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El Hobbit
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Текст книги "El Hobbit"


Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien



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Entonces la desenvainó. La espada brilló pálida y débil ante los ojos de Bilbo. «Así que es una hoja de los elfos, también», pensó, «y los trasgos no están muy cerca, aunque tampoco bastante lejos».

Pero de alguna manera se sintió reconfortado. Era bastante bueno llevar una hoja forjada en Gondolin para las guerras de los trasgos de las que había cantado tantas canciones; y también había notado que esas armas causaban gran impresión entre los trasgos que tropezaban con ellas de improviso.

«¿Volver?», pensó. «No sirve de nada. ¿Ir por algún camino lateral? ¡Imposible! ¿Ir hacia adelante? ¡No hay alternativa! ¡Adelante pues!» Y se incorporó y trotó llevando la espada alzada frente a él, una mano en la pared y el corazón palpitando.

Era evidente que Bilbo se encontraba en lo que puede llamarse un sitio estrecho. Pero recordad que no era tan estrecho para él como lo habría sido para vosotros o para mí. Los hobbits no se parecen mucho a la gente ordinaria, y aunque sus agujeros son unas viviendas muy agradables y acogedoras, adecuadamente ventiladas, muy distintas de los túneles de los trasgos, están más acostumbrados que nosotros a andar por galerías, y no pierden fácilmente el sentido de la orientación bajo tierra, no cuando ya se han recobrado de un golpe en el cráneo. También pueden moverse muy en silencio y esconderse con rapidez; se recuperan de un modo maravilloso de caídas y magulladuras, y tienen un fondo de prudencia y unos dichos juiciosos que la mayoría de los hombres no ha oído nunca o ha olvidado hace tiempo.

De cualquier modo, no me hubiera sentido a gusto en el sitio donde estaba el señor Bilbo. La galería parecía no tener fin. Todo lo que él sabía era que seguía bajando, siempre en la misma dirección, a pesar de un recodo y una o dos vueltas. Había pasadizos que partían de los lados aquí y allá, como podía saber por el brillo de la espada, o podía sentir con la mano en la pared. No les prestó atención, pero apresuraba el paso por temor a los trasgos o a cosas oscuras imaginadas a medias que asomaban en las bocas de los pasadizos. Adelante y adelante siguió, bajando y bajando; y todavía no se oía nada, excepto el zumbido ocasional de un murciélago que se le acercaba, asustándolo en un principio, pero que luego se repitió tanto que él dejó de preocuparse. No sé cuánto tiempo continuó así, odiando seguir adelante, no atreviéndose a parar, adelante y adelante, hasta que estuvo más cansado que cansado. Parecía que el camino continuaría así al día siguiente y más allá, perdiéndose en los días que vendrían después.

De pronto, sin ningún motivo, se encontró trotando en un agua fría como el hielo. ¡Uf! Esto lo reanimó, rápida y bruscamente. No sabía si el agua era sólo un estanque en medio del camino, la orilla de un arroyo que cruzaba el túnel bajo tierra, o el borde de un lago subterráneo, oscuro y profundo. La espada apenas brillaba. Se detuvo, y escuchando con atención alcanzó a oír unas gotas que caían desde un techo invisible en el agua de abajo; pero no parecía haber ningún otro tipo de ruido.

«De modo que es un lago o un pozo, y no un río subterráneo», pensó. Aun así no se atrevió a meterse en el agua a oscuras. No sabía nadar, y además pensaba en las criaturas barrosas y repugnantes, de ojos saltones y ciegos, que culebreaban sin duda en el agua. Hay extraños seres que viven en pozos y lagos en el corazón de los montes; pero cuyos antepasados llegaron nadando, sólo el cielo sabe hace cuánto tiempo, y nunca volvieron a salir, y los ojos les crecían, crecían y crecían mientras trataban de ver en la oscuridad; y allí hay también criaturas más viscosas que peces. Aun en los túneles y cuevas que los trasgos habían excavado para sí mismos, hay otras cosas vivas que ellos desconocen, cosas que han venido arrastrándose desde fuera para descansar en la oscuridad. Además, los orígenes de algunos de estos túneles se remontan a épocas anteriores a los trasgos, quienes sólo los ampliaron y unieron con pasadizos, y los primeros propietarios están todavía allí, en raros rincones, deslizándose y olfateando todo alrededor.

Aquí abajo junto al agua lóbrega vivía el viejo Gollum, una pequeña y viscosa criatura. No sé de dónde había venido, ni quién o qué era. Era Gollum: tan oscuro como la oscuridad, excepto dos grandes ojos redondos y pálidos en la cara flaca. Tenía un pequeño bote y remaba muy en silencio por el lago, pues lago era, ancho, profundo y mortalmente frío. Remaba con los grandes pies colgando sobre la borda, pero nunca agitaba el agua. No él. Los ojos pálidos e inexpresivos buscaban peces ciegos alrededor, y los atrapaba con los dedos largos, rápidos como el pensamiento. Le gustaba también la carne. Los trasgos le parecían buenos, cuando podía echarles mano; pero trataba de que nunca lo encontraran desprevenido. Los estrangulaba por la espalda si alguna vez bajaba uno de ellos hasta la orilla del agua, mientras él rondaba en busca de una presa. Rara vez lo hacían, pues tenían el presentimiento de que algo desagradable acechaba en las profundidades, debajo de la raíz misma de la montaña. Cuando excavaban los túneles, tiempo atrás, habían llegado hasta el lago y descubrieron que no podían ir más lejos. De modo que para ellos el camino terminaba en esa dirección, y de nada les valía merodear por allí, a menos que el Gran Trasgo los enviase. A veces tenían la ocurrencia de buscar peces en el lago, y a veces ni el trasgo ni el pescado volvían.

Gollum vivía en verdad en una isla de roca barrosa en medio del lago. Observaba a Bilbo desde lejos con los ojos pálidos como telescopios. Bilbo no podía verlo, mientras el otro lo miraba, perplejo; parecía evidente que no era un trasgo.

Gollum se metió en el bote y se alejó de la isla. Bilbo, sentado a orillas del agua, se sentía desconcertado, como si hubiese perdido el camino y el juicio. De pronto asomó Gollum, que cuchicheó y siseó:

–¡Bendícenos y salpícanos, preciosso mío! Me huelo un banquete selecto; por lo menos nos daría para un sabroso bocado, ¡gollum! —Y cuando dijo gollumhizo con la garganta un ruido horrible como si engullera. Y así fue como le dieron ese nombre, aunque él siempre se llamaba a sí mismo «preciosso mío».

El hobbit dio un brinco cuando oyó el siseo, y de repente vio los ojos pálidos clavados en él.

–¿Quién eres? —preguntó, adelantando la espada.

–¿Qué ess él, preciosso mío? —susurró Gollum (que siempre se hablaba a sí mismo, porque no tenía a ningún otro con quien hablar). Eso era lo que quería descubrir, pues en verdad no tenía mucha hambre, sólo curiosidad; de otro modo hubiese estrangulado primero y susurrado después.

–Soy el señor Bilbo Bolsón. He perdido a los enanos y al mago y no sé dónde estoy, y tampoco quiero saberlo, si pudiera salir.

–¿Qué tiene él en las manoss? —dijo Gollum mirando la espada, que no le gustaba mucho.

–¡Una espada, una hoja nacida en Gondolin!

–Sss —dijo Gollum, y en un tono más cortés—: Quizá se siente aquí y charle conmigo un rato, preciosso mío. ¿Le gustan los acertijos? Quizá sí, ¿no? —Estaba ansioso por parecer amable, al menos por un rato, y hasta que supiese algo más sobre la espada y el hobbit: si realmente estaba solo, si era bueno para comer, y si Gollum mismo tenía mucha hambre.

Acertijos era todo en lo que podía pensar. Proponerlos y de vez en cuando encontrar alguna solución había sido el único entretenimiento que había compartido con otras alegres criaturas, sentadas en sus agujeros, hacía muchos, muchos años, antes de que se quedara sin amigos y de que lo echasen, y en soledad se arrastrara descendiendo y descendiendo, a la oscuridad bajo las montañas.

–Muy bien —dijo Bilbo, muy dispuesto a mostrarse de acuerdo hasta descubrir algo más acerca de la criatura: si había venido sola, si estaba furiosa o hambrienta, y si era amiga de los trasgos.

–Tú preguntas primero —dijo, pues no había tenido tiempo de pensar en un acertijo.

Así que Gollum siseó:

Las raíces no se ven,

y es más alta que un árbol.

Arriba y arriba sube,

y sin embargo no crece.

—¡Fácil! —dijo Bilbo—. Una montaña, supongo.

–¿Lo adivinó fácilmente? ¡Tendría que competir con nosotros, preciosso mío! Si preciosso pregunta y él no responde, nos lo comemos, preciosso. Si él pregunta y no contestamos, haremos lo que él quiera, ¿eh? ¡Le enseñaremos el camino de la salida, sí!

–De acuerdo —dijo Bilbo, no atreviéndose a discrepar y con el cerebro casi estallándole mientras pensaba en un acertijo que pudiese salvarlo de la olla.

Treinta caballos blancos

en una sierra bermeja.

Primero mordisquean,

y luego machacan,

y luego descansan.

Eso era todo lo que se le ocurría preguntar; la idea de comer le daba vueltas en la cabeza. Era además un acertijo bastante viejo, y Gollum conocía la respuesta tan bien como vosotros.

–Chiste viejo, chiste viejo —susurró—. ¡Los dientes, los dientes, preciosso mío! ¡Pero sólo tenemos seis!, preciosso. —Y en seguida propuso una segunda adivinanza.

Canta sin voz,

vuela sin alas,

sin dientes muerde,

sin boca habla.

—¡Un momento! —gritó Bilbo, incómodo, pensando aún en cosas que se comían. Por fortuna una vez había oído algo semejante, y recobrando el ingenio, pensó en la respuesta—. El viento, el viento, naturalmente —dijo, y quedó tan complacido que inventó en el acto otro acertijo. «Esto confundirá a esta asquerosa criaturita subterránea», pensó.

Un ojo en la cara azul

vio un ojo en la cara verde.

«Ese ojo es como este ojo»,

dijo el ojo primero,

«pero en lugares bajos,

y no en lugares altos».

—Ss, ss, ss —dijo Gollum. Había estado bajo tierra mucho tiempo, y estaba olvidando esa clase de cosas. Pero cuando Bilbo ya esperaba que el desdichado no podría responder, Gollum sacó a relucir recuerdos de tiempos y tiempos y tiempos atrás, cuando vivía con su abuela en un agujero a orillas de un río—. Ss, ss, ss, preciosso mío —dijo—. Quiere decir el sol sobre las margaritas, eso quiere decir.

Pero estos acertijos sobre las cosas cotidianas al aire libre lo fatigaban. Le recordaban también los días en que aún no era una criatura tan solitaria y furtiva y repugnante, y lo sacaban de quicio. Más aún, le daban hambre, así que esta vez pensó en algo un poco más desagradable y difícil.

No puedes verla ni sentirla,

y ocupa todos los huecos;

no puedes olerla ni oírla,

está detrás de los astros,

y está al pie de las colinas,

llega primero, y se queda;

mata risas y acaba vidas.

Para desgracia de Gollum, Bilbo había oído algo parecido en otros tiempos, y de cualquier modo la respuesta fue rotunda. —¡La oscuridad! —dijo, sin ni siquiera rascarse la cabeza o ponerse la gorra de pensar.

Caja sin llave, tapa o bisagras,

pero dentro un tesoro dorado guarda.

Bilbo preguntó para ganar tiempo, hasta que pudiese pensar algo más difícil. Creyó que era un acertijo asombrosamente viejo y fácil, aunque no con estas mismas palabras, pero resultó ser un horrible problema para Gollum. Siseaba entre dientes, sin encontrar la respuesta, murmurando y farfullando.

Al cabo de un rato Bilbo empezó a impacientarse. —Bueno, ¿qué es? —preguntó—. La respuesta no es una marmita hirviendo, como pareces creer, por el ruido que haces.

–Una oportunidad, que nos dé una oportunidad, preciosso mío... ss... ss...

–¡Bien! —dijo Bilbo tras esperar largo rato—. ¿Qué hay de tu respuesta?

Pero de súbito Gollum se vio robando en los nidos, hacía mucho tiempo, y sentado en el barranco del río enseñando a su abuela, enseñando a su abuela a sorber... —¡Huevoss! —siseó—. ¡Huevoss, eso ess! —y en seguida preguntó:

Todos viven sin aliento;

y fríos como los muertos,

nunca con sed, siempre bebiendo,

todos en mallas, siempre en silencio.

El propio Gollum se dijo que la adivinanza era asombrosamente fácil, pues él pensaba día y noche en la respuesta. Pero por el momento no se le ocurrió nada mejor, tan aturdido estaba aún por la cuestión del huevo. De cualquier modo fue todo un problema para Bilbo, quien nunca había tenido nada que ver con el agua cuando había podido evitarlo. Imagino que ya conocéis la respuesta, no lo dudo, o que podéis adivinarla en un abrir y cerrar de ojos, ya que estáis cómodamente sentados en casa, y el peligro de ser comidos no turba vuestros pensamientos. Bilbo se sentó y carraspeó una o dos veces, pero la respuesta no llegó.

Al cabo Gollum se puso a sisear entre dientes, complacido. —¿Es agradable, preciosso mío? ¿Es jugoso? ¿Cruje de rechupete? —Espió a Bilbo en la oscuridad.

–Un momento —dijo Bilbo temblando de miedo—. Yo te he dado una buena oportunidad hace poco.

–¡Tiene que darse prisa, darse prisa! —dijo Gollum, comenzando a pasar del bote a la orilla para acercarse a Bilbo. Pero cuando puso en el agua las patas grandes y membranosas, un pez saltó espantado y cayó sobre los pies de Bilbo.

–¡Uf! —dijo—, ¡que frío y pegajoso! —y así acertó—. ¡Un pez, un pez! —gritó—. ¡Es un pez!

Gollum quedó horriblemente desilusionado; pero Bilbo le propuso otro acertijo tan rápido como le fue posible, y Gollum tuvo que volver al bote y pensar.

Sin-piernas se apoya en una pierna; dos-piernas se sienta cerca de tres-piernas, y cuatro-piernas consiguió algo.

No era realmente el momento apropiado para este acertijo pero Bilbo estaba en un apuro. A Gollum le habría costado bastante acertar si Bilbo lo hubiera preguntado en otra ocasión. Tal como ocurrió, hablando de peces, «sin piernas» no parecía muy difícil, y el resto fue obvio. «Un pez sobre una mesa pequeña, un hombre a la mesa, y el gato que consigue las espinas.» Ésa era la respuesta, por supuesto, y Gollum la encontró pronto. Entonces pensó que ya era momento de preguntar algo horrible y difícil. Esto fue lo que dijo:

Devora todas las cosas:

aves, bestias, plantas y flores;

roe el hierro, muerde el acero,

y pulveriza la peña compacta;

mata reyes, arruina ciudades

y derriba las altas montañas.

El pobre Bilbo sentado en la oscuridad pensó en todos los horribles nombres de gigantes y ogros que alguna vez había oído en los cuentos, pero ninguno hacía todas esas cosas. Tenía el presentimiento de que la respuesta era muy diferente y que la sabía de algún modo, pero no era capaz de ponerse a pensar. Empezó a sentir miedo, y esto es malo para pensar. Gollum salió entonces del bote. Saltó al agua y avanzó hacia la orilla. Bilbo alcanzaba a ver los ojos que se acercaban. La lengua parecía habérsele pegado al paladar; quería gritar: ¡Dame tiempo! Pero todo lo que salió en un súbito chillido fue:

—¡Tiempo! ¡Tiempo!

Bilbo se salvó por pura suerte. Pues naturalmente ésta era la respuesta.

Gollum quedó otra vez desilusionado; ahora estaba enojándose y cansándose del juego. Le había dado mucha hambre en verdad, y no volvió al bote. Se sentó en la oscuridad junto a Bilbo. Esto incomodó todavía más al hobbit y le nubló el ingenio.

–Ahora él tiene que hacernos una pregunta, preciosso mío, sí, ssí, ssí. Una pregunta máss para acertar, sí, ssí —dijo Gollum.

Pero Bilbo no podía pensar en ningún acertijo con aquella cosa asquerosamente fría y húmeda al lado, sobándolo y empujándolo. Se rascaba, se pellizcaba; y seguía sin poder pensar.

–¡Pregúntenos! ¡Pregúntenos! —decía Gollum.

Bilbo se pellizcaba y se palmoteaba; aferró la espada con una mano y tanteó el bolsillo con la otra. Allí encontró el anillo que había recogido en el túnel, y que había olvidado.

–¿Qué tengo en el bolsillo? —dijo, en voz alta. Hablaba consigo mismo, pero Gollum creyó que era un acertijo y se sintió terriblemente desconcertado.

–¡No vale! ¡No vale! —siseó—. ¿No es cierto que no vale, preciosso mío, preguntarnos qué tiene en los asquerosos bolsillitos?

Bilbo, viendo lo que había pasado y no teniendo nada mejor que decir, repitió la pregunta en voz más alta: —¿Qué hay en mis bolsillos?

–Sss —siseó Gollum—. Tiene que darnos tres oportunidades, preciosso mío, tress oportunidadess.

–¡De acuerdo! ¡Adivina! —dijo Bilbo.

–¡Las manoss! —dijo Gollum.

–Falso —dijo Bilbo, quien por fortuna había retirado la mano otra vez—. ¡Prueba de nuevo!

–Sss —dijo Gollum más desconcertado que nunca.

Pensó en todas las cosas que él llevaba en los bolsillos: espinas de pescado, dientes de trasgos, conchas mojadas, un trozo de ala de murciélago, una piedra aguzada para afilarse los colmillos, y otras cosas repugnantes. Intentó pensar en lo que otra gente podía llevar en los bolsillos.

–¡Un cuchillo! —dijo al fin.

–¡Falso! —dijo Bilbo, que había perdido el suyo hacía tiempo—. ¡Última oportunidad!

Ahora Gollum se sentía mucho peor que cuando Bilbo le había planteado el acertijo del huevo. Siseó, farfulló y se balanceó adelante y atrás, golpeteando el suelo con los pies, y se meneó y retorció; sin embargo no se decidía, no quería echar a perder esa última oportunidad.

–¡Vamos! —dijo Bilbo—. ¡Estoy esperando!

Trató de parecer valiente y jovial, pero no estaba muy seguro de cómo terminaría el juego, ya Gollum acertase o no.

–¡Se acabó el tiempo! —dijo.

–¡Una cuerda o nada! —chilló Gollum, quien no respetaba del todo las reglas, respondiendo dos cosas a la vez.

–¡Las dos mal! —gritó Bilbo, mucho más aliviado; e incorporándose de un salto, se apoyó de espaldas en la pared más próxima y desenvainó la pequeña espada. Naturalmente, sabía que el torneo de las adivinanzas era sagrado y de una antigüedad inmensa, y que aun las criaturas malvadas temían hacer trampas mientras jugaban. Pero sentía también que no podía confiar en que aquella criatura viscosa mantuviera una promesa. Cualquier excusa le parecería apropiada para eludirla. Y al fin y al cabo la última pregunta no había sido un acertijo genuino de acuerdo con las leyes ancestrales.

Pero sin embargo Gollum no lo atacó en seguida. Miraba la espada que Bilbo tenía en la mano. Se quedó sentado, susurrando y estremeciéndose. Al fin, Bilbo no pudo esperar más.

–Y bien —dijo—, ¿qué hay de tu promesa? Me quiero ir; tienes que enseñarme el camino.

–¿Dijimos eso, preciosso? Mostrarle la salida al pequeño y asqueroso Bolsón, sí, sí. Pero ¿qué tiene él en los bolsillos? ¡Ni cuerda, preciosso, ni nada! ¡Oh, no! ¡Gollum!

–No te importa —dijo Bilbo—; una promesa es una promesa.

–Vaya, ¡qué prisa! ¡Impaciente, preciosso! —siseó Gollum—, pero tiene que esperar, sí. No podemos subir por los pasadizos tan de prisa; primero tenemos que recoger cosas, sí, cosas que nos ayuden.

–¡Bien, apresúrate! —dijo Bilbo, aliviado al pensar que Gollum se marchaba. Creía que sólo se estaba excusando, y que no pensaba volver. ¿De qué hablaba Gollum? ¿Qué cosa útil podía guardar en el lago oscuro? Pero se equivocaba. Gollum pensaba volver. Estaba enfadado ahora y hambriento. Y era una miserable y malvada criatura y ya tenía un plan.

No muy lejos estaba su isla, de la que Bilbo nada sabía; y allí, en un escondrijo, guardaba algunas sobras miserables y una cosa muy hermosa, muy maravillosa. Tenía un anillo, un anillo de oro, un anillo precioso.

–¡Mi regalo de cumpleaños! —murmuraba, como había hecho a menudo en los oscuros días interminables—. Eso es lo que ahora queremoss, sí, ¡lo queremoss!

Lo quería porque era un anillo de poder, y si os lo poníais en el dedo, erais invisibles. Sólo a plena luz del sol podrían veros, y sólo por la sombra, temblorosa y tenue.

–¡Mi regalo de cumpleaños! ¡Llegó a mí el día de mi cumpleaños, preciosso mío! —Así monologaba Gollum. Pero nadie sabe cómo Gollum había conseguido aquel regalo, hacía siglos, en los viejos días, cuando tales anillos abundaban en el mundo. Quizá ni el propio Amo que los gobernaba a todos podía decirlo. Al principio Gollum solía llevarlo puesto hasta que le cansó, y desde entonces lo guardó en una bolsa pegada al cuerpo, hasta que le lastimó la piel, y desde entonces lo tuvo escondido en una roca de la isla, y siempre volvía a mirarlo. Y aún a veces se lo ponía, cuando no aguantaba estar lejos de él ni un momento más, o cuando estaba muy, muy hambriento, y harto de pescado. Entonces se arrastraba por pasadizos oscuros, en busca de trasgos extraviados. Se aventuraba incluso en sitios donde había antorchas encendidas que lo hacían parpadear y le irritaban los ojos. Estaba seguro, oh, sí, muy seguro. Nadie lo veía, nadie notaba que estaba allí hasta que les apretaba la garganta con las manos. Lo había llevado puesto, hacía sólo unas pocas horas y había capturado un pequeño trasgo. ¡Cómo había chillado! Aún le quedaban uno o dos huesos por roer, pero deseaba algo más tierno.

–Muy seguro, sí —se decía—. No nos verá, ¿verdad, preciosso mío? No, y la asquerosa espadita será inútil, ¡sí, bastante inútil!

Eso es lo que escondía en su pequeña mollera malvada mientras se apartaba bruscamente de Bilbo y chapoteaba hacia el bote, perdiéndose en la oscuridad. Bilbo creyó que nunca lo volvería a oír; aun así, esperó un rato, pues no tenía idea de cómo encontrar solo el camino de salida. De pronto, oyó un chillido. Un escalofrío le bajó por la espalda. Gollum maldecía y se lamentaba en las tinieblas, no muy lejos. Estaba en su isla, revolviendo aquí y allá, buscando y rebuscando en vano.

–¿Dónde está? ¿Dónde está? —sollozaba—. Sse ha perdido, preciosso mío, ¡perdido, perdido! ¡Maldíganos y aplástenos, mi preciosso, se ha perdido!

–¿Qué pasa? —preguntó Bilbo—. ¿Qué has perdido?

–No tiene que preguntarnos, no es asunto ssuyo, ¡no, gollum! —chilló Gollum—, perdido, perdido, gollum, gollum, gollum.

–Bueno, yo también me he perdido y quiero saber dónde estoy. Gané la pugna y tú hiciste una promesa. Así que ¡adelante! ¡Ven y condúceme fuera, y luego, sigue buscando! —Aunque Gollum parecía inconsolable, Bilbo no lo compadecía demasiado, tenía la impresión de que una cosa que Gollum quería tanto no podía ser nada bueno—. ¡Vamos! —gritó.

–¡No, aún no, preciosso! —le respondió Gollum—. Tenemos que buscarlo pues se ha perdido, ¡gollum!

–Pero no acertaste mi última pregunta e hiciste una promesa —dijo Bilbo.

–¡Nunca lo imaginé! —dijo Gollum. De repente un agudo siseo brotó de la oscuridad—. ¿Qué tiene en los bolsilloss? Que nos lo diga. Primero tiene que decirlo.

Hasta donde Bilbo sabía, no había ninguna razón particular para no decírselo. Más rápida que la suya, la mente de Gollum había cazado en el aire un presentimiento; pues durante siglos había estado preocupada por esa única cosa, temiendo siempre que se la quitaran. Pero la demora impacientaba a Bilbo. Al fin y al cabo, había ganado el juego, con bastante limpieza, y corriendo un riesgo terrible. —Las preguntas eran para acertarlas, no para decirlas —dijo.

–Pero no fue juego limpio —dijo Gollum—. No era un verdadero acertijo, preciosso, no.

–¡Oh, bien!, si se trata de preguntas corrientes yo he hecho una antes —respondió Bilbo—. ¿Qué has perdido, quieres decirme?

–¿Qué tiene en los bolsilloss? —El sonido llegó siseando más agudo y fuerte, y como Gollum estaba mirándolo, Bilbo vio alarmado dos pequeños puntos de luz que lo observaban. A medida que la sospecha crecía en la mente de Gollum, la luz le ardía en los ojos con una llama descolorida.

–¿Qué has perdido? —insistió Bilbo.

Pero la luz en los ojos de Gollum era ahora un fuego verde y se acercaba con rapidez. Gollum estaba de nuevo en el bote, remando como desesperado de vuelta a la orilla; y tal era la rabia por la pérdida y la sospecha que tenía en el corazón, que ya no le atemorizaba ninguna espada.

Bilbo no podía adivinar qué había maquinado la malvada criatura, pero vio que todo estaba descubierto, y que Gollum pretendía terminar con él, sea como fuere. Justo a tiempo se volvió y corrió a ciegas, subiendo el pasadizo que había bajado antes, manteniéndose pegado a la pared y tocándola con la mano izquierda.

–¿Qué tiene en los bolsilloss? —Bilbo oyó el siseo fuerte detrás de él, y el chapoteo cuando Gollum saltó del bote. «Qué tengo yo, me pregunto», se dijo, mientras avanzaba jadeando y tropezando. Se metió la mano izquierda en el bolsillo. El anillo estaba muy frío cuando se le deslizó de pronto en el dedo índice, con el que tanteaba buscando.

El siseo estaba detrás, muy cerca. Bilbo se volvió y vio los ojos de Gollum como pequeñas lámparas verdes que subían la pendiente. Aterrorizado, intentó correr más rápido y cayó cuan largo era, con la pequeña espada debajo del cuerpo.

Gollum estuvo en seguida sobre él. Pero antes que Bilbo pudiese hacer algo, recuperar el aliento, levantarse o esgrimir la espada, Gollum pasó de largo sin prestarle atención, maldiciendo y murmurando mientras corría.

¿Qué podía significar esto? Gollum veía en la oscuridad. Bilbo alcanzaba a distinguir la luz pálida de los ojos, aun desde atrás. Se levantó, dolorido, envainó la espada, que ahora brillaba débilmente otra vez, y con mucha cautela siguió andando. Parecía que no se podía hacer otra cosa. No convenía volver arrastrándose a las aguas de Gollum. Quizá si lo seguía, Gollum lo conduciría sin querer hasta alguna vía de escape.

–¡Maldito ssea! ¡Maldito ssea! ¡Maldito ssea! —siseaba Gollum—. ¡Maldito Bolsón! ¡Se ha ido! ¿Qué tiene en los bolsilloss? ¡Oh, lo suponemos, lo adivinamos! Preciosso mío. Lo ha encontrado, ssí, tiene que tenerlo. Mi regalo de cumpleaños.

Bilbo aguzó el oído. Por fin estaba empezando a adivinar. Apresuró el paso, acercándose a Gollum por detrás hasta donde se atrevió. Gollum corría aún de prisa, sin mirar atrás, pero volviendo la cabeza a los lados, como Bilbo podía ver por el pálido reflejo de luz en las paredes.

–¡Mi regalo de cumpleaños! ¡Maldito! ¿Cómo lo perdimos, preciosso mío? Sí, eso es. ¡Maldito sea! Cuando vinimos por aquí la última vez, cuando estrujamos a aquel asqueroso jovencito chillón. Eso es. ¡Maldito sea! Se nos cayó, ¡después de tantos siglos y siglos! No está, ¡gollum!

De pronto Gollum se sentó y se puso a sollozar, con un ruido silbante y gorgoteante, horrible al oído. Bilbo se detuvo, pegándose a la pared de la galería. Pasado un rato, Gollum dejó de lloriquear. Parecía tener una discusión consigo mismo.

–No vale la pena volver a buscarlo, no. No recordamos todos los lugares que hemos visitado. Y no serviría de nada. El Bolsón lo tiene en sus bolsilloss; el asqueroso fissgón lo ha encontrado, lo decimos nosotross.

»Lo suponemos, preciosso, sólo lo suponemos. No podemos estar seguros hasta encontrar a la asquerosa criatura y estrujarla. Pero no conoce las virtudes que tiene, ¿verdad? Sólo lo guarda en los bolsillos. No lo sabe y no puede ir muy lejos. Se ha perdido el puerco fissgón. No conoce la salida. Eso fue lo que dijo.

»Así dijo, sí, pero es un tramposo. ¡No dice lo que piensa! No dirá lo que tiene en los bolsillos. Lo sabe. Conoce el camino de entrada; tiene que conocer el de salida. Está más allá de la puerta trasera. Hacia la puerta trasera, eso es.

»Los trasgos lo capturarán entonces. No puede salir por ahí, preciosso.

»Sss, sss, ¡gollum! ¡Trasgoss! Sí, pero si tiene el regalo, nuestro regalo de cumpleaños, entonces los trasgos lo tomarán, ¡gollum! Descubrirán, descubrirán sus propiedades. ¡Nunca más estaremos seguros, gollum! Uno de los trasgos se lo pondrá y no lo verá nadie. Estará allí, pero nadie podrá verlo. Ni siquiera nuestros más agudos ojoss, y se acercará escurriéndose y engañando y nos capturará, ¡gollum! ¡gollum!

»¡Dejemos la charla, preciosso, y vayamos de prisa! Si el Bolsón se ha ido por ahí, tenemos que apresurarnos y verlo. ¡Vamoss! No puede estar muy lejos. ¡De prisa!

Gollum se levantó de un brinco y se alejó bamboleándose, a grandes zancadas. Bilbo corrió tras él, todavía cauteloso, aunque ahora lo que más temía era tropezar de nuevo y caer haciendo ruido. Tenía en la cabeza un torbellino de asombro y esperanza. Parecía que el anillo que llevaba era un anillo mágico: ¡te hacía invisible! Había oído de tales cosas, por supuesto, en antiguos relatos; pero le costaba creer que en realidad él, por accidente, había encontrado uno. Sin embargo, así era: Gollum había pasado de largo sólo a una yarda.

Siguieron adelante, Gollum avanzando a los trompicones, siseando y maldiciendo; Bilbo detrás, tan silenciosamente como puede marchar un hobbit. Pronto llegaron a unos lugares donde, como había notado Bilbo al bajar, se abrían pasadizos a los lados, uno acá, otro allá. Gollum comenzó en seguida a contarlos.

–Uno a la izquierda, sí. Uno a la derecha, sí. Dos a la derecha, sí, sí; dos a la izquierda, eso es. —Y así una vez y otra.

A medida que la cuenta crecía, aflojó el paso sollozando y temblando. Pues cada vez se alejaba más del agua, y tenía miedo. Los trasgos acechaban quizá, y él había perdido el anillo. Por fin se detuvo ante una abertura baja, a la izquierda.

–Siete a la derecha, sí. Seis a la izquierda, ¡bien! —susurró—. Éste es. Éste es el camino de la puerta trasera. ¡Aquí está el pasadizo!

Miró hacia adentro y se retiró, vacilando. —Pero no nos atreveremos a entrar, preciosso, no nos atreveremos. Hay trasgos allá abajo. Montones de trasgoss. Los olemos. ¡Sss!

»¿Qué podemos hacer? ¡Malditos y aplastados sean! Tenemos que esperar aquí, preciosso, esperar un momento y observar.

Y así se detuvieron. Al fin y al cabo, Gollum había traído a Bilbo hasta la salida, ¡pero Bilbo no podía cruzarla! Allí estaba Gollum, acurrucado justamente en la abertura, y los ojos le brillaban fríos mientras movía la cabeza a un lado y a otro entre las rodillas.

Bilbo se arrastró, apartándose de la pared, más callado que un ratón; pero Gollum se enderezó en seguida y venteó en torno y los ojos se le pusieron verdes. Siseó, en un tono bajo aunque amenazador. No podía ver al hobbit, pero ahora estaba atento, y tenía otros sentidos que la oscuridad había aguzado: olfato y oído. Parecía que se había agachado, con las palmas de las manos extendidas sobre el suelo, la cabeza estirada hacia adelante y la nariz casi tocando la piedra. Aunque era sólo una sombra negra en el brillo de sus propios ojos, Bilbo alcanzaba a verlo o sentirlo: tenso como la cuerda de un arco, dispuesto a saltar.

Bilbo casi dejó de respirar y también se quedó quieto. Estaba desesperado. Tenía que escapar, salir de aquella horrible oscuridad mientras le quedara alguna fuerza. Tenía que luchar. Tenía que apuñalar a la asquerosa criatura, sacarle los ojos, matarla. Quería matarlo a él. No, no sería una lucha limpia. Él era invisible ahora. Gollum no tenía espada. No había amenazado matarlo, o no lo había intentado aún. Y era un ser miserable, solitario, perdido. Una súbita comprensión, una piedad mezclada con horror asomó en el corazón de Bilbo: un destello de interminables días iguales, sin luz ni esperanza de algo mejor, dura piedra, frío pescado, pasos furtivos, y susurros. Todos estos pensamientos se le cruzaron como un relámpago. Se estremeció. Y entonces, de pronto, en otro relámpago, como animado por una energía y una resolución nuevas, saltó hacia adelante.


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