Текст книги "El Hobbit"
Автор книги: John Ronald Reuel Tolkien
Жанр:
Эпическая фантастика
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—¿Qué es todo ese tumulto en el bosque? —dijo el Señor de las Águilas. Estaba posado, negro a la luz de la luna, en la cima de una solitaria cumbre rocosa del borde oriental de las montañas—. ¡Oigo voces de lobos! ¿Andarán los trasgos de fechorías en los bosques?
Se elevó en el aire, e inmediatamente dos de los guardianes del Señor lo siguieron saltando desde las rocas de los lados. Volaron en círculos arriba en el cielo, y observaron el anillo de los wargos, un minúsculo punto muy, muy abajo. Pero las águilas tienen ojos penetrantes y pueden ver cosas pequeñas desde una gran distancia. El Señor de las Águilas de las Montañas Nubladas tenía ojos capaces de mirar al sol sin un parpadeo y de ver un conejo que se movía allá abajo a una milla a la luz pálida de la luna. De modo que, aunque no alcanzaba a ver a la gente en los árboles, podía distinguir los movimientos de los lobos y los minúsculos destellos del fuego, y oía los aullidos y gañidos que se elevaban tenues desde allá abajo. También pudo ver el destello de la luna en las lanzas y yelmos de los trasgos, cuando unas largas hileras de esta gente malvada se arrastraron con cautela, bajando las laderas de la colina desde la entrada a los túneles, y serpenteando en el bosque.
Las águilas no son aves bondadosas. Algunas son cobardes y crueles. Pero la raza ancestral de las montañas del norte era la más grande entre todas. Altivas y fuertes, y de noble corazón, no querían a los trasgos, ni les temían. Cuando les prestaban alguna atención (lo que era raro, pues no se alimentaban de tales criaturas), se precipitaban sobre ellos y los obligaban a retirarse chillando a las cuevas, y detenían cualquier maldad en que estuviesen empeñados. Los trasgos odiaban a las águilas y les tenían miedo, pero no podían alcanzar aquellos encumbrados sitiales, ni sacarlas de las montañas.
Esa noche el Señor de las Águilas tenía mucha curiosidad por saber qué se estaba tramando; de modo que convocó a otras águilas, y juntas volaron desde las cimas, y trazando círculos lentamente, siempre girando y girando, bajaron y bajaron y bajaron hacia el anillo de los lobos y el sitio en que se reunían los trasgos.
¡Algo muy bueno, por cierto! Cosas espantosas habían estado sucediendo allí abajo. Los lobos alcanzados por las llamas habían huido al bosque, y habían prendido fuego en varios sitios. Era pleno verano, y en este lado oriental de las montañas había llovido poco en los últimos tiempos. Helechos amarillentos, ramas caídas, espesas capas de agujas de pino, y aquí y allá árboles secos, pronto empezaron a arder. Todo alrededor del claro de los wargos el fuego se elevaba en llamaradas. Pero los lobos guardianes no abandonaban los árboles. Enloquecidos y coléricos saltaban y aullaban al pie de los troncos, y maldecían a los enanos en aquel horrible lenguaje, con las lenguas fuera y los ojos brillantes tan rojos y fieros como las llamas.
Entonces, de súbito, los trasgos llegaron corriendo y aullando. Pensaban que se estaba librando una batalla contra los hombres de los bosques, pero pronto advirtieron lo que ocurría. Unos pocos llegaron a sentarse y rieron. Otros blandieron las lanzas y golpearon los mangos contra los escudos. Los trasgos no temen al fuego, y pronto tuvieron un plan que les pareció de lo más divertido. Algunos reunieron a todos los lobos en una manada. Otros apilaron helechos y brezos alrededor de los troncos, y se precipitaron en torno, y pisotearon y golpearon, golpearon y pisotearon, hasta que apagaron casi todos los fuegos, pero no los más próximos a los árboles donde estaban los enanos. Estos fuegos los alimentaron con hojas, ramas secas y helechos. Pronto un anillo de humo y llamas rodeó a los enanos, un anillo que no crecía hacia fuera, pero que se iba cerrando lentamente, hasta que el fuego lamió la leña apilada bajo los árboles. El humo llegaba a los ojos de Bilbo, podía sentir el calor de las llamas; y a través de la humareda alcanzaba a ver a los trasgos que danzaban, girando y girando, en un círculo, como gente que celebraba alrededor de una hoguera la llegada del verano. Fuera del círculo de guerreros danzantes, armados con lanzas y hachas, los lobos se mantenían apartados, observando y aguardando.
Bilbo pudo oír a los trasgos que entonaban ahora una horrible canción:
¡Quince pájaros en cinco abetos,
las plumas aventadas por una brisa ardiente!
Pero, qué extraños pájaros, ¡ninguno tiene alas!
¡Oh! ¿Qué haremos con estas raras gentes?
¿Asarlas vivas, o hervirlas en la olla;
o freírlas, cocerlas y comerlas calientes?
Luego se detuvieron y gritaron: —¡Volad, pajaritos! ¡Volad si podéis! ¡Bajad, pajaritos; os asaréis en vuestros nidos! ¡Cantad, cantad, pajaritos! ¿Por qué no cantáis?
–¡Alejaos, chiquillos! —gritó Gandalf por respuesta—. No es época de buscar nidos. Y los chiquillos traviesos que juegan con fuego reciben lo que se merecen. —Lo dijo para enfadarlos, y para mostrarles que no tenía miedo, aunque en verdad lo tenía, mago y todo como era. Pero los trasgos no le prestaron atención, y siguieron cantando.
¡Que ardan, que ardan, árboles y helechos!
¡Marchitos y abrasados! Que la antorcha siseante
ilumine la noche para nuestro contento.
¡Ea ya!
¡Que los cuezan, los frían y achicharren,
hasta que ardan las barbas, y los ojos se nublen;
y hiedan los cabellos y estallen los pellejos,
se disuelvan las grasas, y los huesos renegros
descansen en cenizas bajo el cielo!
Así los enanos morirán,
la noche iluminando para nuestro contento.
¡Ea ya!
¡Ea pronto ya!
¡Ea que va!
Y con ese ¡ea que va!las llamas llegaron bajo el árbol de Gandalf. En un momento se extendieron a los otros. La corteza ardió, las ramas más bajas crujieron.
Entonces Gandalf trepó a la copa del árbol. El súbito resplandor estalló en su vara como un relámpago cuando se aprestaba a saltar y a caer, justo entre las lanzas enemigas. Aquello hubiese sido el fin de Gandalf, aunque probablemente hubiese matado a muchos, al precipitarse entre ellos como un rayo. Pero no llegó a saltar.
En aquel preciso momento el Señor de las Águilas se abalanzó desde lo alto, abrió las garras, se apoderó de Gandalf, y desapareció.
Hubo un clamor de cólera y sorpresa entre los trasgos. Fuerte chilló el Señor de las Águilas, a quien Gandalf había ahora hablado. Nuevamente se abalanzaron las grandes aves que estaban con él, y descendieron como enormes sombras negras. Los lobos gimotearon rechinando los dientes; los trasgos aullaron y patearon el suelo con rabia, y arrojaron sus pesadas lanzas al aire. Sobre ellos se lanzaron las águilas; la acometida oscura de las alas que batían los golpeó contra el suelo o los arrojó lejos; las garras les laceraron las caras. Otras veces volaron a las copas de los árboles y se llevaron a los enanos, que ahora subían trepando a unas alturas a las que nunca se habían atrevido a llegar.
¡El pobre pequeño Bilbo estuvo muy cerca de que lo dejaran de nuevo atrás! Alcanzó justo a aferrarse de las piernas de Dori cuando ya se lo llevaban, el último de todos; y arriba fueron juntos, sobre el tumulto y el incendio, Bilbo columpiándose en el aire, sintiendo que se le romperían los brazos en cualquier momento.
Mientras, allá abajo, los trasgos y los lobos se habían dispersado en los bosques. Unas cuantas águilas estaban todavía trazando círculos y cerniéndose sobre el campo de batalla. De pronto las llamas de los árboles se alzaron por encima de las ramas más altas. Subieron con un fuego crepitante, y hubo un estallido de chispas y humo. ¡Bilbo había escapado justo a tiempo!
Pronto las luces del incendio se hicieron más y más tenues allá abajo, apenas un parpadeo rojo en el suelo negro; y las águilas volaban muy alto, elevándose todo el tiempo en círculos amplios y majestuosos. Bilbo nunca olvidó aquel vuelo, abrazado a los tobillos de Dori.
–¡Mis brazos, mis brazos! —gemía Bilbo, y mientras tanto Dori plañía:
–¡Mis pobres piernas, mis pobres piernas!
En el mejor de los casos las alturas le daban vértigo a Bilbo. Bastaba que mirase desde el borde de un risco pequeño para que se sintiera mareado. Nunca le habían gustado las escaleras, y mucho menos los árboles (antes nunca había tenido que escapar de los lobos). De manera que podéis imaginar cómo le daba vueltas ahora la cabeza, cuando miraba hacia abajo entre los colgantes dedos de los pies y veía las tierras oscuras que se ensanchaban debajo, tocadas aquí y allá por la luz de la luna en la roca de una ladera o en un arroyo de los llanos.
Los picos de las montañas se estaban acercando; puntas rocosas iluminadas por la luna asomaban entre las sombras negras. Verano o no, el aire parecía muy frío. Cerró los ojos y se preguntó si sería capaz de seguir sosteniéndose así mucho más. Luego imaginó qué sucedería si no aguantaba. Se sintió enfermo.
El vuelo terminó justo a tiempo para Bilbo, justo antes de que aflojara las manos. Se soltó de los tobillos de Dori con un grito sofocado y cayó sobre la tosca plataforma donde vivía el águila. Allí quedó un rato tendido sin decir una palabra, con pensamientos que eran una mezcla de sorpresa por haberse salvado del fuego y de miedo a caer de aquel sitio estrecho a las espesas sombras de ambos lados. Sentía la cabeza verdaderamente muy rara en aquel momento, después de las espantosas aventuras de los tres últimos días, casi sin nada para comer, y de pronto se encontró diciendo en voz alta: —¡Ahora sé cómo se siente un trozo de tocino cuando de pronto lo sacan de la sartén con un tenedor y la ponen otra vez en la alacena!
–¡No, no lo sabes! —oyó que Dori respondía—, pues el tocino sabe que volverá, tarde o temprano, a la sartén; y es de esperar que nosotros no. ¡Además las águilas no son tenedores!
–¡Oh, no! No se parecen nada a pájaros ponedores, tenedores, quiero decir —contestó Bilbo incorporándose y observando con ansiedad al águila que estaba posada cerca. Se preguntó qué otras tonterías habría estado diciendo, y si el águila las consideraría ofensivas. ¡No se ha de ser grosero con un águila si uno no es más que un pequeño hobbit y ya ha caído la noche en la peña donde vive el águila!
El enorme pajarraco se afiló el pico en una roca y se alisó las plumas, sin prestarle atención.
Pronto llegó volando otra águila. —El Señor de las Águilas te ordena traer a tus prisioneros a la Gran Repisa —chilló y se fue. La otra tomó a Dori en sus garras y partió volando con él hacia la noche, dejando a Bilbo completamente solo. Las pocas fuerzas que le quedaban le alcanzaban apenas para preguntarse qué habría querido decir el águila con «prisioneros», y ya empezaba a pensar que, cuando le llegara el turno lo abrirían como un conejo para la cena.
El águila regresó, lo agarró por el dorso de la chaqueta, y se lanzó fuera. Esta vez el vuelo fue corto. Muy pronto Bilbo estuvo tumbado, temblando de miedo, en una amplia repisa en la ladera de la montaña. No había manera de descender hasta allí, sino volando; y no había sendero para bajar excepto saltando a un precipicio. Allí encontró a todos los otros, sentados de espaldas a la pared montañosa. El Señor de las Águilas estaba también allí y hablaba con Gandalf.
Quizás a Bilbo no se lo iban a comer, después de todo. El mago y el águila parecían conocerse de alguna manera, y aun estar en buenas relaciones. En realidad Gandalf, que había visitado a menudo las montañas, había ayudado una vez a las águilas y había curado al Señor de una herida de flecha. Así que como veis, «prisioneros» quería decir «prisioneros rescatados de los trasgos» solamente, y no cautivos de las águilas. Cuando Bilbo escuchó la conversación de Gandalf comprendió que por fin iban a escapar real y verdaderamente de aquellas cimas espantosas. Estaba discutiendo planes con el Gran Águila para transportar lejos a los enanos, a él y a Bilbo, y dejarlos justo en el camino que cruzaba los llanos de abajo.
El Señor de las Águilas no los llevaría a ningún lugar próximo a las moradas de los hombres. —Nos dispararían con esos grandes arcos de tejo —dijo—, pensando que vamos a robarles las ovejas. Y en otras ocasiones estarían en lo cierto. ¡No! Nos satisface burlar a los trasgos, y pagarte así nuestra deuda de gratitud, pero no nos arriesgaremos por los enanos en los llanos del sur.
–Muy bien —dijo Gandalf—. ¡Llevadnos a cualquier sitio y tan lejos como queráis! Ya habéis hecho mucho por nosotros. Pero mientras tanto, estamos famélicos.
–Yo casi estoy muerto de hambre —dijo Bilbo con una débil vocecita que nadie oyó.
–Eso tal vez pueda tener remedio —dijo el Señor de las Águilas.
Más tarde podríais haber visto un brillante fuego en la repisa de piedra, y las figuras de los enanos alrededor, cocinando y envueltos en un exquisito olor a asado. Las águilas habían traído unos arbustos secos para el fuego, y conejos, liebres y una pequeña oveja. Los enanos se encargaron de todos los preparativos. Bilbo se sentía demasiado débil para ayudar, y de cualquier modo no era muy bueno desollando conejos o picando carne, pues estaba acostumbrado a que el carnicero se la entregase lista ya para cocinar. Gandalf estaba echado también, luego de haberse ocupado de encender el fuego, ya que Oin y Gloin habían perdido sus yescas. (Los enanos nunca fueron aficionados a las cerillas, ni siquiera entonces.)
Así concluyeron las aventuras de las Montañas Nubladas. Pronto el estómago de Bilbo estuvo lleno y confortado de nuevo, y sintió que podía dormir sin preocupaciones, aunque en realidad le habría gustado más una hogaza con mantequilla que aquellos trozos de carne tostada en varas. Durmió hecho un ovillo en la piedra dura, más profundamente de lo que había dormido nunca en el lecho de plumas de su propio pequeño agujero. Pero soñó toda la noche con su casa, y recorrió en sueños todas las habitaciones buscando algo que no podía encontrar, y que no sabía qué era.
CAPÍTULO VII
Extraños aposentos
A LA MAÑANA SIGUIENTE Bilbo despertó con el sol temprano en los ojos. Se levantó de un salto para mirar la hora y poner la marmita al fuego... y descubrió que no estaba en casa, de ningún modo. Así que se sentó, deseando en vano un baño y un cepillo. No los consiguió, ni té, ni tostadas, ni panceta para el desayuno, sólo cordero frío y conejo. Y en seguida tuvo que prepararse para la inminente partida.
Esta vez se le permitió montar en el lomo de un águila y sostenerse entre las alas. El aire golpeaba y Bilbo cerraba los ojos. Los enanos gritaban despidiéndose y prometiendo devolver el favor al Señor de las Águilas, mientras quince grandes aves partían de la ladera de la montaña. El sol aún estaba cerca de los lindes orientales. La mañana era fría, y había nieblas en los valles y hondonadas, y sobre los picos y crestas de las colinas. Bilbo abrió un ojo y vio que las aves estaban muy arriba y el mundo muy lejos, y que las montañas se empequeñecían. Cerró otra vez los ojos y se aferró con más fuerza.
–¡No pellizques! —le dijo el águila—. No tienes por qué asustarte como un conejo, aunque te parezcas bastante a uno. Es una bonita mañana y el viento sopla apenas. ¿Hay acaso algo más agradable que volar?
A Bilbo le hubiese gustado decir: «Un baño caliente y luego, más tarde, un desayuno sobre la hierba»; pero le pareció mejor no decir nada y aflojó un poquito las manos.
Al cabo de un buen rato, las águilas divisaron sin duda el punto al que se dirigían, aun desde aquellas alturas, pues empezaron a volar en círculos, descendiendo en amplias espirales. Bajaron así un tiempo, y al final el hobbit abrió de nuevo los ojos. La tierra estaba mucho más cercana, y debajo había árboles que parecían olmos y robles, y amplias praderas, y un río que lo atravesaba todo. Pero sobresaliendo del terreno, justo en el curso del río que allí serpenteaba, había una gran roca, casi una colina de piedra, como una última avanzada de las montañas distantes, o un enorme peñasco arrojado millas adentro en la llanura por algún gigante entre gigantes.
Las águilas descendían ahora con rapidez una a una sobre la cima de la roca, y dejaban allí a los pasajeros.
–¡Buen viaje! —gritaron—. ¡Dondequiera que vayáis, hasta que los nidos os reciban al final de la jornada! —Una fórmula de cortesía común entre estas aves.
–Que el viento bajo las alas os sostenga allá donde el sol navega y la luna camina —respondió Gandalf, que conocía la respuesta correcta.
Y de este modo partieron. Y aunque el Señor de las Águilas llegó a ser Rey de Todos los Pájaros, y tuvo una corona de oro, y los quince lugartenientes llevaron collares de oro (fabricados con el oro de los enanos), Bilbo nunca volvió a verlos, excepto en la batalla de los Cinco Ejércitos, lejos y arriba. Pero como esto ocurre al final de la historia, por ahora no diremos más.
Había un espacio liso en la cima de la colina de piedra y un sendero de gastados escalones que descendían hasta el río; y un vado de piedras grandes y chatas llevaba a la pradera del otro lado. Allí había una cueva pequeña (acogedora y con suelo de guijarros), al pie de los escalones, casi al final del vado pedregoso. El grupo se reunió en la cueva y discutió lo que se iba a hacer.
–Siempre quise veros a todos a salvo (si era posible) del otro lado de las montañas —dijo el mago—, y ahora, gracias al buen gobierno y a la buena suerte, lo he conseguido. En realidad hemos avanzado hacia el este más de lo que yo deseaba, pues al fin y al cabo ésta no es mi aventura. Puedo venir a veros antes de que todo concluya, pero mientras tanto he de atender otro asunto urgente.
Los enanos gemían y parecían desolados, y Bilbo lloraba. Habían empezado a creer que Gandalf los acompañaría durante todo el trayecto y estaría siempre allí para sacarlos de cualquier dificultad. —No desapareceré en este mismo instante —dijo el mago—. Puedo daros un día o dos más. Quizá llegue a echaros una mano en este apuro, y yo también necesito una pequeña ayuda. No tenemos comida, ni equipaje, ni poneys que montar; y no sabéis dónde estáis ahora. Yo puedo decíroslo. Estáis todavía algunas millas al norte del sendero que tendríamos que haber tomado, si no hubiésemos cruzado la montaña con tanta prisa. Muy poca gente vive en estos parajes, a menos que hayan venido desde la última vez que estuve aquí abajo, años atrás. Pero conozco a alguienque vive no muy lejos. Ese Alguien talló los escalones en la gran roca, la Carroca creo que la llama. No viene a menudo por aquí, desde luego no durante el día, y no vale la pena esperarlo. A decir verdad, sería muy peligroso hacerlo. Ahora tenemos que salir y encontrarlo; y si todo va bien en dicho encuentro, creo que partiré y os desearé como las águilas «buen viaje a dondequiera que vayáis».
Le pidieron que no los dejase. Le ofrecieron oro del dragón y plata y joyas, pero el mago no se inmutó.
–¡Nos veremos, nos veremos! —dijo—, y creo que ya me he ganado algo de ese oro del dragón, cuando le echéis mano.
Los enanos dejaron entonces de suplicar. Se sacaron la ropa y se bañaron en el río, que en el vado era poco profundo, claro y pedregoso. Luego de secarse al sol, que ahora caía con fuerza, se sintieron refrescados, aunque todavía doloridos y un poco hambrientos. Pronto cruzaron el vado (cargando con el hobbit), y luego marcharon entre la abundante hierba verde y bajo la hilera de robles anchos de brazos y los olmos altos.
–¿Y por qué se le llama la Carroca? —preguntó Bilbo cuando caminaba junto al mago.
–La llamó la Carroca, porque Carroca es la palabra para ella. Llama carrocas a cosas así, y ésta es laCarroca, pues es la única cerca de su casa y la conoce bien.
–¿Quién la llama? ¿Quién la conoce?
–Ese Alguien de quien hablé..., una gran persona. Tenéis que ser todos muy corteses cuando os presente. Os presentaré muy poco a poco, de dos en dos, creo; y cuidaréis de no molestarlo, o sólo los cielos saben lo que ocurriría. Cuando se enfada puede resultar desagradable, aunque es muy amable si está de buen humor. Sin embargo, os advierto que se enfada con bastante facilidad.
Todos los enanos se juntaron alrededor cuando oyeron que el mago hablaba así con Bilbo. —¿Es a él a quien nos llevas ahora? —inquirieron—. ¿No podrías encontrar a alguien de mejor carácter? ¿No sería mejor que lo explicases un poco más? —Y así una pregunta tras otra.
–¡Sí, sí, por supuesto! ¡No, no podría! Y lo he explicado muy bien —respondió el mago, enojado—. Si necesitáis saber algo más, se llama Beorn. Es muy fuerte, y un cambia pieles además.
–¡Qué! ¿Un peletero? ¿Un hombre que llama a los conejos roedores, cuando no puede hacer pasar las pieles de conejo por pieles de ardilla? —preguntó Bilbo.
–¡Cielos, no, no, no, no! —dijo Gandalf—. No seas estúpido, señor Bolsón, si puedes evitarlo, y en nombre de toda maravilla haz el favor de no mencionar la palabra peletero mientras te encuentras en un área de cien millas a la redonda de su casa, ¡ni alfombra, ni capa, ni estola, ni manguito, ni cualquier otra palabra tan funesta! Él es un cambia pieles, cambia de piel: unas veces es un enorme oso negro, otras un hombre vigoroso y corpulento de pelo oscuro, con grandes brazos y luenga barba. No puedo deciros mucho más, aunque eso tendría que bastaros. Algunos dicen que es un oso descendiente de los grandes y antiguos osos de las montañas, que vivían allí antes que llegasen los gigantes. Otros dicen que desciende de los primeros hombres que vivieron antes que Smaug o los otros dragones dominasen esta parte del mundo, y antes que los trasgos del Norte viniesen a las colinas. No puedo asegurarlo, pero creo que la última versión es la verdadera. A él no le gustan los interrogatorios.
»De todos modos no está bajo ningún encantamiento que no sea el propio. Vive en un robledal y tiene una gran casa de madera, y como hombre cría ganado y caballos casi tan maravillosos como él mismo. Trabajan para él y le hablan. No se los come; no caza ni come animales salvajes. Cría también colmenas, colmenas de abejas enormes y fieras, y se alimenta principalmente de crema y miel. Como oso viaja a todo lo largo y ancho. Una vez, de noche, lo vi sentado solo sobre la Carroca mirando cómo la luna se hundía detrás de las Montañas Nubladas, y lo oí gruñir en la lengua de los osos: «¡Llegará el día en que perecerán, y entonces volveré!». Por eso se me ocurre que vino de las montañas.
Bilbo y los enanos tenían ahora bastante en qué pensar y no hicieron más preguntas. Todavía les quedaba mucho camino por delante. Ladera arriba, valle abajo, avanzaban afanosamente. Hacía cada vez más calor. Algunas veces descansaban bajo los árboles, y entonces Bilbo se sentía tan hambriento que no habría desdeñado las bellotas, si estuviesen bastante maduras como para haber caído al suelo.
Ya mediaba la tarde cuando entraron en unas extensas zonas de flores, todas de la misma especie, y que crecían juntas, como plantadas. Sobre todo abundaba el trébol, unas ondulantes parcelas de tréboles rosados y purpúreos, y amplias extensiones de trébol dulce, blanco y pequeño, con olor a miel. Había un zumbido, y un murmullo y un runrún en el aire. Las abejas andaban atareadas de un lado para otro. ¡Y vaya abejas! Bilbo nunca había visto nada parecido.
«Si una llegase a picarme —se dijo– me hincharía hasta el doble de mi tamaño.»
Eran más corpulentas que avispones. Los zánganos, bastante más grandes que vuestros pulgares, llevaban bandas amarillas que brillaban como oro ardiente en el negro intenso de los cuerpos.
–Nos acercamos —dijo Gandalf—. Estamos en los lindes de los campos de abejas.
Al cabo de un rato llegaron a un terreno poblado de robles, altos y muy viejos, y luego a un crecido seto de espinos, que no dejaba ver nada, ni era posible atravesar.
–Es mejor que esperéis aquí —dijo el mago a los enanos—, y cuando grite o silbe, seguidme, pues ya veréis el camino que tomo, pero venid sólo en parejas, tenedlo en cuenta, unos cinco minutos entre cada pareja. Bombur es más grueso y valdrá por dos, mejor que venga solo y último. ¡Vamos, señor Bolsón! Hay una cancela por aquí cerca en alguna parte. —Y con eso se fue caminando a lo largo del seto, llevando consigo al hobbit aterrorizado.
Pronto llegaron a una cancela de madera, alta y ancha, y desde allí, a lo lejos, podían ver jardines y un grupo de edificios de madera, algunos con techo de paja y paredes de leños informes: graneros, establos y una casa grande y de techo bajo, todo de madera. Dentro, al fondo del gran seto, había hileras e hileras de colmenas con cubiertas acampanadas de paja. El ruido de las abejas gigantes que volaban de un lado a otro y pululaban dentro y fuera colmaba el aire.
El mago y el hobbit empujaron la cancela pesada y crujiente, y descendieron por un sendero ancho hacia la casa. Algunos caballos muy lustrosos y bien almohazados trotaban pradera arriba y los observaban con expresión inteligente; después fueron al galope hacia los edificios.
–Han ido a comunicarle la llegada de forasteros —dijo Gandalf.
Pronto entraron en un patio, tres de cuyas paredes estaban formadas por la casa de madera y las dos largas alas. En medio había un grueso tronco de roble, con muchas ramas desmochadas al lado. Cerca, de pie, los esperaba un hombre enorme de barba espesa y pelinegro, con brazos y piernas desnudos, de músculos abultados. Vestía una túnica de lana que le caía hasta las rodillas, y se apoyaba en una gran hacha. Los caballos pegaban los morros al hombro del gigante.
–¡Uf! ¡Aquí están! —dijo a los caballos—. No parecen peligrosos. ¡Podéis iros! —Rió con una risa atronadora, bajó el hacha, y se adelantó—. ¿Quiénes sois y qué queréis? —preguntó malhumorado, de pie delante de ellos y encumbrándose por encima de Gandalf. En cuanto a Bilbo, bien podía haber trotado por entre las piernas del hombre sin necesitar agachar la cabeza para no rozar el borde de la túnica marrón.
–Soy Gandalf —dijo el mago.
–Nunca he oído hablar de él —gruñó el hombre—. Y ¿qué es este pequeñajo? —dijo, y se inclinó y miró al hobbit frunciendo las cejas negras y espesas.
–Éste es el señor Bolsón, un hobbit de buena familia y reputación impecable —dijo Gandalf. Bilbo hizo una reverencia. No tenía sombrero que quitarse y se sentía molesto pensando que le faltaban algunos botones—. Yo soy un mago —continuó Gandalf—. He oído hablar de ti, aunque tú no de mí; pero quizás algo sepas de mi buen primo Radagast, que vive cerca de la frontera meridional del Bosque Negro.
–Sí; no es un mal hombre, tal como andan hoy los magos, creo. Solía verlo con bastante frecuencia —dijo Beorn—. Bien, ahora sé quién eres, o quién dices que eres. ¿Qué deseas?
–Para serte sincero, hemos perdido el equipaje y casi el camino, y necesitamos ayuda, o al menos consejo. Diría que hemos pasado un rato bastante malo con los trasgos, allá en las montañas.
–¿Trasgos? —dijo el hombrón menos malhumorado—. Ajá, ¿así que habéis tenido problemas con ellos? ¿Para qué os acercasteis a esos trasgos?
–No pretendíamos hacerlo. Nos sorprendieron de noche en un paso por el que teníamos que cruzar. Estábamos saliendo de los territorios del Oeste, y llegando aquí... Es una larga historia.
–Entonces será mejor que entréis y me contéis algo de eso, si no os lleva todo el día —dijo el hombre, volviéndose hacia una puerta oscura que daba al patio y al interior de la casa.
Siguiéndolo, se encontraron en una sala espaciosa con una chimenea en el medio. Aunque era verano había troncos quemándose, y el humo se elevaba hasta las vigas ennegrecidas y salía a través de una abertura en el techo. Cruzaron esta sala mortecina, sólo iluminada por el fuego y el orificio de arriba, y entraron por otra puerta más pequeña en una especie de veranda sostenida por unos postes de madera que eran simples troncos de árbol. Estaba orientada al sur, y todavía se sentía el calor y la luz del sol poniente que se deslizaba dentro y caía en destellos dorados sobre el jardín florecido, que llegaba al pie de los escalones.
Allí se sentaron en bancos de madera mientras Gandalf comenzaba la historia. Bilbo balanceaba las piernas colgantes y contemplaba las flores del jardín, preguntándose qué nombres tendrían; nunca había visto antes ni la mitad de ellas.
–Venía yo por las montañas con un amigo o dos... —dijo el mago.
–¿O dos? Sólo puedo ver uno, y en verdad bastante pequeño —dijo Beorn.
–Bien, para serte sincero, no quería molestarte con todos nosotros hasta averiguar si estabas ocupado. Haré una llamada, si me permites.
–¡Vamos, llama!
De modo que Gandalf dio un largo y penetrante silbido, y al momento aparecieron Thorin y Dori rodeando la casa por el sendero del jardín. Al llegar saludaron con una reverencia.
–¡Uno o tres querías decir, ya veo! —dijo Beorn—, pero éstos no son hobbits, ¡son enanos!
–¡Thorin Escudo de Roble, a vuestro servicio! ¡Dori, a vuestro servicio! —dijeron los dos enanos volviendo a hacer grandes reverencias.
–No necesito vuestro servicio, gracias —dijo Beorn—, pero espero que vosotros necesitéis el mío. No soy muy aficionado a los enanos; pero si es verdad que eres Thorin (hijo de Thrain, hijo de Thror, creo), y que tu compañero es respetable, y que sois enemigos de los trasgos y que no habéis venido a mis tierras con fines malvados... por cierto, ¿a qué habéis venido?
–Están en camino para visitar la tierra de sus padres, allá al Este, cruzando el Bosque Negro —explicó Gandalf—, y sólo por mero accidente nos encontramos aquí, en tus tierras. Atravesábamos el Desfiladero Alto que podría habernos llevado al camino del sur, cuando fuimos atacados por unos trasgos malvados... como estaba a punto de decirte.
–¡Sigue contando, entonces! —dijo Beorn, que nunca era muy cortés.
–Hubo una terrible tormenta; los gigantes de piedra estaban fuera lanzando rocas, y al final del desfiladero nos refugiamos en una cueva, el hobbit, yo y varios de nuestros compañeros...
–¿Llamas varios a dos?
–Bien, no. En realidad había más de dos.
–¿Dónde están? ¿Muertos, devorados, de vuelta en casa?
–Bien, no. Parece que no vinieron todos cuando silbé. Tímidos, supongo. ¿Ves?, me temo que seamos demasiados para hacerte perder el tiempo.
–Vamos, ¡silba otra vez! Parece que reuniré aquí a todo un grupo, y uno o dos no hacen mucha diferencia —refunfuñó Beorn.