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El Hobbit
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Текст книги "El Hobbit"


Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien



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–No muy bien —dijo Bilbo, que no entendía ni jota—, pero parece muy excitado.

–¡Si al menos fuese un cuervo! —dijo Balin.

–¡Pensé que no te gustaban! Parecías recelar de ellos cuando vinimos por aquí la última vez.

–¡Aquéllos eran grajos! Criaturas desagradables de aspecto sospechoso, además de groseras. Tendrías que haber oído los horribles nombres con que nos iban llamando. Pero los cuervos son diferentes. Hubo una gran amistad entre ellos y la gente de Thror; a menudo nos traían noticias secretas y los recompensábamos con cosas brillantes que ellos escondían en sus moradas.

»Vivían muchos años, y tenían una memoria larga, y esta sabiduría pasaba de padres a hijos. Conocí a muchos de los cuervos de las rocas cuando era muchacho. Esta misma altura se llamó una vez Colina del Cuervo, pues una pareja sabia y famosa, el viejo Carc y su compañera, vivían aquí sobre el cuarto del guardia. Pero no creo que nadie de ese viejo linaje esté ahora en estos sitios.

Aún no había terminado de hablar, cuando el viejo zorzal dio un grito, y en seguida se fue volando.

–Quizá nosotros no lo entendamos, pero ese viejo pájaro nos entiende a nosotros, estoy seguro —dijo Balin—. Observemos y veamos qué pasa ahora.

Pronto hubo un batir de alas, y de vuelta apareció el zorzal; y con él vino otro pájaro muy viejo y decrépito. Era un cuervo enorme y centenario, casi ciego y de cabeza desplumada, que apenas podía volar. Se posó rígido en el suelo ante ellos, sacudió lentamente las alas, y saludó a Thorin bamboleando la cabeza.

–Oh Thorin hijo de Thrain, y Balin hijo de Fundin —graznó (y Bilbo entendió lo que dijo, pues el cuervo hablaba la lengua ordinaria y no la de los pájaros)—. Yo soy Roäc hijo de Carc. Carc ha muerto, pero en un tiempo lo conocías bien. Dejé el cascarón hace ciento cincuenta y tres años, pero no olvido lo que mi padre me dijo. Ahora soy el jefe de los grandes cuervos de la Montaña. Somos pocos, pero recordamos todavía al rey de antaño. La mayor parte de mi gente está lejos, pues hay grandes noticias en el Sur..., algunas serán buenas nuevas para vosotros, y otras no os parecerán tan buenas.

»¡Mirad! Los pájaros se reúnen otra vez en la Montaña y en Valle desde el sur, el este y el oeste, ¡pues se ha corrido la voz de que Smaug ha muerto!

–¡Muerto! ¡Muerto! —exclamaron los enanos—. ¡Muerto! Hemos estado atemorizados sin motivo entonces, ¡y el tesoro es nuestro otra vez! —Todos se pusieron en pie de un salto y vitorearon con los gorros en la mano.

–Sí, muerto —dijo Roäc—. El zorzal, al que nunca se le caigan las plumas, lo vio morir, y podemos confiar en lo que él dice. Lo vio caer mientras luchaba con los hombres de Esgaroth, hará hoy tres noches, a la salida de la luna.

Pasó algún tiempo antes de que Thorin pudiese calmar a los enanos y escuchar las nuevas del cuervo. Por fin, el pájaro acabó el relato de la batalla, y prosiguió: —Hay mucho de que alegrarse, Thorin Escudo de Roble. Puedes volver seguro a tus salones; todo el tesoro es tuyo, por el momento. Pero muchos vendrán a reunirse aquí además de los pájaros. Las noticias de la muerte del guardián han volado ya a lo largo y ancho del país, y la leyenda de la riqueza de Thror no ha dejado de aparecer en cuentos, durante años y años; muchos están ansiosos por compartir el botín. Ya una hueste de elfos está en camino, y los pájaros carroñeros les acompañan, esperando la batalla y la carnicería. Junto al Lago los hombres murmuran que los enanos son los verdaderos culpables de tanta desgracia, pues se han quedado sin hogar, muchos han muerto, y Smaug ha destruido Esgaroth. También ellos esperan que vuestro tesoro repare los daños, estéis vivos o muertos.

»Vuestra sabiduría decidirá, pero trece es un pequeño resto del gran pueblo de Durin que una vez habitó aquí, y que ahora está disperso y en tierras lejanas. Si queréis mi consejo, no confiéis en el gobernador de los Hombres del Lago, pero sí en aquel que mató al dragón con una flecha. Bardo se llama, y es de la raza de Valle, de la línea de Girion; un hombre sombrío, pero sincero. Una vez más buscará la paz entre los enanos, hombres y elfos, después de la gran desolación; pero ello puede costarte caro en oro. He dicho.

Entonces Thorin estalló de rabia: —Nuestro agradecimiento, Roäc hijo de Carc. Tú y tu pueblo no seréis olvidados. Pero ni los ladrones ni los violentos se llevarán una pizca de nuestro oro, mientras sigamos con vida. Si quieres que te estemos aún más agradecidos, tráenos noticias de cualquiera que se acerque. También quisiera pedirte, si alguno de los tuyos es aún fuerte y joven de alas, que envíes mensajeros a nuestros parientes en las montañas del Norte, tanto al este como al oeste de aquí, y les hables de nuestra difícil situación. Pero ve especialmente a mi primo Dain en las Colinas de Hierro, pues tiene mucha gente bien armada y vive cerca. ¡Dile que se dé prisa!

–No diré si es bueno o malo ese consejo —graznó Roäc—, pero haré lo que pueda —y se alejó volando lentamente.

–¡De vuelta ahora a la Montaña! —gritó Thorin—. Tenemos poco tiempo que perder.

–¡Y también poco que comer! —chilló Bilbo, siempre práctico en tales cuestiones. En cualquier caso, sentía que la aventura, hablando con propiedad, había terminado con la muerte del dragón —en lo que estaba muy equivocado– y hubiese dado buena parte de lo que a él le tocaba por la pacífica conclusión de estos asuntos.

–¡De vuelta a la Montaña! —gritaron los enanos, como si no lo hubiesen oído; así que tuvo que ir de vuelta con ellos.

Como ya estáis enterados de algunos acontecimientos, sabréis que los enanos disponían aún de unos pocos días. Una vez más exploraron las cavernas, y encontraron como esperaban que sólo la Puerta Principal permanecía abierta; todas las demás entradas (excepto, claro, la pequeña puerta secreta) hacía mucho que habían sido destruidas y bloqueadas por Smaug, y no quedaba ni rastro de ellas. De modo que se pusieron a trabajar duro en las fortificaciones de la entrada principal, y en abrir un nuevo sendero que llevase hasta ella. Encontraron muchas de las herramientas de los mineros, canteros y constructores de antaño, y en tales trabajos los enanos eran aún habilidosos.

Entretanto, los cuervos no dejaban de traer noticias. De esta manera supieron que el Rey Elfo marchaba ahora hacia el Lago, y tenían unos días de respiro. Mejor aún, oyeron que tres de los poneys habían huido y se encontraban vagando salvajes allá abajo, en la ribera del Río Rápido, no lejos del resto de las provisiones. Así, mientras los otros continuaban trabajando, enviaron a Fili y Kili, guiados por un cuervo, a buscar los poneys y traer todo lo que pudieran.

Estuvieron cuatro días fuera, y supieron entonces que los ejércitos unidos de los Hombres del Lago y los Elfos corrían hacia la Montaña. Pero ahora los enanos estaban más esperanzados, pues tenían comida para varias semanas, si se cuidaban —sobre todo cram, por supuesto, y muy cansados estaban de ese alimento, pero mejor es cramque nada—, y ya la Puerta estaba bloqueada con un parapeto alto y ancho, de piedras regulares, puestas una sobre otra. Había agujeros en el parapeto por los que se podía mirar (o disparar), pero ninguna entrada. Entraban y salían con la ayuda de una escalera de mano, y subían con cuerdas las cosas. Para la salida del arroyo habían dispuesto un arco pequeño y bajo en el nuevo parapeto; pero cerca de la entrada habían cambiado tanto el lecho angosto que toda una laguna se extendía ahora desde la pared de la montaña hasta el principio de la cascada que llevaba el arroyo hacia Valle. Aproximarse a la Puerta sólo era posible a nado, o escurriéndose a lo largo de una repisa angosta, que corría a la derecha del risco, mirando desde la entrada. Habían traído los poneys hasta el principio de las escaleras sobre el puente viejo, y luego de descargarlos los habían mandado de vuelta a sus dueños, enviándolos sin jinetes al Sur.

Llegó una noche en la que de pronto aparecieron muchas luces, como de fuego y antorchas, lejos hacia el sur en Valle.

–¡Han llegado! —anunció Balin—. Y el campamento es grande de veras. Tienen que haber entrado en el valle a lo largo de las riberas del río, ocultándose en el crepúsculo.

Poco durmieron esa noche los enanos. La mañana era pálida aún cuando vieron que se aproximaba una compañía. Desde detrás del parapeto observaron cómo subían hasta la cabeza del valle y trepaban lentamente. Pronto pudieron ver que entre ellos venían hombres del lago armados como para la guerra y arqueros elfos. Por fin, la vanguardia escaló las rocas caídas y apareció en lo alto del torrente; mucho se sorprendieron cuando vieron la laguna y la Puerta Principal obstruida por un parapeto de piedra recién tallada.

Mientras estaban allí señalando y hablando entre ellos, Thorin los increpó: —¿Quiénes sois vosotros —dijo en voz muy alta– que venís en son de guerra a las puertas de Thorin hijo de Thrain, Rey bajo la Montaña, y qué deseáis?

Pero no le respondieron. Algunos dieron una rápida media vuelta, y los otros, luego de observar con detenimiento la Puerta, y cómo estaba defendida, pronto fueron detrás de ellos. Ese mismo día el campamento se trasladó al este del río, justo entre los brazos de la Montaña. Voces y canciones resonaron entonces entre las rocas como no había ocurrido por muchísimo tiempo. Se oía también el sonido de las arpas élficas y de una música dulce; mientras los ecos subían, parecía que el aire helado se entibiaba y que la fragancia de las flores primaverales del bosque llegaba débilmente hasta ellos.

Entonces Bilbo deseó escapar de la fortaleza oscura y bajar y unirse a la alegría y las fiestas junto a las fogatas. Algunos de los enanos más jóvenes se sentían también conmovidos, y murmuraron que habría sido mejor que las cosas hubiesen ocurrido de otra manera y poder recibir a esas gentes como amigos. Sin embargo, Thorin fruncía el entrecejo.

Entonces también los enanos sacaron arpas e instrumentos recobrados del botín y tocaron para animar a Thorin; pero la canción no era una canción élfica y se parecía bastante a la que habían cantado hacía mucho tiempo en el pequeño agujero-hobbit de Bilbo:

¡Bajo la Montaña tenebrosa y alta

el Rey ha regresado al palacio!

El enemigo ha muerto, el Gusano Terrible,

y así una vez y otra caerá el adversario.

La espada está afilada y es larga la lanza,

veloz la flecha y fuerte la Puerta,

osado el corazón que mira el oro;

ya nadie hará daño a los enanos.

Los enanos echaban hechizos poderosos,

mientras las mazas tañían como campanas,

en profundas simas donde duermen unos seres oscuros,

en salas huecas bajo las montañas.

En collares de plata entretejían

la luz de las estrellas, en coronas colgaban

el fuego del dragón; de alambres retorcidos

arrancaban música a las arpas.

¡El trono de la Montaña otra vez liberado!

¡Atended la llamada, oh pueblo aventurero!

El rey necesita amigos y parientes,

¡marchad de prisa en el desierto!

Hoy llamamos en montañas heladas:

¡regresad a las viejas cavernas!

Aquí a las Puertas el rey espera,

las manos colmadas de oro y gemas.

¡Bajo la Montaña tenebrosa y alta,

el rey ha regresado al palacio!

¡El Gusano Terrible ha caído y ha muerto,

y así una vez y otra caerá el adversario!

Esta canción pareció apaciguar a Thorin, que sonrió de nuevo y se mostró más alegre; y se puso a estimar la distancia que los separaba de las Colinas de Hierro y cuánto tiempo pasaría antes de que Dain pudiese llegar a la Montaña Solitaria, si se había puesto en camino tan pronto como recibiera el mensaje. Pero el ánimo de Bilbo decayó, tanto por la canción como por la charla: sonaban demasiado belicosas.

A la mañana siguiente, temprano, una compañía de lanceros cruzó el río y marchó valle arriba. Llevaban con ellos el estandarte verde del Rey Elfo y el azul del Lago y avanzaron hasta que estuvieron justo delante del parapeto de la Puerta.

De nuevo Thorin les habló en voz alta. —¿Quiénes sois que llegáis armados para la guerra a las puertas de Thorin hijo de Thrain, Rey bajo la Montaña? —Esta vez le respondieron.

Un hombre alto de cabellos oscuros y cara ceñuda se adelantó y gritó: —¡Salud, Thorin! ¿Por qué te encierras como un ladrón en la guarida? Nosotros no somos enemigos y nos alegramos de que estés con vida, más allá de nuestra esperanza. Vinimos suponiendo que no habría aquí nadie vivo, pero ahora que nos hemos encontrado hay razones para hablar y parlamentar.

–¿Quién eres tú y de qué quieres hablar?

–Soy Bardo y por mi mano murió el dragón y fue liberado el tesoro. ¿No te importa? Más aún: soy, por derecho de descendencia, el heredero de Girion de Valle, y en tu botín está mezclada mucha de la riqueza de los salones y villas de Valle, que el viejo Smaug robó. ¿No es asunto del que podamos hablar? Además, en su última batalla Smaug destruyó las moradas de los Hombres de Esgaroth y yo soy aún siervo del gobernador. Por él hablaré, y pregunto si no has considerado la tristeza y la miseria de ese pueblo. Te ayudaron en tus penas, y en recompensa no has traído más que ruina; aunque sin duda involuntaria.

Bien, éstas eran palabras hermosas y verdaderas, aunque dichas con orgullo y expresión ceñuda; y Bilbo pensó que Thorin reconocería en seguida cuánta justicia había en ellas. Por supuesto, no esperaba que nadie recordara que había sido él quien descubriera el punto débil del dragón; y esto también era justo, pues nadie lo sabía. Pero no tuvo en cuenta el poder del oro que un dragón ha cuidado durante mucho tiempo, ni el corazón de los enanos. En los últimos días Thorin había pasado largas horas en la sala del tesoro, y la avaricia le endurecía ahora el corazón. Aunque buscaba sobre todo la Piedra del Arca, sabía apreciar las otras muchas cosas maravillosas que allí había, unidas por viejos recuerdos a los trabajos y penas de los enanos.

–Has puesto la peor de tus razones en el lugar último y más importante —respondió Thorin—. Al tesoro de mi pueblo ningún hombre tiene derecho, pues Smaug nos arrebató junto con él la vida o el hogar. El tesoro no era suyo, y los actos malvados de Smaug no han de ser reparados con una parte. El precio por las mercancías y la ayuda recibida de los Hombres del Lago lo pagaremos con largueza... cuando llegue el momento. Pero no daremos nada, ni siquiera lo que vale una hogaza de pan, bajo amenaza o por la fuerza. Mientras una hueste armada esté aquí acosándonos, os consideraremos enemigos y ladrones.

»Y te preguntaría además qué parte de nuestra herencia habrías dado a los enanos si hubieras encontrado el tesoro sin vigilancia y a nosotros muertos.

–Una pregunta justa —respondió Bardo—. Pero vosotros no estáis muertos y nosotros no somos ladrones. Por otra parte, los ricos podrían compadecerse, y aun en exceso, de los menesterosos que les ofrecieron ayuda cuando ellos pasaban necesidad. Y aún no has respondido a mis otras demandas.

–No parlamentaré, como ya he dicho, con hombres armados a mi puerta. Y de ningún modo con la gente del Rey Elfo, a quien recuerdo con poca simpatía. En esta discusión, él no tiene parte. ¡Aléjate ahora, antes de que nuestras flechas vuelen! Y si has de volver a hablar conmigo, primero manda la hueste élfica a los bosques a que pertenecen, y regresa entonces, deponiendo las armas antes de acercarte al umbral.

–El Rey Elfo es mi amigo, y ha socorrido a la gente del Lago cuando era necesario, sólo obligado por la amistad —respondió Bardo—. Te daremos tiempo para arrepentirte de tus palabras. ¡Recobra tu sabiduría antes de que volvamos! —Luego Bardo partió y regresó al campamento.

Antes de que hubiesen pasado muchas horas, volvieron los portaestandartes, y los trompeteros se adelantaron y soplaron.

–En nombre de Esgaroth y el Bosque —gritó uno—, hablamos a Thorin hijo de Thrain, Escudo de Roble, que se dice Rey bajo la Montaña, y le pedimos que reconsidere las reclamaciones que han sido presentadas o será declarado nuestro enemigo. Entregará, por lo menos, la doceava parte del tesoro a Bardo, por haber matado a Smaug y como heredero de Girion. Con esa parte, Bardo ayudará a Esgaroth; pero si Thorin quiere tener la amistad y el respeto de las tierras de alrededor, como los tuvieron sus antecesores, también él dará algo para alivio de los Hombres del Lago.

Entonces Thorin tomó un arco de cuerno y disparó una flecha al que hablaba. Golpeó con fuerza el escudo y allí se quedó clavada, temblando.

–Ya que ésta es tu respuesta —dijo el otro a su vez—, declaro sitiada la Montaña. No saldréis de ella hasta que nos llaméis para acordar una tregua y parlamentar. No alzaremos armas contra vosotros, pero os abandonamos a vuestras riquezas. ¡Podéis comeros el oro, si queréis!

Los mensajeros partieron luego rápidamente y dejaron solos a los enanos. Thorin tenía ahora una expresión tan sombría que nadie se hubiera atrevido a censurarlo, aunque la mayoría parecía estar de acuerdo con él, excepto quizá el gordo Bombur, Fili y Kili. Bilbo, por supuesto, desaprobaba del todo el cariz que habían tomado las cosas. Ya estaba bastante más que harto de la Montaña, y no le gustaba nada que lo sitiaran dentro de ella.

–Todo este lugar hiede aún a dragón —gruñó entre dientes—, y eso me pone enfermo. Y además empiezo a notar que el cramse me queda pegado a la garganta.

CAPÍTULO XVI

Un ladrón en la noche

AHORA LOS DÍAS se sucedían lentos y aburridos. Muchos de los enanos pasaban el tiempo apilando y clasificando el tesoro; y ahora Thorin hablaba de la Piedra del Arca de Thrain, y mandaba ansiosamente que la buscasen por todos los rincones.

–Pues la Piedra del Arca de mi padre —decía– vale más que un río de oro, y para mí no tiene precio. De todo el tesoro esa piedra la reclamo para mí, y me vengaré de aquel que la encuentre y la retenga.

Bilbo oyó estas palabras y se asustó, preguntándose qué ocurriría si encontraban la piedra, envuelta en un viejo hatillo de trapos harapientos que le servía de almohada. De todos modos nada dijo, pues mientras el cansancio de los días se hacía cada vez mayor, los principios de un plan se le iban ordenando en la cabecita.

Las cosas siguieron así por algún tiempo hasta que los cuervos trajeron nuevas de que Dain y más de quinientos enanos, apresurándose desde las Colinas de Hierro, estaban a dos días de camino de Valle, al nordeste.

–Mas no alcanzarán indemnes la Montaña —dijo Roäc—, y mucho me temo que habrá batalla en el valle. No creo que convenga esa decisión. Aunque son gente ruda, no están preparados para vencer a la hueste que os acosa; y aunque así fuera, ¿qué ganaríais? El invierno y las nieves se dan prisa tras ellos. ¿Cómo os alimentaréis sin la amistad y hospitalidad de las tierras de alrededor? El tesoro puede ser vuestra perdición, ¡aunque el dragón ya no esté!

Pero Thorin no se inmutó. —La mordedura del invierno y las nieves la sentirán tanto los hombres como los elfos —dijo—, y es posible que no soporten quedarse en estas tierras baldías. Con mis amigos detrás y el invierno encima, quizá tengan una disposición de ánimo más flexible para parlamentar.

Esa noche Bilbo tomó una decisión. El cielo estaba negro y sin luna. Tan pronto como cayeron las tinieblas, fue hasta el rincón de una cámara interior junto a la entrada, y sacó una cuerda del hatillo, y también la Piedra del Arca envuelta en un harapo. Luego trepó al parapeto. Sólo Bombur estaba allí de guardia, pues los enanos vigilaban turnándose de uno en uno.

–¡Qué frío horroroso! —dijo Bombur—. ¡Desearía tener una buena hoguera aquí arriba como la que ellos tienen en el campamento!

–Dentro hace bastante calor —dijo Bilbo.

–Lo creo; pero no puedo moverme de aquí hasta la medianoche —gruñó el enano gordo—. Un verdadero fastidio. No es que me atreva a disentir de Thorin, cuya barba crezca muchos años; aunque siempre fue un enano bastante tieso.

–No tan tieso como mis piernas —dijo Bilbo—. Estoy cansado de escaleras y de pasadizos de piedra. Daría cualquier cosa por poner los pies en el pasto.

–Yo daría cualquier cosa por echarme un trago de algo fuerte a la garganta, ¡y por una cama blanda después de una buena cena!

–No puedo darte eso, mientras dure el sitio. Pero ya hace tiempo que fue mi turno de guardia, de modo que si quieres, puedo reemplazarte. No tengo sueño esta noche.

–Eres una buena persona, señor Bolsón, y aceptaré con gusto tu ofrecimiento. Si ocurre algo grave, llámame primero, ¡acuérdate! Dormiré en la cámara interior de la izquierda, no muy lejos.

–¡Lárgate! —dijo Bilbo—. Te despertaré a medianoche, para que puedas despertar al siguiente vigía.

Tan pronto como Bombur se hubo ido, Bilbo se puso el anillo, se ató la cuerda, se deslizó parapeto abajo, y desapareció. Tenía unas cinco horas por delante. Bombur dormiría (podía dormirse en cualquier momento, y desde la aventura en el bosque estaba siempre tratando de recuperar aquellos hermosos sueños); y todos los demás estaban ocupados con Thorin. Era poco probable que uno de ellos, aun Fili o Kili, se acercase al parapeto hasta que les llegase el turno.

Estaba muy oscuro, y al cabo de un rato, cuando abandonó la senda nueva y descendió hacia el curso inferior del arroyo, ya no reconoció el camino. Al fin llegó al recodo, y si quería alcanzar el campamento tenía que cruzar el agua. El lecho del río era allí poco profundo pero bastante ancho, y vadearlo en la oscuridad no fue tarea nada fácil para el pequeño hobbit. Cuando ya estaba casi a punto de cruzarlo, perdió pie sobre una piedra redonda y cayó chapoteando en el agua fría. Apenas había alcanzado la orilla opuesta, tiritando y farfullando, cuando en la oscuridad aparecieron unos elfos, llevando linternas resplandecientes, en busca de la causa del ruido.

–¡Eso no fue un pez! —dijo uno—. Hay un espía por aquí. ¡Ocultad vuestras luces! Le ayudarían más a él que a nosotros, si se trata de esa criatura pequeña y extraña que según se dice es el criado de los enanos.

–¡Criado, de veras! —bufó Bilbo; y en medio del bufido estornudó con fuerza, y los elfos se agruparon en seguida y fueron hacia el sonido.

–¡Encended una luz! —dijo Bilbo—. ¡Estoy aquí si me buscáis! —y se sacó el anillo, y asomó detrás de una roca.

Pronto se le echaron encima, a pesar de que estaban muy sorprendidos. —¿Quién eres? ¿Eres el hobbit de los enanos? ¿Qué haces? ¿Cómo pudiste llegar tan lejos con nuestros centinelas? —preguntaron uno tras otro.

–Soy el señor Bilbo Bolsón —respondió el hobbit—, compañero de Thorin, si deseáis saberlo. Conozco de vista a vuestro rey, aunque quizás él no me reconozca. Pero Bardo me recordará y es a Bardo en especial a quien quisiera ver.

–¡No digas! —exclamaron—, ¿y qué asunto te trae por aquí?

–Lo que sea, sólo a mí me incumbe, mis buenos elfos. Pero si deseáis salir de este lugar frío y sombrío y regresar a vuestros bosques —respondió estremeciéndose—, llevadme en seguida a un buen fuego donde pueda secarme, y luego dejadme hablar con vuestros jefes lo más pronto posible. Tengo sólo una o dos horas.

Fue así como unas dos horas después de cruzar la Puerta, Bilbo estaba sentado al calor de una hoguera delante de una tienda grande, y allí, también sentados, observándolo con curiosidad, estaban el Rey Elfo y Bardo. Un hobbit en armadura élfica, arropado en parte con una vieja manta, era algo nuevo para ellos.

–Sabéis realmente —decía Bilbo con sus mejores modales de negociador—, las cosas se están poniendo imposibles. Por mi parte estoy cansado de todo el asunto. Desearía estar de vuelta allá en el Oeste, en mi casa, donde la gente es más razonable. Pero tengo cierto interés en este asunto, un catorceavo del total, para ser precisos, de acuerdo con una carta que por fortuna creo haber conservado. —Sacó de un bolsillo de la vieja chaqueta (que llevaba aún sobre la malla) un papel arrugado y plegado: ¡la carta de Thorin que el enano había puesto en mayo debajo del reloj, sobre la repisa de la chimenea!

»Una parte de todos los beneficios, recordadlo —continuó—. Lo tengo muy bien en cuenta. Personalmente estoy dispuesto a considerar con atención vuestras proposiciones, y deducir del total lo que sea justo, antes de exponer la mía. Sin embargo, no conocéis a Thorin Escudo de Roble tan bien como yo. Os aseguro que está dispuesto a sentarse sobre un montón de oro y morirse de hambre, mientras vosotros estéis aquí.

–¡Bien, que se quede! —dijo Bardo—. Un tonto como él merece morirse de hambre.

–Tienes algo de razón —dijo Bilbo—. Entiendo tu punto de vista. A la vez ya viene el invierno. Pronto habrá nieve, y otras cosas, y el abastecimiento será difícil, aun para los elfos, creo. Habrá también otras dificultades. ¿No habéis oído hablar de Dain y de los enanos de las Colinas de Hierro?

–Sí, hace mucho tiempo; pero ¿en qué nos atañe? —preguntó el rey.

–En mucho, me parece. Veo que no estáis enterados. Dain, no lo dudéis, está ahora a menos de dos días de marcha, y trae consigo por lo menos unos quinientos enanos, todos rudos, que en buena parte han participado en las encarnizadas batallas entre enanos y trasgos, de las que sin duda habréis oído hablar. Cuando lleguen, puede que haya dificultades serias.

–¿Por qué nos lo cuentas? ¿Estás traicionando a tus amigos, o nos amenazas? —preguntó Bardo seriamente.

–¡Mi querido Bardo! —chilló Bilbo—. ¡No te apresures! ¡Nunca me había encontrado antes con gente tan suspicaz! Trato simplemente de evitar problemas a todos los implicados. ¡Ahora os haré una oferta!

–¡Oigámosla! —exclamaron los otros.

–¡Podéis verla! —dijo Bilbo—. ¡Aquí está! —y puso ante ellos la Piedra del Arca, y retiró la envoltura.

El propio Rey Elfo, cuyos ojos estaban acostumbrados a las cosas bellas y maravillosas, se puso de pie, asombrado. Hasta el mismo Bardo se quedó mirándola maravillado y en silencio. Era como si hubiesen llenado un globo con la luz de la luna, y colgase ante ellos en una red centelleante de estrellas escarchadas.

–Ésta es la Piedra del Arca de Thrain —dijo Bilbo—, el Corazón de la Montaña; y también el corazón de Thorin. Tiene, según él, más valor que un río de oro. Yo os la entrego. Os ayudará en vuestra negociación. —Luego Bilbo, no sin un estremecimiento, no sin una mirada ansiosa, entregó la maravillosa piedra a Bardo, y éste la sostuvo en la mano, como deslumbrado.

–Pero ¿es tuya para que nos la des así? —preguntó al fin con un esfuerzo.

–¡Oh, bueno! —dijo el hobbit un poco incómodo—. No exactamente; pero desearía dejarla como garantía de mi proposición, ¿sabéis? Puede que sea un saqueador (al menos eso es lo que dicen: aunque nunca me he sentido tal cosa), pero soy honrado, espero, bastante honrado. De todos modos regreso ahora, y los enanos pueden hacer conmigo lo que quieran. Espero que os sirva.

El Rey Elfo miró a Bilbo con renovado asombro. —¡Bilbo Bolsón! —dijo—. Eres más digno de llevar la armadura de los príncipes elfos que muchos que parecían vestirla con más gallardía. Pero me pregunto si Thorin Escudo de Roble lo verá así. En general, conozco mejor que tú a los enanos. Te aconsejo que te quedes con nosotros, y aquí serás recibido con todos los honores y agasajado tres veces.

–Muchísimas gracias, no lo pongo en duda —dijo Bilbo con una reverencia—. Pero no puedo abandonar a mis amigos de este modo, me parece, después de lo que hemos pasado juntos. ¡Y además prometí despertar al viejo Bombur a medianoche! ¡Realmente tengo que marcharme, y rápido!

Nada de lo que dijeran iba a detenerlo, de modo que se le proporcionó una escolta, y cuando se pusieron en marcha, el rey y Bardo lo saludaron con respeto. Cuando atravesaron el campamento, un anciano envuelto en una capa oscura se levantó de la puerta de la tienda donde estaba sentado y se les acercó.

–¡Bien hecho, señor Bolsón! —dijo, dando a Bilbo una palmada en la espalda—. ¡Hay siempre en ti más de lo que uno espera! —Era Gandalf.

Por primera vez en muchos días Bilbo estaba de verdad encantado. Mas no había tiempo para todas las preguntas que deseaba hacer en seguida.

–¡Todo a su hora! —dijo Gandalf—. Las cosas están llegando a feliz término, a menos que me equivoque. Quedan todavía momentos difíciles por delante, ¡pero no te desanimes! Tú puedessalir airoso. Pronto habrá nuevas que ni siquiera los cuervos han oído. ¡Buenas noches!

Asombrado pero contento, Bilbo se dio prisa. Lo llevaron hasta un vado seguro y lo dejaron seco en la orilla opuesta; luego se despidió de los elfos y subió con cuidado de regreso hacia el parapeto. Empezó a sentir un tremendo cansancio, pero era bastante antes de medianoche cuando trepó otra vez por la cuerda; aún estaba donde la había dejado. La desató y la ocultó, y luego se sentó en el parapeto preguntándose ansiosamente qué ocurriría ahora.

A medianoche despertó a Bombur; y después se encogió en un rincón, sin escuchar las gracias del viejo enano (que apenas merecía, pensó). Pronto se quedó dormido, olvidando toda preocupación hasta la mañana. En realidad se pasó la noche soñando con huevos y tocino.

CAPÍTULO XVII

Las nubes estallan

AL DÍA SIGUIENTE las trompetas sonaron temprano en el campamento. Pronto se vio a un mensajero que corría por la senda estrecha. Se detuvo a cierta distancia, y les hizo señas, preguntando si Thorin escucharía a otra embajada, ya que había nuevas noticias y las cosas habían cambiado.

–¡Eso será por Dain! —dijo Thorin cuando oyó el mensaje—. Habrán oído que ya viene. Pensé que esto les cambiaría el ánimo. ¡Ordénales que vengan en número reducido y sin armas y yo escucharé! —gritó al mensajero.

Alrededor de mediodía, los estandartes del Bosque y el Lago se adelantaron de nuevo. Una compañía de veinte se aproximaba. Cuando llegaron al sendero, dejaron a un lado espadas y lanzas y se acercaron a la Puerta. Admirados, los enanos vieron que entre ellos estaban tanto Bardo como el Rey Elfo, y delante un hombre viejo, envuelto en una capa y con un capuchón en la cabeza, portando un pesado cofre de madera remachado de hierro.

–¡Salud, Thorin! —dijo Bardo—. ¿Aún no has cambiado de idea?

–No cambian mis ideas con la salida y puesta de unos pocos soles —respondió Thorin—. ¿Has venido a hacerme preguntas ociosas? ¡Aún no se ha retirado el ejército elfo, como he ordenado! Hasta entonces, de nada servirá que vengas a negociar conmigo.


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