hicieron andar a toda prisa. El sitio era profundo, profundo y oscuro, tanto que sólo los trasgos que habían tenido la ocurrencia de vivir en el corazón de las montañas podían distinguir algo. Los pasadizos se cruzaban y confundían en todas direcciones, pero los trasgos conocían el camino tan bien como vosotros el de la oficina de correos más próxima; y el camino descendía y descendía y la atmósfera era cada vez más enrarecida y horrorosa. Los trasgos eran muy brutos, pellizcaban sin compasión, y reían entre dientes o a carcajadas, con voces horribles y pétreas; y Bilbo se sentía más desgraciado aún que cuando el troll lo había levantado tirándole de los dedos de los pies. Una y otra vez se encontraba añorando el agradable y reluciente agujero-hobbit. No sería ésta la última ocasión.

De pronto apareció ante ellos el resplandor de una luz roja. Los trasgos empezaron a cantar, a croar, golpeteando los pies planos sobre la piedra, y sacudiendo también a los prisioneros.

¡Azota! ¡Volea! ¡La negra abertura!

¡Atrapa, arrebata! ¡Pellizca, apañusca!

¡Bajando, bajando, al pueblo de trasgos,

vas tú, muchacho!

¡Embiste, golpea! ¡Estruja, revienta!

¡Martillo y tenaza! ¡Batintín y maza!

¡Machaca, machaca, a los subterráneos!

¡Jo, jo, muchacho!

¡Lacera, apachurra! ¡Chasquea los látigos!

¡Aúlla y solloza! ¡Sacude, aporrea!

¡Trabaja, trabaja! ¡A huir no te atrevas,

mientras los trasgos beben y carcajean!

¡Rodando, rodando, por el subterráneo!

¡Abajo, muchacho!

El canto era realmente terrorífico, las paredes resonaban con el ¡azota, volea!y con el ¡estruja, revienta!y con la inquietante carcajada de los ¡jo, jo, muchacho!El significado de la canción era demasiado evidente; pues ahora los trasgos sacaron los látigos y los azotaron con gritos de ¡ lacera, apachurra! haciéndolos correr delante tan rápido como les era posible; y más de uno de los enanos estaba ya desgañitándose con aullidos incomparables, cuando entraron todos a los trompicones en una enorme caverna.

Estaba iluminada por una gran hoguera roja en el centro y por antorchas a lo largo de las paredes, y había allí muchos trasgos. Todos se reían, pateaban y batían palmas, cuando los enanos (con el pobrecito Bilbo detrás y más al alcance de los látigos) llegaron corriendo, mientras los trasgos que los arreaban daban gritos y chasqueaban los látigos. Los poneys estaban ya agrupados en un rincón; y allí tirados estaban todos los sacos y paquetes, rotos y abiertos, revueltos por trasgos, y olidos por trasgos, y manoseados por trasgos, y disputados por trasgos.

Me temo que fue lo último que vieron de aquellos excelentes poneys, incluyendo un magnífico ejemplar blanco, pequeño y vigoroso, que Elrond había prestado a Gandalf, ya que el caballo no era apropiado para los senderos de montaña. Porque los trasgos comen caballos y poneys y burros (y otras cosas mucho más espantosas), y siempre tienen hambre. Sin embargo, los prisioneros sólo pensaban ahora en sí mismos. Los trasgos les encadenaron las manos a la espalda y los unieron a todos en línea, y los arrastraron hasta el rincón más lejano de la caverna con el pequeño Bilbo remolcado al extremo de la hilera.

Allá, entre las sombras, sobre una gran piedra lisa, estaba sentado un trasgo terrible de cabeza enorme, y unos trasgos armados permanecían de pie alrededor blandiendo las hachas y las espadas curvas que ellos usan. Ahora bien, los trasgos son crueles, malvados y de mal corazón. No hacen nada bonito, pero sí muchas cosas ingeniosas. Pueden excavar túneles y minas tan bien como cualquier enano no demasiado diestro, cuando se toman la molestia, aunque comúnmente son desaseados y sucios. Martillos, hachas, espadas, puñales, picos y pinzas, y también instrumentos de tortura, los hacen muy bien, o consiguen que otra gente los haga, prisioneros o esclavos obligados a trabajar hasta que mueren por falta de aire y luz. Es probable que ellos hayan inventado algunas de las máquinas que desde entonces preocupan al mundo, en especial ingeniosos aparatos que matan enormes cantidades de gente de una vez, pues las ruedas y los motores y las explosiones siempre les encantaron, como también no trabajar con sus propias manos más de lo indispensable; pero en aquellos días, y en aquellos parajes agrestes, no habían ido (como se dice) todavía tan lejos. No odiaban especialmente a los enanos, no más de lo que odiaban a todos y todo, y particularmente lo metódico y próspero; en ciertos lugares unos enanos malvados han llegado a pactar con ellos. Pero tenían particular aversión por la gente de Thorin a causa de la guerra que habéis oído mencionar, pero que no viene a cuento en esta historia; y de todos modos a los trasgos no les preocupa a quién capturan, en tanto puedan dar el golpe en secreto y de un modo ingenioso, y los prisioneros no sean capaces de defenderse.

–¿Quiénes son esas miserables personas? —dijo el Gran Trasgo.

–¡Enanos, y esto! —dijo uno de los captores, tirando de la cadena de Bilbo de tal modo que el hobbit cayó delante de rodillas—. Los encontramos refugiados en nuestro Porche Principal.

–¿Qué pretendíais? —dijo el Gran Trasgo volviéndose hacia Thorin—. ¡Nada bueno, podría asegurarlo! ¡Espiar los asuntos privados de mis gentes, supongo! ¡Ladrones, no me sorprendería saber que lo sois! ¡Asesinos y amigos de los elfos, sin duda alguna! ¡Ven! ¿Qué tienes que decir?

–¡Thorin el enano, a vuestro servicio! —replicó Thorin: una mera nadería cortés—. De las cosas que sospechas e imaginas no tenemos la menor idea. Nos resguardamos de una tormenta en lo que parecía una cueva cómoda y no usada; nada más lejos de nuestro pensamiento que molestar de algún modo a los trasgos. —¡Esto era bastante cierto!

–¡Hum! —gruñó el Gran Trasgo—. ¡Eso es lo que dices! ¿Podría preguntarte qué hacíais allá arriba en las montañas, y de dónde venís y adónde vais? En realidad me gustaría saber todo sobre vosotros. No digo que pueda serviros de algo, Thorin Escudo de Roble, ya sé demasiado de tu gente; pero conozcamos de una vez la verdad. ¡De lo contrario prepararé para vosotros algo particularmente incómodo!

–Íbamos de viaje a visitar a nuestros parientes, nuestros sobrinos y sobrinas, y primeros, segundos y terceros primos, y otros descendientes de nuestros abuelos, que viven del lado oriental de estas montañas tan hospitalarias —respondió Thorin, no sabiendo muy bien qué decir así de repente, pues era obvio que la verdad exacta no vendría a cuento.

–¡Es un mentiroso, oh tú en verdad el Terrible! —dijo uno de los captores—. Varios de los nuestros fueron fulminados por un rayo en la cueva cuando invitamos a estas criaturas a que bajaran, y están tan muertos como piedras. ¡Tampoco nos ha explicado esto! —Sostuvo en alto la espada que Thorin había llevado, la espada que procedía del cubil de los trolls.

El Gran Trasgo dio un aullido de rabia realmente horrible cuando vio la espada, y todos los soldados crujieron los dientes, batieron los escudos, y patearon. Reconocieron la espada al momento. En otro tiempo había dado muerte a cientos de trasgos, cuando los elfos rubios de Gondolin los cazaron en las colinas o combatieron al pie de las murallas. La habían denominado Orcrist, Hendedora de Trasgos, pero los trasgos la llamaban simplemente Mordedora. La odiaban, y odiaban todavía más a cualquiera que la llevase.

—¡Asesinos y amigos de los elfos! —gritó el Gran Trasgo—. ¡Acuchilladlos! ¡Golpeadlos! ¡Mordedlos! ¡Que les rechinen los dientes! ¡Llevadlos a agujeros oscuros repletos de víboras y que nunca vuelvan a ver la luz! —Tenía tanta rabia que saltó del asiento y se lanzó con la boca abierta hacia Thorin.

Justo en ese momento todas las luces de la caverna se apagaron, y la gran hoguera se convirtió, ¡puf!, en una torre de resplandeciente humo azul que subía hasta el techo, esparciendo penetrantes chispas blancas entre todos los trasgos.

Los gritos y lamentos, gruñidos, farfulleos y chapurreos, aullidos, alaridos y maldiciones, chillidos y graznidos que siguieron entonces, eran indescriptibles. Varios cientos de gatos salvajes y lobos asados vivos, todos juntos y despacio, no hubieran hecho tanto alboroto. Las chispas ardían abriendo agujeros en los trasgos, y el humo que ahora caía del techo oscurecía tanto el aire, que ni siquiera ellos mismos podían ver. Pronto empezaron a caer unos sobre otros y a rodar en montones por el suelo, mordiendo, pateando y peleando, como si todos se hubieran vuelto locos.

De repente una espada destelló con luz propia. Bilbo vio que atravesaba de lado a lado al Gran Trasgo, mudo de asombro y furioso a la vez. Cayó muerto, y los soldados trasgos, huyendo y gritando delante de la espada, desaparecieron en la oscuridad.

La espada volvió a la vaina. —¡Seguidme a prisa! —dijo una voz fiera y queda. Y antes que Bilbo comprendiese lo que había ocurrido, estaba ya trotando de nuevo, tan rápido como podía, al final de la columna, bajando por más pasadizos oscuros mientras los alaridos del salón de los trasgos quedaban atrás, cada vez más débiles. Una luz pálida los guiaba.

–¡Más rápido, más rápido! —decía la voz—. Pronto volverán a encender las antorchas.

–¡Espera un momento! —dijo Dori, que estaba detrás, al lado de Bilbo, y era un excelente compañero. Como mejor pudo, con las manos atadas, consiguió que el hobbit se le subiera a los hombros, y luego echaron todos a correr, con un tintineo de cadenas y más de un tropezón, ya que no tenían manos para sostenerse. No se detuvieron por un largo rato, cuando ya estaban sin duda en el corazón mismo de la montaña.

Entonces Gandalf encendió la vara. Por supuesto, era Gandalf; pero en ese momento todos estaban demasiado ocupados para preguntar cómo había llegado allí. Volvió a sacar la espada, y una vez más la hoja destelló en la oscuridad; ardía con una furia centelleante si había trasgos alrededor, y ahora brillaba como una llama azul por el deleite de haber matado al gran señor de la cueva. No le costó nada cortar las cadenas de los trasgos y liberar lo más rápidamente posible a todos los prisioneros. El nombre de esta espada, recordaréis, era Glamdring, Martillo de Enemigos. Los trasgos la llamaban simplemente Demoledora, y la odiaban, si eso hubiera sido posible, todavía más que a Mordedora. También Orcrist había sido salvada, pues Gandalf se la había arrebatado a uno de los guardias aterrorizados. Gandalf pensaba en todo; y aunque no podía hacer cualquier cosa, ayudaba siempre a los amigos que estaban en aprietos.

–¿Estamos todos aquí? —dijo, entregando la espada a Thorin con una reverencia—. Veamos: uno, Thorin; dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once. ¿Dónde están Fili y Kili? ¡Aquí! Doce, trece... y he ahí al señor Bolsón: ¡catorce! ¡Bien, bien! Podría ser peor, y sin embargo podría ser mucho mejor. Sin poneys, y sin comida, y sin saber muy bien dónde estamos, ¡y unas hordas de trasgos furiosos justo detrás! ¡Sigamos adelante!

Siguieron adelante. Gandalf estaba en lo cierto: se oyeron ruidos de trasgos y unos gritos horribles allá detrás a lo lejos, en los pasadizos que habían atravesado. Se apresuraron entonces todavía más, y como el pobre Bilbo no podía seguirles el paso —pues los enanos son capaces de correr más de prisa, os lo aseguro, cuando tienen que hacerlo– se turnaron llevándolo a hombros.

Sin embargo, los trasgos corren más rápido que los enanos, y estos trasgos conocían mejor el camino (ellos mismos habían abierto los túneles), y estaban locos de furia; así que hiciesen lo que hiciesen, los enanos oían los gritos y aullidos que se acercaban cada vez más. Muy pronto alcanzaron a oír el ruido de los pies de los trasgos, muchos, muchos pies que parecían estar a la vuelta del último recodo. El destello de las antorchas rojas podía verse detrás de ellos en el túnel; y ya empezaban a sentirse muertos de cansancio.

–¡Por qué, oh por qué habré dejado mi agujero-hobbit! —decía el pobre señor Bolsón, mientras se sacudía hacia arriba y abajo sobre la espalda de Bombur.

–¡Por qué, oh por qué habré traído a este pobrecito hobbit a buscar el tesoro! —decía el desdichado Bombur, que era gordo, y se bamboleaba mientras el sudor le caía en gotas de la nariz a causa del calor y el terror.

En aquel momento Gandalf se retrasó, y Thorin con él. Doblaron un recodo cerrado. —¡Están a la vuelta! —gritó el mago—. ¡Desenvaina tu espada, Thorin!

No quedaba nada más que hacer, y a los trasgos no les gustó. Venían corriendo a toda prisa y dando gritos, y al llegar al recodo tropezaron atónitos con Hendedora de trasgos y Martillo de Enemigos que brillaban frías y luminosas. Los que iban delante arrojaron las antorchas y dieron un alarido antes de morir. Los de atrás aullaban siguiéndolos. —¡Mordedora y Demoledora! —chillaron; y pronto todos estuvieron envueltos en una completa confusión, y la mayoría se apresuró a regresar por donde había venido.

Pasó bastante tiempo antes de que cualquiera de ellos se atreviese a doblar aquel recodo. Mientras, los enanos se habían puesto otra vez en marcha, siguiendo un largo camino que los llevaba a los túneles oscuros del país de los trasgos. Cuando los trasgos se dieron cuenta, apagaron las antorchas y se deslizaron pisando con cuidado, y eligieron a los corredores más veloces, aquellos que tenían oídos como comadrejas en la oscuridad, y eran casi tan silenciosos como murciélagos.

Así ocurrió que ni Bilbo, ni los enanos, ni siquiera Gandalf, los oyeron llegar, ni tampoco los vieron. Pero los trasgos los vieron a ellos, pues de la vara de Gandalf se desprendía una débil luz que ayudaba a los enanos a encontrar el camino.

De repente, Dori, que ahora otra vez corría a la cola llevando a Bilbo, fue aferrado por detrás en la oscuridad. Gritó y cayó; y el hobbit rodó de los hombros de Dori a la negrura, se golpeó la cabeza contra una piedra, y no recordó nada más.

CAPÍTULO V

Acertijos en las tinieblas

CUANDO BILBO ABRIÓ LOS OJOS, se preguntó si en verdad los habría abierto; pues todo estaba tan oscuro como si los tuviese cerrados. No había nadie cerca de él. ¡Imaginaos qué terror! No podía ver nada, ni oír nada, ni sentir nada, excepto la piedra del suelo.

Se incorporó muy lentamente y anduvo a tientas hasta tropezar con la pared del túnel; pero ni hacia arriba ni hacia abajo pudo encontrar nada, nada en absoluto, ni rastro de trasgos o enanos. La cabeza le daba vueltas y ni siquiera podía decir en qué dirección habrían ido los otros cuando cayó de bruces. Trató de orientarse de algún modo, y se arrastró largo trecho hasta que de pronto tocó con la mano algo que parecía un anillo pequeño, frío y metálico, en el suelo del túnel. Éste iba a ser un momento decisivo en la carrera de Bilbo, pero él no lo sabía. Casi sin darse cuenta se metió la sortija en el bolsillo. Por cierto, no parecía tener ninguna utilidad por ahora. No avanzó mucho más; se sentó en el suelo helado, abandonándose a un completo abatimiento. Se imaginaba friendo huevos y panceta en la cocina de su propia casa —pues alcanzaba a sentir, dentro de él, que era la hora de alguna comida—, pero esto sólo lo hacía más miserable.

No sabía adónde ir, ni qué había ocurrido, ni por qué lo habían dejado atrás, o por qué si lo habían hecho, los trasgos no lo habían capturado; no sabía ni siquiera por qué tenía la cabeza tan dolorida. La verdad es que había estado mucho tiempo tendido y quieto, invisible y olvidado en un rincón muy oscuro.

Al cabo de un rato se palpó las ropas buscando la pipa. No estaba rota, y eso era algo. Buscó luego la petaca, y había algún tabaco, lo que ya era algo más, y luego buscó las cerillas y no encontró ninguna, y esto lo desanimó por completo. Sólo el cielo sabe qué cosa hubiera podido caer sobre él atraída por el roce de las cerillas y el olor del tabaco. Pero por ahora se sentía muy abatido. No obstante, rebuscando en los bolsillos y palpándose de arriba abajo en busca de cerillas, topó con la empuñadura de la pequeña espada, la daga que había obtenido de los trolls y que casi había olvidado; por fortuna, tampoco los trasgos la habían descubierto, pues la llevaba dentro de los calzones.


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