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El Hobbit
  • Текст добавлен: 8 октября 2016, 16:01

Текст книги "El Hobbit"


Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien



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No hubo, desde luego, ninguna discusión sobre la división del tesoro en tantas partes como había sido planeado, para Balin y Dwalin, y Dori y Nori y Ori, y Oin y Gloin, y Bifur y Bofur y Bombur, o para Bilbo. Con todo, una catorceava parte de toda la plata y oro, labrada y sin labrar, se entregó a Bardo pues Dain comentó: —Haremos honor al acuerdo del muerto, y él custodia ahora la Piedra del Arca.

Aun una catorceava parte era una riqueza excesiva, más grande que la de muchos reyes mortales. De aquel tesoro, Bardo envió gran cantidad de oro al gobernador de la Ciudad del Lago; y recompensó con generosidad a seguidores y amigos. Al Rey de los Elfos le dio las esmeraldas de Girion, las joyas que él más amaba, y que Dain le había devuelto.

A Bilbo le dijo: —Este tesoro es tanto tuyo como mío, aunque antiguos acuerdos no puedan mantenerse, ya que tantos intervinieron en ganarlo y en defenderlo. Pero aun cuando dijiste que renunciarías a toda pretensión, desearía que las palabras de Thorin, de las cuales se arrepintió, no resultasen ciertas: que te daríamos poco. Te recompensaré más que a nadie.

–Muy bondadoso de tu parte —dijo Bilbo—. Pero realmente es un alivio para mí. Cómo demonios podría llevar ese tesoro a casa sin que hubiera peleas y crímenes todo a lo largo del camino, no lo sé. Y no sé qué haría con ese tesoro una vez en casa. En tus manos estará mejor.

Por último accedió a tomar sólo dos pequeños cofres, uno lleno de plata y el otro lleno de oro, que un poney fuerte podría cargar. —Un poco más y no sabría qué hacer con él —dijo.

Por fin llegó el momento de despedirse. —¡Adiós, Balin! —exclamó—. ¡Y adiós, Dwalin; y adiós, Dori, Nori, Ori, Oin, Gloin, Bifur, Bofur y Bombur! ¡Que vuestras barbas nunca crezcan ralas! —Y volviéndose hacia la Montaña añadió: ¡Adiós, Thorin Escudo de Roble! ¡Y Fili y Kili! ¡Que nunca se pierda vuestra memoria!

Entonces los enanos se inclinaron ante la Puerta, pero las palabras se les trabaron en la garganta. —¡Adiós y buena suerte, dondequiera que vayas! —dijo Balin—. Si alguna vez vuelves a visitarnos, cuando nuestros salones estén de nuevo embellecidos, entonces ¡el festín será realmente espléndido!

–¡Si alguna vez pasáis por mi camino —dijo Bilbo—, no dudéis en llamar! El té es a las cuatro; ¡pero cualquiera de vosotros será bienvenido, a cualquier hora!

Luego dio media vuelta y se alejó.

La hueste élfica estaba en marcha; y aunque tristemente disminuida, todavía muchos iban alegres, pues ahora el mundo septentrional sería más feliz durante largos años. El dragón estaba muerto y los trasgos derrotados, y los corazones élficos miraban adelante, más allá del invierno hacia una primavera de alegría.

Gandalf y Bilbo cabalgaban detrás del rey, y junto a ellos marchaba Beorn a grandes pasos, una vez más en forma humana, y reía y cantaba con una voz recia por el camino. Así fueron hasta aproximarse a los lindes del Bosque Negro, al norte del lugar donde nacía el Río del Bosque. Hicieron alto entonces, pues el mago y Bilbo no penetrarían en el bosque, aun cuando el rey les ofreció que se quedaran un tiempo. Se proponían marchar a lo largo del borde de la floresta, y circundar el extremo norte, internándose en el yermo que se extendía entre él y las Montañas Grises. Era un largo y triste camino, pero ahora que los trasgos habían sido aplastados, les parecía más seguro que los espantosos senderos bajo los árboles. Además Beorn iría con ellos.

–¡Adiós, oh Rey Elfo! —dijo Gandalf—. ¡Que el bosque verde sea feliz mientras el mundo es todavía joven! ¡Y que sea feliz todo tu pueblo!

–¡Adiós, oh Gandalf! —dijo el rey—. ¡Que siempre aparezcas donde más te necesiten y menos te esperen! ¡Cuantas más veces vengas a mis salones, tanto más me sentiré complacido!

–¡Te ruego —dijo Bilbo tartamudeando, y apoyándose en un pie– que aceptes este presente! —y sacó un collar de plata y perlas que Dain le había dado al partir.

–¿Cómo me he ganado este presente, oh hobbit? —dijo el rey.

–Bueno... pensé —dijo Bilbo bastante confuso– que... algo tendría que dar por tu... hospitalidad. Quiero decir que también un saqueador tiene sentimientos. He bebido mucho de tu vino y he comido mucho de tu pan.

–¡Aceptaré tu presente, oh Bilbo el Magnífico! —dijo el rey gravemente—. Y te nombro amigo de los elfos y bienaventurado. ¡Que tu sombra nunca desaparezca (o robarte sería demasiado fácil)! ¡Adiós!

Luego los elfos se volvieron hacia el Bosque, y Bilbo emprendió la larga marcha hacia el hogar.

Pasó muchos infortunios y aventuras antes de estar de vuelta. El Yermo era todavía el Yermo, y había allí otras cosas en aquellos días, además de trasgos; pero iba bien guiado y custodiado —el mago estaba con él, y Beorn lo acompañó una buena parte del camino– y nunca volvió a encontrarse en un apuro grave. Con todo, hacia la mitad del invierno, Gandalf y Bilbo habían dejado atrás los lindes del Bosque, y volvieron a las puertas de la casa de Beorn; y allí se quedaron una temporada. El invierno pasó con días agradables y alegres; y hombres de todas partes vinieron a festejarlo invitados por Beorn. Los trasgos de las Montañas Nubladas eran pocos, y se escondían aterrorizados en los agujeros más profundos que podían encontrar; y los wargos habían desaparecido de los bosques, de modo que los hombres iban de un lado a otro sin temor. Beorn llegó a convertirse en el jefe de aquellas regiones y gobernó una extensa tierra entre el bosque y las montañas, y se dice que durante muchas generaciones los varones que él engendraba podían transformarse en osos, y algunos se mostraron inflexibles y perversos, pero la mayor parte fue como Beorn, aunque de menos tamaño y fuerza. En esos días, los últimos trasgos fueron expulsados de las Montañas Nubladas y hubo una nueva paz en los límites del Yermo.

Era primavera, y una hermosa primavera con aires tempranos y un sol brillante, cuando Bilbo y Gandalf se despidieron al fin de Beorn; y aunque anhelaba volver al hogar, Bilbo partió con pena, pues las flores de los jardines de Beorn eran en primavera no menos maravillosas que en pleno verano.

Al fin ascendieron por el largo camino y alcanzaron el paso donde los trasgos los habían capturado antes. Pero llegaron a aquel sitio elevado por la mañana, y mirando hacia atrás vieron un sol blanco que brillaba sobre la vastedad de la tierra. Allá atrás se extendía el Bosque Negro, azul en la distancia, y oscuramente verde en el límite más cercano, aun en los días primaverales. Allá, bien lejos, se alzaba la Montaña Solitaria, apenas visible. En el pico más alto todavía brillaba pálida la nieve.

–¡Así llega la nieve tras el fuego, y aun los dragones tienen su final! —dijo Bilbo, y volvió la espalda a su aventura. El lado Tuk estaba sintiéndose muy cansado, y el lado Bolsón se fortalecía día a día—. ¡Ahora sólo me falta estar sentado en mi propio sillón! —dijo.

CAPÍTULO XIX

La última jornada

ERA EL PRIMER DÍA DE MAYO cuando los dos regresaron por fin al borde del valle de Rivendel, donde se alzaba la Última (o la Primera) Morada. De nuevo caía la tarde, los poneys se estaban cansando, en especial el que transportaba los bultos, y todos necesitaban algún reposo. Mientras descendían el empinado sendero, Bilbo oyó a los elfos que cantaban todavía entre los árboles, como si no hubiesen callado desde que él estuviera allí hacía tiempo, y tan pronto como los jinetes bajaron a los claros inferiores del bosque, las voces entonaron una canción muy parecida a la de aquel entonces. Era algo así:

¡El dragón se ha marchitado,

le han destrozado los huesos,

roto la armadura,

hasta el brillo le han humillado!

Aunque la espada se oxide,

y la corona perezca,

con una fuerza inflexible

y bienes atesorados,

aún crecen aquí las hierbas,

aún el follaje se mece,

el agua blanca se mueve,

y cantan las voces élficas.

¡Venid! ¡Tra-la-la-lalle!

¡Venid de vuelta al valle!

Las estrellas brillan más

que las gemas incontables,

y la luna es aún más clara

que los tesoros de plata,

el fuego es más reluciente

en el hogar a la noche,

que el oro hundido en las minas.

¿Por qué ir de un lado a otro?

¡Oh! ¡Tra-la-la-lalle!

¡Venid de vuelta al valle!

¿Adónde marcháis ahora

regresando ya tan tarde?

¡Las aguas del río fluyen,

y arden todas las estrellas!

¿Adónde marcháis cargados,

tan tristes y temerosos?

Los elfos y sus doncellas

saludan a los cansados

con un tra-la-la-lalle,

venid de vuelta al valle.

¡Tra-la-la-lalle!

¡Fa-la-la-lalle!

¡Fa-la!

Luego los elfos del valle salieron y les dieron la bienvenida, conduciéndolos a través del agua hasta la casa de Elrond. Allí los recibieron con afecto, y esa misma tarde hubo muchos oídos ansiosos que querían escuchar el relato de la aventura. Gandalf fue quien habló, ya que Bilbo se sentía fatigado y somnoliento. Bilbo conocía la mayor parte del relato, pues había participado en él, y además le había contado muchas cosas al mago en el camino, o en la casa de Beorn; pero algunas veces abría un ojo y escuchaba, cuando Gandalf contaba una parte de la historia de la que él aún no estaba enterado.

Fue así como supo dónde había estado Gandalf; pues alcanzó a oír las palabras del mago a Elrond. Gandalf había asistido a un gran concilio de los magos blancos, señores del saber tradicional y la magia buena; y que habían expulsado al fin al Nigromante de su oscuro dominio al sur del Bosque Negro.

–Dentro de no mucho tiempo —decía Gandalf—, el Bosque medrará de algún modo. El Norte estará a salvo de ese horror por muchos años, espero. ¡Aun así, desearía que ya no estuviese en este mundo!

–Sería bueno, en verdad —dijo Elrond—, pero temo que eso no ocurrirá en esta época del mundo, ni en muchas que vendrán después.

Cuando el relato de los viajes concluyó, hubo otros cuentos, y todavía más, cuentos de antaño, de hogaño y de ningún tiempo, hasta que Bilbo cabeceó y roncó cómodamente en un rincón.

Despertó en un lecho blanco, y la luna entraba por una ventana abierta. Debajo, muchos elfos cantaban en voz alta y clara a orillas del arroyo.

¡Cantad gozosos, cantad juntos ahora!

El viento está en las copas y ronda en el brezal,

los capullos de estrellas y la luna florecen,

las ventanas nocturnas refulgen en la torre.

¡Bailad gozosos, bailad juntos ahora!

¡Que la hierba sea blanda, y los pies como plumas!

El río es plateado, y las sombras se borran,

feliz el mes de mayo, y feliz nuestro encuentro.

¡Cantemos dulcemente, envolviéndolo en sueños!

¡Dejemos que repose y vámonos afuera!

El vagabundo duerme; que su almohada sea blanda.

¡Arrullos! ¡Más arrullos! ¡De alisos y de sauces!

¡Pino, tú no suspires hasta el viento del alba!

¡Luna, escóndete! Que haya sombra en la tierra.

¡Silencio! ¡Silencio! ¡Roble, Fresno y Espino!

¡Que el agua calle hasta que apunte la mañana!

—¡Bien, Pueblo Festivo! —dijo Bilbo asomándose—. ¿Qué hora es según la luna? ¡Vuestra nana podría despertar a un trasgo borracho! No obstante, os doy las gracias.

–Y tus ronquidos podrían despertar a un dragón de piedra. No obstante, te damos las gracias —contestaron los elfos con una risa—. Está apuntando el alba, y has dormido desde el principio de la noche. Mañana, tal vez, habrás remediado tu cansancio.

–Un sueño breve es un gran remedio en la casa de Elrond —dijo Bilbo—, pero trataré de que el remedio no me falte. ¡Buenas noches por segunda vez, hermosos amigos! —Y con estas palabras volvió al lecho y durmió hasta bien entrada la mañana.

Pronto perdió toda huella de cansancio en aquella casa, y no tardó en bromear y bailar, tarde y temprano, con los elfos del valle. Sin embargo, aun este sitio no podía demorarlo por mucho tiempo más, y pensaba siempre en su propia casa. Al cabo pues de una semana, le dijo adiós a Elrond, y dándole unos pequeños regalos que el elfo no podía dejar de aceptar, se alejó cabalgando con Gandalf.

Dejaban el valle, cuando el cielo se oscureció al oeste y sopló el viento y empezó a llover.

–¡Alegres días de mayo! —dijo Bilbo cuando la lluvia le golpeó la cara—. Pero hemos vuelto la espalda a muchas leyendas y estamos llegando a casa. Supongo que esto es el primer sabor del hogar.

–Hay un largo camino —dijo Gandalf.

–Pero es el último camino —dijo Bilbo.

Llegaron al río que señalaba el límite mismo del Yermo, y al vado bajo la orilla escarpada que quizá recordéis. El agua había crecido con el deshielo de las nieves (pues el verano estaba próximo) y con el largo día de lluvia; pero al fin lo cruzaron luego de algunas dificultades y continuaron marchando mientras caía la tarde; era la última jornada.

Ésta fue parecida a la primera, pero ahora la compañía era más reducida, y más silenciosa; además esta vez no hubo trolls. En cada punto del camino Bilbo rememoraba los hechos y palabras de hacía un año —a él le parecían más de diez– y por supuesto, reconoció en seguida el lugar donde el poney había caído al río, y donde habían dejado atrás aquella desagradable aventura con Tom, Berto y Guille.

No lejos del camino encontraron el oro enterrado de los trolls, aún oculto e intacto. —Tengo bastante para toda la vida —dijo Bilbo cuando lo desenterraron—. Sería mejor que lo tomases tú, Gandalf. Quizá puedas encontrarle alguna utilidad.

–¡Desde luego que puedo! —dijo el mago—. ¡Pero dividámoslo en partes iguales! Puedes encontrarte con necesidades inesperadas.

De modo que pusieron el oro en costales y lo cargaron en los poneys, quienes no se mostraron muy complacidos. Desde entonces la marcha fue más lenta, pues la mayor parte del tiempo avanzaron a pie. Pero la tierra era verde y había mucha hierba por la que el hobbit paseaba contento. Se enjugaba el rostro con un pañuelo de seda roja —¡no!, no había conservado uno solo de los suyos, y éste se lo había prestado Elrond—, pues ahora junio había traído el verano, y el tiempo era otra vez cálido y luminoso.

Como todas las cosas llegan a término, aun esta historia, un día divisaron al fin el país donde Bilbo había nacido y crecido, donde conocía las formas de la tierra y los árboles tanto como sus propias manos y pies. Alcanzó a otear la Colina a lo lejos, y de repente se detuvo y dijo:

Los caminos siguen avanzando,

sobre rocas y bajo árboles,

por cuevas donde el sol no brilla,

por arroyos que el mar no encuentran,

sobre las nieves que el invierno siembra,

y entre las flores alegres de junio,

sobre la hierba y sobre la piedra,

bajo los montes a la luz de la luna.

Los caminos siguen avanzando

bajo las nubes, y las estrellas,

pero los pies que han echado a andar

regresan por fin al hogar lejano.

Los ojos que fuegos y espadas han visto,

y horrores en salones de piedra,

miran por fin las praderas verdes,

colinas y árboles conocidos.

Gandalf lo miró. —¡Mi querido Bilbo! —dijo—. ¡Algo te ocurre! No eres el hobbit que eras antes.

Y así cruzaron el puente y pasaron el molino junto al río, y llegaron a la mismísima puerta de Bilbo.

–¡Bendita sea! ¿Qué pasa? —gritó el hobbit. Había una gran conmoción, y gente de toda clase, respetable, y no respetable, se apiñaba junto a la puerta, y muchos entraban y salían, y ni siquiera se limpiaban los pies en el felpudo, como Bilbo observó disgustado.

Si él estaba sorprendido, ellos lo estuvieron más. ¡Había llegado de vuelta en medio de una subasta! Había una gran nota en blanco y rojo en la verja, manifestando que el veintidós de junio los señores Gorgo, Gorgo y Borgo sacarían a subasta los efectos del finado señor don Bilbo Bolsón, de Bolsón Cerrado, Hobbiton. La venta comenzaría a las diez en punto. Era casi la hora del almuerzo, y muchas de las cosas ya habían sido vendidas, a distintos precios, desde casi nada hasta viejas canciones (como no es raro en las subastas). Los primos de Bilbo, los Sacovilla Bolsón, estaban muy atareados midiendo las habitaciones para ver si podrían meter allí sus propios muebles. En síntesis: Bilbo había sido declarado «presuntamente muerto», y no todos lamentaron descubrir que la presunción fuera falsa.

La vuelta del señor Bilbo Bolsón creó todo un disturbio, tanto bajo la Colina como sobre la Colina, y al otro lado de El Agua; el asombro duró mucho más de nueve días. El problema se prolongó en verdad durante años. Pasó mucho tiempo antes de que el señor Bolsón fuese admitido otra vez en el mundo de los vivos. La gente que había conseguido unas buenas gangas en la subasta, fue dura de convencer; y al final, para ahorrar tiempo, Bilbo tuvo que comprar de nuevo muchos de sus propios muebles. Algunas cucharas de plata desaparecieron de modo misterioso, y nunca se supo de ellas, aunque Bilbo sospechaba de los Sacovilla Bolsón. Por su parte ellos nunca admitieron que el Bolsón que estaba de vuelta fuera el genuino, y las relaciones con Bilbo se estropearon para siempre. En realidad, habían pensado mucho tiempo en mudarse a aquel agradable agujero-hobbit. Sin embargo, Bilbo había perdido más que cucharas; había perdido su reputación. Es cierto que tuvo desde entonces la amistad de los elfos y el respeto de los enanos, magos y todas esas gentes que alguna vez pasaban por aquel camino. Pero ya nunca fue del todo respetable. En realidad todos los hobbits próximos lo consideraron «raro», excepto los sobrinos y sobrinas de la rama Tuk; aunque los padres de estos jóvenes no los animaban a cultivar la amistad de Bilbo.

Lamento decir que no le importaba. Se sentía muy contento; y el sonido de la marmita sobre el hogar era mucho más musical de lo que había sido antes, incluso en aquellos días tranquilos anteriores a la Tertulia Inesperada. La espada la colgó sobre la repisa de la chimenea. La cota de malla fue colocada sobre una plataforma en el vestíbulo (hasta que la prestó a un museo). El oro y la plata los gastó en generosos presentes, tanto útiles como extravagantes, lo que explica hasta cierto punto el afecto de los sobrinos y sobrinas. El anillo mágico lo guardó muy en secreto, pues ahora lo usaba sobre todo cuando llegaban visitas desagradables.

Se dedicó a escribir poemas y a visitar a los elfos; y aunque muchos meneaban la cabeza y se tocaban la frente, y decían: «¡Pobre viejo Bolsón!», y pocos creían en las historias que a veces contaba, se sintió muy feliz hasta el fin de sus días, que fueron extraordinariamente largos.

Una tarde otoñal, algunos años después, Bilbo estaba sentado en el estudio escribiendo sus memorias —pensaba llamarlas Historia de una ida y de una vuelta. Las vacaciones de un hobbit– cuando sonó la campanilla. Allí en la puerta estaban Gandalf y un enano; y el enano no era otro que Balin.

–¡Entrad! ¡Entrad! —dijo Bilbo, y pronto estuvieron sentados en sillas junto al fuego. Y si Balin advirtió que el chaleco del señor Bolsón era más ancho (y tenía botones de oro auténtico), Bilbo advirtió también que la barba de Balin era varias pulgadas más larga, y que él llevaba un magnífico cinturón enjoyado.

Se pusieron a hablar de los tiempos que habían pasado juntos, desde luego, y Bilbo preguntó cómo iban las cosas por las tierras de la Montaña. Parecía que iban muy bien. Bardo había reconstruido la ciudad de Valle, y muchos hombres se le habían unido, hombres del Lago, y del Sur y el Oeste, y cultivaban el valle, que era próspero otra vez, y en la desolación de Smaug había pájaros y flores en primavera, y fruta y festejos en otoño. Y la Ciudad del Lago había sido fundada de nuevo, y era más opulenta que nunca, y muchas riquezas subían y bajaban por el Río Rápido; y había amistad en aquellas regiones entre elfos y enanos y hombres.

El viejo gobernador había tenido un mal fin. Bardo le había dado mucho oro para que ayudara a la gente del Lago, pero era un hombre propenso a contagiarse de ciertas enfermedades, y había sido atacado por el mal del dragón, y apoderándose de la mayor parte del oro, había huido con él, y murió de hambre en el Yermo, abandonado por sus compañeros.

–El nuevo gobernador es más sabio —dijo Balin—, y muy popular, pues a él se atribuye mucha de la prosperidad presente. Las nuevas canciones dicen que en estos días los ríos corren con oro.

–¡Entonces las profecías de las viejas canciones se han cumplido de alguna manera! —dijo Bilbo.

–¡Claro! —dijo Gandalf—. ¿Y por qué no tendrían que cumplirse? ¿No dejarás de creer en las profecías sólo porque ayudaste a que se cumplieran? No supondrás, ¿verdad?, que todas tus aventuras y escapadas fueron producto de la mera suerte, para tu beneficio exclusivo. Te considero una gran persona, señor Bolsón, y te aprecio mucho; pero en última instancia, ¡eres sólo un simple individuo en un mundo enorme!

–¡Gracias al cielo! —dijo Bilbo riendo, y le pasó el pote de tabaco.


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