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Baile Y Sueño
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Текст книги "Baile Y Sueño"


Автор книги: Javier Marias



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De la Garza se palpó los pantalones y la chaqueta gigante (los faldones barriendo el suelo) y me miró sin enfocarme ni volver la cabeza del todo; temí que fuera a pedirme un billete, era capaz, o a Tupra. 'Si te vas a meter un billete en la nariz, que sea uno tuyo, capullo', me adelanté a pensar con involuntaria rima. Pero por fin se echó mano a un bolsillo y sacó uno de cinco libras que enrolló rápidamente —más diestro en eso—, para improvisarse el canuto por el que inhalar el polvillo reminiscente de talco. 'Eso es', pensé, 'aquí huele un poco a talco. Qué limpios los discapacitados', aunque cada vez más dudaba de que en aquella discoteca hubiera entrado ninguno en mucho tiempo, quizá estaba por estrenar aquel cuarto de baño, una mejora reciente. 'O bien no es coca, sino talco, lo que Tupra le ha endilgado', se me ocurrió también pensar esto. Vi a De la Garza inclinar la cabeza y estirar el cuello hacia adelante, iba ya a esnifar su raya, o por la fosa nasal izquierda la mitad de ella, se tapaba con el índice la derecha. 'Parece un condenado antiguo a muerte', pensé, 'que ofrece su nuca vencida, su cuello desnudo al hacha o a la guillotina, la tapa del retrete como tocón o tajo, y si la tuviera abierta la taza haría de cesto para que la cabeza cayera dentro lo mismo que un vómito, en el agua azul, y no rodara.'

Entonces oí la voz de Tupra que me decía con autoridad:

–Apártate, Jack. —Y a la vez me cogió por el hombro, con fuerza pero sin brusquedad, y me sacó de allí, me quitó de en medio, quiero decir del umbral del gabinete que casi era como un saloncito, tal vez tenía el mismo tamaño que los de los panteones minúsculos en el cementerio de Os Prazeres, someramente decorados y pretendidamente acogedores, habitados y deshabitados. 'Stand clear, Jack', fueron sus palabras, o quizá 'Clear off’o 'Step aside', o 'Out of my way, Jack', resulta difícil recordar con exactitud lo que luego queda en nada por lo mucho más que viene luego, en todo caso lo capté, cualquiera que fuera la frase, ese fue el sentido y además la acompañaba el gesto de la mano firme sobre el hombro que se dejó arrastrar, con buena voluntad podía entenderse 'Hazte a un lado', con mala 'Fuera de aquí, Jack, quítate de en medio, no te metas ni se te ocurra impedirlo', pero el tono fue más de lo primero, fue suave para ser una orden que no admitía desobediencia ni remoloneo, ninguna dilación en su cumplimiento ni resistencia o cuestionamiento o protesta ni tan siquiera la manifestación del espanto, porque es imposible objetar u oponerse a quien lleva una espada en la mano y la levanta para abatirla, asestar un golpe, dar un tajo, sin que uno haya visto aparecer el arma ni sepa de dónde ha salido, un filo primitivo, un mango medieval, un puño homérico, una punta arcaica, el arma blanca más innecesaria o más reñida con estos tiempos, más aún que una flecha y más que una lanza, un anacronismo, una gratuidad, una extravagancia, una incongruencia tan extrema que provoca pánico sólo verla, no ya miedo cerval sino atávico, como si uno recuperara al instante la noción de que es la espada lo que más ha matado a lo largo de casi todos los siglos —lo que ha matado de cerca y viéndosele la cara al muerto, sin que el asesino o el justiciero o el justo se desprendan ni se separen de ella mientras hacen su estrago y la clavan y cortan y despedazan, todo con el mismo hierro que nunca arrojan sino que conservan y empuñan con cada vez más fuerza mientras atraviesan, mutilan, ensartan y hasta desmembran, nunca saco de harina sino siempre saco de carne que cede y se abre bajo esta piel nuestra que no resiste nada, no sirve y todo la hiere, hasta una uña la rasga, un cuchillo la raja y la desgarra una lanza, y una espada la rompe con el mero roce de su paso en el aire—; de que es lo más peligroso y tenaz y temible, porque a diferencia de lo arrojadizo puede repetir el golpe y coser a sablazos y no acabarlos, uno y otro y otro y cada uno peor, más sañudo, no es una flecha o una lanza que alcanzan y a las que no tienen por qué seguir otras que también acierten y se hinquen en el mismo cuerpo, pueden ser una y basta, y quizá hagan una sola brecha o un solo destrozo que puedan curarse si no van untadas con ningún mal veneno, mientras que la espada entra y sale y entra y taja con insistencia, es capaz de matar al sano y rematar al herido y descuartizar al muerto indefinidamente, hasta la extenuación o caída del que la sostenga, que jamás va a soltarla ni va a perderla, si no es a su vez muerto o se le arranca el brazo; y por eso el gesto de desenvainarla ya obligaba y no era en vano, más valía dejarlo a medias como amenaza o duda o ademán de alerta o recado visual de estar en guardia, porque una vez la hoja entera en el aire, una vez la punta desembarazada y mirando, eso era ya anuncio seguro de la irremediable sangre.

No había visto desenvainar a Tupra si es que había allí alguna vaina, de pronto tenía en la mano ya desnudo el acero como por ensalmo, una hoja no muy larga, bestial y afiladísima en todo caso, bastante menos de un metro sin lugar a dudas, un mango no medieval aunque todos lo parezcan en primera instancia excepto los que son de cazoleta o 'a tazza', quizá era más bien renacentista, me pareció una espada lansquenete entonces y más tarde, al recordarla en mi duermevela o mi insomnio una vez de vuelta en casa, no es que sea experto yo en esas armas, pero en mis días docentes hube de traducir en Oxford, entre tanto pasaje presuntuoso y rancio de nulas aplicaciones prácticas, uno de Sir Richard Francis Burton —para los libreros de viejo nada más 'Captain Burton'—, sobre los diferentes tipos de espada, un pasaje además ilustrado, y se me quedaron ese nombre y la correspondiente imagen así como algunos otros ('a la Papenheim', por ejemplo), aquella de los lansquenetes era conocida asimismo con un sobrenombre alemán, 'Katzbalger'o algo por el estilo, algo que significaba 'destripagatos', modesto cometido ese y con escaso riesgo, o directamente ventajoso y bajo, al fin y al cabo los lansquenetes eran mercenarios germanos de infantería, de los que mi país no se privó sin embargo en los imperiales tercios, acaso la traducción absurda había sido del español al inglés y no a la inversa, El cerco de Vienapor Carlos V, de qué si no me sonaba ese título del infinito Lope de Vega, de qué si no me sabía de memoria yo estos versos (aunque tal vez, no era imposible, de habérselos oído recitar a mi padre, tan aficionado a eso, tanto como Wheeler o más, eran casi coetáneos): 'Voyme, español rayo y fuego y victorioso te dejo. Ya os dejo, campos amenos, de España me voy temblando; que estos hombres, de ira llenos, son como rayos sin truenos que despedazan callando'. Muy patriótico y presumido y muy logrado el pasaje, en boca de un invasor que huye, no era el caso en aquel cerco para desbaratar y poner fin a otro, el de los otomanos a Viena al mando de Solimán el Magnífico, allí debieron de hervir las 'destripagatos' en manos de los lansquenetes a sueldo, más desalmados que furibundos, aparecen en grabados de Durero y Altdorfer, y en ellos se ven asimismo sus armas, esa espada no larga portada en horizontal, unos setenta centímetros cruzados por encima del vientre, o llevan picas a veces, no muy distintas de las de Breda en Velázquez, sólo habría faltado que Tupra hubiera blandido también una de éstas para infundirnos más pavor, desde luego a mí pero sobre todo a su víctima, De la Garza contra quien levantó la espada, Reresby la sostenía con una mano cuando me apartó para pasar y me echó a un lado, pero la empuñó con ambas para alzarla y soltar el tajo. Vi cómo se le subía el chaleco arrastrado por sus dos brazos en alto, tomó todo el impulso posible, se le vio la camisa a rayas finísimas, elegantes, pálidas, sobre el cinturón, por debajo.

'Lo va a matar', pensé, 'le va a cortar la cabeza, el cuello, no, no puede ser, no va a hacerlo, sí, va a decapitarlo aquí mismo, a separarle la cabeza del tronco y yo ya no puedo evitarlo porque la hoja va a bajar y es de dos filos, no cabe que le dé sólo un golpe con el canto, aunque fuera fuerte, para asustarlo, para escarmentarlo, porque no hay tal canto sino doble filo que va a segar en todo caso, De la Garza estará muerto en seguida y ahora habremos de esperar tiempo infinito hasta volver a verlo entero, de una pieza, hasta el día en que por decoro se juntarán las dos partes en que ya va a convertirse, para acudir a Juicio aseado y no como un monstruo de feria, con la cabeza sobre los hombros y no bajo el brazo como si fuera un balón o un globo terráqueo, y allí gritar: "Morí en Inglaterra, en un cuarto de baño público, en un lavabo para minusválidos de la vieja ciudad de Londres. Me mató este hombre con una espada y de mí hizo dos trozos, y este otro estuvo presente, lo vio, no movió un dedo. Fue en otro país y el que me mató estaba en el suyo, pero para mí era un extranjero porque eso era él a mi tierra; en cambio el que asistió y no hizo nada hablaba mi lengua y ambos éramos de esa misma tierra, más al sur, no tan lejana, aunque hubiera mar por medio. Aún ignoro por qué fui asesinado, nada grave había hecho, ni para ellos constituía peligro. Tenía media vida o más por delante, probablemente habría llegado a ministro, o a embajador en Washington por lo menos. No lo vi venir, me quedé sin vida, me quedé sin nada. Fueron como un rayo sin trueno: el uno despedazó, y el otro anduvo callando". Pero quizá De la Garza no pueda hablar de esa manera ni siquiera el último día, en él cada hombre y cada mujer seguirán siendo los que fueron siempre, el bruto no se hará delicado ni el lacónico elocuente, el malo no se hará bueno ni el salvaje civilizado, el cruel compasivo ni leal el traicionero. Así que lo más probable es que Rafita haga la denuncia a su modo pretencioso y zafio, y chille al Juez esta queja: "La palmé en Inglaterra con una violencia de cojones, oye, vino este tío y me rebanó el pescuezo sobre la tapa de un retrete público para lisiados, ¿puedes creértelo? Un hijo de la gran puta y de la Gran Bretaña, un cacho cabrón de cuidado. Fui un pardillo de la hostia, ni me lo olí, vaya mierda, iba bien bebido y bailado y más mareado, ipecacuana no me hacía falta, estaba a lo mío y ni me enteraba, pero juro que yo no le había hecho nada, le dio por ahí en plan psicópata, en plan enigma inexplicable, sacó no sé de dónde una espada y el muy bestia me guillotinó de un tajo, se debió de creer Conan el Bárbaro de pronto, o El Cid, o Gladiator, yo qué sé, el muy grillado, un tío con chalequito, hay que joderse, encima eso, de repente va y tira de estoque y su fantasía me cuesta el cuello, la gran putada de mi vida, menuda gracia, como que la vida se me terminó allí mismo. Y el otro ahí mirando como una estatua con cara de pasmo, un tío de Madrid, no te jode, un paisano, uno del foro, y ni siquiera intentó pararle el brazo, bueno, los dos, porque el muy cabrón agarró la tizona con ambas manos para atizarme con toda su fuerza, toma literatura medieval y universal, y casi mejor así, no te creas, un corte limpio, imagínate que se me hubiera quedado la cosa a medias, colgando, y yo aún medio vivo viéndolo y dándome cuenta de que me mataban por nada. Morí en Londres, allí morí en noche de farra, sin llegar a corrérmela entera, no me dio tiempo a apurarla, me tendieron una trampa. Lo último que hice fue arrodillarme, fue la leche, nada menos. Y luego se me acabó ya todo". Sí, no hay nada que hacer', pensé, 'va a matarlo. Lo más rápido de todo es la voz, ya sólo puedo gritarle.'

–¡Tupra!

Grité su nombre, a más no me daba tiempo, ni siquiera a añadir '¡Qué haces!', o '¡Estás loco!', o '¡Detente!' como en las novelas antiguas y en los tebeos, o cualquiera de esas exclamaciones inútiles ante lo que no es inminente sino que en realidad ha comenzado, ya está en marcha y es flecha volando. De la Garza ladeó la cabeza una fracción de segundo —rodaría como globo terráqueo—, de la misma manera en que lo había hecho poco antes, cuando había estado a punto de pedirme un billete para metérselo por la nariz enrollado, es decir, sin volver del todo la vista, sin enfocar, sin poder ver más que una ráfaga turbia de lo que tenía encima o lo sobrevolaba, pero sin duda sí vio cernirse el acero, de refilón, de reojo, reconociendo la hoja y el filo y sin reconocerse su reconocimiento, sin dar crédito y a la vez dándolo, porque el peligro real de muerte se percibe siempre y en él se cree inmediatamente, aunque al final se quede sólo en susto de muerte. Como cuando se prolonga en el sueño una situación de amenaza con riesgo de aniquilación, o una duradera secuencia de persecución y alcance y más persecución y alcance, y la conciencia dormida sucumbe al pánico y al fatalismo y a la vez comprende que algo no va del todo y que la fatalidad no es tan segura, porque el sueño aún continúa sin cesación ni vacío ni resolverse, y no acaba de caer el golpe que hace ya rato inició su caída: it delays and lingers and dallies and loiters, el golpe, el sablazo, el sueño, se entretiene y espera y todo es plomo sobre mi alma, se congela y gana tiempo mientras la conciencia pugna por despertarse y salvarnos, por disipar la mala visión o quebrarla, y ahuyentar o zanjar el impedido llanto que ansia brotar pero no alcanza.

Le vi la expresión de muerto, de quien se da por muerto y se sabe muerto; pero al estar aún vivo la imagen fue de infinito miedo y de forcejeo, esto último sólo mental, quizá un deseo; de pueril e indisimulado espanto, la boca debió de secársele instantáneamente, tanto como la palidez le cubrió el rostro como si le hubieran dado un brochazo raudo de pintura blanca sucia o cenicienta o de color enfermo, o le hubieran arrojado harina o acaso talco, fue algo parecido a las nubes veloces cuando ensombrecen los campos y recorre a los rebaños un escalofrío, o como la mano que extiende la plaga o la que cierra los párpados de los difuntos. El labio superior se le levantó, casi se le dobló, fue un rictus, le dejó al descubierto la encía seca y en ella se le enganchó la parte interior del labio al faltar toda saliva, ya no podría volver a bajarlo, así contraído hasta el fin de los tiempos en una cara atormentada separada del cuerpo, sí bajó la cabeza nada más avistar la ráfaga turbia de metal en alto, encima de él y de mí, allí arriba, un doble filo, dos manos, un mango, la aplastó contra la tapa como si quisiera que cediera ésta y desapareciera, y encogió el cuello instintivamente, hundió la cabeza entre los hombros como con un espasmo, ese gesto debieron de hacerlo sin querer o queriendo todos los guillotinados de doscientos años y los que padecieron el hacha a lo largo de los cien siglos, aun los culpables conformes y los resignados en su inocencia, ese gesto han debido de hacerlo hasta las gallinas y los pavos.

Descendió la espada a gran velocidad, con gran fuerza, bastaría aquel tajo para cortar limpiamente y aun llegar a la tapa y astillarla o rajarla, pero Tupra detuvo en seco la hoja en el aire, a un centímetro o dos de la nuca, la carne, los cartílagos y la sangre, tenía control sobre su impulso, sabía medirlo, quiso frenarlo. 'No lo ha hecho, no ha decapitado', llegué a pensar con alivio y sin tantas palabras, pero no me duró un instante, porque en seguida la alzó de nuevo cumpliendo con lo propio y temible de las armas que no se sueltan ni arrojan y que también son de repetición por tanto, luego pueden abatirse una vez y otra, pueden amagar primero y segar después o atravesar sin remedio, un fallo o un arrepentimiento brusco no equivalen a un respiro, a un momentáneo indulto ni a una efímera tregua, como sí lo serían la lanza lanzada que yerra el blanco o la flecha que se desvía y se pierde camino al cielo o bien cae plana al suelo, se necesitan unos segundos para sacar otra del carcaj y colocarla en el arco y recuperar el pulso para mejor apuntar y volver a tensar la vara curva sin que se resienta el músculo, durante esa mínima pausa uno puede ponerse a cubierto o empezar a correr zigzagueando, en la esperanza de que apenas le queden ya venablos al nervioso arquero que nos ha ojeado, tres, dos, uno, ninguno. Cada movimiento de Tupra seguía siendo o era resuelto, no improvisado, debía de haberlos conocido o calculado todos antes de entrar en aquel lavabo, incluso en el momento de ordenarme en la pista que me llevara allí al agregado y que esperáramos los dos su venida con la prometida raya, había sido cumplidor en eso, la había traído, si es que no era talco el polvillo ahora esparcido, volado por la cabeza esquiva de De la Garza, ilusamente, pues no tenía dónde huir, dónde esconderse. Pero si Reresby conocía sus pasos yo no, y menos aún De la Garza, así que no supe cómo interpretar la media sonrisa —o no llegó, fue sólo un cuarto, o ni siquiera, y nada más que su expresión burlona– que creí ver en sus labios carnosos un poco africanos o más bien hindúes o eran eslavos, cuando detuvo la espada y volvió a levantarla y así volvió a parecer que iba a matarlo, aún más que la primera vez me pareció que iba a hacerlo, porque cuando una oportunidad se ha gastado queda una menos para salvarse, y las posibilidades se han reducido. Eso es todo, y no al contrario.

Tupra, don't!—Esta vez sí me dio tiempo a añadir una sílaba, habrían sido cuatro en mi lengua, '¡No lo hagas!', o habría bastado con decir '¡Tupra, no!', lo vi capaz y lo vi incapaz, ambas cosas, lo cual significaba, pensé mucho más tarde en la cama, que en esta ocasión no iba a hacerlo pero que sí poseía la frialdad para hacerlo —o era la crueldad, o era sólo el metal, o el temple, el carácter, o la indiferencia, o era algo consustancial a 'lo suyo'– y que quizá lo había hecho ya con anterioridad, en su juventud y en el pasado lejano, o en su edad adulta y hacía nada, acaso hacía meses, semanas o días y yo sin saberlo ni imaginármelo; posiblemente en otros países y rindiendo siempre servicio al suyo aunque fuera antes que nada tras el beneficio propio; en sitios remotos en los que un tajo es necesario a veces para sofocar o avivar incendios mayúsculos y taponar o abrir grandes boquetes, para remediar o provocar desaguisados prebélicos y calmar o azuzar insurrectos, engañándolos invariablemente. Y qué era un tajo al lado de esparcir brotes de cólera, y de malaria, y peste, como había hecho Wheeler tiempo atrás o eso decía, o al lado de una sola insidia que prende y contagia, que se convierte en imparable fuego y calcinación de todo o en epidemia y eliminación de cuantos están en medio o tan sólo cerca y aun en las lindes, de cuantos no pueden irse ni refugiarse, no hay dónde huir tantas veces ni dónde esconderse, y ni siquiera hay ala propia para meter debajo la cabeza.

De la Garza había recurrido a ambas, los dos brazos sobre la nuca inútiles como un paraguas bajo la tempestad marina, y había cerrado los ojos, los tenía apretados y le temblaban o palpitaban —quizá le corrían enloquecidas las pupilas bajo los párpados—, debía de haberse dado cuenta de la situación aunque no mirara, la espada había descendido brutalmente pero se había parado antes de alcanzar su cuello y ahora volvía a su posición en alto, acaso para rectificar un milímetro y asegurar la trayectoria, buscarle perpendicularidad a la hoja o apuntar con más tino, la amenaza no sólo permanecía sino que era aún mayor (aunque de haberse cumplido a la primera no habría habido ya más, ni más de nada). De la Garza prefirió no mirar de nuevo hacia ningún lado, ni siquiera sin enfocar, ni con el rabillo del ojo, ya no quiso ver otra ráfaga turbia ni más del mundo, su última imagen era un retrete con la tapa bajada y se parecen todos, su cartera encima y su Visa cortante, se supo aún más muerto y por más muerto aún se dio, había dispuesto de unos segundos de conciencia o vida para asustarse más y comprender que de verdad le ocurría lo que le estaba ocurriendo, que hasta allí había llegado, inesperada e insensatamente, sin causa alguna que él conociera para tamaña exageración, para aquel alto, o era término. Pensé que si le hubieran dado unos instantes más habría sido capaz de dormirse de golpe, allí con la cabeza apoyada, aplastada contra la baquelita aunque como almohada fuera disuasoria y plana, es la única forma de escapar del dolor y descansar de la desesperación a veces, una modalidad de narcolepsia, así lo llaman, pero quién no conoce ese sueño súbito y extemporáneo, impropio, quién no se ha dormido o no ha querido dormirse en medio del miedo o en mitad del llanto, lo mismo que cuando se sienta uno en el sillón del dentista, o camino del quirófano trata de anticiparse a la cuidadosa labor del anestesista, el irresistible sueño como negación última y fuga, soñar lo que pasa lo convertirá en ficticio.

Tupra sacudió la espada con tanto brío que sonó como un latigazo en el aire, y esta segunda vez hizo lo mismo con su gran dominio, la detuvo en seco sin que la hoja llegara a entrar en contacto con cuerpo alguno animado ni inanimado, con materia ni carne ni con piel ni objeto, todo siguió intacto, la cabeza, la tabla, la loza, el cuello, todavía no cortó ni partió, no despedazó ni segó, no rajó nada. Entonces mantuvo el filo un momento muy cerca del cogote encogido, como si quisiera que De la Garza notara bien su presencia —soplo de acero– y aun se familiarizara con ella antes del golpe definitivo, de la misma manera que al cabo de un rato notamos a nuestra espalda una respiración agitada o unos ojos intensos que nos quieren mal o bien, poco importa eso si son voraces como sierras o hachas o penetrantes como navajas. Como si quisiera que se diera cuenta de que estaba vivo e iba a estar muerto al siguiente instante, en cualquiera de ellos —uno, dos, tres y cuatro; pero aún no; luego cinco—, y el agregado debió de pensar, si es que aún pensaba y no soñaba en el sueño hundido: 'Que no lo haga, por favor, que dude y siga dudando pero que decida no hacerlo, que levante esa arma absurda y ya no vuelva a bajarla, qué se creerá, un sarraceno, un vikingo, un mau-mau, un bucanero, que me la aparte, que se la enfunde y la guarde, qué sentido tiene, y que Deza haga algo, de una puta vez que haga algo, que se la quite, que lo tumbe o que lo convenza, no puede dejar que pase esto, no pasará, no va a pasarme, a mí no, sigo pensando luego no ha pasado, no transcurre ya el tiempo pero yo sigo pensando, así que no todo mi tiempo se me ha parado'.

Algo muy parecido debió de recorrer mi mente, quizá también suplicante y adormecida – num-bed—, quizá por la incredulidad, o entorpecida, aunque yo sólo fuera testigo o cómplice involuntario —pero de qué: aún de nada– y no estuviera mi cuello en jaque. Intentar arrebatarle una espada a quien amenaza con ella sólo se le ocurriría a un insensato, podía volverse contra mí el doble filo, la lansquenete o 'destripagatos', y ser mi cabeza la que corriera peligro y aun acabara rodando por aquel cuarto de baño, si bien no había en Tupra el menor signo de enajenación o desquiciamiento, era el mismo de siempre, atento a la maniobra, sereno, alerta, algo metódico, levemente burlón, incluso levemente simpático en el acto posible de matar a alguien, que es el acto peor e indeciblemente antipático. Era improbable que me soltara a mí un tajo, yo iba con él, trabajaba con él, habíamos venido juntos y nos iríamos juntos, era hombre leal, allí estaba mi abrigo, él había ido a recogérmelo y me lo había traído, por qué no se dejaba de truculencias y nos largábamos de una vez de aquel sitio infecto, yo no quería ver sangre ni a De la Garza descabezado, sin pescuezo, como un pollo, qué haríamos con el cadáver y qué dirían en la Embajada, se abriría una investigación en España, al fin y al cabo era un diplomático pese al indescriptible aspecto, y New Scotland Yard abriría la suya, habíamos sido vistos con él en la pista, sobre todo yo, y la señora Manoia. Lo supe con seguridad entonces: Tupra no lo mataría, porque no iba a meterla a ella en semejante lío. A menos que no quedara cadáver, porque nos lo lleváramos. Cómo.

Are you mad or what? Don't do it! —Esta vez sí me dio tiempo a decir algo más, no gran cosa, a decirle eso, '¿Te has vuelto loco? ¡No lo hagas!', el tipo de frases superfluas, ineficaces, pobres, que acuden a nuestra lengua ante lo brutal inesperado, mero contrapunto oral a lo que prescinde ya de todo verbo y es sólo acción violenta, apuñalamiento, paliza, homicidio, asesinato o suicidio, son frases supersticiosas, son como interjecciones, a mí me salieron esas pese a no apreciar en Tupra rasgo alguno de locura, él sabía bien lo que hacía y no hacía, en su actitud no vi cólera ni tan siquiera enfado, a lo sumo fastidio, impaciencia, hartazgo, sin duda reproche aplazado: de esto último me tocaría a mí parte, era seguro, yo había sido el nexo con De la Garza aquella noche; a mí me lo había endosado Wheeler, pero eso pertenecía a otro día y sólo lo de hoy cuenta siempre. Más bien se trataba de la aplicación de un escarmiento, o el cobro de una deuda, un castigo que ejecutaba o iba a ejecutar en tibio con aquella espada intempestiva, seguía sin saber de dónde había salido ni por qué recurría él a un arma tan desusada y poco práctica —ocupa mucho, casi un engorro—, desconcertante en nuestros días. Lo primero lo supe en seguida; lo segundo no hasta más tarde, cuando estuvimos ya fuera.

Levantó la lansquenete, la alejó de la nuca rozada, ese era un momento malo y bueno, podía preludiar el descenso final, el mortífero, ser la nueva toma de impulso para el golpeo y la decapitación ya amagados, o bien significar la renuncia, la retirada y la cancelación del susto, la decisión de no hacer uso y de dejar toda cabeza unida todavía a su tronco. Apoyó la parte plana sobre su hombro derecho, como si fuera el fusil de un centinela o de un soldado en el desfile. Fue un gesto de ponderación, meditativo. Miró hacia abajo verticalmente, hacia De la Garza arrodillado, que no se movía más allá de unos estremecimientos involuntarios y desagradables como espasmos, debía de contener el aliento con el corazón desenfrenado, no querría hacer nada para inclinar la balanza, no decir, no mirar, no existir, como esos insectos que se quedan quietos ante el peligro, creyendo poder desaparecer de la vista y aun del olfato, mudar de color abruptamente y confundirse con la piedra o la hoja sobre las que los enemigos los pillaron posados. Entonces Tupra bajó la mano izquierda, cogió la redecilla de De la Garza y estiró de ella con fuerza, en mala hora se la había puesto. Éste notó el tirón y apretó más los ojos como si quisiera saltárselos y encogió aún más el cuello, pero carecía de caparazón, no le era posible esconderlo.

–¿Que no haga qué, Jack? —Eso me dijo Reresby sin mirarme, aún miraba al bulto a sus pies, a su merced, de rodillas ante un retrete—. ¿Quién te ha dicho lo que yo voy a hacer, no voy a hacer? Yo no te lo he anunciado, Jack. Dime, ¿qué es exactamente lo que no quieres que haga? —Y a continuación sí alzó los ojos. Me miró de frente como solía mirarlo todo, enfocando con nitidez y a la altura adecuada, que es la del hombre. Y después bajó la espada.

Le cortó la redecilla de un tajo, habrían bastado una cuchilla, unas tijeras, una navaja suiza para hacer eso, menos filo del que necesitaba un torero para cortarse la coleta cuando se retiraba en la plaza, aunque habría resultado más lento y no habría causado impresión al amenazado ni al testigo, ni habría sonado como sonó el sablazo, no fue como antes, como látigo o fusta en el aire, sino como un leve cachete plano o una tenue palma clara o hasta un escupitajo sobre baldosa lanzado, en todo caso fue audible, lo bastante para que De la Garza se llevara automáticamente las manos a los oídos en otro movimiento de protección imaginaria, no debió de pensar que si podía hacer ese gesto es que estaba vivo, sin duda tardó un poco más de la cuenta en decirse que había sobrevivido también a la tercera aproximación, paso o ronda de la tremenda hoja, que ésta no le había cercenado ni abierto ninguna parte del cuerpo, o quizá es que no se fiaba —y hacía bien, si así era– y aún aguardaba el siguiente golpe, y el otro, y uno más, del arma que se retiene y no se arroja; desde luego el segundo lo esperé yo unos segundos, menos que él, porque vi lo que él no vio todavía: el mínimo tiempo que tardó Tupra en alejarse unos pasos, quedarse con la mano libre y volver sobre ellos, De la Garza permaneció de piedra, como una extraña estatua implorante y angustiada, o más bien rendida, resignada al sacrificio, espantada, con los ojos cerrados y los oídos tapados, y así me recordó a Peter Wheeler —pero sólo en eso– cuando éste se cubrió de igual modo contra el estruendo del helicóptero que le pareció un Sikorsky H-5 y contra los vientos que levantaba, aquella mañana de domingo en su jardín junto al río, aquel día en que me habló más de Tupra y de su grupo sin nombre al que él había pertenecido y yo pertenecía ahora, por esa pertenencia tácita estaba yo allí aquella noche, en el cuarto de baño luminoso y limpio, formando parte del terror de un hombre. El que esa noche era Reresby se apartó, en una mano su espada y en la otra la redecilla cobrada como un escuálido trofeo, mucho menos que una cabellera, mero andrajo sudado; salió del gabinete guiñándome un ojo —pero no fue un guiño tranquilizador, lo entendí como si anunciara: 'Hasta aquí el preámbulo'– y se acercó a su abrigo colgado, ya no tan rígido en su caída, y entonces deduje que por la parte del forro, en la espalda, tenía un bolsillo interior muy largo y dentro de él una vaina, porque por allí metió la lansquenete y su deslizamiento sonó metálico, y de no haber habido funda la punta habría rajado el fondo de ese bolsillo estrecho y tan largo, setenta centímetros por lo menos para la hoja de la Katzbalger yacaso el mango asomaba para facilitar su saque, no pude verlo a las claras, pero por fuerza no cabía otra deducción posible. Respiré muy hondo —o fue más que eso– al ver desaparecer aquel hierro mortal, de momento. Que lo hubiera envainado no significaba necesariamente que no recurriera a él de nuevo —seguía allí a mano—, y podía obedecer a una precaución muy propia de Tupra, no dejar un arma así al alcance del enemigo, inadecuada esta palabra, el pobre agregado fantoche no combatía, ni siquiera se resistía; pero si Reresby se hubiera limitado a cruzar la espada sobre la cisterna o a depositarla en el suelo, nadie le habría garantizado que en un arranque de desesperación y pánico De la Garza no se hubiera tirado a ella y la hubiera empuñado, y entonces qué, las tornas vueltas, dos filos, fácil de manejar, poco pesada, siempre hay peligro en el ser más insignificante y débil, en el más cobarde y en el más vencido, y a ninguno puede subestimárselo nunca ni darle oportunidad de rehacerse ni de sobreponerse, de sacar fuerzas de flaqueza ni de hacer acopio de valor suicida, esa era una enseñanza de Tupra y por eso entendió bien un día —le gustó, la anotó mentalmente– esa expresión española que nos define tanto y que yo le descubrí y traduje: 'Quedarse uno tuerto por dejar al otro ciego', temía esa actitud como a la peste. Fue de agradecer que no se le ocurriera pedirme a mí que se la sostuviera, la 'destripagatos', no me habría hecho gracia encontrármela en la mano, esto es, empuñarla, aunque la habría cogido y blandido, claro está, ya puestos. O quizá es que no se fiaba tampoco del uso que yo pudiera darle, de que en un giro de los acontecimientos no acabara volviéndola contra quien no debía, nunca supe del todo si conté con su confianza, eso en realidad nunca se sabe, con respecto a nadie. Ni nadie debería ganarse la nuestra, enteramente.


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