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El Hobbit
  • Текст добавлен: 8 октября 2016, 16:01

Текст книги "El Hobbit"


Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien



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–¿No hay nada, entonces, por lo que cederías parte de tu oro?

–Nada que tú y tus amigos podáis ofrecerme.

–¿Qué hay de la Piedra del Arca de Thrain? —dijo Bardo, y en ese momento el hombre viejo abrió el cofre y mostró en alto la joya. La luz brotó de la mano del viejo, brillante y blanca en la mañana.

Thorin se quedó entonces mudo de asombro y confusión. Nadie dijo nada por largo rato.

Luego Thorin habló, con una voz ronca de cólera. —Esa piedra fue de mi padre y es mía. ¿Por qué habría de comprar lo que me pertenece? —Sin embargo, el asombro lo venció al fin y añadió:– Pero ¿cómo habéis obtenido la reliquia de mi casa, si es necesario hacer esa pregunta a unos ladrones?

–No somos ladrones —respondió Bardo—. Lo tuyo te lo devolveremos a cambio de lo nuestro.

–¿Cómo la conseguisteis? —gritó Thorin cada vez más furioso.

–¡Yo se la di! —chilló Bilbo, que espiaba desde el parapeto, ahora con un horrible pavor.

–¡Tú! ¡Tú! —gritó Thorin volviéndose hacia él y aferrándolo con las dos manos—. ¡Tú, hobbit miserable! ¡Tú, pequeñajo... saqueador! —gritó, faltándole las palabras, y meneó al pobre Bilbo como si fuese un conejo—. ¡Por la barba de Durin! Me gustaría que Gandalf estuviese aquí. ¡Maldito sea por haberte escogido! ¡Que la barba se le marchite! En cuanto a ti, ¡te estrellaré contra las rocas! —gritó y levantó a Bilbo.

–¡Quieto! ¡Tu deseo se ha cumplido! —dijo una voz. El hombre viejo del cofre echó a un lado la capa y el capuchón—. ¡He aquí a Gandalf! Y parece que a tiempo. Si no te gusta mi saqueador, por favor no le hagas daño. Déjalo en el suelo y escucha primero lo que tiene que decir.

–¡Parecéis todos confabulados! —dijo Thorin dejando caer a Bilbo en la cima del parapeto—. Nunca más tendré tratos con brujos o amigos de brujos. ¿Qué tienes que decir, descendiente de ratas?

–¡Vaya! ¡Vaya! —dijo Bilbo—. Ya sé que todo esto es muy incómodo. ¿Recuerdas haber dicho que podría escoger mi propia catorceava parte? Quizá me lo tomé demasiado literalmente; me han dicho que los enanos son más corteses en palabras que en hechos. Hubo un tiempo, sin embargo, en el que parecías creer que yo había sido de alguna utilidad. ¡Y ahora me llamas descendiente de ratas! ¿Es ése el servicio que tú y tu familia me han prometido, Thorin? ¡Piensa que he dispuesto de mi parte como he querido, y olvídalo ya!

–Lo haré —dijo Thorin ceñudo—. Te dejaré marchar, ¡pero que nunca nos encontremos otra vez! —Luego se volvió y habló por encima del parapeto—. Me han traicionado —dijo—. Todos saben que no podría dejar de redimir la Piedra del Arca, el tesoro de mi palacio. Daré por ella una catorceava parte del tesoro en oro y plata, sin incluir las piedras preciosas; mas eso contará como la parte prometida a ese traidor, y con esa recompensa partirá, y vosotros la podréis dividir como queráis. Tendrá bien poco, no lo dudo. Tomadlo, si lo queréis vivo; nada de mi amistad irá con él.

»¡Ahora, baja con tus amigos! —dijo a Bilbo—, ¡o te arrojaré al abismo!

–¿Qué hay del oro y la plata? —preguntó Bilbo.

–Te seguirá más tarde, cuando esté disponible —dijo Thorin—. ¡Baja!

–¡Guardaremos la piedra hasta entonces! —le gritó Bardo.

–No estás haciendo un papel muy espléndido como Rey bajo la Montaña —dijo Gandalf—, pero las cosas aún pueden cambiar.

–Cierto que pueden cambiar —dijo Thorin. Y ya cavilaba, tan aturdido estaba por el tesoro, si no podría recobrar la Piedra del Arca con la ayuda de Dain, y retener la parte de la recompensa.

Y así fue Bilbo expulsado del parapeto, y con nada a cambio de sus apuros, excepto la armadura que Thorin ya le había dado. Más de uno de los enanos sintió vergüenza y lástima cuando vio partir a Bilbo.

–¡Adiós! —les gritó—. ¡Quizá nos encontremos otra vez como amigos!

–¡Fuera! —gritó Thorin—. Llevas contigo una malla tejida por mi pueblo y es demasiado buena para ti. No se la puede atravesar con flechas; pero si no te das prisa, te pincharé esos pies miserables. ¡De modo que apresúrate!

–No tan rápido —dijo Bardo—. Te damos tiempo hasta mañana. Regresaremos a la hora del mediodía y veremos si has traído la parte del tesoro que hemos de cambiar por la Piedra. Si en esto no nos engañas, entonces partiremos y el ejército elfo retornará al Bosque. Mientras tanto, ¡adiós!

Con eso, volvieron al campamento; mientras Thorin envió por Roäc correos a Dain, diciendo lo que había sucedido e instándole a que viniese con una rapidez cautelosa.

Pasó aquel día y la noche. A la mañana siguiente, el viento cambió al Oeste, y el aire estaba oscuro y tenebroso. Era aún temprano cuando se oyó un grito en el campamento. Llegaron mensajeros a informar que una hueste de enanos había aparecido en la estribación oriental de la Montaña y que ahora se apresuraba hacia Valle. Dain había venido. Había corrido toda la noche, y de este modo había llegado sobre ellos más pronto de lo que habían esperado. Todos los enanos de la tropa estaban ataviados con cotas de malla de acero que les llegaban a las rodillas; y unas calzas de metal fino y flexible, tejido con un procedimiento secreto que sólo la gente de Dain conocía, les cubrían las piernas. Los enanos son sumamente fuertes para su talla, pero la mayoría de éstos eran fuertes aun entre los enanos. En las batallas empuñaban pesados azadones que se manejaban con las dos manos; además, todos tenían al costado una espada ancha y corta, y un escudo redondo les colgaba en la espalda. Llevaban la barba partida y trenzada, sujeta al cinturón. Las viseras eran de hierro, lo mismo que el calzado; y las caras eran todas sombrías.

Las trompetas llamaron a hombres y elfos a las armas. Pronto vieron a los enanos, que subían por el valle a buen paso. Se detuvieron entre el río y la estribación del este, pero unos pocos se adelantaron, cruzaron el río y se acercaron luego al campamento; allí depusieron las armas y alzaron las manos en señal de paz. Bardo salió a encontrarlos y fue Bilbo con él.

–Nos envía Dain hijo de Nain —dijeron cuando se les preguntó—. Corremos junto a nuestros parientes de la Montaña, pues hemos sabido que el reino de antaño se ha renovado. Pero ¿quiénes sois vosotros que acampáis en el llano como enemigos ante murallas defendidas? —Esto, naturalmente, en el lenguaje de entonces, cortés y bastante pasado de moda, significaba simplemente: «Aquí no tenéis nada que hacer. Vamos a seguir, o sea marchaos o pelearemos con vosotros». Se proponían seguir adelante, entre la Montaña y el recodo del agua, pues allí el terreno estrecho no parecía muy protegido.

Por supuesto, Bardo se negó a permitir que los enanos fueran directamente a la Montaña. Estaba decidido a esperar a que trajesen fuera la plata y el oro, para ser cambiados por la Piedra del Arca, pues no creía que esto pudiera ocurrir una vez que aquella numerosa y hosca compañía hubiera llegado a la fortaleza. Habían traído consigo gran cantidad de suministros, pues los enanos son capaces de soportar cargas muy pesadas, y casi toda la gente de Dain, a pesar de que habían marchado a paso vivo, llevaba a hombros unos fardos enormes, que se sumaban al peso de los azadones y los escudos. Hubieran podido resistir un sitio durante semanas; en ese tiempo quizá vinieran más enanos, pues Thorin tenía muchos parientes. Quizá fueran capaces también de abrir de nuevo alguna otra puerta, y guardarla, de modo que los sitiadores tendrían que rodear la montaña, y no eran tantos en verdad.

Éstos eran precisamente los planes de los enanos (pues los cuervos mensajeros habían estado muy ocupados yendo de Thorin a Dain); pero por el momento el paso estaba obstruido, así que luego de unas duras palabras, los enanos mensajeros se retiraron murmurando, cabizbajos. Bardo había enviado en seguida unos mensajeros a la Puerta, pero no había allí oro ni pago alguno.

Tan pronto como estuvieron a tiro, les cayeron flechas, y se apresuraron a regresar. Por ese entonces, todo el campamento estaba en pie, como preparándose para una batalla, pues los enanos de Dain avanzaban por la orilla del este.

–¡Tontos! —rió Bardo—. ¡Acercarse así bajo el brazo de la Montaña! No entienden de guerra a campo abierto, aunque sepan guerrear en las minas. Muchos de nuestros arqueros y lanceros aguardan ahora escondidos entre las rocas del flanco derecho. Las mallas de los enanos pueden ser buenas, pero se las pondrá a prueba muy pronto. ¡Caigamos sobre ellos desde los flancos antes de que descansen!

Pero el Rey Elfo dijo: —Mucho esperaré antes de pelear por un botín de oro. Los enanos no pueden pasar, si no se lo permitimos, o hacer algo que no lleguemos a advertir. Esperaremos a ver si la reconciliación es posible. Nuestra ventaja en número bastará, si al fin hemos de librar un desgraciado combate.

Pero estas circunstancias no tenían en cuenta a los enanos. Saber que la Piedra del Arca estaba en manos de los sitiadores, les inflamaba el corazón; sospecharon además que Bardo y sus amigos titubeaban, y decidieron atacar cuanto antes.

De pronto, sin aviso, los enanos se desplegaron en silencio. Los arcos chasquearon y las flechas silbaron. La batalla iba a comenzar.

¡Pero todavía más pronto, una sombra creció con terrible rapidez! Una nube negra cubrió el cielo. El trueno invernal rodó en un viento huracanado, rugió y retumbó en la Montaña y relampagueó en la cima. Y por debajo del trueno se pudo ver otra oscuridad, que se adelantaba en un torbellino, pero esta oscuridad no llegó con el viento; llegó desde el Norte, como una inmensa nube de pájaros, tan densa que no había luz entre las alas.

–¡Deteneos! —gritó Gandalf, que apareció de repente y esperó de pie y solo, con los brazos levantados, entre los enanos que venían y las filas que los aguardaban—. ¡Deteneos! —dijo con voz de trueno, y la vara se le encendió con una luz súbita como el rayo—. ¡El terror ha caído sobre vosotros! ¡Ay! Ha llegado más rápido de lo que yo había supuesto. ¡Los trasgos están sobre vosotros! Ahí llega Bolgo del Norte, cuyo padre, ¡oh, Dain!, mataste en Moria. ¡Mirad! Los murciélagos se ciernen sobre el ejército como una nube de langostas. ¡Montan en lobos, y los wargos vienen detrás!

El asombro y la confusión cayó sobre todos ellos. Mientras Gandalf hablaba, la oscuridad no había dejado de crecer. Los enanos se detuvieron y contemplaron el cielo. Los elfos gritaron con muchas voces.

–¡Venid! —llamó Gandalf—. Hay tiempo de celebrar consejo. ¡Que Dain hijo de Nain se reúna en seguida con nosotros!

Así empezó una batalla que nadie había esperado; la llamaron la Batalla de los Cinco Ejércitos, y fue terrible. De una parte luchaban los trasgos y los lobos salvajes, y por la otra, los Elfos, los Hombres y los Enanos. Así fue como ocurrió. Desde que el Gran Trasgo de las Montañas Nubladas había caído, los trasgos odiaban más que nunca a los enanos. Habían mandado mensajeros de acá para allá entre las ciudades, colonias y plazas fuertes, pues habían decidido conquistar el dominio del Norte. Se habían informado en secreto, y prepararon y forjaron armas en todos los escondrijos de las montañas. Luego se pusieron en marcha, y se reunieron en valles y colinas, yendo siempre por túneles o en la oscuridad, hasta llegar a las cercanías de la gran Montaña Gunabad del Norte, donde tenían la capital. Allí juntaron un inmenso ejército, preparado para caer en tiempo tormentoso sobre los ejércitos desprevenidos del Sur. Estaban enterados de la muerte de Smaug y el júbilo les encendía el ánimo; y noche tras noche se apresuraron entre las montañas, y así llegaron al fin desde el norte casi pisándole los talones a Dain. Ni siquiera los cuervos supieron que llegaban, hasta que los vieron aparecer en las tierras abruptas, entre la Montaña Solitaria y las colinas. Cuánto sabía Gandalf, no se puede decir, pero está claro que no había esperado ese asalto repentino.

Éste fue el plan que preparó junto con el Rey Elfo y Bardo; y con Dain, pues el señor enano ya se les había unido: los trasgos eran enemigos de todos, y cualquier otra disputa fue en seguida olvidada. No tenían más esperanza que la de atraer a los trasgos al valle entre los brazos de la Montaña, y ampararse en las grandes estribaciones del sur y el este. Aun de este modo correrían peligro, si los trasgos alcanzaban a invadir la Montaña, atacándolos entonces desde atrás y arriba; pero no había tiempo para preparar otros planes o para pedir alguna ayuda.

Pronto pasó el trueno, rodando hacia el sudeste; pero la nube de murciélagos se acercó, volando bajo por encima de la Montaña, y se agitó sobre ellos, tapándoles la luz y asustándolos.

–¡A la Montaña! —les gritó Bardo—. ¡Pronto, a la Montaña! ¡Tomemos posiciones mientras todavía hay tiempo!

En la estribación sur, en la parte más baja de la falda y entre las rocas, se situaron los Elfos; en la del este, los Hombres y los Enanos. Pero Bardo y algunos de los hombres y elfos más ágiles escalaron la cima de la loma occidental para echar un vistazo al norte. Pronto pudieron ver la tierra a los pies de la montaña, oscurecida por una apresurada multitud. Luego la vanguardia se arremolinó en el extremo de la estribación y entró atropelladamente en Valle. Éstos eran los jinetes más rápidos, que cabalgaban en lobos, y ya los gritos y aullidos hendían el aire a lo lejos. Unos pocos valientes se les enfrentaron, con un amago de resistencia, y muchos cayeron allí antes de que el resto se retirara y huyese a los lados. Como Gandalf esperara, el ejército trasgo se había reunido detrás de la vanguardia, a la que se habían resistido, y luego cayó furioso sobre el valle, extendiéndose aquí y allá entre los brazos de la Montaña, buscando al enemigo. Innumerables eran los estandartes, negros y rojos, y llegaban como una marea furiosa y en desorden.

Fue una batalla terrible. Bilbo no había pasado nunca por una experiencia tan espantosa, y que luego odiara tanto, y esto es como decir que por ninguna otra cosa se sintió tan orgulloso, hasta tal punto que fue para él durante mucho tiempo un tema de charla favorito, aunque no tuvo en ella un papel muy importante. En verdad puedo decir que muy pronto se puso el anillo y desapareció de la vista, aunque no de todo peligro. Un anillo mágico de esta clase no es una protección completa en una carga de trasgos, ni detiene las flechas voladoras ni las lanzas salvajes; pero ayuda a apartarse del camino, e impide que escojan tu cabeza entre otras para que un trasgo espadachín te la rebane de un tajo.

Los elfos fueron los primeros en cargar. Tenían por los trasgos un odio amargo y frío. Las lanzas y espadas brillaban en la oscuridad con un helado reflejo, tan mortal era la rabia de las manos que las esgrimían. Tan pronto como la horda de los enemigos aumentó en el valle, les lanzaron una lluvia de flechas, y todas resplandecían como azuzadas por el fuego. Detrás de las flechas, un millar de lanceros bajó de un salto y embistió. Los chillidos eran ensordecedores. Las rocas se tiñeron de negro con la sangre de los trasgos.

Y cuando los trasgos se recobraron de la furiosa embestida, y detuvieron la carga de los elfos, todo el valle estalló en un rugido profundo. Con gritos de «¡Moria!» y «¡Dain, Dain!», los enanos de las Colinas de Hierro se precipitaron sobre el otro flanco, empuñando los azadones, y junto con ellos llegaron los hombres del Lago armados con largas espadas.

El pánico dominó a los trasgos; y cuando se dieron vuelta para enfrentar este ataque, los elfos cargaron otra vez con bríos renovados. Ya muchos de los trasgos huían río abajo para escapar de la trampa; y muchos de los lobos se volvían contra ellos mismos, y destrozaban a muertos y heridos. La victoria parecía inmediata cuando un griterío sonó en las alturas.

Unos trasgos habían escalado la Montaña por la otra parte, y muchos ya estaban sobre la Puerta, en la ladera, y otros corrían temerariamente hacia abajo, sin hacer caso de los que caían chillando al precipicio, para atacar las estribaciones desde encima. A cada una de estas estribaciones se podía llegar por caminos que descendían de la masa central de la Montaña; los defensores eran pocos y no podrían cerrarles el paso durante mucho tiempo. La esperanza de victoria se había desvanecido del todo. Sólo habían logrado contener la primera embestida de la marea negra.

El día avanzó. Otra vez los trasgos se reunieron en el valle. Luego vino una horda de wargos, brillantes y negros como cuervos, y con ellos la guardia personal de Bolgo, trasgos de enorme talla, con cimitarras de acero. Pronto llegaría la verdadera oscuridad, en un cielo tormentoso; mientras, los murciélagos revoloteaban aún alrededor de la cabeza y los oídos de hombres y elfos, o se precipitaban como vampiros sobre la gente caída. Bardo luchaba aún defendiendo la estribación del Este, y sin embargo retrocedía poco a poco; los señores elfos estaban en la nave del brazo Sur, alrededor del rey, cerca del puesto de observación de la Colina del Cuervo.

De súbito se oyó un clamor, y desde la Puerta llamó una trompeta. ¡Habían olvidado a Thorin! Parte del muro, movido por palancas, se desplomó hacia afuera cayendo con estrépito en la laguna. El Rey bajo la Montaña apareció en el umbral, y sus compañeros lo siguieron. Las capas y capuchones habían desaparecido; llevaban brillantes armaduras y una luz roja les brillaba en los ojos. El gran enano centelleaba en la oscuridad como oro en un fuego mortecino.

Los trasgos arrojaron rocas desde lo alto; pero los enanos siguieron adelante, saltaron hasta el pie de la cascada y corrieron a la batalla. Lobos y jinetes caían o huían ante ellos. Thorin manejaba el hacha con mandobles poderosos, y nada parecía lastimarlo.

—¡A mí! ¡A mí! ¡Elfos y hombres! ¡A mí! ¡Oh, pueblo mío! —gritaba, y la voz resonaba como una trompa en el valle.

Hacia abajo, en desorden, los enanos de Dain corrieron a ayudarlo. Hacia abajo fueron también muchos de los hombres del Lago, pues Bardo no pudo contenerlos; y desde la ladera opuesta, muchos de los lanceros elfos. Una vez más los trasgos fueron rechazados al valle, y allí se amontonaron hasta que Valle fue un sitio horrible y oscurecido por cadáveres. Los wargos se dispersaron y Thorin se volvió a la derecha contra la guardia personal de Bolgo. Pero no alcanzó a atravesar las primeras filas.

Ya tras él yacían muchos hombres y muchos enanos, y muchos hermosos elfos que aún tendrían que haber vivido largos años, felices en el bosque. Y a medida que el valle se abría, la marcha de Thorin era cada vez más lenta. Los enanos eran pocos, y nadie guardaba los flancos. Pronto los atacantes fueron atacados y se vieron encerrados en un gran círculo, cercados todo alrededor por trasgos y lobos que volvían a la carga. La guardia personal de Bolgo cayó aullando sobre ellos, introduciéndose entre los enanos como olas que golpean acantilados de arena. Los otros enanos no podían ayudarlos, pues el asalto desde la Montaña se renovaba con redoblada fuerza, y hombres y elfos eran batidos lentamente a ambos lados.

A todo esto, Bilbo miraba con aflicción. Se había instalado en la Colina del Cuervo, entre los elfos, en parte porque quizás allí era posible escapar, y en parte (el lado Tuk de la mente de Bilbo) porque si iban a mantener una última posición desesperada, quería defender al Rey Elfo. También Gandalf estaba allí, sentado en el suelo, como meditando, preparando quizás un último soplo de magia antes del fin.

Éste no parecía muy lejano. «No tardará mucho ya», pensaba Bilbo. «Antes de que los trasgos ganen la Puerta y todos nosotros caigamos muertos o nos obliguen a descender y nos capturen. Realmente, es como para echarse a llorar, después de todo lo que nos ha pasado. Casi habría preferido que el viejo Smaug se hubiese quedado con el maldito tesoro, antes de que lo consigan esas viles criaturas, y el pobrecito Bombur y Balin y Fili y Kili y el resto tengan mal fin; y también Bardo y los hombres del Lago y los alegres elfos. ¡Ay, mísero de mí! He oído canciones sobre muchas batallas, y siempre he entendido que la derrota puede ser gloriosa. Parece muy incómoda, por no decir desdichada. Me gustaría de veras estar fuera de todo esto.»

Con el viento, se esparcieron las nubes, y una roja puesta del sol rasgó el oeste. Advirtiendo el brillo repentino en las tinieblas, Bilbo miró alrededor y chilló. Había visto algo que le sobresaltó el corazón, unas sombras oscuras, pequeñas aunque majestuosas, en el resplandor distante.

–¡Las Águilas! ¡Las Águilas! —vociferó—. ¡Vienen las Águilas!

Los ojos de Bilbo rara vez se equivocaban. Las Águilas venían con el viento, hilera tras hilera, en una hueste tan numerosa que todos los aguileros del norte parecían haberse reunido allí.

–¡Las Águilas! ¡Las Águilas! —gritaba Bilbo, saltando y moviendo los brazos. Si los elfos no podían verlo, al menos podían oírlo. Pronto ellos gritaron también, y los ecos corrieron por el valle. Muchos ojos expectantes miraron arriba, aunque aún nada se podía ver, excepto desde las estribaciones meridionales de la Montaña.

»¡Las Águilas! —gritó Bilbo otra vez, pero en ese momento una piedra cayó y le golpeó con fuerza el yelmo, y el hobbit se desplomó y no vio nada más.

CAPÍTULO XVIII

El viaje de vuelta

CUANDO BILBO SE RECOBRÓ, se encontró literalmente solo. Estaba tendido en las piedras planas de la Colina del Cuervo, y no había nadie cerca. Un día despejado, pero frío, se extendía allá arriba. Bilbo temblaba y se sentía tan helado como una piedra, pero en la cabeza le ardía un fuego.

«Me pregunto qué ha pasado», se dijo. «De todos modos, no soy todavía uno de los héroes caídos; ¡pero supongo que todavía hay tiempo para eso!»

Se sentó, agarrotado. Mirando hacia el valle no alcanzó a ver ningún trasgo vivo. Al cabo de un rato la cabeza se le aclaró un poco, y creyó distinguir a unos elfos que se movían en las rocas de abajo. Se restregó los ojos. ¿Acaso había aún un campamento en la llanura, a cierta distancia, y un movimiento de idas y venidas alrededor de la Puerta? Los enanos parecían estar atareados removiendo el muro. Pero todo estaba como muerto. No se oían llamadas ni ecos de canciones. De algún modo, había una tristeza en el aire.

–¡Victoria después de todo, supongo! —dijo sintiendo el dolor de cabeza—. Bien, la situación parece bastante sombría.

De súbito, descubrió a un hombre que trepaba y venía hacia él.

–¡Hola, ahí! —llamó con voz vacilante—. ¡Hola, ahí! ¿Qué ocurre?

–¿Qué voz es la que habla entre las rocas? —dijo el hombre, deteniéndose y atisbando alrededor, no lejos de donde Bilbo estaba sentado.

¡Entonces Bilbo recordó el anillo! «¡Que me aspen! —pensó—. Esta invisibilidad tiene también sus inconvenientes. De otro modo hubiera podido pasar una noche abrigada y cómoda, en cama.»

–¡Soy yo, Bilbo Bolsón, el compañero de Thorin! —gritó, quitándose de prisa el anillo.

–¡Es una suerte que te haya encontrado! —dijo el hombre adelantándose—. Te necesitan, y estamos buscándote desde hace largo rato. Te habrían contado entre los muertos, que son muchos, si Gandalf el mago no hubiese dicho que no hace mucho habían oído tu voz por estos sitios. Me han enviado a mirar aquí por última vez. ¿Estás muy herido?

–Un golpe feo en la cabeza, creo —dijo Bilbo—. Pero tengo un yelmo, y una cabeza dura. Así y todo me siento enfermo y las piernas se me doblan como paja.

–Te llevaré abajo al campamento —dijo el hombre, y lo alzó con facilidad.

El hombre era rápido y de paso seguro. No pasó mucho tiempo antes de que depositara a Bilbo ante una tienda en Valle; y allí estaba Gandalf, con un brazo en cabestrillo. Ni siquiera el mago había escapado indemne; y había pocos en toda la hueste que no tuvieran alguna herida.

Cuando Gandalf vio a Bilbo se alegró de veras. —¡Bolsón! —exclamó—. ¡Bueno! ¡Nunca lo hubiera dicho! ¡Vivo, después de todo! ¡Estoy contento! ¡Empezaba a preguntarme si esa suerte que tienes te ayudaría a salir del paso! Fue algo terrible, y casi desastroso. Pero las otras nuevas pueden esperar. ¡Ven! —dijo más gravemente—. Alguien te reclama. —Y guiando al hobbit, lo llevó dentro de la tienda.

–¡Salud, Thorin! —dijo Gandalf mientras entraba—. Lo he traído.

Allí efectivamente yacía Thorin Escudo de Roble, herido de muchas heridas, y la armadura abollada y el hacha mellada estaban junto a él en el suelo. Alzó los ojos cuando Bilbo se le acercó.

–Adiós, buen ladrón —dijo—. Parto ahora hacia los salones de espera a sentarme al lado de mis padres, hasta que el mundo sea renovado. Ya que hoy dejo todo el oro y la plata, y voy a donde tienen poco valor, deseo partir en amistad contigo, y me retracto de mis palabras y hechos ante la Puerta.

Bilbo hincó una rodilla, ahogado por la pena.

–¡Adiós, Rey bajo la Montaña! —dijo—. Es ésta una amarga aventura, si ha de terminar así; y ni una montaña de oro podría enmendarla. Con todo, me alegro de haber compartido tus peligros: ha sido más de lo que cualquier Bolsón hubiera podido merecer.

–¡No! —dijo Thorin—. Hay en ti muchas virtudes que tú mismo ignoras, hijo del bondadoso Oeste. Algo de coraje y algo de sabiduría, mezclados con mesura. Si muchos de nosotros dieran más valor a la comida, la alegría y las canciones que al oro atesorado, éste sería un mundo más feliz. Pero triste o alegre, ahora he de abandonarlo. ¡Adiós!

Entonces Bilbo se volvió, y se fue solo; y se sentó fuera arropado con una manta, y aunque quizá no lo creáis, lloró hasta que se le enrojecieron los ojos y se le enronqueció la voz. Era un alma bondadosa, y pasó largo tiempo antes de que tuviese ganas de volver a bromear. «Ha sido un acto de misericordia», se dijo al fin, «que haya despertado cuando lo hice. Desearía que Thorin estuviese vivo, pero me alegro de que partiese en paz. Eres un tonto, Bilbo Bolsón, y lo trastornaste todo con ese asunto de la piedra; y al fin hubo una batalla a pesar de que tanto te esforzaste en conseguir paz y tranquilidad, aunque supongo que nadie podrá acusarte por eso».

Todo lo que sucedió después de que lo dejasen sin sentido, Bilbo lo supo más tarde; pero sintió entonces más pena que alegría, y ya estaba cansado de la aventura. El deseo de viajar de vuelta al hogar lo consumía. Eso, sin embargo, se retrasó un poco, de modo que entretanto os relataré algo de lo que ocurrió. Las tropas de trasgos habían despertado hacía tiempo la sospecha de las Águilas, a cuya atención no podía escapar nada que se moviera en las cimas. De modo que ellas también se reunieron en gran número alrededor del Águila de las Montañas Nubladas; y al fin, olfateando el combate, habían venido de prisa, bajando con la tormenta en el momento crítico. Fueron ellas quienes desalojaron de las laderas de la montaña a los trasgos que chillaban desconcertados, arrojándolos a los precipicios, o empujándolos hacia enemigos de abajo. No pasó mucho tiempo antes de que hubiesen liberado la Montaña Solitaria, y los elfos y hombres de ambos lados del valle pudieron por fin bajar a ayudar en el combate. Pero aun incluyendo a las Águilas, los trasgos los superaban en número. En aquella última hora el propio Beorn había aparecido; nadie sabía cómo o de dónde. Había llegado solo, en forma de oso; y con la cólera parecía ahora más grande de talla, casi un gigante.

El rugir de la voz de Beorn era como tambores y cañones; y se abría paso echando a los lados lobos y trasgos como si fueran pajas y plumas. Cayó sobre la retaguardia, y como un trueno irrumpió en el círculo. Los enanos se mantenían firmes en una colina baja y redonda. Entonces Beorn se agachó y recogió a Thorin, que había caído atravesado por las lanzas, y lo llevó fuera del combate.

Retornó en seguida, con una cólera redoblada, de modo que nada podía contenerlo y ninguna arma parecía hacerle mella. Dispersó a la guardia, arrojó al propio Bolgo al suelo, y lo aplastó. Entonces el desaliento cundió entre los trasgos, que se dispersaron en todas direcciones. Pero esta nueva esperanza alentó a los otros, que los persiguieron de cerca, y evitaron que la mayoría buscara cómo escapar. Empujaron a muchos hacia el Río Rápido, y así huyesen al sur o al oeste, fueron acosados en los pantanos próximos al Río del Bosque; y allí pereció la mayor parte de los últimos fugitivos, y quienes se acercaron a los dominios de los Elfos del Bosque fueron ultimados, o atraídos para que murieran en la oscuridad impenetrable del Bosque Negro. Las canciones relatan que en aquel día perecieron tres cuartas partes de los trasgos guerreros del Norte, y las montañas tuvieron paz durante muchos años.

La victoria era segura ya antes de la caída de la noche, pero la persecución continuaba aún cuando Bilbo regresó al campamento; y en el valle no quedaban muchos, excepto los heridos más graves.

–¿Dónde están las Águilas? —preguntó Bilbo a Gandalf aquel anochecer, mientras yacía abrigado con muchas mantas.

–Algunas están de cacería —dijo el mago—, pero la mayoría ha partido de vuelta a los aguileros. No quisieron quedarse aquí, y se fueron con las primeras luces del alba. Dain ha coronado al jefe con oro, y le ha jurado amistad para siempre.

–Lo lamento. Quiero decir, me hubiera gustado verlas otra vez —dijo Bilbo adormilado—, quizá las vea en el camino a casa. ¿Supongo que iré pronto?

–Tan pronto como quieras —dijo el mago.

En verdad pasaron algunos días antes de que Bilbo partiera realmente. Enterraron a Thorin muy hondo bajo la Montaña, y Bardo le puso la Piedra del Arca sobre el pecho.

–¡Que yazga aquí hasta que la Montaña se desmorone! —dijo—. ¡Que traiga fortuna a todos los enanos que en adelante vivan aquí!

Sobre la tumba de Thorin, el Rey Elfo puso luego a Orcrist, la espada élfica que le habían arrebatado al enano cuando lo apresaron. Se dice en las canciones que brilla en la oscuridad, cada vez que se aproxima un enemigo, y la fortaleza de los enanos no puede ser tomada por sorpresa. Allí Dain hijo de Nain vivió desde entonces, y se convirtió en Rey bajo la Montaña; y con el tiempo muchos otros enanos vinieron a reunirse alrededor del trono, en los antiguos salones. De los doce compañeros de Thorin, quedaban diez. Fili y Kili habían caído defendiéndolo con el cuerpo y los escudos, pues era el hermano mayor de la madre de ellos. Los otros permanecieron con Dain, que administró el tesoro con justicia.


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