Текст книги "Baile Y Sueño"
Автор книги: Javier Marias
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Современная проза
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Así que volvió sobre sus pasos hasta la cabina, con unos guantes puestos que sacó del abrigo, de los bolsillos convencionales —guantes negros, de piel, normales, buenos—, y pasó otra vez a mi lado con la redecilla o despojo en la mano y la derecha libre, su aire seguía siendo resuelto y pragmático y desapasionado, como si lo que tocaba en cada momento estuviera programado y además perteneciera a un programa ya probado. También ahora me guiñó el ojo, y no fue tranquilizador tampoco, eran guiños que no implicaban sonrisa sino mero anuncio o aviso rayanos en órdenes o instrucciones, esta vez lo entendí como 'Vamos a ello, no será largo y estaremos listos'; y por eso me salió decirle:
–Tupra, ya basta, déjalo estar, qué vas a hacer ahora, está medio muerto del susto. —Pero mi tono fue de menor alarma que cuando había gritado su nombre y apenas más, porque mi alarma era también mucho menor, una vez quitado de en medio el filo; tan grande era de hecho mi alivio, y tanto me habían remitido de golpe la angustia y el horror y el peso, que casi cualquier cosa que viniera ahora se me antojaba leve, bienvenida, poca. Qué sé yo, unas bofetadas, unos puñetazos, hasta alguna patada (en la boca incluida): en comparación con mis certidumbres de hacía un instante casi me parecían regalos del cielo, y a decir verdad no me veía muy dispuesto a impedirlos; o sólo con la voz, supongo. Era eso, sí: me sentía agradecido de que fuera a pegarle, como me imaginaba que haría, por las enfundadas manos. Nada más que a pegarle. No a cortarlo en dos ni a hacerlo trizas ni a desmembrarlo, qué enorme suerte, qué alegría.
–Será un minuto. Y recuerda quién soy, ya van tres veces.
No comprendí el sentido de esta última frase y además no me dio tiempo a pensármelo, ni tampoco a reflexionar sobre mi preocupante sentimiento de gratitud y mi anómala sensación de menos carga si es que no fue de cuasi criminal ligereza, porque en seguida Tupra se aplicó a la tarea: con diligencia recogió la papelina de la tapa del retrete, le ajustó la pestaña y la devolvió al bolsillo de su chaleco —de su variada colección no olvidaré aquel concreto, color verde sandía intenso—; luego pilló la Visa con los mismos dos dedos, la guardó en la cartera de De la Garza de donde había salido y se llevó ésta a otro bolsillo, de su chaqueta, junto con el billete hecho canuto. Lo que quedaba de raya, cocaína o talco, lo barrió de un manotazo, voló el polvillo, cayó al suelo, Rafita ni siquiera había llegado a aspirarla, nunca disfrutó aquella sustancia, tras preparársela. A continuación Tupra le echó la redecilla al cuello y tiró hacia atrás, y al instante se puso en cuarentena mi alivio —'Lo va a estrangular, lo va a ahorcar', pensé, 'no, no puede ser, no va a hacerlo'—, antes de darme cuenta de que no era ese el propósito —no se la enrolló, no apretó ni le dio vuelta—, sino obligarlo a alzar la cabeza, el agregado continuaba tan pegado a la tapa que le faltaba poco para abrazar la taza; y se habría abrazado, yo creo, de no haber preferido mantener las manos sobre los oídos, había elegido no ver ni oír nada en la ilusa esperanza de no enterarse así mucho de lo que le hacían, cuando el sentido del tacto iba a informarle, el dolor y el daño se lo dirían.
Una vez que lo separó lo bastante, Tupra abrió las dos tapas del retrete y con mucha violencia le hundió la cabeza en el interior de la taza, el impulso fue tan fuerte que hasta los pies fueron levantados del suelo, vi agitarse en el aire los cordones sueltos de De la Garza, ni él ni yo habíamos llegado a anudarlos. No temí, inicialmente, que el agua depositada en el fondo pudiera ahogarlo, porque el tobogán se estrechaba como es la norma y no cabría allí entera su ancha cara de crecida luna, que sin embargo se daba brutales golpes contra la loza —y se le quedaba algo atorada– cada vez que Tupra volvía a empujársela tras retirársela un poco, y además éste tiró de la cadena tres o cuatro veces seguidas, el chorro del agua azul era tan potente y tan prolongado que de nuevo me invadió brevemente la suprema alarma —'Lo va a ahogar, le inundará los pulmones', pensé, 'no, no puede ser, no va a hacerlo'—, y se me ocurrió que en todo caso bastaban dos dedos de líquido, un charco, para sumergir boca y nariz y así conseguir que alguien ya nunca más respirara; y que la momentánea subida del nivel del agua, con cada descarga, le traería a Rafita una segura sensación de ahogo, o de atragantamiento al menos; y eso que era el lavabo de los discapacitados: con suerte no habría resto de olores fétidos, con aún mayor suerte no se habría estrenado.
'No quiero ver a Tupra como a Sir Deatb, el Caballero Muerte', pensé, 'con sus fríos brazos de disciplinado sargento, brioso y atareado siempre; pero así empiezo ya a verlo, por la insistencia de sus capacidades y por el variado despliegue de sus amenazas, decapitación, estrangulamiento, ahogamiento, ya van tres, cuántas más quedan, con cuál va a quedarse a la postre si con alguna se queda, cuál escogerá para culminar su obra o su quehacer de experto, cuál será ya cumplimiento y hecho y ya no amago ni tentativa.' No lo hundía en el agua durante mucho rato, a De la Garza, luego tampoco parecía ser esa la forma definitiva, aunque en cualquier momento podía cambiar de idea y tan sólo le haría falta dejar pasar los segundos, unos cuantos más, unos pocos, esos que tan de prisa transcurren habitualmente que ni reparamos en ellos habitualmente, sobras del tiempo, sólo había que dejarlos pasar con la cara de mi compatriota pegada al agua —nariz y boca, eso bastaba—, y así vida o muerte a menudo dependen de los desdeñables segundos que se desperdician o de centímetros tan escasos que muchas veces se regalan, o se conceden al rival de balde —los que renunció a recorrer la espada—. 'Dos esbirros me sumergieron cabeza abajo y me ahogaron en una tinaja de tu nauseabundo vino, pobre de mí, pobre Clarence, agarrado por las piernas, que quedaron fuera e intentaron patalear ridiculamente hasta la borrachera última de mi garganta, traicionado y humillado y muerto por la infatigable astucia de tu lengua negra y deforme.' Pero aquello no era vino en barril estancado sino agua azulada que caía a chorros, y él no era George, Duque de Clarence, sino el tarado idiota de De la Garza, y no éramos nosotros dos esbirros y aún menos de rey asesino. O quizá yo sí lo era de Tupra o Reresby, recibía pequeñas órdenes del primero a diario, y las del segundo, aquella noche, eran más grandes y de una índole no prevista, distinta de la consentida por la remuneración de mi trabajo, me habían sacado de mis cometidos o habían forzado mi compromiso, bien que nunca escritos ni estipulados, nunca muy claros. O acaso sí éramos esbirros ambos aunque yo lo ignorara, del Estado, de la Corona, del MI6, del Ejército, del Foreign Office, del Home Office o de la Armada, podía yo estar al servicio de un país extranjero sin darme del todo cuenta, en mi sueño de extranjería, y tal vez de una manera en la que jamás habría aceptado estarlo al del mío. O podíamos ser esbirros de Arturo Manoia (según Pérez Nuix nuestros patronos eran variables, en aquellos días), y estar allí machacando a Rafita por exigencia suya y para resarcirlo, no sabía cómo se había tomado el retorno de su mujer a la mesa con la mejilla cruzada por el sfregioo chirlo, ella había salido a divertirse y bailar y regresaba con una marca, seguro que eso a Manoia no le habría hecho ninguna gracia. No cabía confiar en el maquillaje.
De pronto sonó una musiquilla ratonil, raquítica, como de teléfono portátil al que están llamando, tardé un poco en reconocer —no era sencillo– los acordes más sobados de un famoso y españolísimo pasodoble, debía de ser el archimanido 'Suspiros de España' al que tanto recurren en mi país los novelistas y los cineastas para crear cierta emoción de mala ley y barata (los izquierdistas de letrero en la frente lo aprecian tanto como los criptofascistas), una cosa inaguantable, tenía que ser esa melodía la que hubiera elegido para su móvil la pedantería racial de De la Garza, pobre De la Garza, hacía nada yo había pensado 'Es que le daría de tortas y no acabaría', lo había pensado en la pista y también luego, con lo de los cordones, y acaso alguna otra vez antes; pero eso era un decir, una forma de hablar figurada, en realidad es muy rara la vez en que uno quiere decir literalmente lo que está diciendo y aun lo que está pensando (si es un pensamiento lo bastante formulado), casi todas nuestras frases son de hecho metafóricas en sí mismas, el lenguaje sólo es aproximación, tentativa, rodeo, hasta el que usan los más brutos y los más iletrados, o puede que el más metafórico justamente sea el de ellos, quizá sólo se salven el técnico y el científico, y aun así no siempre (los geólogos son muy coloristas, por ejemplo). Ahora yo veía cómo le daban de golpes —no de tortas, Tupra todavía no lo había agredido ni una vez con sus manos directamente, ni siquiera con los guantes ya puestos, se le estaban mojando, a la basura irían– y estaba muy asustado y conmocionado, no sólo por desconocer hasta dónde le haría daño, si se convertiría del todo ante mi vista en Sir Deatho en el Sargento Muerte o si se quedaría nada más en Sir Blow, no era poco, en el Caballero Golpe, o en Sir Wound, el Herida, o en Sir Thrashing—en todo caso ya era Sir Punishment, el Caballero Castigo—, ninguno era agradable de descubrir en un allegado, y lo era aún menos contemplar sus actos; sino porque la infinita costumbre de ver violencia en las pantallas, y de que cada puñetazo y cada patada en ellas suenen como truenos sin rayos o estallidos de dinamita o edificios al desplomarse, nos ha llevado a creer en un carácter algo venial de la violencia, cuando su naturaleza no es venial nunca, y asistir a ella en la realidad, percibir sus emanaciones de cerca, notarla físicamente, palpitante, al lado, oler el inmediato sudor de quien se agita y hace esfuerzo y de quien se encoge y tiene miedo, oír el crujido de un hueso al desencajarse y el chasquido de un pómulo roto y el jirón de la carne al rasgarse, ver trozos y desprendimientos y que nos salpique la sangre, todo eso no es que horrorice, es que pone malo a cualquiera, literalmente enfermo, excepto a los sádicos y a los habituados, a los que conviven con eso a diario o cada poco tiempo, y, claro está, a los encargados de ejercerla profesionalmente. Hube de suponer que Tupra pertenecería a estos últimos, lo había visto tan decidido y ducho, sus movimientos casi rutinarios.
De ello me había hablado una vez mi padre, en una de nuestras conversaciones sobre el pasado o más bien sobre el que era suyo y no mío, el tiempo de la Guerra Civil y del posterior apisonamiento de las personas durante el primer franquismo, el primero que fue tan largo, fue eterno porque tampoco se supo cuándo había acabado y además volvía de tanto en tanto.
'Vuestra generación y las siguientes', me había dicho en esa segunda persona del plural a la que recurría a menudo, tenía bien presente que sus hijos éramos cuatro, y cuando hablaba con uno era cómo si se dirigiera a todos las más de las veces, o como si confiara en que el interlocutor de turno fuera a transmitir más tarde sus palabras a los otros, 'habéis tenido la suerte de vivir poca violencia real, de que eso haya estado ausente de vuestra existencia diaria, de que si os habéis encontrado alguna haya sido la excepción y no demasiado grave, unos palos en una manifestación o una reyerta en un bar, que siempre tiende a impedirse y no se le da vía libre ni suele generalizarse; tal vez un asalto, un atraco. Por fortuna, y ojalá os dure eso siempre, no habéis estado en situaciones en las que no había más remedio que contar con ella. Quiero decir que era segura, que uno sabía que aparecería en algún momento del día y si no de la noche, y que si a lo largo de una jornada por casualidad no la había o uno no se topaba de frente con ella y lo alcanzaba sólo de oídas —de eso sí que no se libraba nadie, de los relatos y los rumores—, podía tener la certeza de que era un regalo que al día siguiente no se repetiría, porque el cálculo de probabilidades no daba para tanto azar benévolo. La amenaza era permanente y también lo era la alerta. Mi habitación quedó destruida una tarde, cayó un obús, le dio de lleno, un gran boquete en la pared y el interior arrasado. Yo estaba fuera, había estado allí un rato antes e iba a regresar al poco. Pero podía haberme caído igual en otro sitio, andando por la calle o yendo en tranvía, en un café, en las dependencias, mientras esperaba a vuestra madre en su portal, en la radio o en un cine. Durante los primeros meses de la Guerra uno veía detenciones por doquier, a empellones y a culatazos a veces, o cacerías en las casas, sacaban y se llevaban a las familias enteras y a quienes estuvieran allí de visita, podía uno cruzarse con una persecución o un tiroteo en la esquina menos pensada, y oía de noche las descargas de los fusilamientos en las afueras, los llamados paseos, o disparos secos y aislados, de los pacos en las azoteas al atardecer o muy de mañana, sobre todo los primeros días (los francotiradores, ya sabes), o si sonaban de madrugada eran tiros a quemarropa en la sien o en la nuca, junto a las cunetas o no siempre allí, a veces hasta lo veía uno si tenía muy mala pata, veía saltar los sesos de alguien arrodillado, no es metafórico, o salir masa encefálica. Lo mejor era seguir, no mirar, alejarse rápido, no podía uno hacer nada, después de verlo, y si lo veía sólo de reojo podía darse con un canto en los dientes. Había verdugos que empezaban al anochecer, les daba pereza alejarse si no tenían coche disponible o andaban cortos de combustible, así que se metían en un callejón con escaso tránsito y allí liquidaban, se impacientaban y no eran capaces de esperar a que la ciudad medio durmiese, porque del todo ya nunca volvió a dormir, durante tres largos años de asedio, hambre y frío ni tampoco después, a partir del 39 la policía de Franco irrumpía en plena noche en las casas, en los mismos años en que la Gestapo lo hacía en el resto de Europa, eran primos hermanos. Más organizados, muchos fusilamientos los llevaban a cabo directamente en los cementerios, después del cierre o los cerraban al efecto; así que en algunas zonas se siguieron oyendo descargas en mitad de la noche durante bastante tiempo, tiempo de paz proclamada. No había mucha paz todavía, o sólo para los de ese bando, ellos sí dormían tranquilos. Nunca me explicaré cómo podían estarlo tanto, con toda aquella matanza. Es más. Había algunos decentes, pero la mayoría estaban ufanos.'
Recuerdo que mi padre había hecho una pausa entonces, o que era pausa lo supe luego. Se había quedado callado, yo me pregunté si se habría olvidado de lo que quería hablarme o decirme, no lo creía, él también solía retomar el hilo, o bastaba que yo tirara de él un poco para que regresara al tejido. Se quedó mirando al frente en el cual no veía nada, sus ojos azules y limpios se dirigían hacia aquella época, y ésta sí la discernían con nitidez sin duda, como si tuvieran la capacidad de observarla con unos prismáticos sobrenaturales, era una mirada muy semejante a la que le había visto a Peter Wheeler en ocasiones, o en concreto cuando subí el primer tramo de su escalera para señalarles a él y a la señora Berry dónde había encontrado la mancha de sangre nocturna que me había afanado en lavar y para la que ni él ni ella tuvieron explicación alguna. Era esa mirada que a menudo se les pone a los viejos aunque estén acompañados y hablando animadamente, son ojos mates de dilatado iris que alcanzan muy lejos en dirección al pasado, como si en verdad vieran sus dueños físicamente con ellos, quiero decir ver los recuerdos. No es una mirada ausente ni ida, sino intensa y concentrada, sólo que en algo a muy larga distancia. También la había advertido en los ojos de dos colores del hermano que conservó el apellido, Toby Rylands. Quiero decir cada ojo de uno distinto, uno de color aceite y el otro de ceniza pálida. Uno agudo y casi cruel, de águila o gato, y el otro de perro o caballo, meditativo y recto. Pero cuando miraban así se igualaban, por encima de los colores.
'A mí me tocó ver lo de aquí, lo de Madrid', continuó mi padre, 'y aún oí más de lo que vi, mucho más. No sé qué es peor, si escuchar el relato o presenciar el hecho. Quizá lo segundo resulta más insoportable y espanta más en el instante, pero también es más fácil borrarlo, o enturbiarlo y engañarse luego al respecto, convencerse de que no se vio lo que sí llegó a verse. Pensar que uno anticipó con la vista lo que temió que ocurriera y que al final no sucedió. El relato es en cambio cosa cerrada e inconfundible, y si es escrito puede volverse a él y comprobarse; y si es oral pueden volver a contárselo a uno, y aunque así no sea: las palabras son más inequívocas que los actos, al menos las que uno oye, respecto a los que ve. A veces éstos sólo son vislumbrados, es como una ráfaga de visión, no dura nada, un fogonazo que además ciega los ojos, y eso es posible manipularlo después con la memoria, adecentarlo, que en cambio no nos permite demasiada tergiversación de lo oído, de lo relatado. Claro que relato es mucho decir, y mucho llamarlo, para lo que por ejemplo me alcanzó una mañana en el tranvía, un par de frases dichas al desgaire, a las pocas semanas de estallar la Guerra, las de más furia asesina y un descontrol absoluto, mucha gente cedió e iba llena de ira, y si tenía armas hacía lo que quería, y aprovechaba el pretexto político para ajustar cuentas personales y tomar venganzas exageradas. Bueno, ya lo sabes. Lo mismo en las dos zonas: en la nuestra se le puso algo de coto a eso más tarde, aunque no el suficiente; en la otra, apenas ninguno durante los tres años, ni tampoco luego, con el enemigo ya vencido. Pero tanto me impresionó aquella violencia que me fue referida —en principio no a mí sino a cualquiera que estuviera a tiro, eso es lo tremendo—, que de lo que me acuerdo perfectamente es de por dónde pasaba el tranvía en aquel momento, en el momento en que llegó a mis oídos. Torcíamos desde Alcalá para entrar en Velázquez, y una mujer que iba sentada en la fila de delante señaló con el dedo hacia una casa, un piso alto, y le dijo a la otra con la que viajaba: "Mira, ahí vivían unos ricos que nos los llevamos a todos y les dimos el paseo. Y a un crío pequeño que tenían, lo saqué de la cuna, lo agarré por los pies, di unas cuantas vueltas y lo estampé allí mismo contra la pared. Ni uno dejamos, a la mierda la familia entera". Era una mujer con aspecto algo bruto, pero no más que el de tantas otras mil veces vistas en el mercado, en la iglesia o en un salón, pobres o adineradas, mal o bien vestidas, sucias o limpias, en todos los ambientes y clases se dan bestiajas, yo las he visto igual de bestias comulgando en misa de doce en San Fermín de los Navarros, con abrigos de pieles y joyas caras. Aquella mujer comentó su salvajada con el mismo tono en que podía haber dicho: "Mira, ahí serví una temporada, pero a los pocos meses me largué sin aviso porque eran inaguantables. Los dejé plantados, con un palmo de narices". Con toda naturalidad. Sin darle excesiva importancia. Con la absoluta sensación de impunidad que hubo en aquellos días, le traía sin cuidado quién la oyera. Con orgullo incluso. Con jactancia al menos. Por supuesto con enorme desprecio hacia sus víctimas. Y esperar una nota de remordimiento habría sido del todo iluso, claro, de eso no había ni asomo. Me quedé helado y asqueado y me bajé en cuanto pude, para no seguir viéndola ni correr el riesgo de oírle contar más hazañas, una o dos paradas antes de la que me convenía. No dije nada, en aquellos días era imposible si quería uno salvar el cuello, a uno podían detenerlo por cualquier cosa y darle el paseo, aunque fuera republicano; o como a tu tío Alfonso, que no era nada, un muchacho, y a la chica que iba con él cuando lo cogieron, que todavía era menos nada. La miré de reojo antes de bajarme, una mujer común, de facciones bastas pero no feas, joven, aunque no tanto como para suponerle la frecuente inconsciencia de los pocos años, tal vez tenía ya hijos o los tuvo luego. Si sobrevivió a la Guerra y no fue represaliada (y no lo sería por eso que yo oí que hizo, seguro; si acaso, si se significó en otras cosas más rastreables y reconstruibles al término de la Guerra o si alguien bien situado entonces le tuvo ojeriza y la denunció sin más, o intuitivamente; porque todo lo atroz primero se quedó en el limbo), lo más probable es que haya llevado una existencia normal y que no le haya dedicado mucho pensamiento a aquello. Será una señora como tantas otras, quizá risueña, cordial, simpática, con nietos por los que se desvivirá, y hasta es posible que haya sido una fervorosa franquista durante toda la dictadura, y que nada de eso le haya creado el menor conflicto. Mucha gente con barbaridades y crímenes inhumanos a sus espaldas ha vivido así largos años, tranquilamente; aquí, y en Alemania, en Italia, en Francia, ya sabes que de pronto nadie había sido nazi, ni fascista, ni colaboracionista, y cada uno que lo había sido se convencía a conciencia de no haberlo sido, y además se lo explicaba: "Ah no, lo mío fue diferente", suele ser la frase clave. O bien: "Fue la época, quien no la haya vivido no puede entenderlo". Casi nunca es difícil salvarse ante la propia conciencia si es eso lo que uno quiere a toda costa, o lo que necesita, y aún menos si esa conciencia es compartida, si es parte de una mayor, colectiva o incluso masiva, lo cual facilita decirse: "No fui único, no fui un monstruo, no fui distinto, no me destaqué; porque había que sobrevivir y casi todos hicieron lo mismo, o lo habrían hecho de haber ya nacido". Y a los que son religiosos, precisamente, puede serles más fácil que a nadie, no digamos a los católicos, ahí están los curas para limpiarlos en su territorio sublime, en el más íntimo, y los de aquí, no te quepa duda, estuvieron más dispuestos que nunca a absolver, a relativizar y justificar cualquier canallada o ensañamiento de sus protectores y camaradas, ten en cuenta que ellos también fueron beligerantes, y los alentaron. Y en fin, todo eso ayuda, pero ni siquiera hace falta. Las personas tienen una capacidad increíble para olvidar voluntariamente lo por ellas infligido, para borrar su pasado sangriento no ya ante los otros —ahí la capacidad es infinita, ilimitada—, sino ante sí mismas. Para persuadirse de que las cosas fueron distintas de como fueron, de que ellas no hicieron lo que claro que hicieron, o de que no tuvo lugar lo que sí lo tuvo, y con su imprescindible concurso. La mayoría somos maestros en el arte de adornar nuestras biografías, o de suavizarlas, y en verdad asombra lo sencillo que resulta desterrar pensamientos y sepultar recuerdos, y ver lo pasado sórdido o criminal como un mero sueño de cuya intensa realidad nos zafamos a medida que avanza el día, es decir, a medida que nuestra vida sigue. Y yo, sin embargo, al cabo de tantísimos años, cada vez que paso por la esquina de Alcalá con Velázquez no puedo evitar mirar hacia arriba, un cuarto piso, hacia aquella casa que la mujer señaló con el dedo una mañana de 1936 desde el tranvía, y acordarme de aquel niño pequeño muerto, aunque para mí no tenga rostro ni nombre y nunca haya sabido de él más que eso, un par de frases siniestras que el azar trajo a mi oído.'
Mi padre volvió a quedarse en silencio, y ahora tuve algo que decir durante su pausa. El azul de sus ojos parecía intensificado. Dije, de hecho, lo que ya venía pensando, desde hacía poco:
'Puede que a partir de ahora yo también mire hacia esas casas, aunque no sepa exactamente de cuál se trata, cuando pase por esa esquina. Ahora que te he oído el relato'.
Hizo un ademán con la mano en el aire, o más bien con tres dedos, índice y corazón y el pulgar acompañándolos por mimetismo con leve retraso, como si yo hubiera tocado una cuestión ya muy vieja, hacía tiempo debatida y zanjada. Casi como si la alejara o la desechara, por irremediable.
'Sí, ya lo sé, quizá no se debería contar nunca nada', me contestó. 'Quiero decir nada malo. Cuando empezasteis a nacer, vuestra madre y yo nos lo planteamos: ¿cómo íbamos a contaros lo que había pasado aquí mismo, donde vivíais, tan sólo quince, veinte años antes de que vinierais al mundo, o incluso más en el caso de tu hermana? Aquello no nos parecía contable a unos niños, menos aún explicable, esto no lo era ni para nosotros mismos, que habíamos asistido a ello desde el principio hasta el fin. Para nuestra capacidad de olvido no era mucho tiempo, y además todo permaneció en carne viva más de la cuenta, ya se encargaba el régimen de que así fuera. No se hizo limpieza mental, nunca, ni nada por aplacar los ánimos, su falta de generosidad fue constante y, como todo lo demás, totalitaria, porque se dio en todos los órdenes y en todos los ámbitos de la vida, hasta en lo intangible. Yo le dejé la decisión a ella, a vuestra madre, que estaba más que yo con vosotros; siempre fuisteis más suyos que míos, y por eso me da tanta lástima que haya acabado conociéndoos mucho menos que yo, durante menos años y con edades solamente juveniles, cómo decir, más inacabados de lo que lo estáis ahora, aunque todavía lo estéis bastante y tú el que más, no es por nada. Y a vuestros hijos, que ni siquiera los viera. A mí me pareció siempre bien su criterio. Ella creía que no debíais sentiros nunca amenazados, preocupados personalmente, temerosos por vosotros mismos, por que os pasara algo terrible. Inseguros de vuestra cotidianidad y de vuestro paso. Debíais sentiros en conjunto protegidos y a salvo. Pero tampoco juzgaba prudente ni favorable que ignorarais lo que es el mundo, lo que puede llegar a ser o lo que ha sido. Pensaba que si sabíais poco a poco, sin truculencias ni detalles feos e innecesarios, y sin sentiros por ello directamente en peligro, estaríais prevenidos y mejor preparados y contaríais con más recursos. Y también dependía, claro, de lo que preguntarais. Siempre tuvo mucha aversión a mentiros. Quiero decir cabalmente, a deciros que no era verdad lo que sí lo era. Podía atenuarla o disfrazarla un poco, la verdad, pero no negárosla. No sé yo ahora, hay esa tendencia a encerrar a los niños en una burbuja de felicidad entontecedora y sosiego falso, a no ponerlos en contacto ni siquiera con lo inquietante, y a evitar que conozcan el miedo y hasta que sepan de su existencia, creo que circulan por ahí, que hay quienes les dan a leer o les leen versiones censuradas, amañadas o edulcoradas de los cuentos clásicos de Grimm y de Perrault y Andersen, desprovistas de lo tenebroso y cruel, de lo amenazador y siniestro, a lo mejor hasta de los disgustos y los engaños. Una estupidez descomunal desde mi punto de vista. Padres ñoños. Educadores irresponsables. Yo eso lo consideraría un delito, por desamparo y por omisión de ayuda. Porque a los niños los protege mucho percibir el miedo ajeno, y así concebirlo con serenidad, desde su seguridad de fondo; experimentarlo vicariamente, a través de otros, sobre todo por personajes de ficción interpuestos, como un contagio de corta duración, y además sólo prestado, y no tanto como fingido. Imaginarse algo es empezar a resistirlo, y eso es también aplicable a lo ya sucedido: uno resiste mejor las desgracias si después logra imaginarlas, después de haberlas sufrido. Y claro, el recurso más común de la gente para eso es relatarlas. En fin. No es que yo crea que todo puede ni debe contarse, ni mucho menos. Pero tampoco es admisible falsear en exceso el mundo y lanzar a él idiotas y pánfilos a los que jamás se ha contrariado ni se ha permitido la menor zozobra. A lo largo de mi vida yo he procurado medir lo que podía contarse, antes de contar algo. A quién, cómo y cuándo. Hay que pararse a pensar en qué fase o momento de su vida está el que escucha, y tener presente que lo que uno le cuente lo sabrá ya para siempre. Lo incorporará a su conocimiento como yo incorporé aquella matanza concreta de la que me enteré en un tranvía, y eso que era una más de tantas. Pero no me he deshecho de ese conocimiento, ya ves, como tampoco me deshice nunca de otro relato de la Guerra que, por ejemplo, mira, no se me ocurrió contarle a vuestra madre entonces, aunque ella estuviera curada de espantos y el día que lo escuché yo volviera muy revuelto a casa. Pero para qué, pensé, para qué angustiarla con algo más, ahora que la Guerra ha terminado, ya se me pasará, ya lo olvidaré yo solo sin compartir ni trasladarle la carga. Y se me pasó poco a poco, porque casi todo se pasa. Pero no se me ha olvidado, eso era mucho esperar, cómo podía. El regalo me lo hizo un notorio escritor falangista que luego dejó de ser lo segundo, como casi todos, y en los últimos años de Franco, y no digamos después de su muerte, aún tuvo suficiente cuajo para dárselas de izquierdista veterano, qué te parece, y la gente se lo tragaba. Gente no ignorante, gente de prensa y de política. Así siempre fue celebrado, bajo los dos colores, con la superficialidad ética característica de España.'
Se detuvo un instante, pero esta vez no recordaba con particular intensidad ni viveza, sino que pensaba, o vacilaba, o incluso se mordía la lengua. Se había frenado.
'No puede parecerme nada', aproveché para decirle, 'si no sé de quién se trata ni me cuentas la historia. ¿Qué relato fue ese? ¿Quién era?'
'Acabas de reprocharme que te haya contado lo de aquel tranvía', me contestó, y creí notarlo una pizca ofendido. 'No sé si debo seguir hablando.' Y sonó como si me pidiera permiso. Sonó extraño.
'No exactamente. No era ningún reproche, qué absurdo. Eso sería como reprochar a los historiadores que escriban lo que averiguan o lo que conocen de primera mano. Nos pasamos la vida ampliando el catálogo de horrores habidos, no cesan de descubrirse, de salir a la superficie. Que yo te lo oiga contar a ti no me puede hacer el mismo efecto que te hizo a ti oírselo a aquella mujer. Lo contaba quien lo había hecho, y con alardeo. Y entonces acababa de suceder. Aún estaba sucediendo, aquí y en todas partes, es muy distinto. No te preocupes. Puedes contarme cualquier cosa, ninguna será peor que muchas de las que leo, o que las que vemos en la televisión todos los días. No te me conviertas tú ahora de repente en padre ñoño, a estas alturas. Sólo faltaría eso. Y además, tendría que denunciarte. Acusarte de desamparo y, cómo has dicho, de omisión de ayuda.'