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El Hobbit
  • Текст добавлен: 8 октября 2016, 16:01

Текст книги "El Hobbit"


Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien



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Ésta es, por supuesto, la manera de dialogar con los dragones, si no queréis revelarles vuestro nombre verdadero (lo que es juicioso), y si tampoco queréis enfurecerlos con una negativa categórica (lo que es también muy juicioso). Ningún dragón se resiste a una fascinante charla de acertijos, y a perder el tiempo intentando comprenderla. Había muchas cosas aquí que Smaug no comprendía del todo (aunque espero que sí vosotros, ya que conocéis bien las aventuras de que hablaba Bilbo); sin embargo, pensó que comprendía bastante y ahogó una risa en su malévolo interior.

«Así pensé anoche», se dijo sonriendo. «Hombres del Lago, algún plan asqueroso de esos miserables comerciantes de cubas, los Hombres del Lago, o yo soy una lagartija. No he bajado por ese camino durante siglos y siglos; ¡pero pronto remediaré ese error!»

–¡Muy bien, oh Jinete del Barril! —dijo en voz alta—. Tal vez tu poney se llamaba Barril, y tal vez no, aunque era bastante grueso. Puedes caminar sin que te vean, mas no caminaste todo el camino. Permíteme decirte que anoche me comí seis poneys, y que pronto atraparé y me comeré a todos los demás. A cambio de esa excelente comida, te daré un pequeño consejo, sólo por tu bien: ¡No hagas más tratos con enanos mientras puedas evitarlo!

–¡Enanos! —dijo Bilbo fingiendo sorpresa.

–¡No me hables! —dijo Smaug—. Conozco el olor (y el sabor) de los enanos mejor que nadie. ¡No me digas que me puedo comer un poney cabalgado por un enano y no darme cuenta! Irás de mal en peor con semejantes amigos, Ladrón Jinete del Barril. No me importa si vuelves y se lo dices a todos ellos de mi parte.

Pero no le dijo a Bilbo que había un olor desconcertante que no alcanzaba a reconocer, el olor de hobbit.

–Supongo que conseguiste un buen precio por aquella copa anoche, ¿no? —continuó—. Vamos, ¿lo conseguiste? No. ¡Nada de nada! Bien, así son ellos. Y supongo que se quedaron fuera escondidos, y que tu tarea es hacer los trabajos peligrosos y llevarte lo que puedas mientras yo no miro... y todo para ellos. ¿Y tendrás una parte equitativa? ¡No lo creas! Considérate afortunado si sales con vida.

Bilbo empezaba ahora a sentirse realmente incómodo. Cada vez que el ojo errante de Smaug, que lo buscaba en las sombras, relampagueaba atravesándolo, se estremecía de pies a cabeza, y sentía el inexplicable deseo de echar a correr y mostrarse tal cual era, y decir toda la verdad a Smaug. En realidad corría el grave peligro de caer bajo el hechizo del dragón. Pero juntó coraje, y habló otra vez.

–No lo sabes todo, oh Smaug el Poderoso —le dijo—. No sólo el oro nos trajo aquí.

–¡Ja, ja! Admites el «nos» —rió Smaug—. ¿Por qué no dices «nos los catorce» y asunto concluido, señor Número de la Suerte? Me complace oír que tenías otros asuntos aquí, además de mi oro. En ese caso, quizá no pierdas del todo el tiempo.

»No sé si pensaste que aunque pudieses robar el oro poco a poco, en unos cien años o algo así, no podrías llevarlo muy lejos. Y que no te sería de mucha utilidad en la ladera de la montaña. Ni de mucha utilidad en el bosque. ¡Bendita sea! ¿Nunca has pensado en el botín? Una catorceava parte, o algo parecido, fueron los términos, ¿eh? Pero ¿qué hay acerca de la entrega? ¿Qué acerca del acarreo? ¿Qué acerca de guardias armados y peajes? —Y Smaug rió con fuerza. Tenía un corazón astuto y malvado, y sabía que estas conjeturas no estaban mal encaminadas, aunque sospechaba que los Hombres del Lago estaban detrás de todos los planes, y que la mayor parte del botín iría a parar a la ciudad junto a la ribera, la tierra que cuando él era joven se había llamado Esgaroth.

Apenas me creeréis, pero el pobre Bilbo estaba de veras muy desconcertado. Hasta entonces todos sus pensamientos y energías se habían concentrado en alcanzar la Montaña y encontrar la puerta. Nunca se había molestado en preguntarse cómo trasladarían el tesoro, y menos cómo llevaría la parte que pudiera corresponderle por todo el camino de vuelta a Bolsón Cerrado, bajo la Colina.

Una fea sospecha se le apareció ahora en la mente: ¿habían olvidado los enanos también este punto importante, o habían estado riéndose de él con disimulo todo el tiempo? La charla de un dragón causa este efecto en la gente de poca experiencia. Bilbo, desde luego, no tenía que haber bajado la guardia; pero la personalidad de Smaug era en verdad irresistible.

–Puedo asegurarte —le dijo, tratando de mantenerse firme y leal a sus amigos– que el oro fue sólo una ocurrencia tardía. Vinimos sobre la colina y bajo la colina, en la ola y en el viento, por venganza. Seguro que entiendes, oh Smaug el acaudalado invalorable, que con tu éxito te has ganado encarnizados enemigos.

Entonces sí que Smaug rió de veras: un devastador sonido que arrojó a Bilbo al suelo, mientras allá arriba en el túnel los enanos se acurrucaron agrupándose y se imaginaron que el hobbit había tenido un súbito y desagradable fin.

–¡Venganza! —bufó, y la luz de sus ojos iluminó el salón desde el suelo hasta el techo como un relámpago escarlata—. ¡Venganza! El Rey bajo la Montaña ha muerto, ¿y dónde están los descendientes que se atrevan a buscar venganza? Girion, Señor de Valle, ha muerto, y yo me he comido a su gente como un lobo entre ovejas, ¿y dónde están los hijos de sus hijos que se atrevan a acercarse? Yo mato donde quiero y nadie se atreve a resistir. Yo acabé con los guerreros de antaño y hoy no hay nadie en el mundo como yo. Entonces era joven y tierno. ¡Ahora soy viejo y fuerte, fuerte, fuerte, Ladrón de las Sombras! —gritó, relamiéndose—. ¡Mi armadura es como diez escudos, mis dientes son espadas, mis garras lanzas, mi cola un rayo, mis alas un huracán, y mi aliento muerte!

–Siempre entendí —dijo Bilbo en un asustado chillido– que los dragones son más blandos por debajo, especialmente en esa región del... pecho; pero sin duda alguien tan fortificado ya lo habrá tenido en cuenta.

El dragón interrumpió bruscamente estas jactancias. —Tu información es anticuada —espetó—. Estoy acorazado por arriba y por abajo con escamas de hierro y gemas duras. Ninguna hoja puede penetrarme.

–Tendría que haberlo adivinado —dijo Bilbo—. En verdad no conozco a nadie que pueda compararse con el Impenetrable Señor Smaug. ¡Qué magnificencia, un chaleco de diamantes!

–Sí, es realmente raro y maravilloso —dijo Smaug, complacido sin ninguna razón. No sabía que el hobbit había llegado a verle brevemente la peculiar cobertura del pecho, en la visita anterior, y esperaba impaciente la oportunidad de mirar de más cerca, por razones particulares. El dragón se revolcó—. ¡Mira! —dijo—. ¿Qué te parece?

–¡Deslumbrante y maravilloso! ¡Perfecto! ¡Impecable! ¡Asombroso! —exclamó Bilbo en voz alta, pero lo que pensaba en su interior era: «¡Viejo tonto! ¡Ahí, en el hueco del pecho izquierdo hay una parte tan desnuda como un caracol fuera de casa!».

Habiendo visto lo que quería ver, la única idea del señor Bolsón era marcharse. —Bien, no he de detener a Vuestra Magnificencia por más tiempo —dijo—, ni robarle un muy necesitado reposo. Capturar poneys da algún trabajo, creo, si parten con ventaja. Lo mismo ocurre con los saqueadores —añadió como observación de despedida mientras se precipitaba hacia atrás y huía subiendo por el túnel.

Fue un desafortunado comentario, pues el dragón escupió unas llamas terribles detrás de Bilbo, y aunque él corría pendiente arriba, no se había alejado tanto como para sentirse a salvo antes de que Smaug lanzara el cráneo horroroso contra la entrada del túnel. Por fortuna no pudo meter toda la cabeza y las mandíbulas, pero las narices echaron fuego y vapor detrás del hobbit, que casi fue vencido, y avanzó a ciegas tropezando, y con gran dolor y miedo. Se había sentido bastante complacido consigo mismo luego de la astuta conversación con Smaug, pero el error del final le había devuelto bruscamente la sensatez.

«¡Nunca te rías de dragones vivos, Bilbo imbécil!», se dijo, y esto se convertiría en uno de sus dichos favoritos en el futuro, y se transformaría en un proverbio. «Todavía no terminaste esta aventura», agregó, y esto fue bastante cierto también.

La tarde se cambiaba en noche cuando salió otra vez y trastabilló y cayó desmayado en el «umbral». Los enanos lo reanimaron y le curaron las quemaduras lo mejor que pudieron; pero pasó mucho tiempo antes de que los pelos de la nuca y los talones le creciesen de nuevo; pues el fuego del dragón los había rizado y chamuscado hasta dejarle la piel completamente desnuda. Entretanto, los enanos trataron de levantarle el ánimo; querían que Bilbo les contara en seguida lo que había ocurrido, y en especial querían saber por qué el dragón había hecho aquel ruido tan espantoso, y cómo Bilbo había escapado.

Pero el hobbit estaba preocupado e incómodo, y les costó sacarle unas pocas palabras. Pensándolo ahora, lamentaba haberle dicho al dragón algunas cosas, y no tenía ganas de repetirlas. El viejo zorzal estaba posado en una roca próxima, inclinando la cabeza, escuchando todo lo que hablaban. Lo que pasó entonces muestra el malhumor de Bilbo: recogió una piedra y se la arrojó al zorzal. El pájaro aleteó haciéndose a un lado y volvió a posarse.

–¡Maldito pájaro! —dijo Bilbo enojado—. Creo que está escuchando, y no me gusta nada ese aspecto que tiene.

–¡Déjalo en paz! —dijo Thorin—. Los zorzales son buenos y amistosos: éste es un pájaro realmente muy viejo, y tal vez el último de la antigua estirpe que acostumbraba vivir en esta región, dóciles a las manos de mi padre y mi abuelo. Era una longeva y mágica raza, y quizás éste sea uno de los que vivían aquí entonces hace un par de cientos de años o más. Algunos hombres de Valle entendían el lenguaje de estos pájaros, y los mandaban como mensajeros a los hombres del Lago y a otras partes.

–Bien, tendrá nuevas que llevar a la Ciudad del Lago entonces, si es eso lo que pretende —dijo Bilbo—. Aunque supongo que allí no queda nadie que se preocupe por el lenguaje de los zorzales.

–Pero ¿qué ha sucedido? —gritaron los enanos—. ¡Vamos, no interrumpas la historia!

De modo que Bilbo les contó lo que pudo recordar, y confesó que tenía la desagradable impresión de que el dragón había adivinado demasiado bien todos los acertijos sobre los campamentos y los poneys. —Estoy seguro de que sabe de dónde venimos, y que nos ayudaron en Ciudad del Lago; y tengo el hondo presentimiento de que podría ir muy pronto en esa dirección. Desearía no haber hablado nunca del Jinete del Barril; en estos lugares aun un conejo ciego pensaría en los hombres del Lago.

–¡Bueno, bueno! Ya no puede enmendarse, y es difícil no cometer un desliz cuando hablas con un dragón, o así he oído decir —lo consoló Balin—. Yo pienso que lo hiciste muy bien, y de todos modos has descubierto algo muy útil, y has vuelto vivo, y esto es más de lo que puede contar la mayoría de quienes hablaron con gentes como Smaug. Puede ser una suerte, y aun una bendición, saber que ese viejo gusano tiene un sitio desnudo en el chaleco de diamantes.

Aquello cambió la conversación, y todos empezaron a hablar de matanzas de dragones, históricas, dudosas y míticas; y de las distintas puñaladas, mandobles, estocadas al vientre, y las diferentes artes, trampas y estratagemas por las que tales hazañas habían sido llevadas a cabo. De acuerdo con la opinión general, sorprender a un dragón que echaba una siesta no era tan fácil como parecía, y el intento de golpear o pinchar a uno dormido podía ser más desastroso que un audaz ataque frontal. Mientras ellos hablaban, el zorzal no dejaba de escuchar, hasta que por último, cuando asomaron las primeras estrellas, desplegó en silencio las alas y se alejó volando. Y mientras hablaban y las sombras crecían, Bilbo se sentía cada vez más desdichado e inquieto por lo que podía ocurrir.

Por fin los interrumpió. —Sé que aquí no estamos seguros —dijo—. Y no veo razón para quedarnos. El dragón ha marchitado todo lo que era verde y agradable, y además ha llegado la noche y hace frío. Pero siento en los huesos que este sitio será atacado otra vez. Smaug sabe cómo bajé hasta el salón, y descubrirá dónde termina el túnel. Destruirá toda esta ladera si es necesario, para impedir que entremos, y si las piedras nos aplastan, más le gustará.

–¡Estás muy siniestro, señor Bolsón! —dijo Thorin—. ¿Por qué Smaug no ha bloqueado entonces el extremo de abajo, si tanto quiere tenernos fuera? No lo ha hecho, o lo habríamos oído.

–No sé, no sé... porque al principio quiso probar de atraerme de nuevo, supongo, y ahora quizá espera porque antes quiere concluir la cacería de la noche, o porque no quiere estropear el dormitorio, si puede evitarlo... pero prefiriría que no discutiéramos. Smaug puede aparecer ahora en cualquier momento, y nuestra única esperanza es meternos en el túnel y luego cerrar bien la puerta.

Parecía tan serio que los enanos hicieron al fin lo que decía, aunque se demoraron en cerrar la puerta. Les parecía un plan desesperado, pues nadie sabía si podrían abrirla desde dentro, o cómo, y la idea de quedar encerrados en un sitio cuya única salida cruzaba la guarida del dragón no les gustaba mucho. Además todo parecía en calma, tanto fuera como abajo en el túnel. De modo que se quedaron sentados dentro un largo rato, no muy lejos de la puerta entornada, y continuaron hablando.

La conversación pasó entonces a comentar las malvadas palabras del dragón acerca de los enanos. Bilbo deseaba no haberlas escuchado jamás, o al menos estar seguro de que los enanos eran de verdad honestos, cuando decían que no habían pensado nunca en lo que ocurriría luego de haber obtenido el tesoro. —Sabíamos que sería una aventura desesperada —dijo Thorin—, y lo sabemos todavía; y pienso también que cuando hayamos ganado habrá tiempo de resolver el problema. En cuanto a lo que es tuyo, señor Bolsón, te aseguro que te estamos más que agradecidos, y que escogerás tu propia catorceava parte tan pronto como haya algo que dividir. Lo lamento si estás preocupado acerca del transporte, y admito que las dificultades son grandes (las tierras no se han vuelto menos salvajes con el paso del tiempo, más bien lo contrario), pero haremos lo que podamos por ti, y cargaremos con parte del costo cuando llegue el momento. ¡Créeme o no, como quieras!

De esto la conversación pasó al gran tesoro escondido, y a las cosas que Thorin y Balin recordaban. Se preguntaron si estarían todavía intactas allí abajo en el salón: las lanzas que habían sido hechas para los ejércitos del Rey Bladorthin (muerto tiempo atrás), cada una con una moharra forjada tres veces y astas con ingeniosas incrustaciones de oro, y que nunca habían sido entregadas o pagadas; escudos hechos para guerreros fallecidos hacía tiempo; la gran copa de oro de Thror, de dos asas, martillada y labrada con pájaros y flores de ojos y pétalos enjoyados; cotas impenetrables de malla de oro y plata; el collar de Girion, Señor de Valle, de quinientas esmeraldas verdes como la hierba que hizo engarzar para la investidura del hijo mayor en una cota de anillos eslabonados que nunca se había hecho antes, pues estaba trabajada en plata pura con el poder y la fuerza del triple acero. Pero lo más hermoso era la gran gema blanca, encontrada por los enanos bajo las raíces de la Montaña, el Corazón de la Montaña, la Piedra del Arca de Thrain.

–¡La Piedra del Arca! ¡La Piedra del Arca! —susurró Thorin en la oscuridad, medio soñando con el mentón sobre las rodillas—. ¡Era como un globo de mil facetas; brillaba como la plata al resplandor del fuego, como el agua al sol, como la nieve bajo las estrellas, como la lluvia sobre la Luna!

Pero el deseo encantado del tesoro ya no animaba a Bilbo. A lo largo de la charla, apenas había prestado atención. Era el que estaba más cerca de la puerta, con un oído vuelto a cualquier comienzo de sonido fuera, y el otro atento a los ecos que pudieran resonar por encima del murmullo de los enanos, a cualquier rumor de un movimiento en los abismos.

La oscuridad se hizo más profunda y Bilbo se sentía cada vez más intranquilo. —¡Cerrad la puerta! —les rogó—. El miedo al dragón me estremece hasta los tuétanos. Me gusta mucho menos este silencio que el tumulto de la noche pasada. ¡Cerrad la puerta antes de que sea demasiado tarde!

Algo en la voz de Bilbo hizo que los enanos se sintieran incómodos. Lentamente, Thorin se sacudió los sueños de encima, y luego se incorporó y apartó de un puntapié la piedra que calzaba la puerta. En seguida todos la empujaron, y la puerta se cerró con un crujido y un golpe. Ninguna traza de cerradura era visible ahora en el costado de la piedra. ¡Estaban encerrados en la Montaña!

¡Y ni un instante demasiado pronto! Apenas habían marchado un trecho, túnel abajo, cuando un impacto sacudió la ladera de la Montaña con un estruendo de arietes de roble enarbolados por gigantes. La roca retumbó, las paredes se rajaron, y unas piedras cayeron sobre ellos desde el techo. Lo que habría ocurrido si la puerta hubiese estado abierta, no quiero ni pensarlo. Huyeron más allá, túnel abajo, contentos de estar todavía con vida, mientras detrás y fuera oían los rugidos y truenos de la furia de Smaug. Estaba quebrando rocas, aplastando paredes y precipicios con los azotes de la cola enorme, hasta que el terreno encumbrado del campamento, la hierba quemada, la piedra del zorzal, las paredes cubiertas de caracoles, la repisa estrecha, desaparecieron con todo lo demás en un revoltijo de pedazos rotos, y una avalancha de piedras astilladas cayó del acantilado al valle.

Smaug había dejado su guarida pisando con cuidado, remontando vuelo en silencio, y luego había flotado pesado y lento en la oscuridad como un grajo monstruoso, bajando con el viento hacia el oeste de la Montaña, esperando atrapar desprevenida a cualquier cosa que estuviera por allí, y espiar además la salida del pasadizo que el ladrón había utilizado. En ese mismo momento estalló en cólera, pues no pudo encontrar a nadie ni vio nada, ni siquiera donde sospechaba que tenía que estar la salida.

Después de haberse desahogado, se sintió mejor y pensó convencido que no sería molestado de nuevo desde ese lugar. Mientras tanto tenía que tomarse otra venganza. —¡Jinete del Barril! —bufó—. Tus pies vinieron de la orilla del agua, y sin ninguna duda viajaste río arriba. No conozco tu olor, mas si no eres uno de esos Hombres del Lago, ellos te ayudaron al menos. ¡Me verán y recordarán entonces quién es el verdadero Rey bajo la Montaña!

Se elevó en llamas y partió lejos al sur, hacia el Río Rápido.

CAPÍTULO XIII

Nadie en casa

MIENTRAS TANTO, los enanos se quedaron sentados en la oscuridad, y un completo silencio cayó alrededor. Hablaron poco y comieron poco. No se daban mucha cuenta del paso del tiempo, y casi no se atrevían a moverse, pues el susurro de las voces resonaba y se repetía en el túnel. A veces dormitaban, y cuando abrían los ojos descubrían que la oscuridad y el silencio no habían cambiado. Al cabo de muchos días de espera, cuando empezaban a sentirse asfixiados y embotados por la falta de aire, no pudieron soportarlo más. Hasta casi hubieran dado la bienvenida a cualquier sonido de abajo que indicase la vuelta del dragón. En medio de aquella quietud temían alguna diabólica astucia de Smaug, y no podían estar allí sentados para siempre.

Thorin habló: —¡Probemos la puerta! —dijo—. Necesito sentir el viento en la cara o pronto moriré. ¡Creo que preferiría ser aplastado por Smaug al aire libre que asfixiarme aquí dentro! —Así que varios enanos se levantaron, y fueron a tientas hacia la puerta. Pero allí descubrieron que el extremo superior del túnel había sido destruido y bloqueado por pedazos de roca. Ni la llave ni la magia a la que había obedecido alguna vez volverían a abrir aquella puerta.

–¡Estamos atrapados! —gimieron—. Esto es el fin, moriremos aquí.

Pero de algún modo, justo cuando los enanos estaban más desesperados, Bilbo sintió un raro alivio en el corazón, como si le hubieran quitado una pesada carga que llevaba bajo el chaleco.

–¡Venid, venid! —dijo—. ¡«Mientras hay vida hay esperanza», como decía mi padre, y «A la tercera va la vencida»! Bajarépor el túnel una vez más. Recorrí este camino dos veces cuando sabía que había un dragón al otro lado, así que arriesgaré una tercera visita ahora que no estoy seguro. De cualquier modo, la única salida es hacia abajo y creo que esta vez convendrá que vengáis todos conmigo.

Desesperados, los enanos asintieron, y Thorin fue el primero en avanzar junto a Bilbo.

–¡Ahora tened cuidado! —susurró el hobbit—, ¡y no hagáis ruido si es posible! Quizá no haya ningún Smaug en el fondo, pero también puede que lo haya. ¡No corramos riesgos innecesarios!

Bajaron, y siguieron bajando. La marcha de los enanos no podía compararse desde luego con los movimientos furtivos del hobbit, y lo seguían resoplando y arrastrando los pies, con ruidos que los ecos magnificaban de un modo alarmante; pero cuando Bilbo, asustado, se detenía a escuchar una y otra vez, no se oía nada que viniera de abajo. Cuando pensó que estaba cerca del extremo del túnel, se puso el anillo y marchó delante. Pero no lo necesitaba, pues la oscuridad era impenetrable, y todos parecían invisibles, con anillo o sin él. Tan negro estaba todo, que el hobbit llegó a la abertura sin darse cuenta, extendió la mano en el aire, trastabilló, ¡y rodó de cabeza dentro de la sala!

Allí quedó tumbado de bruces contra el suelo, y no se atrevía a incorporarse, y casi ni siquiera a respirar. Pero nada se movió. No había ninguna luz, aunque cuando al fin alzó despacio la cabeza, creyó ver un pálido destello blanco encima de él y lejos en las sombras. En realidad no había ni una chispa de fuego de dragón, pero un olor a gusano infectaba el sitio, y Bilbo sentía en la boca el sabor de los vapores.

Al cabo de un rato el señor Bolsón ya no pudo resistirlo más. —¡Maldito seas, Smaug; tú, gusano! —chilló—. ¡Deja de jugar al escondite! ¡Dame una luz y después cómeme si eres capaz de atraparme!

Unos ecos débiles corrieron alrededor del salón invisible, pero no hubo respuesta.

Bilbo se incorporó y descubrió que estaba desorientado, y no sabía por dónde ir.

–Me pregunto a qué demonios está jugando Smaug —dijo—. Creo que no está en casa el día de hoy (o la noche de hoy, o lo que sea). Si Gloin y Oin no perdieron las yescas, quizá podamos tener un poco de luz, y echar un vistazo alrededor antes de que cambie la suerte.

»¡Luz! —gritó—. ¿Puede alguien encender una luz?

Los enanos, claro está, se habían asustado mucho cuando Bilbo tropezó con el escalón y con un fuerte topetazo entró de bruces en la sala, y se habían sentado acurrucándose en la boca del túnel, donde el hobbit los había dejado.

–¡Chist! —sisearon como respuesta, y aunque Bilbo supo así dónde estaban, pasó bastante tiempo antes de que pudiese sacarles algo más. Pero al fin, cuando Bilbo se puso a patear el suelo y a vociferar:

–¡Luz! —con una voz aguda y penetrante, Thorin cedió, y Oin y Gloin fueron enviados de vuelta a la entrada del túnel, donde estaban los fardos.

Al poco rato un resplandor parpadeante indicó que regresaban; Oin sosteniendo una pequeña antorcha de pino, y Gloin con un montón bajo el brazo. Bilbo trotó rápido hasta la puerta y tomó la antorcha, pero no consiguió que encendieran las otras o se unieran a él. Como Thorin explicó, el señor Bolsón era todavía oficialmente el experto saqueador e investigador al servicio de los enanos. Si se arriesgaba a encender una luz, allá él. Los enanos lo esperarían en el túnel. Así que se sentaron junto a la puerta y observaron.

Vieron la pequeña figura del hobbit que cruzaba el suelo alzando la antorcha diminuta. De cuando en cuando, mientras aún estaba cerca, y cada vez que Bilbo tropezaba, llegaban a ver un destello dorado y oían un tintineo. La luz empequeñeció en el vasto salón, y luego subió danzando en el aire. Bilbo escalaba ahora el montículo del tesoro. Pronto llegó a la cima, pero no se detuvo. Luego vieron que se inclinaba, y no supieron por qué.

Era la Piedra del Arca, el Corazón de la Montaña. Así lo supuso Bilbo por la descripción de Thorin; no podía haber otra joya semejante, ni en ese maravilloso botín, ni en el mundo entero. Aun mientras subía, ese mismo resplandor blanco había brillado atrayéndolo. Luego creció poco a poco hasta convertirse en un globo de luz pálida. Cuando Bilbo se acercó, vio que la superficie titilaba con un centelleo de muchos colores, reflejos y destellos de la ondulante luz de la antorcha. Al fin pudo contemplarla a sus pies, y se quedó sin aliento. La gran joya brillaba con luz propia, y aun así, cortada y tallada por los enanos, que la habían extraído del corazón de la montaña hacía ya bastante tiempo, recogía toda la luz que caía sobre ella y la transformaba en diez mil chispas de radiante blancura irisada.

De repente el brazo de Bilbo se adelantó, atraído por el hechizo de la joya. No podía sostenerla, era tan grande y pesada...; pero la levantó, cerró los ojos y se la metió en el bolsillo más profundo.

«¡Ahora soy realmente un saqueador!», pensó. «Pero supongo que tendré que decírselo a los enanos... algún día. Ellos me dijeron que podía elegir y tomar mi parte, y creo que elegiría esto, ¡si ellos se llevan todo lo demás!» De cualquier modo, tenía la incómoda sospecha de que eso de «elegir y tomar» no incluía esta maravillosa joya, y que un día le traería dificultades.

Siguió adelante y emprendió el descenso por el otro lado del gran montículo, y el resplandor de la antorcha desapareció de la vista de los enanos. Pero pronto volvieron a verlo a lo lejos. Bilbo estaba cruzando el salón.

Avanzó así hasta encontrarse con las grandes puertas en el extremo opuesto, y allí una corriente de aire lo refrescó, aunque casi le apagó la antorcha. Asomó tímidamente la cabeza, y atisbando desde la puerta vio unos pasillos enormes y el sombrío comienzo de unas amplias escaleras que subían en la oscuridad. Pero tampoco allí había rastros de Smaug. Justo en el momento en que iba a dar media vuelta y regresar, una forma negra se precipitó sobre él y le rozó la cara. Bilbo se sobresaltó, chilló, se tambaleó y cayó hacia atrás. ¡La antorcha golpeó el suelo y se apagó!

–¡Sólo un murciélago, supongo y espero! —dijo con voz lastimosa—. Pero ahora ¿qué haré? ¿Dónde está el norte, el sur, el este o el oeste?

»¡Thorin! ¡Balin! ¡Oin! ¡Gloin! ¡Fili y Kili! —llamó tan alto como pudo, y el grito fue un ruido débil e imperceptible en aquella vasta negrura—. ¡Se apagó la luz! ¡Que alguien venga a ayudarme! ¡Socorro! —Por el momento, se sentía bastante acobardado.

Débilmente los enanos oyeron estos gritos, pero la única palabra que pudieron entender fue «¡socorro!».

–Pero ¿qué demonios pasa dentro o fuera? —dijo Thorin—. No puede ser el dragón, si no el hobbit no seguiría chillando.

Esperaron un rato, pero no se oía ningún ruido de dragón, en verdad ningún otro sonido que la distante voz de Bilbo.

–¡Vamos, que uno de vosotros traiga una o dos antorchas! —ordenó Thorin—. Parece que tendremos que ayudar a nuestro saqueador.

–Ahora nos toca a nosotros ayudar —dijo Balin—, y estoy dispuesto. Espero sin embargo que por el momento no haya peligro.

Gloin encendió varias antorchas más, y luego todos salieron arrastrándose, uno a uno, y fueron bordeando la pared lo más aprisa que pudieron. No pasó mucho tiempo antes de que se encontrasen con el propio Bilbo que venía de vuelta. Había recobrado todo su aplomo, tan pronto como viera el parpadeo de luces.

–¡Sólo un murciélago y una antorcha que se cayó, nada peor! —dijo en respuesta a las preguntas de los enanos. Aunque se sentían muy aliviados, les enfadaba que los hubiese asustado sin motivo; pero cómo habrían reaccionado si en ese momento él hubiese dicho algo de la Piedra del Arca, no lo sé. Los meros destellos fugaces del tesoro que alcanzaron a ver mientras avanzaban les había reavivado el fuego de los corazones, y cuando un enano, aun el más respetable, siente en el corazón el deseo de oro y joyas, puede transformarse de pronto en una criatura audaz, y llegar a ser violenta.

Los enanos no necesitaban ya que los apremiasen. Todos estaban ahora ansiosos por explorar el salón mientras fuera posible, y deseando creer que por ahora Smaug estaba fuera de casa. Todos llevaban antorchas encendidas; y mientras miraban a un lado y a otro olvidaron el miedo y aun la cautela. Hablaban en voz alta, y se llamaban unos a otros a gritos a medida que sacaban viejos tesoros del montículo o de la pared y los sostenían a la luz, tocándolos y acariciándolos.

Fili y Kili estaban de bastante buen humor, y viendo que allí colgaban todavía muchas arpas de oro con cuerdas de plata, las tomaron y se pusieron a rasguear; y como eran instrumentos mágicos (y tampoco habían sido manejadas por el dragón, que tenía muy poco interés por la música), aún estaban afinadas. En el salón oscuro resonó ahora una melodía que no se oía desde hacía tiempo. Pero los enanos eran en general más prácticos: recogían joyas y se atiborraban los bolsillos, y lo que no podían llevar lo dejaban caer entre los dedos abiertos, suspirando. Thorin no era el menos activo, e iba de un lado a otro buscando algo que no podía encontrar. Era la Piedra del Arca; pero todavía no se lo había dicho a nadie.

En ese momento los enanos descolgaron de las paredes unas armas y unas cotas de malla, y se armaron ellos mismos. Un rey en verdad parecía Thorin, vestido con su abrigo de anillas doradas, y en el cinturón tachonado con piedras rojas un hacha con empuñadura de plata.

–¡Señor Bolsón! —dijo—. ¡Aquí tienes el primer pago de tu recompensa! ¡Tira tu viejo abrigo y toma éste!

En seguida le puso a Bilbo una pequeña cota de malla, forjada para algún joven príncipe elfo mucho tiempo atrás. Era de esa plata que los elfos llamaban mithril, y con ella iba un cinturón de perlas y cristales. Un casco liviano que por fuera parecía de cuero, reforzado debajo por unas argollas de acero y con gemas blancas en el borde, fue colocado sobre la cabeza del hobbit.

«Me siento magnífico», pensó, «pero supongo que he de parecer bastante ridículo. ¡Cómo se reirían allá en casa, en la Colina! ¡Con todo, me gustaría tener un espejo a mano!».


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