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El Hobbit
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Текст книги "El Hobbit"


Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien



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Annotation

El mago Gandalf y una compañía de enanos han llevado a Bilbo muy lejos de la vida cómoda y despreocupada de Bolsón Cerrado, y el hobbit se encuentra de pronto comprometido en una peligrosa aventura: robar el tesoro de Smaug el Magnífico, un dragón enorme y muy peligroso. Aunque interviene de mala gana, Bilbo sorprende a todos por su habilidad e inventiva.




J. R. R. Tolkien


EL HOBBIT




O




HISTORIA DE UNA IDA Y DE UNA VUELTA





Minotauro














Título original: The Hobbit

Primera edición en inglés: 1937

Traducción: Manuel Figueroa

© George Allen & Unwin Ltd., 1937

Ilustrado por Alan Lee

ISBN: 978-84-450-7282-0

Ésta es una historia de hace mucho tiempo. En esa época los lenguajes eran bastante distintos de los de hoy... Las runas eran letras que en un principio se escribían mediante cortes o incisiones en madera, piedra o metal. En los días de este relato los Enanos las utilizaban con regularidad, especialmente en registros privados o secretos. Si las runas del Mapa de Thror son comparadas con las transcripciones en letras modernas, no será difícil reconstruir el alfabeto, y será posible leer el título rúnico de esta página. Desde un margen del Mapa una mano apunta a la puerta secreta, y debajo está escrito:

Las dos últimas runas son las iniciales de Thror y Thrain.

Las runas lunares leídas por Elrond eran:

En el Mapa los puntos cardinales están señalados con runas, con el Este arriba, como es común en los mapas de Enanos, y han de leerse en el sentido de las manecillas del reloj: Este, Sur, Oeste, Norte.

CAPÍTULO I

Una tertulia inesperada

EN UN AGUJERO EN EL SUELO, vivía un hobbit. No un agujero húmedo, sucio, repugnante, con restos de gusanos y olor a fango, ni tampoco un agujero seco, desnudo y arenoso, sin nada en que sentarse o que comer: era un agujero-hobbit, y eso significa comodidad.

Tenía una puerta redonda, perfecta como un ojo de buey, pintada de verde, con una manilla de bronce dorada y brillante, justo en el medio. La puerta se abría a un vestíbulo cilíndrico, como un túnel: un túnel muy cómodo, sin humos, con paredes revestidas de madera y suelos enlosados y alfombrados, provistos de sillas barnizadas, y montones y montones de perchas para sombreros y abrigos; el hobbit era aficionado a las visitas. El túnel se extendía serpeando, y penetraba bastante, pero no directamente, en la ladera de la colina —La Colina, como la llamaba toda la gente de muchas millas alrededor—, y muchas puertecitas redondas se abrían en él, primero a un lado y luego al otro. Nada de subir escaleras para el hobbit: dormitorios, cuartos de baño, bodegas, despensas (muchas), armarios (habitaciones enteras dedicadas a ropa), cocinas, comedores, se encontraban en la misma planta, y en verdad en el mismo pasillo. Las mejores habitaciones estaban todas a la izquierda de la puerta principal, pues eran las únicas que tenían ventanas, ventanas redondas, profundamente excavadas, que miraban al jardín y los prados de más allá, camino del río.

Este hobbit era un hobbit acomodado, y se apellidaba Bolsón. Los Bolsón habían vivido en las cercanías de La Colina desde hacía muchísimo tiempo, y la gente los consideraba muy respetables, no sólo porque casi todos eran ricos, sino también porque nunca tenían ninguna aventura ni hacían algo inesperado: uno podía saber lo que diría un Bolsón acerca de cualquier asunto sin necesidad de preguntárselo. Ésta es la historia de cómo un Bolsón tuvo una aventura, y se encontró a sí mismo haciendo y diciendo cosas por completo inesperadas. Podría haber perdido el respeto de los vecinos, pero ganó... Bueno, ya veréis si al final ganó algo.

La madre de nuestro hobbit particular... pero ¿qué es un hobbit? Supongo que los hobbits necesitan hoy que se los describa de algún modo, ya que se volvieron bastante raros y tímidos con la Gente Grande, como nos llaman. Son (o fueron) gente menuda de la mitad de nuestra talla, y más pequeños que los enanos barbados. Los hobbits no tienen barba. Hay poca o ninguna magia en ellos, excepto esa común y cotidiana que los ayuda a desaparecer en silencio y rápidamente, cuando gente grande y estúpida como vosotros o yo se acerca sin mirar por dónde va, con un ruido de elefantes que puede oírse a una milla de distancia. Tienden a ser gruesos de vientre; visten de colores brillantes (sobre todo verde y amarillo); no usan zapatos, porque en los pies tienen suelas naturales de piel y un pelo espeso y tibio de color castaño, como el que les crece en la cabeza (que es rizado); los dedos son largos, mañosos y morenos, los rostros afables, y se ríen con profundas y jugosas risas (especialmente después de cenar, lo que hacen dos veces al día, cuando pueden). Ahora sabéis lo suficiente como para continuar el relato. Como iba diciendo, la madre de este hobbit —o sea, Bilbo Bolsón– era la famosa Belladonna Tuk, una de las tres extraordinarias hijas del Viejo Tuk, patriarca de los hobbits que vivían al otro lado de El Agua, el riachuelo que corría al pie de La Colina. Se decía a menudo (en otras familias) que tiempo atrás un antepasado de los Tuk se había casado sin duda con un hada. Eso era, desde luego, absurdo, pero por cierto había todavía algo no del todo hobbit en ellos, y de cuando en cuando miembros del clan Tuk salían a correr aventuras. Desaparecían con discreción, y la familia echaba tierra sobre el asunto; pero los Tuk no eran tan respetables como los Bolsón, aunque indudablemente más ricos.

Al menos Belladonna Tuk no había tenido ninguna aventura después de convertirse en la señora de Bungo Bolsón. Bungo, el padre de Bilbo, le construyó el agujero-hobbit más lujoso (en parte con el dinero de ella) que pudiera encontrarse bajo La Colina o sobre La Colina o al otro lado de El Agua, y allí se quedaron hasta el fin. No obstante, es probable que Bilbo, hijo único, aunque se parecía y se comportaba exactamente como una segunda edición de su padre, firme y comodón, tuviese alguna rareza de carácter del lado de los Tuk, algo que sólo esperaba una ocasión para salir a la luz. La ocasión no llegó a presentarse nunca, hasta que Bilbo Bolsón fue un adulto que rondaba los cincuenta años y vivía en el hermoso agujero-hobbit que acabo de describiros, y cuando en verdad ya parecía que se había asentado allí para siempre.

Por alguna curiosa coincidencia, una mañana de hace tiempo en la quietud del mundo, cuando había menos ruido y más verdor, y los hobbits eran todavía numerosos y prósperos, y Bilbo Bolsón estaba de pie en la puerta del agujero, después del desayuno, fumando una enorme y larga pipa de madera que casi le llegaba a los dedos lanudos de los pies (bien cepillados), Gandalf apareció de pronto. ¡Gandalf! Si sólo hubieseis oído un cuarto de lo que yo he oído de él, y he oído sólo muy poco de todo lo que hay que oír, estaríais preparados para cualquier especie de cuento notable. Cuentos y aventuras brotaban por dondequiera que pasara, de la forma más extraordinaria. No había bajado a aquel camino al pie de La Colina desde hacía años y años, desde la muerte de su amigo el Viejo Tuk, y los hobbits casi habían olvidado cómo era. Había estado lejos, más allá de La Colina y del otro lado de El Agua por asuntos particulares, desde el tiempo en que todos ellos eran pequeños niños hobbits y niñas hobbits.

Todo lo que el confiado Bilbo vio aquella mañana fue un anciano con un bastón. Tenía un sombrero azul, alto y puntiagudo, una larga capa gris, una bufanda de plata sobre la que colgaba una barba larga y blanca hasta más abajo de la cintura, y botas negras.

–¡Buenos días! —dijo Bilbo, y esto era exactamente lo que quería decir. El sol brillaba y la hierba estaba muy verde. Pero Gandalf lo miró desde abajo de las cejas largas y espesas, más sobresalientes que el ala del sombrero, que le ensombrecía la cara.

–¿Qué quieres decir? —preguntó—. ¿Me deseas un buen día, o quieres decir que es un buen día, lo quiera yo o no; o que hoy te sientes bien; o que es un día en que conviene ser bueno?

–Todo eso a la vez —dijo Bilbo—. Y un día estupendo para una pipa de tabaco a la puerta de casa, además. ¡Si lleváis una pipa encima, sentaos y tomad un poco de mi tabaco! ¡No hay prisa, tenemos todo el día por delante! —Entonces Bilbo se sentó en una silla junto a la puerta, cruzó las piernas y lanzó un hermoso anillo de humo gris que navegó en el aire sin romperse, y se alejó flotando sobre La Colina.

–¡Muy bonito! —dijo Gandalf—. Pero esta mañana no tengo tiempo para anillos de humo. Busco a alguien con quien compartir una aventura que estoy planeando, y es difícil dar con él.

–Pienso lo mismo... En estos lugares somos gente sencilla y tranquila y no estamos acostumbrados a las aventuras. ¡Cosas desagradables, molestas e incómodas que retrasan la cena! No me explico por qué atraen a la gente —dijo nuestro señor Bolsón, y metiendo un pulgar detrás del tirante, lanzó otro anillo de humo más grande aún. Luego sacó el correo matutino y se puso a leer, fingiendo ignorar al viejo. Pero el viejo no se movió. Permaneció apoyado en el bastón observando al hobbit sin decir nada, hasta que Bilbo se sintió bastante incómodo y aun un poco enfadado—. ¡Buenos días! —dijo al fin—. ¡No queremos aventuras aquí, gracias! ¿Por qué no probáis más allá de La Colina o al otro lado de El Agua? —Con esto daba a entender que la conversación había terminado.

–¡Para cuántas cosas empleas el Buenos días! —dijo Gandalf—. Ahora quieres decir que intentas deshacerte de mí y que no serán buenos hasta que me vaya.

–¡De ningún modo, de ningún modo, mi querido señor! Veamos, no creo conocer vuestro nombre...

–¡Sí, sí, mi querido señor, y yo sí que conozco tu nombre, señor Bilbo Bolsón! Y tú también sabes el mío, aunque no me asocies a él. ¡Yo soy Gandalf, y Gandalf soy yo! ¡Quién iba a pensar que un hijo de Belladonna Tuk me daría los buenos días como si yo fuese vendiendo botones de puerta en puerta!

—¡Gandalf, Gandalf! ¡Válgame el cielo! ¿No sois vos el mago errante que dio al Viejo Tuk un par de botones mágicos de diamante que se abrochaban solos y no se desabrochaban hasta que les dabas una orden? ¿No sois vos quien contaba en las reuniones aquellas historias maravillosas de dragones y trasgos y gigantes y rescates de princesas y la inesperada fortuna de los hijos de madre viuda? ¿No el hombre que acostumbraba fabricar aquellos fuegos de artificio tan excelentes? ¡Los recuerdo! El Viejo Tuk los preparaba en los solsticios de verano. ¡Espléndidos! Subían como grandes lirios, cabezas de dragón y árboles de fuego que quedaban suspendidos en el aire durante todo el crepúsculo. —Ya os habréis dado cuenta de que el señor Bolsón no era tan prosaico como él mismo creía, y también de que era muy aficionado a las flores—. ¡Diantre! —continuó—. ¿No sois vos el Gandalf responsable de que tantos y tantos jóvenes apacibles partiesen hacia el Azul en busca de locas aventuras? Cualquier cosa desde trepar árboles a visitar elfos... o zarpar en barcos, ¡y navegar hacia otras costas! ¡Caramba!, la vida era bastante apacible entonces... Quiero decir, en un tiempo tuvisteis la costumbre de perturbarlo todo en estos sitios. Os pido perdón, pero no tenía ni idea de que todavía estuvieseis en actividad.

–¿Dónde si no iba a estar? —dijo el mago—. De cualquier modo, me complace descubrir que aún recuerdas algo de mí. Al menos, parece que recuerdas con cariño mis fuegos artificiales, y eso es reconfortante. Y en verdad, por la memoria de tu viejo abuelo Tuk y por la memoria de la pobre Belladonna, te concederé lo que has pedido.

–Perdón, ¡yo no he pedido nada!

–¡Sí, sí, lo has hecho! Dos veces ya. Mi perdón. Te lo doy. De hecho iré tan lejos como para embarcarme en esa aventura. Muy divertida para mí, muy buena para ti... y quizá también muy provechosa, si sales de ella sano y salvo.

–¡Disculpad! No quiero ninguna aventura, gracias. Hoy no. ¡Buenos días! Pero venid a tomar el té... ¡cuando gustéis! ¿Por qué no mañana? ¡Sí, venid mañana! ¡Adiós! —Con esto el hobbit retrocedió escabulléndose por la redonda puerta verde, y la cerró lo más rápido que pudo sin llegar a parecer grosero. Al fin y al cabo, un mago es un mago.

«¡Para qué diablos lo habré invitado al té!», se dijo Bilbo cuando iba hacia la despensa. Acababa de desayunar hacía muy poco, pero pensó que un pastelillo o dos y un trago de algo le sentarían bien después del sobresalto.

Gandalf, mientras tanto, seguía a la puerta, riéndose larga y apaciblemente. Al cabo de un rato subió, y con la punta del bastón dibujó un signo extraño en la hermosa puerta verde del hobbit. Luego se alejó a grandes zancadas, justo en el momento en que Bilbo ya estaba terminando el segundo pastel y empezando a pensar que había conseguido librarse al fin de cualquier posible aventura.

Al día siguiente casi se había olvidado de Gandalf. No recordaba muy bien las cosas, a menos que las escribiese en la Libreta de Compromisos; de este modo: Gandalf Té Miércoles. El día anterior había estado demasiado aturdido como para ponerse a anotar.

Un momento antes de la hora del té se oyó un tremendo campanillazo en la puerta principal, ¡y entonces se acordó! Se apresuró y puso la marmita, sacó otra taza y un platillo y un pastel o dos más, y corrió a la puerta.

«¡Siento de veras haberlo hecho esperar!», iba a decir, cuando vio que en realidad no era Gandalf. Era un enano de barba azul, recogida en un cinturón dorado, y ojos muy brillantes bajo el capuchón verde oscuro. Tan pronto como la puerta se abrió, entró de prisa como si lo estuviesen esperando.

Colgó la capa encapuchada en la percha más cercana, y —¡Dwalin, a vuestro servicio! —dijo saludando con una reverencia.

–¡Bilbo Bolsón, al vuestro! —dijo el hobbit, demasiado sorprendido como para hacer cualquier pregunta por el momento. Cuando el silencio que siguió empezó a hacerse incómodo, añadió—: Estoy a punto de tomar el té; por favor, acercaos y tomad algo conmigo. —Un tanto tieso, tal vez, pero habló con amabilidad. ¿Y qué haríais vosotros, si un enano llegara de súbito y colgara sus cosas en vuestro vestíbulo sin dar explicaciones?

Llevaban apenas un rato sentados a la mesa, en verdad estaban empezando el tercer pastelillo, cuando resonó otro campanillazo todavía más estridente.

–¡Disculpad! —dijo el hobbit, y se encaminó hacia la puerta.

«¡Así que al fin habéis venido!» Esto era lo que iba a decirle ahora a Gandalf. Pero no era Gandalf. En cambio, vio en el umbral un enano que parecía muy viejo, de barba blanca y capuchón escarlata; y éste también entró de un salto tan pronto como la puerta se abrió, como si fuera un invitado.

–Veo que han empezado a llegar —dijo cuando vio en la percha el capuchón verde de Dwalin. Colocó el suyo rojo junto al otro y —¡Balin, a vuestro servicio! —dijo con la mano en el pecho.

–¡Gracias! —dijo Bilbo casi sin voz. No era la respuesta más apropiada, pero el han empezado a llegarlo había dejado perplejo. Le gustaban las visitas, aunque prefería conocerlas antes de que llegasen, e invitarlas él mismo. Tenía el terrible presentimiento de que los pasteles no serían suficientes, y como conocía las obligaciones de un anfitrión y las cumplía con puntualidad aunque le parecieran penosas, quizás él se quedara sin ninguno.

–¡Entre, y sírvase una taza de té! —consiguió decir luego de tomar aliento.

–Un poco de cerveza me iría mejor, si a vos no os importa, mi buen señor —dijo Balin, el de la barba blanca—. Pero no me incomodaría un pastelillo, un pastelillo de semillas, si tenéis alguno.

–¡Muchos! —se encontró Bilbo respondiendo, sorprendido, y se encontró, también, corriendo a la bodega para echar en una jarra una pinta de cerveza, y después a la despensa a recoger dos sabrosos pastelillos de semillas que había hecho esa tarde para el refrigerio de después de la cena.

Cuando regresó, Balin y Dwalin estaban charlando a la mesa como viejos amigos (en realidad eran hermanos). Bilbo depositó la cerveza y el pastel delante de ellos, cuando de nuevo se oyó un fuerte campanillazo, y después otro.

«¡Gandalf de seguro esta vez!», pensó mientras resoplaba por el pasillo. Pero no; eran dos enanos más, ambos con capuchones azules, cinturones de plata y barbas amarillas; y cada uno de ellos llevaba una bolsa de herramientas y una pala. Saltaron al interior tan pronto la puerta comenzó a abrirse. Bilbo ya apenas se sorprendió.

–¿En qué puedo yo serviros, mis queridos enanos? —dijo.

–¡Kili, a vuestro servicio! —dijo uno—. ¡Y Fili! —añadió el otro; y ambos se sacaron a toda prisa los capuchones azules e hicieron una reverencia.

–¡Al vuestro y al de vuestra familia! —replicó Bilbo, recordando esta vez sus buenos modales.

–Veo que Dwalin y Balin están ya aquí —dijo Kili—. ¡Unámonos al tropel!

«¡Tropel!», pensó el señor Bolsón. «No me gusta el sonido de esa palabra. Necesito sentarme un minuto y recapacitar, y echar un trago.» Sólo había alcanzado a mojarse los labios, en un rincón, mientras los cuatro enanos se sentaban en torno a la mesa, y charlaban sobre minas y oro y problemas con los trasgos, y las depredaciones de los dragones, y un montón de otras cosas que él no entendía, y no quería entender, pues parecían demasiado aventureras, cuando, din-don-dan, la campana sonó de nuevo, como si algún travieso niño hobbit intentase arrancar el llamador.

–¡Alguien más a la puerta! —dijo parpadeando.

–Por el sonido yo diría que unos cuatro —dijo Fili—. Además, los vimos venir detrás de nosotros a lo lejos.

El pobrecito hobbit se sentó en el vestíbulo y apoyando la cabeza en las manos, se preguntó qué había pasado, y qué pasaría ahora, y si todos se quedarían a cenar. En ese momento la campana sonó de nuevo más fuerte que nunca, y tuvo que correr hacia la puerta. Y no eran cuatro, sino cinco. Otro enano se les había acercado mientras él seguía en el vestíbulo preguntándose qué ocurría. Apenas había girado la manija y ya todos estaban dentro, haciendo reverencias y diciendo uno tras otro «a vuestro servicio». Dori, Nori, Ori, Oin y Gloin eran sus nombres, y al momento dos capuchones de color púrpura, uno gris, uno castaño y uno blanco colgaban de las perchas, y allá fueron los enanos con las manos anchas metidas en los cinturones de oro y plata a reunirse con los otros. Ya casi eran un tropel. Unos pedían cerveza del país, otros cerveza negra, uno café, y todos ellos pastelillos; así que tuvieron al hobbit muy ocupado durante un rato.

Una gran cafetera había sido puesta a la lumbre, los pastelillos de semillas ya se habían acabado, y los enanos empezaban una ronda de bollos con mantequilla, cuando de pronto... un fuerte golpe. No un campanillazo, sino un fuerte toc-toc en la preciosa puerta verde del hobbit. ¡Alguien estaba llamando a bastonazos!

Bilbo corrió por el pasillo, muy enfadado, y por completo atribulado y compungido; éste era el miércoles más desagradable que pudiera recordar. Abrió la puerta de un bandazo, y todos rodaron dentro, uno sobre otro. Más enanos, ¡cuatro más! Y detrás Gandalf, apoyado en su vara y riendo. Había hecho una muesca bastante grande en la hermosa puerta; por cierto, también había borrado la marca secreta que pusiera allí la mañana anterior.

–¡Tranquilidad, tranquilidad! —dijo—. ¡No es propio de ti, Bilbo, tener a los amigos esperando en el felpudo y luego abrir la puerta de sopetón! ¡Déjame presentarte a Bifur, Bofur, Bombur, y sobre todo a Thorin!

–¡A vuestro servicio! —dijeron Bifur, Bofur y Bombur, los tres en hilera. En seguida colgaron dos capuchones amarillos y uno verde pálido; y también uno celeste con una larga borla de plata. Este último pertenecía a Thorin, un enorme e importante enano, de hecho nada más y nada menos que el propio Thorin Escudo de Roble, a quien no le gustó nada caer de bruces sobre el felpudo de Bilbo con Bifur, Bofur y Bombur sobre él. Ante todo, Bombur era enormemente gordo y pesado. Thorin era muy arrogante, y no dijo nada sobre servicio; pero el pobre señor Bolsón le repitió tantas veces que lo sentía, que el enano gruñó al fin: —Le ruego no lo mencione más —y dejó de fruncir el entrecejo.

–¡Vaya, ya estamos todos aquí! —dijo Gandalf, mirando la hilera de trece capuchones, una muy vistosa colección de capuchones, y su propio sombrero colgados en las perchas—. ¡Qué alegre reunión! ¡Espero que quede algo de comer y beber para los rezagados! ¿Qué es eso? ¡Té! ¡No, gracias! Para mí un poco de vino tinto.

–Y también yo —dijo Thorin.

–Y mermelada de frambuesa y tarta de manzana —dijo Bifur.

–Y pastelillos de carne y queso —dijo Bofur.

–Y pastel de carne de cerdo y también ensalada —dijo Bombur.

–Y más pasteles, y cerveza, y café, si no os importa —gritaron los otros enanos al otro lado de la puerta.

–Prepara unos pocos huevos. ¡Qué gran amigo! —gritó Gandalf mientras el hobbit corría a las despensas—. ¡Y saca el pollo frío y unos encurtidos!

«¡Parece conocer el interior de mi despensa tanto como yo!», pensó el señor Bolsón, que se sentía del todo desconcertado y empezaba a preguntarse si la más lamentable aventura no había ido a caer justo a su propia casa. Cuando terminó de apilar las botellas y los platos y los cuchillos y los tenedores y los vasos y las fuentes y las cucharas y demás cosas en grandes bandejas, estaba acalorado, rojo como la grana y muy fastidiado.

–¡Fustigados y condenados enanos! —dijo en voz alta—. ¿Por qué no vienen y me echan una mano? —Y he aquí que allí estaban Balin y Dwalin en la puerta de la cocina, y Fili y Kili tras ellos, y antes de que pudiese decir cuchillo, ya se habían llevado a toda prisa las bandejas y un par de mesas pequeñas al salón, y allí colocaron todo otra vez.

Gandalf se puso a la cabecera, con los trece enanos alrededor, y Bilbo se sentó en un taburete junto al fuego, mordisqueando una galleta (había perdido el apetito) e intentando aparentar que todo era normal y de ningún modo una aventura. Los enanos comieron y comieron, charlaron y charlaron, y el tiempo pasó. Por último echaron atrás las sillas, y Bilbo se puso en movimiento, recogiendo platos y vasos.

–Supongo que os quedaréis todos a cenar —dijo en uno de sus más educados y reposados tonos.

–¡Claro que sí! —dijo Thorin—, y después también. No nos meteremos en el asunto hasta más tarde, y antes podemos hacer un poco de música. ¡Ahora a levantar las mesas!

En seguida los doce enanos —no Thorin, él era demasiado importante, y se quedó charlando con Gandalf– se incorporaron de un salto, e hicieron enormes pilas con todas las cosas. Allá se fueron, sin esperar por las bandejas, llevando en equilibrio en una mano las columnas de platos, cada una de ellas con una botella encima, mientras el hobbit corría detrás casi dando chillidos de miedo: —¡Por favor, cuidado! —y– ¡Por favor, no se molesten! Yo me las arreglo. —Pero los enanos no le hicieron caso y se pusieron a cantar:

¡Desportillad los vasos y destrozad los platos!

¡Embotad los cuchillos, doblad los tenedores!

¡Esto es lo que Bilbo Bolsón detesta tanto!

¡Estrellad las botellas y quemad los tapones!

¡Desgarrad el mantel, pisotead la manteca,

y derramad la leche en la despensa!

¡Echad los huesos en la alfombra del cuarto!

¡Salpicad de vino todas las puertas!

¡Vaciad los cacharros en un caldero hirviente;

hacedlos trizas a barrotazos;

y cuando terminéis, si aún algo queda entero,

echadlo a rodar pasillo abajo!

¡Esto es lo que Bilbo Bolsón detesta tanto!

¡De modo que cuidado! ¡Cuidado con los platos!

Y desde luego no hicieron ninguna de estas cosas terribles, y todo se limpió y se guardó a la velocidad del rayo, mientras el hobbit daba vueltas y más vueltas en medio de la cocina intentando ver qué hacían. Al fin regresaron, y encontraron a Thorin con los pies en el guardafuego fumándose una pipa. Estaba haciendo unos enormes anillos de humo, y dondequiera que le dijera a uno que fuese, allí iba —chimenea arriba, o detrás del reloj sobre la repisa, o bajo la mesa, o girando y girando en el techo—, pero dondequiera que fuesen no eran bastante rápidos para escapar a Gandalf. ¡Pop! De la pipa de barro de Gandalf subía en seguida un anillo más pequeño que atravesaba el último anillo de Thorin. Luego el anillo de Gandalf tomaba un color verde, y bajaba a flotar sobre la cabeza del mago. Tenía ya toda una nube alrededor, y a la luz indistinta parecía una figura extraña y fantasmagórica. Bilbo permanecía inmóvil y observaba —le encantaban los anillos de humo– y se sonrojó al recordar qué orgulloso había estado de los anillos que en la mañana anterior lanzara al viento sobre La Colina.

–¡Ahora un poco de música! —dijo Thorin—. ¡Sacad los instrumentos!

Kili y Fili se apresuraron a buscar las bolsas y trajeron unos pequeños violines; Dori, Nori y Ori sacaron unas flautas de algún bolsillo de los capotes; Bombur tamborileó desde el vestíbulo; Bifur y Bofur salieron también, y volvieron con unos clarinetes que habían dejado entre los bastones. Dwalin y Balin dijeron: —¡Disculpadme, dejé el mío en el porche! —Y Thorin dijo:– ¡Trae el mío también! —Regresaron con unas violas tan grandes como ellos mismos, y con el arpa de Thorin envuelta en una tela verde. Era una hermosa arpa dorada, y cuando Thorin la rasgueó, los otros enanos empezaron juntos a tocar una música, tan súbita y dulcemente que Bilbo olvidó todo lo demás, y fue transportado a unas tierras distantes y oscuras, bajo lunas extrañas, lejos de El Agua y muy lejos del agujero-hobbit bajo La Colina.

La oscuridad penetró en la habitación por el ventanuco que se abría en la ladera de La Colina; el fuego parpadeaba —era abril– y aún seguían tocando, mientras la sombra de la barba de Gandalf danzaba contra la pared.

La oscuridad invadió toda la habitación, y el fuego se extinguió y las sombras se borraron; y todavía seguían tocando. Y de pronto, uno primero y luego otro, mientras tocaban, entonaron el canto grave que antaño cantaran los enanos, en lo más hondo de las viejas moradas, y estas líneas son como un fragmento de esa canción, aunque no hay comparación posible sin la música.

Más allá de las frías y brumosas montañas,

a mazmorras profundas y cavernas antiguas,

en busca del metal amarillo encantado,

hemos de ir, antes que el día nazca.

Los enanos echaban hechizos poderosos

mientras las mazas tañían como campanas,

en simas donde duermen criaturas sombrías,

en salas huecas bajo las montañas.

Para el antiguo rey y el señor de los Elfos

los enanos labraban martilleando

un tesoro dorado, y la luz atrapaban

y en gemas la escondían en la espada.

En collares de plata ponían y engarzaban

estrellas florecientes, el fuego del dragón

colgaban en coronas, en metal retorcido

entretejían la luz de la luna y del sol.

Más allá de las frías y brumosas montañas,

a mazmorras profundas y cavernas antiguas,

a reclamar el oro hace tiempo olvidado,

hemos de ir, antes de que el día nazca.

Allí para ellos mismos labraban las vasijas

y las arpas de oro; pasaban mucho tiempo

donde otros no cavaban; y allí muchas canciones

cantaron que los hombres o los Elfos no oyeron.

Los vientos ululaban en medio de la noche,

y los pinos rugían en la cima.

El fuego era rojo, y llameaba extendiéndose,

los árboles como antorchas de luz resplandecían.

Las campanas tocaban en el valle,

y hombres de cara pálida observaban el cielo,

la ira del dragón, más violenta que el fuego,

derribaba las torres y las casas.

La montaña humeaba a la luz de la luna;

los enanos oyeron los pasos del destino,

huyeron y cayeron y fueron a morir

a los pies del palacio, a la luz de la luna.

Más allá de las hoscas y brumosas montañas,

a mazmorras profundas y cavernas antiguas,

a quitarle nuestro oro y las arpas,

¡hemos de ir, antes que el día nazca!

Mientras cantaban, el hobbit sintió dentro de él el amor de las cosas hermosas hechas a mano con ingenio y magia; un amor fiero y celoso, el deseo de los corazones de los enanos. Entonces algo de los Tuk renació en él: deseó salir y ver las montañas enormes, y oír los pinos y las cascadas, y explorar las cavernas, y llevar una espada en vez de un bastón. Miró por la ventana. Las estrellas asomaban fuera en el cielo oscuro, sobre los árboles. Pensó en las joyas de los enanos que brillaban en las cavernas tenebrosas. De repente, en el bosque de más allá de El Agua se alzó un fuego —quizás alguien encendía una hoguera—, y pensó en dragones devastadores que invadían la pacífica Colina envolviendo todo en llamas. Se estremeció; y en seguida volvió a ser el sencillo señor Bolsón, de Bolsón Cerrado, Sotomonte otra vez.

Se incorporó temblando. Tenía muy pocas ganas de traer la lámpara, y apenas un poco más de fingir que iba a buscarla y marcharse y esconderse luego en la bodega detrás de los barriles de cerveza y no volver a salir hasta que los enanos se fueran. De pronto advirtió que la música y el canto habían cesado y que todos lo miraban con ojos brillantes en la oscuridad.

–¿Adónde vas? —le preguntó Thorin, en un tono que parecía querer mostrar que adivinaba los pensamientos contradictorios del hobbit.

–¿Qué os parece un poco de luz? —dijo Bilbo disculpándose.

–Nos gusta la oscuridad —dijeron todos los enanos—. ¡Oscuridad para asuntos oscuros! Faltan aún muchas horas hasta el alba.

–¡Por supuesto! —dijo Bilbo, y volvió a sentarse a toda prisa. No le acertó al taburete y se sentó en cambio en el guardafuegos, derribando con estrépito el atizador y la pala.

–¡Silencio! —dijo Gandalf—. ¡Que hable Thorin! —Y así fue como Thorin empezó.

–¡Gandalf, enanos y señor Bolsón! Nos hemos reunido en casa de nuestro amigo y compañero conspirador, este hobbit de lo más excelente y audaz. ¡Que nunca se le caiga el pelo de los pies! ¡Toda nuestra alabanza al vino y a la cerveza de la región!

Se detuvo a tomar un respiro y a esperar una cortés observación del hobbit, pero al pobre Bilbo se le habían agotado las cortesías, y movía la boca tratando de protestar porque lo habían llamado audaz, y peor que eso, compañero conspirador, aunque no emitió ningún sonido, se sentía de veras estupefacto. De modo que Thorin continuó:

–Nos hemos reunido aquí para discutir nuestros planes, medios, política y recursos. Emprenderemos ese largo viaje poco antes que rompa el día, un viaje que para algunos de nosotros, o quizá para todos (excepto para nuestro amigo y consejero, el ingenioso mago Gandalf) sea un viaje sin retorno. Éste es un momento solemne. Nuestro objetivo, supongo, todos lo conocemos bien. Para el estimable señor Bolsón, y quizá para uno o dos de los enanos más jóvenes (creo que acertaría si nombrara a Kili y a Fili, por ejemplo), la situación exacta y actual podría necesitar de una breve explicación...


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