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El Hobbit
  • Текст добавлен: 8 октября 2016, 16:01

Текст книги "El Hobbit"


Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien



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Aquél fue uno de los momentos más tristes de la vida de Bilbo. Pero pronto decidió que era inútil intentar nada hasta que el día trajese alguna luz y que de nada servía andar a ciegas cansándose, sin esperanzas de desayuno que lo reviviese. Así que se sentó con la espalda contra un árbol, y no por última vez se encontró pensando en el distante agujero-hobbit y las hermosas despensas. Estaba sumido en pensamientos de pancetas, huevos, tostadas y mantequilla, cuando sintió que algo lo tocaba. Algo como una cuerda pegajosa y fuerte se le había pegado a la mano izquierda; trató de moverse y descubrió que tenía las piernas ya sujetas por aquella misma especie de cuerda, y cuando trató de levantarse, cayó al suelo.

Entonces la gran araña, que había estado ocupada en atarlo mientras dormitaba, apareció por detrás y se precipitó sobre él. Bilbo sólo veía los ojos de la criatura, pero podía sentir el contacto de las patas peludas mientras la araña trataba de paralizarlo con vueltas y más vueltas de aquel hilo abominable. Fue una suerte que volviese en sí a tiempo. Pronto no hubiera podido moverse. Pero antes de liberarse, tuvo que sostener una lucha desesperada. Rechazó a la criatura con las manos —estaba intentando envenenarlo para mantenerlo quieto, como las arañas pequeñas hacen con las moscas– hasta que recordó la espada y la desenvainó. La araña dio un salto atrás y Bilbo tuvo tiempo para cortar las ataduras de las piernas. Ahora le tocaba a él atacar. Era evidente que la araña no estaba acostumbrada a cosas que tuviesen a los lados tales aguijones, o hubiese escapado mucho más aprisa. Bilbo se precipitó sobre ella antes que desapareciese y blandiendo la espada la golpeó en los ojos. Entonces la araña enloqueció y saltó y danzó y estiró las patas en horribles espasmos, hasta que dando otro golpe Bilbo acabó con ella. Luego se dejó caer, y durante largo rato no recordó nada más.

Cuando volvió en sí, vio alrededor la habitual luz gris y mortecina de los días del bosque. La araña yacía muerta a un lado y la espada estaba manchada de negro. Por alguna razón, matar a la araña gigante, él, totalmente solo, en la oscuridad, sin la ayuda del mago o de los enanos o de cualquier otra criatura, fue muy importante para el señor Bolsón. Se sentía una persona diferente, mucho más audaz y fiera a pesar del estómago vacío, mientras limpiaba la espada en la hierba y la devolvía a la vaina.

–Te daré un nombre —le dijo a la espada—. ¡Te llamaré Aguijón!

Luego se dispuso a explorar. El bosque estaba oscuro y silencioso, pero antes que nada tenía que buscar a sus amigos, como era obvio. Quizá no estuviesen lejos, a menos que unos trasgos (o algo peor) los hubieran capturado. A Bilbo no le parecía sensato ponerse a gritar, y durante un rato estuvo preguntándose de qué lado correría el sendero y en qué dirección tendría que ir a buscar a los enanos.

–¡Oh!, ¿por qué no habremos tenido en cuenta los consejos de Beorn y Gandalf? —se lamentaba—. ¡En qué enredo nos hemos metido todos nosotros! ¡Nosotros! Lo único que deseo es que fuésemos nosotros: es horrible estar completamente solo.

Por último trató de recordar la dirección de donde habían venido los gritos de auxilio la noche anterior, y por suerte (había nacido con una buena provisión de suerte) lo recordó bastante bien, como veréis en seguida. Habiéndose decidido, avanzó muy despacio, tan hábilmente como pudo. Los hobbits saben moverse en silencio, especialmente en los bosques, como ya os he dicho; además Bilbo se había puesto el anillo antes de ponerse en marcha, y fue por eso que las arañas no lo vieron ni oyeron cómo se acercaba. Se abrió paso sigilosamente durante un trecho, cuando vio delante una espesa sombra negra, negra aun para aquel bosque, como la sombra de una medianoche inmutable. Cuando se acercó, vio que la sombra era en realidad una confusión de telarañas superpuestas. Vio también, de repente, que unas arañas grandes y horribles estaban sentadas por encima de él en las ramas, y con anillo o sin anillo, tembló de miedo al pensar que quizá lo descubrieran. Se quedó detrás de un árbol, observó a un grupo de arañas durante un tiempo, y al fin comprendió que aquellas repugnantes criaturas se hablaban unas a otras en la quietud y el silencio del bosque. Las voces eran como leves crujidos y siseos, pero Bilbo pudo entender muchas de las palabras. ¡Estaban hablando de los enanos!

–Fue una lucha dura, pero valió la pena —dijo una—. Sí, en efecto, qué pieles asquerosas y gruesas tienen, pero apuesto a que dentro hay buenos jugos.

–Sí, serán un buen bocado cuando hayan colgado un poco en la tela —dijo otra.

–No los colguéis demasiado tiempo —dijo una tercera—. No están muy gordos. Yo diría que no se alimentaron muy bien últimamente.

–Matadlos, os digo yo —siseó una cuarta—. Matadlos ahora y colgadlos muertos durante un rato.

–Apostaría que ya están muertos —dijo la primera.

–No, no lo están. Acabo de ver a uno forcejeando. Justo despertando de un hermoso sueño, diría yo. Os lo mostraré.

Una de las arañas gordas corrió luego a lo largo de una cuerda, hasta llegar a una docena de bultos que colgaban en hilera de las ramas altas. Bilbo los vio entonces por primera vez suspendidos en las sombras, y descubrió horrorizado que el pie de un enano sobresalía del fondo de algunos de los bultos, y aquí y allá la punta de una nariz, o un trozo de barba o de capuchón.

La araña se acercó al más gordo de los bultos. «Es el pobre viejo Bombur, apostaría», pensó Bilbo; y la araña pellizcó la nariz que asomaba. Dentro sonó un débil gañido, y un pie salió disparado y golpeó fuerte y directamente a la araña. Aún quedaba vida en Bombur. Se oyó un ruido, como si hubieran pateado una pelota desinflada, y la araña enfurecida cayó del árbol, aferrándose a su propia cuerda en el último instante.

Las otras rieron. —Tenías bastante razón. ¡La carne está todavía viva y coleando!

–¡Pronto acabaré con eso! —siseó la araña colérica, volviendo a trepar a la rama.

Bilbo vio que había llegado el momento de hacer algo. No podía llegar hasta donde estaban las bestias, ni tenía nada que tirarles; pero mirando alrededor vio que en lo que parecía el lecho de un arroyo, seco ahora, había muchas piedras. Bilbo era un tirador de piedras bastante bueno y no tardó mucho en encontrar una lisa y de forma de huevo que le cabía perfectamente en la mano. De niño había tirado piedras a todo, hasta que las ardillas, los conejos y aun los pájaros se apartaban rápidos como el rayo en cuanto lo veían aparecer; y de mayor se había pasado también bastante tiempo arrojando tejos, dardos, bochas, boliches, bolos y practicando otros juegos tranquilos de puntería y tiro; aunque también podía hacer muchas otras cosas —aparte de anillos de humo, proponer acertijos y cocinar– que no he tenido tiempo de contaros. Tampoco lo hay ahora. Mientras recogía piedras, la araña había llegado hasta Bombur, que pronto estaría muerto. En ese mismo momento Bilbo disparó. La piedra dio en la cabeza de la araña con un golpe seco y la bestia se desprendió del árbol y cayó pesadamente al suelo con todas las patas encogidas.

La siguiente piedra que lanzó Bilbo atravesó zumbando una gran telaraña y, rompiendo las cuerdas, derribó a la araña que estaba allí sentada en el medio y que cayó muerta. A esto siguió una gran conmoción en la colonia de arañas, y por un momento olvidaron a los enanos, os lo aseguro. No podían ver a Bilbo, pero no les costó mucho descubrir de qué dirección venían las piedras. Rápidas como el rayo, se acercaron corriendo y balanceándose hacia el hobbit, tendiendo largas cuerdas alrededor, hasta que el aire pareció todo ocupado por trampas flotantes.

Bilbo, de cualquier modo, se deslizó pronto hasta otro sitio. Se le ocurrió la idea de alejar más y más a las furiosas arañas de los enanos, si era posible, y hacer que se sintieran perplejas, excitadas y enojadas, todo a la vez. Cuando medio centenar de arañas llegó al lugar donde él había estado antes, les tiró unas cuantas piedras más, y también a las otras que habían quedado a retaguardia; luego, danzando por entre los árboles, se puso a cantar una canción, para enfurecerlas y atraerlas hacia él, y también para que lo oyeran los enanos.

Esto fue lo que cantó:

¡Araña gorda y vieja que hilas en un árbol!

¡Araña gorda y vieja que no alcanzas a verme!

¡Venenosa! ¡Venenosa!

¿No pararás?

¿No pararás tu hilado y vendrás a buscarme?

Vieja Tontona, toda cuerpo grande,

¡Vieja Tontona, no puedes espiarme!

¡Venenosa! ¡Venenosa!

¡Déjate caer!

¡Nunca me atraparás en los árboles!

No muy buena quizá, pero no olvidéis que había tenido que componerla él mismo, en el apuro de un difícil momento. De todos modos tuvo el efecto que él había esperado. Mientras cantaba, tiró algunas piedras más y pateó el suelo. Prácticamente todas las arañas del lugar fueron tras él: unas saltaban abajo, otras corrían por las ramas, pasando de árbol en árbol o tendían nuevos hilos en sitios oscuros. Estaban terriblemente enojadas. Aun olvidando las piedras, ninguna araña había sido llamada Venenosa, y desde luego, Tontona es para cualquiera un insulto inadmisible.

Bilbo se escabulló a otro sitio, pero por entonces muchas de las arañas habían corrido a diferentes puntos del claro donde vivían, y estaban tejiendo telarañas entre los troncos de todos los árboles. Muy pronto Bilbo estaría rodeado de una espesa barrera de cuerdas, al menos ésa era la idea de las arañas. En medio de todos aquellos insectos que cazaban y tejían, Bilbo hizo de tripas corazón y cantó otra vez:

La Lob perezosa y la loca Cob

tejen telas para cazarme;

más dulce soy que muchas carnes,

¡pero no pueden encontrarme!

Aquí estoy yo, mosca traviesa;

y ahí vosotras, gordas y hurañas.

Jamás podréis atraparme

en vuestras locas telarañas.

Con eso se volvió y descubrió que el último espacio entre dos grandes árboles había sido cerrado con una telaraña, pero por fortuna no una verdadera telaraña, sin grandes hebras de cuerdas de doble ancho, tendidas rápidamente de acá para allá de tronco a tronco. Desenvainó la pequeña espada, hizo pedazos las hebras, y se fue cantando.

Las arañas vieron la espada, aunque no creo que supieran lo que era, y todas se pusieron a correr tras el hobbit, por el suelo y por las ramas, agitando las piernas peludas, chasqueando las pinzas, los ojos desorbitados, rabiosas, echando espuma. Lo siguieron bosque adentro, hasta que Bilbo no se atrevió a alejarse más. Luego se escabulló otra vez, más callado que un ratón.

Tenía un tiempo corto y precioso, lo sabía, antes de que las arañas perdieran la paciencia y volviesen a los árboles, donde colgaban los enanos. Mientras tanto, tenía que rescatarlos. Lo más difícil era subir hasta la rama larga donde pendían los bultos. No me imagino cómo se las habría arreglado si, por fortuna, una araña no hubiera dejado un cabo colgando; con ayuda de la cuerda, aunque se le pegaba a las manos y le lastimaba la piel, trepó y allá arriba se encontró con una araña malvada, vieja, lenta y gruesa, que había quedado atrás y guardaba a los prisioneros, y que había estado entretenida pinchándolos, para averiguar cuál era el más jugoso. Había pensado comenzar el banquete mientras las otras estaban fuera, pero el señor Bolsón tenía prisa, y antes que la araña supiera lo que estaba sucediendo, sintió el aguijón de la espada y rodó muerta cayendo de la rama.

El siguiente trabajo de Bilbo era soltar un enano. ¿Cómo lo haría? Si cortaba la cuerda, el enano maltrecho caería golpeándose contra el suelo, que estaba muy abajo. Serpenteando rama adelante (lo que hizo que los pobres enanos se balancearan y danzaran como fruta madura), llegó al primer bulto.

«Fili o Kili», se dijo viendo la punta de un capuchón azul que sobresalía de un extremo. «Más posiblemente Fili», pensó al descubrir la punta de una nariz larga que asomaba entre las cuerdas enmarañadas. Inclinándose, consiguió cortar la mayor parte de las cuerdas pegajosas y fuertes, y entonces, en efecto, con un puntapié y algunas sacudidas, apareció la mayor parte de Fili. Me temo que Bilbo se rió viendo cómo agitaba las piernas y los brazos rígidos mientras danzaba con la cuerda de la telaraña en las axilas, como uno de esos juguetes divertidos que se menean en un alambre.

De algún modo, Fili se encaramó en la rama, y ahí ayudó todo lo posible al hobbit, aunque se sentía mareado y enfermo a causa del veneno de las arañas, y por haber estado colgado la mayor parte de la noche y el día siguiente, envuelto y envuelto en hilos, sólo con la nariz fuera para respirar. Tardó mucho tiempo en quitarse aquellas hebras bestiales de los ojos y las cejas, y en cuanto a la barba, tuvo que cortarse la mayor parte. Bien, Bilbo y Fili, juntos, alzaron primero a un enano y luego a otro y cortaron las ataduras. Ninguno se encontraba mejor que Fili y algunos bastante peor, pues apenas habían podido respirar (ya veis, a veces las narices largas son útiles), y algunos parecían más envenenados.

De este modo rescataron a Kili, Bifur, Bofur, Dori y Nori. El pobre viejo Bombur estaba tan exhausto —era el más gordo y lo habían pinchado y pellizcado constantemente– que rodó de la rama y, ¡plaf!, cayó al suelo, por fortuna sobre unas hojas, y quedó allí tendido. Pero aún había cinco enanos que colgaban del extremo de la rama, cuando las arañas comenzaron a volver, más rabiosas que nunca.

Bilbo fue inmediatamente hasta el sitio en que la rama nacía del tronco, y mantuvo a raya a las arañas que subían trepando. Se había quitado el anillo cuando rescató a Fili y había olvidado ponérselo de nuevo, y ahora todas ellas farfullaban y siseaban:

–¡Ya te vemos, asquerosa criatura! ¡Te comeremos y sólo te dejaremos la piel y los huesos colgando de un árbol! ¡Ah! Tiene un aguijón, ¿verdad? Bueno, de todas maneras lo atraparemos y colgaremos cabeza abajo durante un día o dos.

Mientras, los enanos trabajaban en el resto de los cautivos y cortaban los hilos. Pronto liberarían a todos, aunque no estaba claro qué ocurriría después. Las arañas los habían capturado sin muchas dificultades la noche anterior, pero sorprendiéndolos en la oscuridad. Esta vez, parecía que iba a librarse una terrible batalla.

De repente Bilbo cayó en la cuenta de que algunas arañas se habían reunido alrededor del viejo Bombur, sobre el suelo, lo habían atado otra vez y se lo estaban llevando a la rastra. Dio un grito y acuchilló a las bestias que tenía delante. Las arañas retrocedieron en seguida, y Bilbo trepó y saltó desde el árbol, justo en medio de las que estaban en el suelo. La pequeña espada era un tipo de aguijón que no conocían. ¡Cómo se movía de acá para allá! La hoja brillaba triunfante cuando traspasaba a las arañas. Seis de ellas murieron antes que el resto huyese y dejase a Bombur en manos de Bilbo.

–¡Bajad! ¡Bajad! —le gritó a los otros enanos que estaban en la rama—. No os quedéis ahí; os echarán las redes encima —pues veía que unas pocas arañas trepaban a los árboles vecinos, arrastrándose por las ramas sobre la cabeza de los enanos.

Los enanos bajaron gateando, o saltaron o se dejaron caer, los once en montón, la mayoría muy temblorosos y torpes de piernas. Allí se encontraron al fin los doce, contando al pobre Bombur, a quien sostenían por ambos lados el primo Bifur y el hermano Bofur; y Bilbo se movía alrededor y blandía a Aguijón; y cientos de arañas los miraban con los ojos desorbitados, desde arriba, desde un lado, desde otro. La situación parecía bastante desesperada.

Entonces comenzó la batalla. Algunos enanos tenían cuchillos; otros, palos, y había piedras para todos; y Bilbo blandía la daga élfica. Una y otra vez las arañas fueron rechazadas, y muchas murieron. Pero esto no podía prolongarse. Bilbo estaba casi exhausto; sólo cuatro de los enanos se mantenían aún en pie, y pronto las arañas caerían sobre ellos como sobre moscas cansadas. Ya tejían de nuevo alrededor, de árbol en árbol.

Bilbo al fin no pudo pensar en otro plan que comunicar a los enanos el secreto del anillo. Lo lamentaba bastante, pero no había otro remedio.

–Voy a desaparecer —dijo—. Alejaré a las arañas de aquí, si puedo; vosotros tenéis que manteneros juntos y escapar en la dirección opuesta. Por allí a la izquierda quizá se podría llegar al sitio donde vimos por última vez el fuego de los elfos.

Tardaron en entender lo que se les decía, pues la cabeza les daba vueltas en medio de una confusión de gritos, palos y piedras que golpeaban, pero al fin Bilbo sintió que no podía esperar más: las arañas estaban cerrando el círculo. De súbito se deslizó el anillo en el dedo, y desapareció dejando estupefactos a los enanos.

Pronto se oyeron gritos: —¡Perezosa Lob! ¡Venenosa! —entre los árboles de la derecha. Esto enfureció mucho a las arañas. Dejaron de acercarse a los enanos y unas cuantas se volvieron hacia la voz. «Venenosa» las enojó tanto que perdieron el juicio. Entonces Balin, quien había entendido el plan de Bilbo mejor que los demás, se lanzó al ataque. Los enanos se unieron en un pelotón y descargando una lluvia de piedras corrieron hacia la izquierda y atravesaron el círculo. Lejos, detrás de ellos, los cantos y gritos cesaron de pronto.

Esperando contra toda esperanza que no hubiesen capturado a Bilbo, los enanos siguieron adelante. No lo bastante de prisa, sin embargo. Se sentían enfermos, débiles y arrastraban las piernas y cojeaban, perseguidos por arañas que les pisaban los talones. Una y otra vez tenían que volverse y enfrentar a las criaturas que estaban casi encima de ellos; y ya algunas de las arañas corrían por los árboles y dejaban caer unos largos hilos pegajosos.

Las cosas parecían haber empeorado otra vez, cuando de pronto Bilbo reapareció e inició un ataque desde un lado, sobre las asombradas arañas.

–¡Seguid! ¡Seguid! —gritó—. ¡Yo seré quien clave el aguijón!

Y así ocurrió. Se movía adelante y atrás, rasgando los hilos de las arañas, cortándoles las patas y acuchillándoles los cuerpos gordos si se acercaban demasiado. Las arañas se hinchaban de rabia y farfullaban y espumajeaban y siseaban horribles maldiciones; pero ahora tenían un miedo mortal a Aguijón y no se atrevían a acercarse. Así, mientras maldecían, la presa se les escapaba lenta e inexorablemente. Era una situación horrible y parecía durar horas. Pero al fin, cuando Bilbo sentía que ya no tenía fuerzas para levantar la mano y asestar otro golpe, de pronto abandonaron la persecución, y no los siguieron más y volvieron decepcionadas a la tenebrosa colonia.

Entonces los enanos se dieron cuenta de que habían llegado al círculo en que habían ardido los fuegos de los elfos. No podían saber si era uno de los fuegos que habían visto la noche anterior; pero parecía que algún encantamiento bienhechor persistía en estos sitios, que a las arañas no les gustaban. De cualquier modo, la luz era más verde, los arbustos menos espesos y amenazadores, y ahora podían descansar y recobrar el aliento.

Allí se quedaron un rato resollando y jadeando. Pero muy pronto los enanos empezaron a hacer preguntas. Querían que Bilbo les explicase bien el asunto de las desapariciones; tanto les interesó la historia del anillo que por un momento olvidaron sus propios problemas. Balin en particular insistió en oír otra vez la historia de Gollum con acertijos y todo lo demás, y con el anillo en el lugar que correspondía. Pero al cabo de un tiempo la luz comenzó a declinar, y se hicieron otras preguntas. ¿Dónde estaban y por dónde corría el camino? ¿Dónde habría comida y qué harían ahora? Estas preguntas fueron hechas una y otra vez, y esperaban que el pequeño Bilbo conociese las respuestas. Por lo que podéis ver, habían cambiado mucho de opinión con respecto al señor Bolsón, y ahora lo respetaban de veras (tal y como había dicho Gandalf). Ya no refunfuñaban, y esperaban realmente que a Bilbo se le ocurriría algún plan maravilloso. Sabían demasiado bien que si no hubiese sido por el hobbit todos estarían ya muertos; y se lo agradecieron muchas veces. Algunos de ellos incluso se pusieron en pie y lo saludaron inclinándose hasta el suelo, aunque el esfuerzo los hizo caer, y durante un rato no pudieron incorporarse. Saber la verdad sobre las desapariciones no disminuyó de ningún modo la opinión que Bilbo les merecía, pues entendieron que tenía ingenio, y también suerte y un anillo mágico, y las tres cosas eran bienes muy útiles. En verdad lo elogiaron tanto que Bilbo Bolsón llegó a sentir que había algo en él de aventurero audaz, al fin y al cabo, aunque se habría sentido aún mucho más audaz si hubiera tenido algo que comer.

Pero no había nada, nada de nada, y ninguno estaba en disposición de ir a buscar algo o encontrar el sendero perdido. ¡El sendero perdido! En la fatigada cabeza de Bilbo no había otra cosa. Se sentó y clavó los ojos en los árboles que se sucedían en interminables hileras, y al cabo de un rato todos callaron otra vez.

Todos excepto Balin. Mucho tiempo después que los otros hubieran dejado de hablar y cuando ya habían cerrado los ojos, Balin seguía aún murmurando y riendo entre dientes.

–¡Gollum! ¡Caramba! Así fue como llegó a escabullirse delante de mí, ¿no? ¡Ahora me lo explico! Arrastrándose en silencio, nada más, ¿no, señor Bolsón? ¡Los botones todos sobre el umbral! El bueno de Bilbo... Bilbo... Bilbo... bo... bo... bo... —Y poco después se quedó dormido, y durante un largo rato no se oyó nada.

De pronto, Dwalin abrió un ojo y miró alrededor.

–¿Dónde está Thorin? —preguntó.

Fue un golpe terrible. Desde luego, sólo eran trece, doce enanos y el hobbit. ¿Dónde, pues, estaba Thorin? Se preguntaron qué desgracia habría caído sobre él: un encantamiento, o quizás unos monstruos oscuros, y todos se estremecieron mientras yacían perdidos allí en el bosque. Y así, cuando la tarde se hizo noche negra, cayeron uno tras otro en un sueño incómodo, de horribles pesadillas; y ahí tenemos que dejarlos por ahora, demasiado enfermos y débiles como para ponerse a vigilar o turnarse como centinelas.

Thorin había sido capturado mucho antes que ellos. ¿Recordáis que Bilbo cayó dormido como un tronco cuando entró en el círculo de luz? La vez siguiente fue Thorin quien dio un paso adelante, y cuando la luz desapareció, cayó al suelo como una piedra encantada. Las voces de los enanos perdidos en la noche, los gritos cuando las arañas se precipitaron sobre ellos y los atacaron, y todos los ruidos de la batalla del día siguiente, habían pasado inadvertidos para Thorin. Luego los Elfos del Bosque se le echaron encima, y lo ataron, y se lo llevaron.

Por supuesto, las gentes de los banquetes eran Elfos del Bosque. Los elfos no son malos, pero desconfían de los desconocidos: esto puede ser un defecto. Aunque dominaban la magia, andaban siempre con cuidado, aun en aquellos días. Distintos de los Altos Elfos del Poniente, eran más peligrosos y menos cautos, pues muchos de ellos (así como los parientes dispersos de las colinas y montañas) descendían de las tribus antiguas que nunca habían ido a la Tierra Occidental de las Hadas. Allí los Elfos de la Luz, los Elfos del Abismo y los Elfos del Mar vivieron durante siglos y se hicieron más justos, prudentes y sabios, y desarrollaron artes mágicas, y la habilidad de crear objetos hermosos y maravillosos, antes de que algunos volvieran al Ancho Mundo. En el Ancho Mundo los Elfos del Bosque disfrutaban de los crepúsculos del Sol y la Luna, pero preferían las estrellas; e iban de un lado a otro por los bosques enormes que crecían en tierras ahora perdidas. Habitaban la mayor parte del tiempo en los límites de las florestas, de donde salían a veces para cazar o cabalgar y correr por los espacios abiertos a la luz de la luna o de los astros; y luego de la llegada de los Hombres, se aficionaron más y más al crepúsculo y a la noche. Sin embargo, eran y siguen siendo elfos, y esto significa Buena Gente.

En una gran cueva, algunas millas dentro del Bosque Negro, en el lado este, vivía en este tiempo el más grande rey de los elfos. Por delante de unas puertas de piedra corría un río que venía de las cimas de los bosques y desembocaba dentro y fuera de los pantanos, al pie de las altas tierras boscosas. Esta gran cueva, en la que se abrían a un lado y a otro otras cuevas más reducidas, se hundía mucho bajo tierra y tenía numerosos pasadizos y amplios salones; pero era más luminosa y saludable que cualquier morada de trasgos, y no tan profunda ni tan peligrosa. De hecho, los súbditos del rey vivían y cazaban en su mayor parte en los bosques abiertos y tenían casas o cabañas en el suelo o sobre las ramas. Las hayas eran sus árboles favoritos. La cueva del rey era el palacio, un sitio seguro para guardar los tesoros y una fortaleza contra el enemigo.

Era también la mazmorra de los prisioneros. Así que a la cueva arrastraron a Thorin, no con excesiva gentileza, pues no querían a los enanos y pensaban que Thorin era un enemigo. En otros tiempos habían librado guerras con algunos enanos, a quienes acusaban de haberles robado un tesoro. Sería al menos justo decir que los enanos dieron otra versión y explicaban que sólo habían tomado lo que era de ellos, pues el rey elfo les había encargado que le tallasen la plata y el oro en bruto, y más tarde había rehusado pagarles. Si el rey elfo tenía una debilidad, ésa eran los tesoros, en especial la plata y las gemas blancas; y aunque guardaba muchas riquezas, siempre quería más, pensando que aún no eran tantas como las de otros señores elfos de antaño. La gente élfica nunca cavaba túneles ni trabajaba los metales o las joyas; ni tampoco se preocupaba mucho por comerciar o cultivar la tierra. Todo esto era bien conocido por los enanos, aunque la familia de Thorin no había tenido nada que ver con la disputa de la que hablamos antes. En consecuencia, Thorin se enojó por el trato que había recibido cuando le quitaron el hechizo y recobró el conocimiento, y estaba decidido también a que no le arrancasen ni una palabra sobre oro o joyas.

El rey miró severamente a Thorin cuando lo llevaron al palacio y le hizo muchas preguntas. Pero Thorin sólo contestó que se estaba muriendo de hambre.

–¿Por qué tú y los tuyos intentasteis atacarnos tres veces durante la fiesta? —preguntó el rey.

–Nosotros no los atacamos —respondió Thorin—, nos acercamos a pedir porque nos moríamos de hambre.

–¿Dónde están tus amigos y qué hacen ahora?

–No lo sé, pero supongo que muriéndose de hambre en el bosque.

–¿Qué hacíais en el bosque?

–Buscábamos comida y bebida, pues nos moríamos de hambre.

–Pero, en definitiva, ¿qué asunto os trajo al bosque? —preguntó el rey, enojado.

Thorin cerró entonces la boca y no dijo nada más.

–¡Muy bien! —exclamó el rey—. Que se lo lleven y lo pongan a buen recaudo hasta que tenga ganas de decir la verdad, aunque tarde cien años.

Entonces los elfos lo ataron con correas y lo encerraron en una de las cuevas más interiores, de sólidas puertas de madera, y lo dejaron allí. Le dieron buena comida y bebida en abundancia, pues los elfos no eran trasgos, y se comportaban de modo razonable con los enemigos que capturaban, aun con los peores. Las arañas gigantes eran las únicas cosas vivientes con las que no tenían misericordia.

Allí, en la mazmorra del rey, quedó el pobre Thorin, y luego de haber dado gracias por el pan, la carne y el agua, empezó a preguntarse qué habría sido de sus infortunados amigos. No tardó mucho en saberlo; pero esto es parte del capítulo siguiente y el comienzo de una nueva aventura en la que el hobbit muestra otra vez su utilidad.

CAPÍTULO IX

Barriles de contrabando

EL DÍA QUE SIGUIÓ A la batalla con las arañas, Bilbo y los enanos hicieron un último y desesperado esfuerzo por encontrar un camino de salida antes de morir de hambre y sed. Se incorporaron y fueron tambaleándose hacia el sitio en que corría el sendero, según decían ocho de los trece; pero nunca descubrieron si habían acertado. Un día como todos los del bosque se desvanecía una vez más en una noche negra, cuando las luces de muchas antorchas aparecieron de súbito todo alrededor, como cientos de estrellas rojas. Los Elfos del Bosque se acercaron cantando, armados con arcos y lanzas, y dieron el alto a los enanos.

Nadie pensó en luchar. Aun si los enanos no se hubiesen encontrado en una situación tal que les alegraba realmente ser capturados, los pequeños cuchillos, las únicas armas que tenían, hubieran sido inútiles contra las flechas de los elfos, que podían golpear el ojo de un pájaro en la oscuridad. De modo que se contentaron con detenerse, y se sentaron, y aguardaron, todos excepto Bilbo, que se puso rápido el anillo y se deslizó a un lado. Así se explica que cuando los elfos ataron a los enanos en una larga hilera, uno tras otro, y los contaron, nunca encontraron ni contaron al hobbit.

No lo oyeron ni lo sintieron mientras corría al trote bastante atrás de la luz de las antorchas, mientras ellos llevaban a los prisioneros por el bosque. Les habían vendado los ojos a todos, pero esto no cambiaba mucho las cosas, pues aun Bilbo, que podía utilizar bien los ojos, no podía ver adónde iban, y de todos modos ni él ni los otros sabían de dónde habían partido.

Bilbo trataba por todos los medios de no quedarse demasiado atrás, pues los elfos hacían marchar a los enanos con una rapidez que nunca habían conocido, sobre todo enfermos y fatigados como estaban. El rey había ordenado que se dieran prisa. De pronto, las antorchas se detuvieron, y el hobbit tuvo el tiempo justo para alcanzarlos antes que comenzasen a cruzar el puente. Éste era el puente que cruzaba el río y llevaba a las puertas del rey. El agua se precipitaba oscura y violenta por debajo; y en el otro extremo había portones que cerraban una enorme caverna en la ladera de una pendiente abrupta cubierta de árboles. Allí las grandes hayas descendían hasta la misma ribera, y hundían los pies en el río.

Los elfos empujaron a los prisioneros a través del puente, pero Bilbo vaciló en la retaguardia. No le gustaba nada el aspecto de la caverna, y sólo a último momento se decidió a no abandonar a sus amigos, y se deslizó casi pisándole los talones al último de los elfos, antes de que los grandes portones del rey se cerrasen detrás con un golpe sordo.


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