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Baile Y Sueño
  • Текст добавлен: 5 сентября 2016, 00:03

Текст книги "Baile Y Sueño"


Автор книги: Javier Marias



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–¿Significa eso que a veces trabajamos para... particulares? Por así decirlo.

La joven Pérez Nuix hizo con los labios un gesto que era mitad de fastidio leve y mitad de paciencia que se imponía a sí misma, como si encajara sin resistencia el contratiempo de tener que detenerse en aquello a la postre, velis noliso sin duda nolis, muy en contra de su preferencia. Yo tenía la ventaja de dirigir la charla, de abreviarla o demorarla o desviarla o interrumpirla mientras su solicitud no estuviera completa, o aún más lejos, mientras no hubiera sido aceptada ni rechazada. Sí, durante el eterno o eternizado 'Veremos'; sí, hasta el 'Sí' o el 'No' ya pronunciados, a ella le estaría casi vedado contrariarme en nada. Ese es uno de los poderes efímeros del que concede o niega, la compensación más inmediata por verse envuelto, la cual sin embargo suele pasar factura a su vez más tarde. Y por eso a menudo, para que el dominio dure, la respuesta o decisión son retrasadas, e incluso a veces no llegan. Descruzó las piernas y volvió a cruzarlas en sentido contrario, vi iniciársele la carrera en las medias a la altura de un muslo, ella tardaría bastante más rato en descubrírsela, pensé (no miraban sus ojos donde los míos), y para entonces su magnitud quizá la hiciera sonrojarse. Pero yo no iba a advertirla ahora, habría sido una impertinencia o eso me pareció en primera instancia. Tenía grato color en principio, el muy poco de muslo que le quedó ya al descubierto.

–¿Importa eso mucho? —preguntó; no a la defensiva, sino como si nunca antes se lo hubiera planteado y se lo preguntara por tanto también a sí misma—. Trabajamos para Tupra siempre, ¿no? En todo caso. El nos contrata, él nos paga. Es a él a quien rendimos cuentas y a quien prestamos servicio directamente, confiando en que hará de él el uso que más convenga, o bueno, eso lo doy por descontado, supongo. O quizá es que considero que no me incumbe, no sé. Al empleado de una fábrica de vehículos no le incumbe lo que acabe resultando de los tornillos que pone o del motor que construye junto con sus compañeros, por decir algo: si será una ambulancia o un tanque, ni a qué manos vaya a parar luego el tanque, si es un tanque.

–No me parece que sean cosas equiparables —dije y no dije más. Prefería que ella siguiera argumentando, era yo quien conducía como solía conducir Peter Wheeler cuando él y yo conversábamos, o Tupra cuando me azuzaba, o me interrogaba, o me forzaba a ver más y entonces me sonsacaba.

–Bueno, cómo me quieres que diga. —Sí, a veces había algo extraño o medio inglés en sus giros, casi nunca mera incorrección, sin embargo—. Ir más allá sería como si un novelista se preocupara no por el editor a quien entrega su novela para que la divulgue lo más que pueda, sino por los compradores posibles de lo que éste publica bajo su sello. No habría forma de seleccionarlos, ni de controlarlos, ni de conocerlos, y sobre todo no serían de su incumbencia, del novelista. Él mete en su libro historias, tramas, ideas. Malas ideas, tentaciones si quieres. Pero lo que de ellas surja, lo que desencadenen, eso ya no es asunto ni responsabilidad suya, ¿no? —Se detuvo un instante—. ¿O según tú sí lo sería?

Parecía sincera —o es auténtica—, quiero decir que parecía estar pensando lo que decía al tiempo que lo formulaba, con algo de inseguridad, de vacilación, con algo del acontecer en ello, también de esfuerzo (el esfuerzo de pensar de veras, no más que ese, pero ese es cada vez más infrecuente en el mundo, como si el mundo entero recurriera ya casi siempre a unos cuantos recitados al alcance de cualquiera, hasta de los más iletrados, una especie de infición del aire).

–Tampoco estoy seguro de que esa comparación sea acertada —le contesté, y ahora sí la acompañé un poco en su esfuerzo—, porque nuestros informes no son públicos sino más o menos secretos, entiendo; no están en todo caso a la vista de cualquiera ni se venden en los comercios; y además hablan de gente, de personas reales que nadie ha inventado ni puede por tanto hacer desaparecer ni cortar en seco al capítulo siguiente, y para las que no sé si lo que decimos tiene mucha o poca trascendencia, si les causa gran daño o les trae gran beneficio, si les impide o les permite algo crucial, si posibilita o echa a perder sus planes, que para ellas serán importantes, quizá vitales. Si les soluciona o les arruina el futuro, el inmediato al menos (pero del inmediato depende el lejano, así que acaba dependiendo también todo el resto). Y bueno, no es lo mismo informar a la Corona, al Estado, que a un particular cualquiera, yo creo.

–Ah lo crees —dijo ella. No con ironía (aún no podría habérsela permitido), quizá sí con sorpresa—. ¿Y en qué ves la diferencia?

Ah sí, en qué la veía. Su pregunta me hizo sentirme de pronto ingenuo, absurdamente más joven que ella o más inexperto (era más nuevo, me había dicho), y se me convirtió en algo difícil de contestar sin parecer demasiado idiota, un pardillo. Pero no me quedaba sino intentarlo; yo la había propiciado, no podía retirar mi observación vencida a las primeras de cambio, no podía conceder sin más: 'Tienes razón', decirle. 'No hay diferencia ni yo puedo verla.'

–Al menos en la teoría —dije protegiéndome al máximo—, el Estado vela por el interés común, por el del conjunto de los ciudadanos, no ha de tener otro que ése. Al menos en la teoría —insistí: creía poco en lo que decía, según lo iba diciendo, y por eso me salía lento; no se le pasaría a ella por alto—, es sólo un intermediario, un intérprete. Y sus componentes, circunstanciales siempre, no están sujetos a pasiones propias, individuales, privadas, ni por lo tanto a bajas ni a elevadas. Cómo decir: son representantes, una parte del todo, nada más que eso, y sustituibles, intercambiables. Han sido elegidos allí donde suelen serlo, y lo son en nuestros países, dentro de lo que cabe. Se supone que obran por el bien general. Tal como lo entiendan ellos, claro. Y pueden equivocarse, cierto, y aun fingir equivocarse para disfrazar de error su provecho particular y egoísta. Eso ocurre desde luego en la práctica y quién sabe cuánto. Quizá sin pausa y en todos los sitios, desde las cloacas hasta Palacio. Pero hay que presuponerles la buena fe, la teórica, o si no no podríamos vivir en paz nunca. No la hay sin el sobreentendido de que nuestros Gobiernos son legítimos, incluso rectos, porque lo son nuestros Estados. (O sin esa ilusión, si prefieres.) Así que uno les presta servicio desde esa buena fe teórica, que también lo alcanza o lo envuelve o lo ampara a uno en su misión, en sus funciones, o en su mera aquiescencia. Y en cambio no serviría a un particular cualquiera sin antes saber bien quién es, qué pretende, qué se propone, si es un criminal o un hombre justo. Y a qué fines contribuirá nuestro esfuerzo.

–Tú lo has dicho. En la teoría —me concedió la joven Pérez Nuix, y descruzó las piernas y encendió un cigarrillo, uno de los míos, lo cogió sin pedírmelo como si en eso fuera española sin mezcla. No eran Rameses II, sólo Karelias del Peloponeso, nada baratos pero tampoco preciosos y el tabaco no lo regateo nunca. La carrera le avanzó un poco más con ese movimiento, pero ella siguió sin vérsela ni notarla. (O quizá no hacía caso.) (O quizá me la estaba ofreciendo: una desnudez mínima, insignificante, pero en progreso; no, no lo creía, esto último.)—. Mira, en todos los años que llevo aquí no he visto a nadie que no sea un particular cualquiera. —Aquel 'aquí' lo hube de entender como 'en esto'; por lo que yo sabía, ella llevaba la vida más o menos entera en el país de su madre—. Ni siquiera en el Ejército, donde más hay que acatar las órdenes y menos hay que tomar decisiones, una maquinaria, dicen. No lo es, nada lo es. Da lo mismo el cargo que las personas ocupen, o a quién representen, que tengan altas responsabilidades o sean unos mandados totales, que hayan sido elegidas o nombradas a dedo, de dónde les venga su autoridad poca o mucha, que su sentido del Estado sea grande o sea nulo, su lealtad da lo mismo, o su venalidad, su afición al chaqueteo. Da lo mismo que todo el dinero que pase por sus manos pertenezca al erario y que no haya suyo un maldito penique. Da lo mismo, manejarán como propias las cantidades más fabulosas, no digamos las despreciables. No quiero decir que se las queden, no todos, o no necesariamente; sino que las distribuirán a su antojo y a su conveniencia y luego buscarán las razones para ese reparto, nunca antes. ¿Sabes? Siempre hay razones a posteriori, claro que lo sabes, para cualquier acción, hasta la más gratuita o la más infame, siempre se encuentran, a veces ridiculas e inverosímiles, mal fundamentadas y que no engañan a nadie o sólo al que se las inventa. Pero en todo caso se da con ellas. Y otras veces son buenas y convincentes, impecables, en realidad es más fácil encontrarlas para los hechos que para los planes y las intenciones, los propósitos, las decisiones. Lo ya sucedido es un punto de partida muy fuerte, muy consistente: es irreversible, y eso ya es una gran pauta, una guía. Es algo a lo que atenerse. O más: a lo que ceñirse, porque ata y obliga, y así resulta que tiene uno en el bote la mitad del trabajo. Cuesta mucho menos explicar con razones lo ya pasado (o lo que es igual, averiguárselas; o tanto da, prestárselas) que justificar de antemano lo que quiere uno que pase, lo que va a procurarse. Todo el que está en política lo sabe de sobra, y en la diplomacia. Lo mismo que los wetgamblers, o los criminales cuando deciden eliminar a alguien y lo eliminan, y ya se ocuparán más tarde de las consideraciones previas y de examinar pros y contras al afrontarlos como consecuencias; pero el eliminado está eliminado, ves, y eso no hay quien lo mueva, y casi siempre hay provecho, o más que perjuicio. Y lo saben también cuantos ocupan un cargo, aunque sea el último policía del último pueblo del shiremás remoto. —'La palabra "condado" no le ha salido en nuestra lengua', pensé, 'en la que hoy poco se usa.' Porque sin duda era también suya, la lengua. Y asimismo había dicho en inglés 'wet gamblers', nunca había oído yo esa expresión ni la comprendía, quizá sin equivalente real en español puesto que ella ni siquiera había intentado hallárselo: 'jugadores húmedos', literalmente; o 'tahúres mojados', me acudió al instante una anacrónica imagen de chalecos en el Mississippi—. Y todos son particulares, te lo aseguro, debajo de los uniformes y fuera de sus despachos, esto es que también dentro, cuando están a solas. —Me acordé de Rosa Klebb, la despiadada asesina de SMERSH en Desde Rusia con amor, que según esta novela podría haber matado a Andrés Nin; de su descripción leída en casa de Wheeler, aquella noche de improvisado y febril estudio junto al río de la continuidad en calma: 'Por las mañanas le costaría arrancarse de su tibia y emporcada cama. Sus hábitos privados serían desaseados, incluso sucios. No resultaría agradable asomarse al lado íntimo de su vida, cuando se relajara, ya sin el uniforme...'. Y aún hubo tiempo para que me cruzara esto por el pensamiento: 'Casi nadie es grato así, cuando se arranca o se hunde en su tibia cama, cuando se relaja o se abandona o baja la guardia; pero yo sé bien que sí lo es Luisa, y esta joven lo parece; o tal vez sea que ellas dos nunca la bajen, carrera y todo que va agrandándose'—. En mayor o menor grado todos se dejan llevar por sus impulsos, se orientan, se guían: por sus simpatías y sus antipatías, por sus miedos, sus ambiciones, sus cálculos y sus manías; por sus favoritismos y sus rencores, biográficos o sociales. Así que yo no veo esa diferencia, Jaime. Pero mira, tanto mejor para mí que tú la veas, te importará menos hacerme el favor que te he pedido. Porque este encargo procede de particulares, no del Estado, eso lo sé. Quiero decir que viene de particulares particulares.

Me quedé callado un momento, los dos nos quedamos. Tenía presente que la joven Nuix seguía sin pedirme aún el favor, no estrictamente, no del todo, no completo. Y por tanto no me había discutido ni llevado la contraria en ningún momento, se había limitado a exponer el punto de vista de su experiencia, que parecía mucho más larga que su juventud, a qué edad habría empezado, a cuál habría dejado atrás esa juventud que conservaba tan sólo cuando permanecía en silencio o cuando reía, no desde luego cuando argumentaba o discurseaba, tampoco cuando en el edificio sin nombre interpretaba a las personas con tanto discernimiento, a mí ya me tendría desentrañado, me habría dado la vuelta. A menos que también a veces me viera como un enigma, lo mismo que quien hubiera escrito mi informe, el que me concernía. O que, al igual que yo a mí mismo, según aquel texto, me considerara 'un caso perdido' con el que no se habían de malgastar reflexiones ('Sabe que no se comprende y que no va a hacerlo', su redactor había dictaminado respecto a mí. 'Y así, no se dedica a intentarlo').

Me pregunté hasta qué punto no hablaría ahora Tupra por ella, algunos de sus razonamientos me sonaban a él, o más bien (no era que se los hubiera oído) a su manera de estar en el mundo, como si él pudiera habérselos insuflado calladamente con su cercanía de años, o su intimidad acaso. 'Así que yo no veo esa diferencia, Jaime', había dicho, por ejemplo, sin duda para no indisponerme, en lugar de 'No estoy de acuerdo contigo, Jaime', o 'Te equivocas, Jaime', o 'No lo has pensado bien, vuelve a intentarlo', o 'No tienes la menor idea'. Yo tenía varias preguntas rondándome, pero si cedía a todas no acabaríamos nunca, 'Qué sabes tú de los criminales', y 'Quiénes son los wet gamblers’, y 'Sobre quién he de mentir o callar, para complacerte', y 'Aún no me has pedido el favor, todavía ignoro en qué consiste, exactamente' y 'Cuántos años llevas aquí, a qué edad empezaste, quién fuiste o cómo eras, antes de esto', y 'Qué particulares particulares son esos, y cómo es que esta vez sabes tanto sobre este encargo, su origen, su procedencia'. En realidad podía preguntarlo todo, una cosa tras otra, dirigía la conversación, ese era mí privilegio. Ya no podría ser 'un momentito', el que ella había anunciado, en seguida todo se alarga o se enreda o todo tiende a adherirse, es como si cada acción llevara su prolongación consigo y cada frase dejara en el aire un hilo de pegamento colgando, que nunca puede cortarse sin que se pringue algo más al hacerlo. A menudo me extraño de que para todo haya respuesta o pueda siempre intentarse, no sólo para las preguntas y las incógnitas, también para las afirmaciones y los saberes, lo irrefutable y la ciencia cierta, y para los titubeos y las miradas y hasta para los gestos. Todo insiste y continúa solo, aunque opte uno por retirarse. Aquello no iba a ser un momentito en modo alguno, nada es breve sin cercenarlo. Pero de mí dependía ahora, seguramente, que se convirtiese en una noche entera con su amanecer incluido, o en la embriagada locuacidad de un doble insomnio.

–Aún no me has pedido el favor del todo, todavía ignoro en qué consiste, exactamente. Y qué particulares son esos, qué particulares particulares. —Y al repetir en voz alta esa expresión de la joven, no pude evitar acordarme de Wheeler y su recitado sobre los monarcas y los individuos privados: '¡Qué infinito sosiego de corazón deben los reyes perderse, que los hombres particulares disfrutan! ¿Y qué tienen los reyes que no tengan también los particulares, salvo el ceremonial, salvo la general ceremonia?'. Le habían brotado aquellas citas sin esfuerzo de memoria, y en cambio yo aún desconocía su procedencia.

Fueron así dos preguntas las que hice entonces, aplazando el resto. Pero al aplazar nunca se sabe si ya está uno renunciando, porque en cualquier instante —es decir, siempre– puede no haber más mañana ni más después ni más más tarde, sí, eso es posible en cualquier instante. Pero oh no, no es cierto: siempre hay más por venir, siempre queda, un poco más, un minuto, la lanza, un segundo, la fiebre, y otro segundo, el sueño —la lanza, la fiebre, mi dolor y la palabra, el veneno, el sueño—, y también el interminable tiempo que ni siquiera vacila ni aminora el paso tras nuestro acabamiento, y sigue añadiendo y hablando, murmurando e indagando y difamando y contando aunque ya no oigamos ni respondamos, y hayamos callado. Callar, callar. Es la gran aspiración que nadie cumple. Nadie, ni aun después de muerto. Es como si nada hubiera dejado de resonar jamás desde los comienzos, ni siquiera cuanto ya no podemos reconocer ni rastrear los vivos, que quizá viven, vivimos, alertados e inquietos por innumerables voces cuya procedencia ignoramos, de tan remotas y sofocadas, o será ya cavadas tan hondo. Quizá sean los débiles ecos de las existencias no anotadas, cuyo grito hierve en su pensamiento impaciente, desde ayer o desde hace siglos: 'Nacimos en tal lugar', exclaman en su infinita espera; 'y en tal otro morimos.' 'We died at such a place.'Y también cosas peores.

Íbamos a veces los cuatro o los cinco juntos, y hasta podíamos ser seis o siete en alguna ocasión, cuando Tupra convocaba también a Jane Treves o a Branshaw o a ambos, con los que sí coincidí ya más tarde, o incluso a algún otro informante o guía esporádico externo, según el ambiente o el territorio. Eran rachas, yo creo, durante las cuales Tupra se sentía festivo y multitudinario y deseoso de acompañamiento, no tanto de compañía cuanto de acompañamiento, de escolta o séquito o quizá de manada, como si quisiera probar un sentimiento de pertenencia, experimentar de manera tangible y ruidosa la sensación de formar con nosotros un equipo o un grupo o un cuerpo, y poder decir eso a menudo, 'nosotros'. Varias noches y días mi sensación al respecto fue la de constituir más bien una banda, o una cuadrilla algo taurina. Yo intuía que esa inclinación gregaria se correspondía con temporadas en las que él huía de Beryl o Beryl de él, si es que era ella. Pero tanto daba quién fuese: en las que ninguna mujer concreta se dejaba acaparar bastante ni por consiguiente lo distraía en sus ratos más libres o más sociales o diplomáticos o preparatorios de sus terrenos y evoluciones, o bien en las que él andaba esquivando la amenazadora excesiva concreción de alguna.

Eran sólo intuiciones. Tupra no solía hablar mucho de sus aspectos personales, o no a las claras ni narrativamente (era muy raro que él impusiera un relato, casi ni una anécdota completa; y en cambio estaba más que dispuesto a escucharlos), lo hacía sólo con vaguedades y sobreentendidos y a base de frases sueltas que, sin su deliberación aparente, aludían a experiencias pasadas suyas de las que gustaba extraer leyes y deducciones, o más bien inducciones y reglas de comportamiento y carácter probables, si es que no seguros y ciertos a sus ojos absorbentes y apreciativos que de un solo vistazo abarcaban la totalidad de un recinto o de un local lleno de gente, un restaurante, una discoteca, un casino, unos billares, un elegante salón de fiesta, un vestíbulo de gran hotel, una recepción real, una ópera, un pub, una cancha de boxeo, un hipódromo, y si no fuera una exageración flagrante, diría que hasta un estadio de fútbol, Stamford Bridge, el del Chelsea. Algo tan reducido como el escenario de una cena fría no es que lo abarcaran sus ojos pálidos, es que lo penetraban y desmenuzaban y vaciaban en un instante (conmigo incluido), eso resultaba para él un juego de niños.

Eran intuiciones, suposiciones, imaginaciones mías; por su parte él desprendía fragmentos y soltaba fogonazos aislados de su vida anterior en forma de sentencias y adagios, o de aforismos involuntarios a veces, o casi le salían originales proverbios. Así que uno iba atando cabos, que sin embargo siempre se le aparecían a la postre sueltos, por bien que los hubiera asido y perfecto que fuera el nudo que con ellos hubiera hecho, como si en su caso las zonas de sombra crecieran cada vez que uno lograba discernir el ascua de cualquier deslavazado periodo o insignificante episodio de su existencia, o como si cada mínimo alumbramiento sirviera para mejor apreciar la vastedad de lo que permanecía a oscuras, o en turbiedad, o en difuminación, o aun deforme, de la misma manera que sus pestañas tan largas y envidiadas por las mujeres enturbiaban o difuminaban siempre la intención última de sus contemplaciones, casi flotantes de tan sostenidas, y el verdadero sentido de sus miradas, que eran nítidas y halagadoras y cálidas, sí, pero difícilmente descifrables. No era extraño que receláramos un poco los hombres de aquellos ojos tan acogedores, pero también tan decorados.

Podíamos estar asistiendo a una actuación, por ejemplo, de una cantante melódica en uno de los relucientes pero anticuados clubs nocturnos a los que a veces le gustaba arrastrarnos para apaciguar los aturdimientos previos y darnos una transición de sosiego antes de mandarnos ya a casa, todos sentados —o los que aguantáramos, los más noctámbulos, o los que él retuviera más a su lado– a una mesa cercana a la pista o al escenario. Y con las tupidas pestañas apuntando hacia la artista, Tupra murmuraba de pronto: 'Las mujeres que cantan en público están muy expuestas y siempre son víctimas de quienes las guían; ésta se derrumbaría ahí mismo, como un saco, si el hombre que cada noche le conduce los pasos y la sube a esa tarima le diera la espalda y se le alejara, no digamos si se le pusiera en contra. Bastaría un soplo suyo maligno para que ella se cayera al suelo y no quisiera ya levantarse'. Durante unos segundos yo dudaba si hablaba con saber concreto, si acaso estaba enterado de la dependencia suicida de aquella mujer respecto a alguien de rostro o nombre por él conocidos (saco de harina, saco de carne, en ellos se clavan la bayoneta y la lanza, en uno hay dolor y sueño y en el otro nada). Y si me atrevía a un tanteo ('¿Los conoce, Mr Tupra, a esa mujer, a ese hombre?' O quizá ya habíamos pasado a Bertram), entonces dejaba claro que no era ese el caso o no por fuerza, y que se limitaba a aplicar al día las enseñanzas de su pasado: 'No hace falta que los conozca en persona', respondía sin apartar las pestañas de la cantante, esto es, manteniéndome el perfil sin volverse, y con tono de ligera lástima o sólo teórica; 'yo sé bien cómo son, él y ella, los he visto por docenas, desde Bethnal Green hasta El Cairo, en todas partes'.

Eso me daba una idea, o varias; las más incontestables, que había pisado Bethnal Green y no poco, ese barrio deprimido del Este, y que había estado en Egipto, no probablemente de turista. También era inevitable pensar si habría sido alguna vez representante de una mujer artística y se estaría refiriendo a sí mismo y a una antigua pupila sumisa. Pero eso lo descartaba en seguida, no me parecía el tipo de hombre protector ni vigilante ni exactamente dominante, quiero decir con responsabilidades estables, y todas esas actitudes implican tenerlas. 'Habrá asistido a ese drama, a ese esquema', pensaba, 'aunque sea nada más dos veces: en Bethnal Green y en El Cairo.' Yo intuía o sabía (intuía al principio y después sabía) que si le preguntaba directamente o intentaba que se centrara en un suceso determinado, él no haría caso y lo rehuiría, no tanto por resultar misterioso cuanto porque rememorar lo aburría, sin duda no comprendía a esas personas que disfrutan contando lo que han vivido y ya conocen de sobra, desenlace incluido, y menos aún a esos escritores narcisistas de diarios que no acaban de zafarse nunca de sus jornadas vencidas, y las reiteran con florituras.

Así que no trataba de sonsacarlo ni de arrancarle ulteriores explicaciones a sus dictámenes, era inútil, si venían venían solas y acaso varias noches más tarde, y a lo sumo me permitía gastarle una broma leve: '¿Y las que bailan en público, Bertram? ¿Están igualmente expuestas?'. Tupra tenía humor, o al menos aceptaba el mío. Me miraba de reojo rápido, se mordía el interior de un carrillo para no dejar escapar media sonrisa, y tendía a seguirme la chanza, o eso me parecía, porque nada era en él transparente, ni seguro, ni descontado: 'No, Jack, las bailarinas lo están mucho menos, ten en cuenta que moverse protege, lo arriesgado es estarse quieto, te hace más vulnerable. Eso a menudo lo ignoran quienes huyen o se esconden, dejan que el miedo se aproveche de ellos, en vez de aprovecharse ellos del miedo'. Tenía la habilidad de empalmar sentencias de forma que la segunda se desviaba de la primera, la tercera de la segunda y así hasta que se cansaba de todas o prefería el silencio un rato. Con él era difícil, por tanto, ahondar en ningún asunto, a menos que hiciera él las preguntas y fuese quien buscara un fondo. '¿Cómo se aprovecha uno del miedo?', caía yo en la tentación de su desvío. 'Entiendo que se refiere al miedo propio.' A lo que él contestaba: 'El miedo es la mayor fuerza que existe, si uno logra acomodarse a él, instalarse, convivir con él con buen temple, y no pierde las energías luchando por ahuyentarlo. En esa lucha nunca se gana del todo; en los momentos de aparente victoria se está ya anticipando su vuelta, se vive bajo amenaza, y entonces se sufre parálisis y es el miedo el que se aprovecha. Si uno lo consiente, en cambio (es decir, si uno se adapta, si se acostumbra a que esté ahí presente), posee una fuerza incomparable con ninguna otra y puede aprovecharse de él, puede usarlo. Sus posibilidades son infinitas, mayores que las del odio, la ambición, la incondicionalidad, el amor, el afán de venganza; son desconocidas. Una persona con el miedo asentado, activo pero incorporado a su vida normal, un miedo diario, es capaz de proezas en verdad sobrehumanas. Eso lo saben las madres con hijos pequeños, la mayoría. Y lo sabe cualquiera que haya estado en una guerra. Pero tú no has estado en ninguna, ¿verdad, Jack?, has tenido esa suerte. Eso significa que tu formación será siempre incompleta. Habría que mandar a las madres a las batallas con sus niños cerca, a la vista, a mano; llevan el miedo puesto, es permanente; no habría combatientes mejores que ellas'. Si yo le preguntaba en qué guerras había él estado o participado, era seguro que nada me diría, no las mencionaría; y si le pedía que me ampliase sus consideraciones sobre la perfecta formación de un hombre o sobre la fiereza de las madres con críos, lo más probable era que diera por concluida la charla. Llegaba siempre un momento en que sus desvíos no alcanzaban senda, sino tan sólo maleza o arena o ciénaga. Incluso podía llevarse entonces el índice a los labios, y a continuación dirigirlo hacia la cantante con gesto de implícito reproche a mi cháchara, como pidiendo para su arte el respeto que él le había negado minutos antes, al hablar primero, aunque hubiera sido en un murmullo, y ojo no le hubiera quitado.

Al principio de cada racha sociable (le duraban dos o tres semanas), nos convocaba a cenas o a veladas de itinerante farra con pretextos laborales. 'Quiero que me acompañéis todos a una reunión importante', decía, o a su modo semiautoritario nos ordenaba. 'Me interesa que demos una impresión de núcleo compacto, casi intimidatoria, sabéis, ante una gente con la que debo entenderme.' 'Os ruego que estéis atentos a estos comensales de hoy, haced que se sientan cómodos y se distraigan, pero no dejéis de observarlos, porque os preguntaré acerca de ellos más tarde, será mejor para nosotros cuantas más opiniones tenga.' No solía explicar más apenas, ni en qué consistía el interés o el asunto ni quiénes eran exactamente los individuos con que nos mezclaba, la mayoría británicos con algunos extranjeros sueltos de tarde en tarde, o no tan espaciados si cuento a los americanos y si vuelvo a pensarlo. A veces, sin embargo, resultaba patente qué o quiénes eran, bien por el desarrollo de las conversaciones, bien por tratarse de personajes famosos, tanto como Dick Dearlove o casi. Tupra tenía relaciones increíblemente variadas para ser un solo hombre, si es que lo era en efecto, porque yo lo oí llamar por diferentes nombres o más bien apellidos según el sitio y la compañía y las circunstancias. Al ver que mi sorpresa podía resultar delatora la primera vez que el maîtrede un buen restaurante se dirigió a él ante mí como 'Mr Dundas', optó por avisarnos o avisarme antes, cada vez que no fuera a ser él mismo íntegramente. 'Aquí soy Mr Dundas', nos advertía. 'Hoy soy Mr Reresby, tenedlo en cuenta.' 'Se me recuerda más como Mr Ure, en esta zona.' Este último hube de pedirle que me lo deletreara, con su pronunciación no fui capaz de pillarlo, es decir, de imaginarlo escrito, en sus labios sonó como 'Iuah', imposible para mí adivinar su ortografía. Todos eran apellidos llamativos, tirando a anticuados, raros (quizá vagamente aristocráticos o aproximadamente escoceses a mis oídos), como si Tupra, ya que renunciaba al suyo, no estuviera dispuesto a prescindir además de la originalidad nominal que lo acompañaba desde su nacimiento, si es que aquel Tupra finlandés, ruso, checo, turco o armenio era tan antiguo en su vida como creía Wheeler. Debía de desagradarle sobremanera la idea de llamarse, aunque fuera un rato, algo confundible o indiferente, que es lo que buscaría la mayoría, en principio, al usar un nombre falso: no sé, Gray, Green, Grant o Graham, por excluir los Brown, Smith y Jones tan gastados.

Por lo general permitía que nos comportáramos con naturalidad social, y sólo en ocasiones especiales nos indicaba algo más preciso que mostrarnos estudiosos y mantenernos bien despiertos, por ejemplo nos encomendaba realizar un determinado sondeo o sonsacamiento; pero entonces no solía llevarnos a los cuatro o más juntos, sino sólo a los más apropiados para cada trabajo, o incluso nada más que a uno, a mí, a Pérez Nuix, a Mulryan o a Rendel, yo fui a solas con él unas cuantas veces y hasta en un par de viajes al extranjero, pero supongo que eso nos caía a todos de vez en cuando. Sí podía pedirnos que estuviéramos solícitos, o que halagáramos o casi cortejáramos a una persona concreta, nos designaba a Rendel o a mí para esas tareas de coba cuando eran mujeres las que planteaban problemas de aburrimiento y queja (esposas de lastre o amantes de aire, con ellas Mulryan no daba buen rendimiento), a Pérez Nuix o a Jane Treves si había que alegrarle el humor y la vista a uno de esos varones que se deprimen y aun se enfurruñan cuando no hay presencias femeninas en torno a una mesa o en una pista de baile (quiero decir presencias ante las que ellos puedan contonearse con conocimiento previo y tuteo, o el equivalente inglés de esto último).


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