Текст книги "El Hobbit"
Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien
Жанр:
Эпическая фантастика
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De súbito la luz roja brilló muy clara entre los árboles no mucho más allá. —Ahora le toca al saqueador —dijeron refiriéndose a Bilbo—. Tienes que ir y averiguarlo todo de esa luz, para qué es, y si las cosas parecen normales y en orden —dijo Thorin al hobbit—. Ahora corre, y vuelve rápido si todo está bien. Si no, ¡vuelve como puedas! Si no puedes, grita dos veces como lechuza de granero y una como lechuza de campo, y haremos lo que podamos.
Y allá tuvo que partir Bilbo, antes de poder explicarles que era tan incapaz de gritar como una lechuza como de volar igual que un murciélago.
Pero, de todos modos, los hobbits saben moverse en silencio por el bosque, en completo silencio. Era una habilidad de la que se sentían orgullosos, y Bilbo más de una vez había torcido la cara mientras cabalgaban, criticando ese «estrépito propio de enanos»; pero me imagino que ni vosotros ni yo hubiéramos advertido nada en una noche de ventisca, aunque la cabalgata hubiese pasado casi rozándonos. En cuanto a la sigilosa marcha de Bilbo hacia la luz roja, creo que no hubiera perturbado ni el bigote de una comadreja, de modo que llegó directamente al fuego —pues era un fuego– sin alarmar a nadie. Y esto fue lo que vio.
Había tres criaturas muy grandes sentadas alrededor de una hoguera de troncos de haya, y estaban asando un carnero espetado en largos asadores de madera y chupándose la salsa de los dedos. Había un olor delicioso en el aire. También había un barril de buena bebida a mano, y bebían de unas jarras. Pero eran trolls. Trolls sin ninguna duda. Aun Bilbo, a pesar de su vida retirada, podía darse cuenta: las grandes caras toscas, la estatura, el perfil de las piernas, por no hablar del lenguaje, que no era precisamente el que se oye en un salón de invitados.
–Carnerro ayer, carnerro hoy y maldición si no carnerro mañana —dijo uno de los trolls.
–Ni una mala pizca de carne humana probamos desde hace mucho, mucho tiempo —dijo otro troll—. Por qué demonios Guille nos habrá traído aquí; además la bebida está escaseando —añadió, tocando el codo de Guille, que en ese momento bebía un sorbo.
Guille se atragantó: —¡Cierra la boca! —dijo tan pronto como pudo—. No puedes esperar que la gente se quede por aquí sólo para que tú y Berto se la zampen. Habéis comido un pueblo y medio entre los dos desde que bajamos de las montañas. ¿Qué más queréis? Y esos tiempos han pasado. Y tendrías que haber dicho «Grracias, Guille», por este buen bocado de carnerro gordo del valle. —Arrancó un pedazo de la pierna del carnero que estaba asando y se limpió la boca con la manga.
En efecto, me temo que los trolls se comportan siempre así, aun aquellos que sólo tienen una cabeza. Luego de haber oído todo esto, Bilbo tendría que haber hecho algo sin demora. O bien haber regresado en silencio. Y avisar a los demás que había tres trolls de buena talla y malhumorados, bastante grandes como para comerse un enano asado o aun un poney, como novedad; o bien tendría que haber hecho una buena y rápida demostración de merodeo nocturno. Un saqueador legendario y realmente de primera clase en esta situación habría metido mano a los bolsillos de los trolls (algo que casi siempre vale la pena, si consigues hacerlo), habría sacado el carnero de los espetones, habría arrebatado la cerveza y se habría ido sin que nadie se enterase. Otros más prácticos, pero con menos orgullo profesional, quizás habrían clavado una daga a cada uno de ellos antes de que se dieran cuenta. Luego él y los enanos habrían podido tener una noche feliz.
Bilbo lo sabía. Había leído muchas buenas cosas que nunca había visto o había hecho. Estaba muy asustado, y disgustado también; hubiera querido encontrarse a cien millas de distancia, y sin embargo... sin embargo no podía volver a donde estaban Thorin y Compañía con las manos vacías. Así que se quedó, titubeando en las sombras. De los muchos procedimientos de saqueo de que había oído, hurgonear en los bolsillos de los trolls le pareció el menos difícil, así que se arrastró hasta un árbol, justo detrás de Guille.
Berto y Tom iban ahora hacia el barril. Guille estaba echando otro trago. Bilbo se armó de coraje e introdujo la manita en el enorme bolsillo de Guille. Había un saquito dentro, para Bilbo tan grande como un zurrón. «¡Ja!», pensó, entusiasmándose con el nuevo trabajo, mientras extraía la mano poco a poco, «¡y esto es sólo un principio!».
¡Fue un principio! Los sacos de los trolls son engañosos, y éste no era una excepción. —¡Eh!, ¿quién eres tú? —chilló el saco en el momento en que dejaba el bolsillo, y Guille dio una rápida vuelta y tomó a Bilbo por el cuello antes de que el hobbit pudiera refugiarse detrás del árbol.
–¡Maldizón, Berto, mira lo que he cazado!
–¿Qué es? —dijeron los otros acercándose.
–¡Que un rayo me parta si lo sé! Tú ¿qué eres?
–Bilbo Bolsón, un saque... un hobbit —dijo el pobre Bilbo temblando de pies a cabeza, y preguntándose cómo podría gritar como una lechuza antes de que lo degollasen.
–¿Un saquehobbit? —dijeron los otros un poco alarmados. Los trolls son cortos de entendimiento, y bastante suspicaces con cualquier cosa que les parezca una novedad.
–De todos modos, ¿qué tiene que hacer un saquehobbit en mis bolsillos? —dijo Guille.
–Y ¿podremos cocinarlo? —dijo Tom.
–Se puede intentar —propuso Berto blandiendo un asador.
–No alcanzaría más que para un bocado —dijo Guille, que había cenado bien—, una vez que le saquemos la piel y los huesos.
–Quizás haya otros como él alrededor y podamos hacer un pastel —dijo Berto—. Eh, tú, ¿hay otros ladronzuelos por estos bosques, pequeño conejo asqueroso? —preguntó, mirando las extremidades peludas del hobbit; y tomándolo por los dedos de los pies lo levantó y sacudió.
–Sí, muchos —contestó Bilbo antes de darse cuenta de que traicionaba a sus compañeros—. No, ninguno —dijo inmediatamente después.
–¿Qué quieres decir? —preguntó Berto, levantándolo en vilo, esta vez por el pelo.
–Lo que digo —respondió Bilbo jadeando—. Y por favor, ¡no me cocinen, amables señores! Yo mismo cocino bien, y soy mejor cocinero que cocinado, si entienden lo que quiero decir. Les prepararé un hermoso desayuno, un desayuno perfecto si no me comen en la cena.
–Pobrecito bribón —dijo Guille. Había comido ya hasta hartarse, y también había bebido mucha cerveza—. Pobrecito bribón. ¡Dejadlo ir!
–No hasta que diga qué quiso decir con muchosy ninguno—replicó Berto—, no quiero que me rebanen el cuello mientras duermo.
–¡Ponedle los pies al fuego hasta que hable!
–No lo haré —dijo Guille—, al fin y al cabo yo lo he atrapado.
–Eres un gordo estúpido, Guille —dijo Berto—, ya te lo dije antes, por la tarde.
–Y tú, un patán.
–Y yo no lo permitiré, Guille Estrujónez —dijo Berto, y descargó el puño contra el ojo de Guille.
La pelea que siguió fue espléndida. Bilbo no perdió del todo el juicio, y cuando Berto lo dejó caer, gateó apartándose antes de que los trolls estuviesen peleando como perros y llamándose a grandes voces con distintos apelativos, verdaderos y perfectamente adecuados. Pronto estuvieron enredados en un abrazo feroz, casi rodando hasta el fuego, dándose puntapiés y aporreándose, mientras Tom los golpeaba con una rama para que recobraran el juicio, y por supuesto enfureciéndolos todavía más.
Bilbo habría podido escapar en ese mismo instante. Pero las grandes garras de Berto le habían estrujado los desdichados pies, había perdido el aliento, y la cabeza le daba vueltas; así que allí se quedó resollando, justo fuera del círculo de luz.
De pronto, en plena pelea, apareció Balin. Los enanos habían oído ruidos a lo lejos, y luego de esperar un rato a que Bilbo volviera o que gritara como una lechuza, empezaron a arrastrarse hacia la luz tratando de no hacer ruido. Tan pronto como Tom vio aparecer a Balin a la luz, dio un horrible aullido. Ocurre que los trolls no soportan la vista de un enano (crudo). Berto y Guille dejaron en seguida de pelear, y —Un saco, rápido, Tom —dijeron.
Antes de que Balin, quien se preguntaba dónde estaría Bilbo en aquella conmoción, se diera cuenta de lo que ocurría, le habían echado un saco sobre la cabeza, y lo habían derribado.
–Aún vendrán más, o me equivoco bastante. Muchos y ninguno, eso es —dijo Tom—. No más saquehobbits, pero muchos enanos. ¡Eso es lo que quería decir!
–Pienso que tienes razón —dijo Berto—, y convendría que saliésemos de la luz.
Y así hicieron. Teniendo en la mano unos sacos que usaban para llevar carneros y otras presas, esperaron en las sombras. Cuando aparecía algún enano, y miraba sorprendido el fuego, las jarras desbordadas y el carnero roído, ¡pop!, un saco maloliente le caía sobre la cabeza, y el enano rodaba por el suelo. Pronto Dwalin yacía al lado de Balin y Fili y Kili juntos, y Dori y Nori y Ori en un montón, y Oin, Gloin, Bifur, Bofur y Bombur incómodamente apilados cerca del fuego.
–Eso les enseñará —dijo Tom, ya que Bifur y Bombur habían causado muchos problemas y habían peleado como locos, tal como hacen los enanos cuando se ven acorralados.
Thorin llegó último, y no lo tomaron desprevenido. Llegó esperando encontrar algo malo, y no necesitó ver las piernas de sus amigos sobresaliendo de los sacos para darse cuenta de que las cosas no iban del todo bien. Se quedó fuera, algo aparte, en las sombras, y dijo: —¿Qué es todo este jaleo? ¿Quién está aporreando a mi gente?
–Son trolls —respondió Bilbo desde atrás del árbol. Lo habían olvidado por completo—. Están escondidos entre los arbustos, con sacos.
–Oh, ¿son trolls? —dijo Thorin, y saltó hacia el fuego cuando los trolls se precipitaban sobre él. Alzó una rama gruesa que ardía en un extremo y Berto la tuvo en un ojo antes de que pudiera esquivarla. Eso lo puso fuera de combate durante un rato. Bilbo hizo todo lo que pudo. Se aferró de algún modo a una pierna de Tom —era gruesa como el tronco de un árbol joven—, pero lo enviaron dando vueltas hasta la copa de unos arbustos, mientras Tom pateaba las chispas hacia la cara de Thorin. La rama golpeó los dientes de Tom, que perdió un incisivo. Esto lo hizo aullar, os lo aseguro. Pero justo en ese momento, Guille apareció detrás y le echó a Thorin un saco a la cabeza y se lo bajó hasta los pies. Y así acabó la lucha. Un bonito escabeche eran todos ellos ahora, primorosamente atados en sacos, con tres trolls enfadados (dos con quemaduras y golpes que recordar) sentados cerca, discutiendo si los asarían a fuego lento, si los picarían fino y luego los cocerían, o bien si se sentarían sobre ellos, haciéndolos papilla; y Bilbo en lo alto de un arbusto, con la piel y las vestiduras rasgadas, no atreviéndose a intentar un movimiento, por miedo de que lo oyeran.
Fue entonces cuando volvió Gandalf, pero nadie lo vio. Los trolls acababan de decidir que meterían a los enanos en el asador y se los comerían más tarde; había sido idea de Berto, y tras una larga discusión todos estuvieron de acuerdo.
–No es buena idea asarlos ahora, nos llevaría toda la noche —dijo una voz. Berto creyó que era la voz de Guille.
–No empecemos de nuevo la discusión, Guille —dijo el otro—, o síque nos llevaría toda la noche.
–¿Quién está discutiendo? —dijo Guille, creyendo que había sido Berto el que había hablado.
–¡Tú! —dijo Berto.
–Eres un mentiroso —dijo Guille, y así empezó otra vez la discusión. Por fin decidieron picarlos y cocerlos, así que trajeron una gran cacerola negra y sacaron los cuchillos.
–¡No está bien cocerlos! No tenemos agua y hay todo un buen trecho hasta el pozo —dijo una voz. Berto y Guille creyeron que era la de Tom.
–¡Calla o nunca acabaremos! Y tú mismo traerás el agua si dices una palabra más.
–¡Cállate tú! —dijo Tom, quien creyó que era la voz de Guille—. ¿Quién discute, si no tú?
–Eres bobito —dijo Guille.
–¡Bobito tú! —respondió Tom.
Y así comenzó otra vez la discusión, y continuó más enconada que nunca, hasta que por fin decidieron sentarse sobre los sacos uno a uno, aplastarlos y cocerlos más tarde.
–¿Sobre cuál nos sentaremos primero? —dijo la voz.
–Mejor sentarnos primero sobre el último tipo —dijo Berto, cuyo ojo había sido lastimado por Thorin, creyendo que era Tom el que hablaba.
–No hables solo —dijo Tom—, pero si quieres sentarte sobre el último, hazlo. ¿Cuál es?
–El de las medias amarillas —dijo Berto.
–Tonterías, el de las medias grises —dijo una voz que parecía la de Guille.
–Me aseguré de que eran amarillas —dijo Berto.
–Amarillas eran —corroboró Guille.
–Entonces, ¿por qué dijiste que eran medias grises? —preguntó Berto.
–Nunca dije eso. Fue Tom.
–Yo no lo dije. Fuiste tú —dijo Tom.
–Apuesto dos contra uno, ¡así que cierra la boca! —dijo Berto.
–¿A quién le estás hablando? —preguntó Guille.
–¡Basta ya! —dijeron Tom y Berto al mismo tiempo—. La noche avanza y amanece temprano. ¡Sigamos!
–¡Que el amanecer caiga sobre todos y que sea piedra para vosotros! —dijo una voz que sonó como la de Guille. Pero no lo era. En ese preciso instante, la aurora apareció sobre la colina y hubo un bullicioso gorjeo en la enramada. Guille ya no dijo nada más, pues se convirtió en piedra mientras se encorvaba, y Berto y Tom se quedaron inmóviles como rocas cuando lo miraron. Y allí están hasta nuestros días, solos, a menos que los pájaros se posen sobre ellos; pues los trolls, como seguramente sabéis, tienen que estar bajo tierra antes del alba, o vuelven a la materia montañosa de la que están hechos, y nunca más se mueven. Esto fue lo que les ocurrió a Berto, Tom y Guille.
–¡Excelente! —dijo Gandalf, mientras aparecía desde atrás de un árbol y ayudaba a Bilbo a descender de un arbusto espinoso. Entonces Bilbo entendió. Había sido la voz del brujo la que había tenido a los ogros discutiendo y peleando por naderías hasta que la luz asomó y acabó con ellos.
Lo siguiente fue desatar los sacos y liberar a los enanos. Estaban casi asfixiados y muy fastidiados; no les había divertido nada estar allí tendidos, oyendo a los ogros que hacían planes para asarlos, picarlos y cocerlos. Tuvieron que escuchar más de dos veces el relato de lo que le había ocurrido a Bilbo antes de quedar satisfechos.
—¡Tiempo tonto para andar practicando el arte de birlar y desvalijar bolsillos! —dijo Bombur—. Todo lo que queríamos era comida y lumbre.
–Y eso es justamente lo que no hubierais conseguido de esa gente sin lucha, en cualquier caso —replicó Gandalf—. De todos modos, ahora estáis perdiendo el tiempo. ¿No os dais cuenta de que los trolls han de tener alguna cueva o agujero excavado aquí cerca para esconderse del sol? Tenemos que investigarlo.
Buscaron alrededor y pronto encontraron las marcas de las botas de piedra entre los árboles. Siguieron las huellas colina arriba hasta que descubrieron una puerta de piedra, escondida detrás de unos arbustos y que conducía a una caverna. Pero no pudieron abrirla, ni siquiera cuando todos empujaron mientras Gandalf probaba varios encantamientos.
–¿Será esto de alguna utilidad? —preguntó Bilbo cuando ya se estaban cansando y enfadando—. Lo encontré en el suelo donde los trolls tuvieron la discusión. —Y extrajo una llave bastante grande, aunque Guille la hubiese considerado pequeña y secreta. Por fortuna se le había caído del bolsillo antes de quedar convertido en piedra.
–Pero ¿por qué no lo dijiste antes? —le gritaron. Gandalf arrebató la llave y la introdujo en la cerradura. Entonces la puerta se abrió hacia atrás con un solo empellón, y todos entraron. Había huesos esparcidos por el suelo, y un olor nauseabundo en el aire, pero había también una buena cantidad de comida mezclada al descuido en unos estantes y sobre el suelo, entre un cúmulo de cosas tiradas en desorden, producto de muchos saqueos, desde botones de estaño a ollas colmadas de monedas de oro apiladas en un rincón. Había también montones de vestidos que colgaban de las paredes —demasiado pequeños para los trolls; me temo que pertenecían a las víctimas—, y entre ellos muchas espadas de diversa factura, forma y tamaño. Dos les llamaron particularmente la atención, por sus hermosas vainas y empuñaduras enjoyadas. Gandalf y Thorin tomaron una cada uno, y Bilbo un cuchillo con vaina de cuero. Para un troll no habría sido más que un pequeño cortaplumas, pero al hobbit le servía como espada corta.
–Las hojas parecen buenas —dijo el mago desenvainando una a medias y observándola con curiosidad—. No han sido forjadas por ningún troll ni herrero humano de estos lugares y días, pero cuando podamos leer las runas que hay en ellas, sabremos más.
–Salgamos de este hedor horrible —dijo Fili. Y así sacaron las ollas de monedas y todos los alimentos que parecían limpios y adecuados para comer, así como un barril de cerveza del país todavía lleno. Sintieron ganas de desayunar, y hambrientos como estaban no hicieron ascos a lo que habían sacado de las despensas de los trolls. De las provisiones que habían traído quedaba ya poco, pero ahora tenían pan, queso, gran cantidad de cerveza y panceta para asar a las brasas.
Luego se durmieron, pues la noche no había sido tranquila, y no hicieron nada hasta la tarde. Entonces trajeron los poneys y se llevaron las ollas del oro y las enterraron con mucho secreto no lejos del sendero que bordea el río, echándoles numerosos encantamientos, por si alguna vez tenían oportunidad de regresar y recobrarlas. En seguida, volvieron a montar, y trotaron otra vez por el camino hacia el Este.
–¿Dónde has ido, si puedo preguntártelo? —dijo Thorin a Gandalf mientras cabalgaban.
–A mirar adelante —respondió Gandalf.
–¿Y qué te hizo volver en el momento preciso?
–Mirar hacia atrás.
–De acuerdo, pero ¿no podrías ser más explícito?
–Me adelanté a explorar el camino. Pronto se hará peligroso y difícil. Deseaba también acrecentar nuestras reservas de alimentos. Sin embargo, no había ido muy lejos cuando me encontré con un par de amigos de Rivendel.
–¿Dónde queda eso? —preguntó Bilbo.
–No interrumpas —dijo Gandalf—. Llegarás allí en pocos días, si tenemos suerte, y lo sabrás todo. Como estaba diciendo, encontré dos de los hombres de Elrond. Huían asustados de los trolls. Por ellos supe que tres trolls habían bajado de las montañas y se habían asentado en el bosque, no lejos del camino. Habían espantado a toda la gente del distrito y tendían celadas a los extraños. En seguida tuve el presentimiento de que yo hacía falta. Mirando atrás, vi fuego a lo lejos y me vine. Así que ya lo sabes ahora. Por favor, ten más cuidado la próxima vez; ¡o no llegaremos a ninguna parte!
–¡Gracias! —dijo Thorin.
CAPÍTULO III
Un breve descanso
NO CANTARON NI CONTARON historias aquel día, aunque el tiempo mejoró; ni al día siguiente, ni al otro. Habían empezado a sentir que el peligro estaba bastante cerca y a ambos lados. Acamparon bajo las estrellas, y los caballos comieron mejor que ellos mismos, pues la hierba abundaba, pero no quedaba mucho en los zurrones, aun contando con lo que habían sacado a los trolls. Una mañana vadearon un río por un lugar ancho y poco profundo, resonante de piedras y espuma. La orilla opuesta era escarpada y resbaladiza. Cuando llegaron a la cresta, guiando los poneys, vieron que las grandes montañas descendían ya muy cerca hacia ellos. Parecían alzarse a sólo un día de cómodo viaje desde la falda más cercana. Tenían un aspecto tenebroso y lóbrego, aunque había manchas de sol en las laderas oscuras, y más allá centelleaban las cumbres nevadas.
–¿Es aquélla laMontaña? —preguntó Bilbo con voz solemne, mirándola con asombro. Nunca había visto antes algo que pareciese tan enorme.
–¡Desde luego que no! —dijo Balin—. Esto es sólo el principio de las Montañas Nubladas, tenemos que cruzarlas de algún modo, por encima o por debajo, antes de que podamos internarnos en las Tierras Ásperas de más allá. Y aún queda un largo camino desde el otro lado hasta la Montaña Solitaria de Oriente, en la que Smaug yace tendido sobre el tesoro.
–¡Oh! —dijo Bilbo, y en aquel mismo instante se sintió cansado como nunca hasta entonces. Añoraba una vez más la silla confortable delante del fuego y la salita preferida en el agujero-hobbit, y el canto de la marmita. ¡No por última vez!
Gandalf encabezaba ahora la marcha. —No nos salgamos del camino, o ya nada podrá salvarnos —dijo—. Necesitamos comida, en primer lugar, y descanso con una seguridad razonable; además es muy importante internarse en las Montañas Nubladas por el sendero apropiado, o de lo contrario os perderéis y tendréis que volver y empezar de nuevo por el principio (si llegáis a volver).
Le preguntaron hacia dónde estaba conduciéndolos, y él respondió: —Habéis llegado a los límites mismos de las tierras salvajes, como algunos sabéis sin duda. Oculto en algún lugar delante de nosotros está el hermoso valle de Rivendel, donde vive Elrond en la Última Morada. Le envié un mensaje por mis amigos y nos está esperando.
Aquello sonaba agradable y reconfortante pero no habían llegado aún, y no era tan fácil como parecía encontrar la Última Morada al oeste de las Montañas. No había árboles, valles o colinas que quebrasen el terreno delante de ellos: la vasta pendiente ascendía poco a poco hasta el pie de la montaña más próxima, una ancha tierra descolorida de brezo y piedra rota, con manchas de latigazos de verde de hierbas y verde de musgos que señalaban dónde podía haber agua.
Pasó la mañana, llegó la tarde; pero no había señales de que alguien habitara en ese yermo silencioso. La inquietud de todos iba en aumento, pues veían ahora que la casa podía estar oculta casi en cualquier lugar entre ellos y las montañas. Se encontraban de pronto con valles inesperados, estrechos, de paredes escarpadas, que se abrían de súbito, y ellos miraban hacia abajo y se sorprendían, pues había árboles y una corriente de agua en el fondo. Algunos desfiladeros casi hubieran podido cruzarlos de un salto, pero eran en cambio muy profundos, y el agua corría por ellos en cascadas. Había gargantas oscuras que no podían cruzarse sin trepar. Había ciénagas; algunas eran lugares verdes de aspecto agradable, donde crecían flores altas y luminosas; pero un poney que caminase por allí llevando una carga nunca volvería a salir.
Por cierto, era una tierra que se extendía desde el vado a las montañas, de una vastedad que nunca hubieseis llegado a imaginar. Bilbo estaba asombrado. Unas piedras blancas, algunas pequeñas y otras medio cubiertas de musgo o brezo, señalaban el único sendero. En verdad era una tarea muy lenta la de seguir el rastro, aun guiados por Gandalf, que parecía conocer bastante bien el camino.
La cabeza y la barba de Gandalf se movían de aquí para allá cuando buscaba las piedras, y ellos lo seguían; pero cuando el día empezó a declinar no parecían haberse acercado mucho al término de la busca. La hora del té había pasado hacía tiempo y parecía que la de la cena pronto iría por el mismo camino. Había mariposas nocturnas que revoloteaban alrededor y la luz era ahora muy débil, pues aún no había salido la luna. El poney de Bilbo comenzó a tropezar en raíces y piedras. Llegaron tan de repente al borde mismo de un declive abrupto, que el caballo de Gandalf casi resbaló pendiente abajo.
–¡Aquí está, por fin! —anunció el mago, y los otros se agruparon en torno y miraron por encima del borde. Vieron un valle allá abajo.
Podían oír el murmullo del agua que se apresuraba en el fondo, sobre un lecho de piedras; en el aire había un aroma de árboles, y en la vertiente del otro lado brillaba una luz.
Bilbo nunca olvidó cómo rodaron y resbalaron en el crepúsculo, bajando por el sendero empinado y zigzagueante hasta entrar en el valle secreto de Rivendel. El aire era más cálido a medida que descendían, y el olor de los pinos amodorraba a Bilbo, quien de vez en cuando cabeceaba y casi se caía, o daba con la nariz en el pescuezo del poney. Todos parecían cada vez más animados mientras bajaban. Las hayas y los robles sustituyeron a los pinos, y el crepúsculo era como una atmósfera de serenidad y bienestar. El último verde casi había desaparecido de la hierba, cuando llegaron al fin a un claro despejado, no muy por encima de las riberas del arroyo.
«¡Hummm! ¡Huele a elfos!», pensó Bilbo, y levantó los ojos hacia las estrellas. Ardían brillantes y azules. Justo entonces una canción brotó de pronto, como una risa entre los árboles:
¡Oh! ¿Qué hacéis,
y adónde vais?
¡Hay que herrar esos poneys!
¡El río corre!
¡Oh! ¡Tra-la-la-lalle,
aquí abajo en el valle!
¡Oh! ¿Qué buscáis,
y adónde vais?
¡Los leños humean,
las tartas se doran!
¡Oh! ¡Tral-lel-lel-lelle,
el valle es alegre!
¡Ja! ¡Ja!
¡Oh! ¿Hacia dónde vais
meneando las barbas?
No, no, no sabemos
qué trae a Bolsón
y a Balin y Dwalin
abajo hacia el valle
en junio.
¡Ja! ¡Ja!
¡Oh! ¿Aquí os quedaréis,
o en seguida os iréis?
¡Se extravían los poneys!
¡La luz del día muere!
Sería malo irse;
mucho mejor quedarse,
y escuchar y atender
hasta el fin de la noche
nuestro canto.
¡Ja! ¡Ja!
De esta manera reían y cantaban entre los árboles, y vaya desatino, pensaréis vosotros, supongo. Pero no les importaría nada si se lo dijeseis; se reirían todavía más. Eran elfos, desde luego. Pronto Bilbo empezó a distinguirlos, a medida que aumentaba la oscuridad. Le gustaban los elfos, aunque rara vez tropezaba con ellos, pero al mismo tiempo lo asustaban un poco. Los enanos no se llevaban bien con aquellas criaturas. Aun enanos bastante simpáticos, como Thorin y sus amigos, pensaban que los elfos eran tontos (un pensamiento muy tonto, por cierto), o se enfadaban con ellos. Pues algunos elfos les tomaban el pelo y se reían de los enanos, y sobre todo de sus barbas.
–¡Bueno, bueno! —dijo una voz—. ¡Miren qué cosa! ¡Bilbo el hobbit en un poney, cielos! ¿No es delicioso?
–¡Maravilla de maravillas!
En seguida se pusieron a corear otra canción, tan ridícula como la que he copiado entera. Al fin uno, un joven alto, salió de los árboles y se inclinó ante Gandalf y Thorin.
–¡Bienvenidos al valle! —dijo.
–¡Gracias! —dijo Thorin con alguna brusquedad, pero Gandalf había bajado ya del caballo y charlaba alegre entre los elfos.
–Te has desviado un poco del camino —dijo el elfo—. Es decir, si quieres ir por el único sendero que cruza el río hacia la casa de más allá. Nosotros te guiaremos, pero sería mejor que fueseis a pie hasta pasar el puente. ¿Te quedarás un rato y cantarás con nosotros, o te marcharás en seguida? Allá se está preparando la cena —dijo—. Puedo oler el fuego de leña de la cocina.
Cansado como estaba, a Bilbo le hubiese gustado quedarse un rato. El canto de los elfos no es para perdérselo, en junio bajo las estrellas, si te interesan esas cosas. También le hubiese gustado tener unas pocas palabras aparte con estas gentes, que parecían saber cómo se llamaba y todo acerca de él, aunque nunca los hubiese visto. Pensaba que la opinión de los elfos sobre la aventura podría ser interesante. Los elfos saben mucho y es asombroso cómo están enterados de lo que ocurre entre las gentes de la tierra, pues las noticias corren entre ellos tan rápidas como el agua de un río, o tal vez más.
Los enanos estaban todos de acuerdo en cenar cuanto antes y no quedarse mucho tiempo. Siguieron adelante, guiando a los poneys, hasta que llegaron a una buena senda, y así por fin al borde del mismo río. Corría rápido y ruidoso, como un arroyo de la montaña en un atardecer de verano, cuando el sol ha estado iluminando todo el día la nieve de las cumbres. Sólo había un puente estrecho de piedra, sin parapeto, tan estrecho que apenas si cabía un poney, y tuvieron que cruzarlo despacio y con cuidado, en fila, llevando cada uno un poney por las riendas. Los elfos habían traído faroles brillantes a la orilla y cantaron una animada canción mientras el grupo iba pasando.
–¡No mojes tu barba con la espuma, padre! —le gritaron a Thorin, que de tan encorvado iba casi a gatas—. Ya es bastante larga sin necesidad de que la mojes.
–¡Cuidado con Bilbo, que no se vaya a comer todos los bizcochos! —dijeron—. ¡Todavía está demasiado gordo para colarse por el agujero de la cerradura!
–¡Silencio, silencio, Buena Gente! ¡Y buenas noches! —dijo Gandalf, que había llegado último—. Los valles tienen oídos, y algunos elfos tienen lenguas demasiado sueltas. ¡Buenas noches!
Y así llegaron por fin a la Última Morada, y encontraron las puertas abiertas de par en par.
Ahora bien, parece extraño, pero las cosas que es bueno tener y los días buenos para disfrutar se cuentan muy pronto y no se les presta demasiada atención; en cambio, las cosas incómodas, estremecedoras, y aun horribles, pueden hacer un buen relato, y además lleva tiempo contarlas. Se quedaron muchos días en aquella casa agradable, catorce al menos, y les costó irse. Bilbo se hubiese quedado allí con gusto para siempre, incluso suponiendo que un deseo hubiera podido transportarlo sin problemas directamente de vuelta al agujero-hobbit. No obstante, algo hay que contar sobre esta estancia.
El dueño de casa era amigo de los elfos, una de esas gentes cuyos padres aparecen en cuentos extraños, anteriores al principio de la historia misma, las guerras de los trasgos malvados y los elfos, y los primeros hombres del Norte. En los días de nuestro relato, había aún algunas gentes que descendían de los elfos y los héroes del Norte; y Elrond, el dueño de la casa, era el jefe de todos ellos.
Era tan noble y de facciones tan hermosas como un señor de los elfos, fuerte como un guerrero, sabio como un mago, venerable como un rey de los enanos, y benévolo como el estío. Aparece en muchos relatos, pero la parte que desempeña en la historia de la aventura de Bilbo es pequeña, aunque importante, como veréis, si alguna vez llegamos a acabarla. La casa era perfecta tanto para comer o dormir como para trabajar, o contar historias, o cantar, o simplemente sentarse y pensar mejor, o una agradable mezcla de todo esto. La perversidad no tenía cabida en aquel valle.
Desearía tener tiempo para contaros sólo unas pocas de las historias o una o dos de las canciones que se oyeron entonces en aquella casa. Todos los viajeros, incluyendo los poneys, se sintieron refrescados y fortalecidos luego de pasar allí unos pocos días. Les compusieron los vestidos, tanto como las magulladuras, el humor y las esperanzas. Les llenaron las alforjas con comida y provisiones de poco peso, pero fortificantes, buenas para cruzar los desfiladeros. Les aconsejaron bien y corrigieron los planes de la expedición. Así llegó el solsticio de verano y se dispusieron a partir otra vez con los primeros rayos del sol estival.