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Baile Y Sueño
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Текст книги "Baile Y Sueño"


Автор книги: Javier Marias



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Había un poco de cola ante el de señoras, eso no es raro, no sé si es que van más despacio porque toman asiento y cada una, cada vez, limpia el que va a ocupar bien a fondo; había dos o tres mujeres aguardando a la puerta y ante el de caballeros no había nadie, luego entré en éste primero para echar un vistazo, más bien para inspeccionarlo hasta el menor recodo, no quería fallarle al señor Reresby en esto, 'Bring her back. Don't linger or delay’esas órdenes claras resonaban en mi cabeza. Vi a tres tipos de pie, dos orinando con seriedad o con cara de malas pulgas, el uno al lado del otro aunque no parecían amigos ni desde luego se hablaban, era extraño que se hubieran juntado cuando había otros seis puestos libres, uno tiende a poner distancia en menesteres tales; el tercero frente al espejo, peinándose y tarareando. De los seis retretes, dos estaban ocupados, pero ambos mostraban (me incliné bastante, por la perspectiva escasa) sus correspondientes pares de perneras convertidas en sendos fuelles, asomaban bajo las portezuelas truncas, no estoy seguro de por qué motivo no llegan casi nunca hasta el suelo ni tampoco hasta el techo, las de esas cabiñas públicas, como si fueran las de saloonsdel Oeste, o bueno, por suerte no son de vaivén ni tan cortas (no son chalecos sino gabardinas). Me miraron con suspicacia los orinantes, giraron el cuello como sincronizados y se les acentuó el gesto hosco, fui abriendo las demás portezuelas para comprobar que estaban vacíos los gabinetes, si alguien se sube a la taza sus pies ya no se ven por el hueco de abajo y el sitio parece desocupado, aunque dos personas a la vez encima traerían peligro de hundimiento probable, más aún si una de las dos llevaba fieros postizos de roble o injertos de plomo líquido o lo que fueran. El peinador no se volvió, en cambio, se hacía la raya con agua y con extremado esmero y no dejaba de canturrear muy contento y ajeno a todo ('Nanná naranniaro nannara nanniaro', así sonaba), era 'The Bard of Armagh', una canción irlandesa, o 'The Streets of Laredo'se prefiere, que es del Oeste (son la misma melodía con distinta letra y acompañamiento), la reconocí en seguida, la he oído cien veces en películas y en algunos discos, y aquel local no era tan abusivo como para tener altavoces en los cuartos de baño, así que la música de las pistas era apenas un eco lejano tras la doble puerta de los lavabos ingleses, y así se me metió en la cabeza al instante la bien audible balada o quizá es una nana, me sabía más o menos las palabras de la versión vaquera, mucho más conocida que la irlandesa, 'I spied a young cowboy all wrapped in white Unen, all wrapped in white Unen as cold as the clay'('Divisé o espié a un joven vaquero todo envuelto en hilo blanco, todo envuelto en hilo blanco tan frío como la arcilla'), es la historia atisbada de un muerto que habla (o en realidad negada, es la no historia) y cuya muerte violenta él quiere que se oculte a su madre, a su hermana, a su novia, es decir, la mala vida que lo condujo a esa muerte, 'For I'm a poor cowboy and I know I've done wrong', ese fue uno de los versos que acudieron a mi memoria, sueltos y salteados, sin orden, 'Porque soy un pobre vaquero y sé que he hecho daño', dice el verso; o 'que he hecho mal', si se quiere. Y a lo mejor no es un muerto sino un moribundo, queda ambiguo y confuso en la taciturna letra o quizá dependa de las variantes y de los intérpretes. Pero no lo creo. En mi recuerdo el pobre vaquero hablaba ya muerto.

Salí del lavabo de caballeros antes que los tres o cinco que allí estaban, fui rápido. Aún había una mujer esperando a entrar en el de las damas, mucho trasiego, así que pasé al de los discapacitados —estampada en su puerta la extravagante imagen de un garfio, tal vez una silla de ruedas habría resultado demasiado prosaica y sórdida para aquel sitio ufano—, o al de los tullidos, como lo había llamado Tupra —estuve a punto de convertirme en uno al resbalar en la rampa, son criminales para los aún enteros—, no por falta de respeto seguramente, sino porque debió de parecerle que la palabra inglesa correspondiente sería más difícil que la conociera Manoia. En efecto era mucho más amplio, en verdad espacioso, y estaba extrañamente vacío. No es que me extrañara que no hubiera en él minusválidos: ese lavabo era toda una deferencia, un rasgo de consideración o una mera medida hipócrita, o acaso obligaban las normativas para discotecas con la demagogia insistente de nuestra época. Pero lo normal es que en esos locales no abunden las sillas de ruedas ni las muletas ni tan siquiera los garfios. Lo que encontraba insólito, sobre todo con mirada española que nunca me ha abandonado, era que el resto de la gente no se colara allí con toda sans-fagony holgura e hiciera uso de las instalaciones tan cómodas como si le estuvieran también destinadas, más aún si había aglomeración en otro. En mi país nadie habría hecho el menor caso de la viñeta en la puerta: ni se habría visto (pero es que nadie; pueblo incivilizado). No comprendí la función de unas barras de metal cilindricas que salían aquí y allá de las paredes, quizá eran apoyos para quienes caminaran con fragilidad o a duras penas, las toqué, eran cuatro, compactas, no huecas, frías, una estaba fija y las otras podían moverse lateralmente a derecha e izquierda, por tanto quitarse de en medio y dejarse pegadas a los elegantes azulejos falsos, no eran toalleros porque toallas no había, tampoco disponía de tiempo para especular al respecto ni para colgarme de ellas con el estómago encima (creo que asombrosamente los cronistas deportivos llaman a esa postura 'rodillo ventral'), como si fueran barras de ejercicios gimnásticos, para probar cuánto resistían de peso: no estaban altas, al nivel del hombro. Todavía no había encontrado a De la Garza ni a Flavia, todos estos pasos los di con celeridad, pero mi prisa aumentaba a cada segundo que transcurría sin aún avistarlos. Miré bien, miré el lujoso sitio de los inválidos hasta el último rincón por si acaso, y salí de allí, tocaba armarse de decisión y descaro y aventurarse en el de señoras sin más remedio, no podía arriesgarme a que el azaroso dúo se hubiera refugiado en él para incurrir en vicio ('No será posible') y yo no lo averiguara por falta de atrevimiento. 'But please not one word of all this shall you mention, when others should ask for my story to hear', decían otros dos versos de la canción recordada de golpe, instalada en mi mente ahora pese al estruendo ambiente y aunque fuera a trozos, 'Pero ni una palabra de todo esto mencionarás, por favor, cuando otros te pidan escuchar mi historia'. Confiaba en no ver nada que me desagradase ver, en no descubrir historias que se me pidiese oír; confiaba en que no hubiera nada que yo pudiera o debiera contar después.

Aún había una mujer, distinta de la anterior, a la espera de entrar en el concurrido lavabo reservado a ellas y no sé si a los travestidos (había visto por allí a un par, ignoro dónde los mandan ir, en los lugares públicos). Pasé a su lado con tanta presteza y resolución que sólo pudo reparar en mi quebrantamiento cuando ya la primera puerta se cerraba a mi espalda. 'Hey, you', llegué a oír que intentaba exclamar, pero demasiado tarde y sin convicción, la segunda palabra casi abortada como si se le hubiera ido la electricidad —luego no fue exclamación—, no me seguiría dentro, ella no. Henchí el pecho, tomé aliento, ensanché los hombros y abrí la segunda puerta con el mismo desparpajo (una actuación), la que ya daba al cuarto de baño, una visión repentina de un montón de damas ante los espejos o cerca de ellos aguardando turno o aprovechando un hueco entre dos cabelleras para recomponerse a distancia; se hizo un semisilencio, hubo un movimiento de caras vueltas en mi dirección, distinguí algún ojo perplejo, alguno divertido, alguno asustado y hasta alguno de apreciación. Murmuré varias veces con seguridad el absurdo vocablo 'Seguridad. Seguridad', y cada vez me estiraba o levantaba una de las solapas de la chaqueta, como si en ella llevara una insignia que no llevaba: pero da lo mismo, lo que cuenta es el gesto o el señalamiento aunque nada haya que señalar, como cuando uno apunta con el índice al cielo y todo el mundo mira hacia arriba, al azul y a las nubes, tan vacíos y en calma como el instante anterior; ni siquiera sabía si la repetida palabra, 'Security'en realidad, era en inglés plausible o una tontería aún mayor que en español, si eso sería lo que dirían un policía o un matón británicos en persecución de alguien o en tareas de registro urgente.

Paseé la mirada veloz, rostros agraciados en general, si Rafita y la señora Manoia se habían introducido allí eran unos insensatos si no unos imbéciles (bueno, él lo era del todo pero aun así no tanto: meterse en un lavabo atestado, teniendo cerca y desierto el de los mutilados); pero ya que estaba dentro tenía que cerciorarme, así que me acerqué a las cabinas con paso firme de inspector o de esbirro (cumplir órdenes, hacer algo por encargo de otro y no por interés ni iniciativa propios, eso ayuda y exime de responsabilidades al ánimo, prestar servicio, eso infunde desenvoltura y desconsideración y hasta puede que crueldad); eran ocho, ocupadas todas como era de prever por la permanente cola en el exterior. Eché una ojeada panorámica bajo las portezuelas cojas, dos pantalones arrugados y seis faldas, o más bien no —las faldas estarían subidas y no asomaban—, sino seis pares de piernas con las medias y las bragas caídas (algún tanga había y una de las mujeres no vestía medias, cosa rara en Inglaterra incluso en verano, sería una extranjera seguro. 'Cuánta lata cada vez', pensé; 'cuánta pequeña complicación, nosotros lo tenemos más cómodo'), ninguno de los ocho en postura irregular, quiero decir ningún par de piernas, todos parecían estar a lo mismo normal, en fin, a lo esperable y a lo regular. Fue un instante, el barrido del ojo, a lo sumo dos, pero no pude evitar recordar la imaginada imagen de un cuento que mi madre me contaba de niño: una de las siete pruebas que debía superar el héroe para rescatar a su amada —campesina o princesa raptada, cautiva en un castillo, no sé– consistía en reconocerla por sus piernas precisamente, el resto del cuerpo y la cara ocultos detrás de un largo biombo corrido o de la correspondiente puerta asimismo truncada, al igual que los de seis o trece o veinte mujeres más puestas en fila, una rueda de reconocimiento como las de las comisarías sólo que con fines liberadores y no acusatorios y nada más que de piernas, no en posición sedente como las de los retretes sino bien erguidas, al héroe le resultaban visibles sólo los seis, trece o veinte pares de pantorrillas y muslos, tenía que adivinar cuáles pertenecían a su pastorcilla o a su damisela; si no me equivoco había algún truco o detalle —no una cicatriz, demasiado pobre hasta para la imaginación de un niño– que le permitían acertar y salvar la prueba, aunque sólo para pasar a otra más ardua. Ya no estaba mi madre en el mundo para preguntarle cuál era la clave del reconocimiento, y seguro que mi padre no recordaría ese cuento, puede que él nunca lo oyera ni lo pidiera al no ser hijo sino marido, tal vez mi hermana o mis dos hermanos, sin embargo era improbable, yo tenía por lo general mejor memoria para las cosas de nuestra infancia, y si la mía fallaba... 'Nunca lo sabré, pero tampoco importa, la mayoría de la gente no se da cuenta de que no importa nada no saberlo todo, aun así demasiado es sabido siempre, tanto que olvidamos gran parte sin querer o queriendo, en todo caso sin preocuparnos ni lamentarlo, aunque averiguarlo en su día nos costara lágrimas y sudor y denuedo y sangre.'

Allí tenía yo ante mí aquella fila, no me pareció que estuvieran las de Flavia entre las dieciséis piernas, más jóvenes, casi todos los pies muy bien calzados —eso lo aprecié: iban de fiesta—, me llamaron la atención los elegantes zapatos de tacón alto de quien no usaba medias o se las había quitado antes de tomar asiento y lo mismo las bragas —nada le colgaba de los tobillos, estaban limpios—, claro que fue un golpe de vista muy breve, las mujeres de la zona de espejos no protestaban ni se largaban de allí escopetadas, notaba más expectación o curiosidad a mi espalda que indignación o alarma, nuestros gobernantes aprovechados han metido tanto miedo a la gente que ésta se ha vuelto dócil en poco tiempo, sobre todo ante quien esgrime la aterradora y dominante palabra que lo justifica todo, 'Seguridad. Seguridad': hasta los abusos irónicos y las humillaciones que fingen no serlo, no sé: las funcionales.

Quizá no lo pensé entonces sino más tarde, cuando mucho más tarde me acosté por fin aquella noche o era ya mañana, pero el germen de estos pensamientos sí surgió entonces, en esa situación del lavabo de damas apremiante y disparatada, a veces los concebimos como relámpagos y los aplazamos porque en el momento nos va mal mirarlos, para luego recuperarlos y desarrollarlos con ociosidad y falsa calma; y sin embargo puede decirse que el fogonazo es ya el pensamiento, concentrado o medio ignorado (o quizá es la presciencia de una presciencia). 'Yo habría reconocido las piernas de Luisa entre dieciséis, veintiuna, aunque ahora haga mucho que no las veo y parezcan difuminarse a ratos y aun empiecen a confundirse con otras presentes que serán pasajeras y sí olvidadas', pensé. 'Tal vez también sabría señalar las de Clare Bayes, mi antigua amante de Oxford, pero estas sí que hace siglos que no se me muestran y podrían haber cambiado, tener cicatrices o estar coja una de ellas como la de Alan Marriott o haberse hinchado o incluso ser ya sólo una, como eran tres las del perro al que la gitana Jane no le había cortado la cuarta —eso tengo que recordármelo siempre, que no fue ella, porque en el primer latido de mi memoria es eso lo que siempre creo y lo que me asalta, me ha quedado más viva la hipótesis, la historia inventada con su horrible conjunción de ideas y su pareja espantosa, que la verdadera con su estación de tren y sus hinchas borrachos del Oxford United—, la joven florista de aquellos tiempos en que Clare Bayes me visitaba con su bolsa llena de peregrinas compras, sus fragmentos de eternidad exigidos o su tiempo expansivo impuesto y con algo de utilitarismo, ahora ya puedo decírmelo sin que me duelan la palabra ni el hecho, eso fue en otro país y de la moza quién sabe, quién sabía (pero el país vuelve a ser este), un accidente de coche basta y lo puede sufrir cualquiera, la amputación viene luego y entonces ella tendría que ir al lavabo espacioso y desierto. Pero es difícil imaginar a Clare Bayes sin pierna, porque eran tan conspicuas ambas, con los pies calzados a la italiana o con ellos descalzos, en los interiores privados ella se descalzaba siempre, dos puntapiés al aire y los zapatos volaban, y luego había que rastrearlos', pensé eso ante los gabinetes cerrados con sus ocho pares de zapatos brillantes asomando bajo las portezuelas, y también antes de dormirme con tantísimo malestar como me llevé a la cama, debí de recuperar la escena del lavabo de las mujeres y rememorar el cuento tan envuelto en nieblas que contaba mi madre, para alejar de mi mente cuanto había sucedido más tarde y aplacar la punzada del alfiler en mi pecho. Y aún alcancé a pensar a continuación, con tan sólo un hilacho de conciencia despierta: 'No reconocería en cambio las piernas de Pérez Nuix, no todavía, si es que tiene esa palabra algún fin o sentido, "todavía"'.

Lo que dije entonces fue innecesario, era evidente que allí tampoco estaban los desaparecidos, y debía apresurarme a buscarlos en otras zonas, seguía sin creer que se hubieran marchado pero no podía arriesgarme a enojar a Tupra y a Manoia menos, 'No te entretengas ni esperes', esa había sido la recomendación o instrucción, y el encargo fue Tráetela'. Pero sí me entretuve un poco, muy poco. Supongo que aquella visión de las ocho puertas y las dieciséis piernas me tentó demasiado para abandonarla nada más descubrirla, sin demorarme en ella ni los segundos precisos para fijarla y retenerla al menos, como quien memoriza un teléfono que le es vital o se aprende unos cuantos versos ('Extraño no seguir deseando los deseos. Extraño ver todo aquello que nos concernía como flotando suelto en el espacio. Y penosa la tarea de estar muerto...' O bien aquellos: 'And indeed there Hill be timeto wonder, "Do I dare?" and, "Do I dare?". Time to turn back and descend the stair, with a bald spot in the middle of my hair...';y un poco más tarde viene la pregunta que nadie se hace antes de obrar ni antes de hablar: 'Do I dare disturb the universe?', porque todo el mundo se atreve a ello, a turbar el universo y a molestarlo, con sus rápidas y pequeñas lenguas y con sus mezquinos pasos, 'So how should I presume?'). Quizá me atrajo por la reminiscencia infantil —algo significa que una imagen relatada tan sólo y jamás vista permanezca en nosotros la vida entera—, o acaso intervino un elemento prosaico de segregaciones y humores, según el vocabulario de Sir Peter Wheeler tras elogiar yo de Beryl el olor infrecuente y sexuado y los magníficos muslos que tanto había exhibido para exasperación y delirio del agregado maldito que se me había escabullido ahora con quien aquella noche habían puesto a mi descuidado cuidado.

Así que dije innecesariamente, en parte por vicio menor o venial y en parte por irresistible afán de improvisada broma, alzando la voz como si fuera una autoridad de algún tipo, policial o funcionarial o laica, y dirigiéndome a las ocho usuarias de los gabinetes, sus pies tenían algo de composición coreográfica, de pausa momentánea en medio de un medido baile, y nada más oírse mi voz masculina y allí incongruente vi el movimiento instintivo y simultáneo de siete pares de piernas que se juntaron o se cerraron, quiero decir cada par por su cuenta, sólo no cambiaron de postura las dos que estaban desnudas y con los tobillos desembarazados de toda prenda, su dueña sería por fuerza extranjera y tal vez compatriota mía, la depilación era perfecta. Había un cierto olor no penetrante de segregaciones y humores en aquel espacio (no, no era a orina, curiosamente, por suerte), sin duda sexuado y para mí infrecuente, mezclado con el de las colonias y perfumes varios de las mujeres a menudo más aseadas que los varones aunque no siempre (y entonces son tan haraganas y sucias como la agente de SMERSH Rosa Klebb, menos mal que era ficticia y así el pobre Nin no la habría podido tener en la realidad de amante), y el conjunto no me era en absoluto desagradable. Así que dije esto, maldita la falta que hacía para mis propósitos, reconozco que fue por juego y por gusto:

–Disculpen la intrusión, mis queridas señoras —llamarlas en seguida 'my dear ladies'me pareció que las tranquilizaría, dentro del sobresalto—, pero andamos buscando a un carterista muy habilidoso para detenerlo. – 'A very skilful pickpocket’esa fue la locura que dije, además me sonó anticuada nada más soltarla, como de los años treinta o incluso de Dickens (un pickpocket), pero hablar de un maníaco o de un terrorista (no digamos de una bomba oculta) habría sembrado el pánico y quizá las mujeres habrían salido precipitadamente, sin subirse como es debido las medias o los pantalones y manchándose con alguna gota, no quería ponerlas en situación desairada ni hacerlas ruborizar ante testigos, aunque fuéramos yo y ellas mismas—. Supongo que no es así —añadí con tanta circunspección y neutralidad como fui capaz de imitar, cuánto ayudan las películas a los que decidimos aprender de ellas desde la primera tiniebla—, pero les ruego que me confirmen que en efecto no hay ningún hombre escondido ahí dentro, en las cabinas. Verán, desde aquí se ven dos pantalones, y no todas las piernas son... —No seguí por ahí, me temo que iba a decir algo así como 'inequívocas'—. Si son tan amables de responderme, una por una, se lo agradeceré enormemente y me marcharé en seguida.

Me imagino que un verdadero policía se habría esperado hasta que salieran, para cerciorarse, pero claro está, yo no lo era ni andaba tras ningún pickpocket. Oí una risa involuntaria o fueron dos a mi espalda, en la zona de los espejos, la mayoría de las mujeres ven más fácilmente la gracia a las cosas que pueden tenerla, sobre todo si es cuestión de mirarlas con ligereza o como si ya hubieran pasado y sólo cupiera contarlas sin más consecuencias (sin más sobre lo acaecido, porque casi siempre las trae nuevas el cuento). Tras un par de segundos de desconcierto probable, las voces femeninas fueron contestando desde el otro lado de sus portezuelas, unas con mayor sumisión que otras y nada más que una irritada; pero si la gente se deja hoy registrar por las buenas en cualquier aeropuerto u oficina pública, y se descalza y aun se desviste obediente a la orden de un aduanero torvo, no es extraño que admita importunaciones e interrupciones e impertinentes preguntas hasta en medio de sus ocupaciones íntimas. 'No', 'Por supuesto que no', '¿Está usted loco? Lárguese', 'Aquí no hay nadie, señor', fueron las respuestas, y sólo una se apartó de las negaciones simples: la mujer sin visibles medias ni bragas, la que no había juntado más las piernas al oírse mi voz de hombre, abrió lentamente su portezuela hacia fuera con un leve chirrido, y me contestó, mirándome desde su asiento:

You come and see. —Eso dijo, 'Venga usted a verlo'. O 'Ven tú a verlo' (aunque en inglés no se distingan, debió de ser más bien esto último, en su mente).

La frase era demasiado breve y carente de aristas para notarle o no ningún acento, quizá el sonido kde 'come'no fue aspirado y fue por tanto extranjero a Inglaterra y aun a la Commonwealth y a las demás antiguas colonias, pero no me pude fijar mucho, no estaba por las precisiones fonéticas, la visión me turbó, por eso fue tan breve como la frase o casi, yo mismo volví a cerrarle la puerta raudo, no tanto como abrí aquella mañana la del despacho de Pérez Nuix y Mulryan para encontrarla a ella secándose desnudo el torso, no con brío, no de una ráfaga, más bien se pareció al modo en que se la cerré a mi compañera unos segundos más tarde, de un solo movimiento resuelto pero mirando y aun memorizando la imagen, duró doce segundos que conté en el recuerdo, la del lavabo de damas no llegó ni siquiera a eso, yo creo, empujé la portezuela muy pronto a la vez que balbuceaba, seguramente no con la voz sino sólo con el pensamiento: ‘ I can see well enough, thank you very much indeed'; y era cierto, bien podía verlo, que estaba allí sola y sentada, no había tenido el remilgo de tantas mujeres que evitan posarse del todo en la tabla y orinan cernidas por así decirlo —a poca distancia pero en el aire—, en los lugares públicos les da asco o grima ese contacto, ignoran quién las habrá precedido y en el mundo hay todo tipo de gente desaseada y haragana y sucia y también la hay ponzoñosa, en cualquier ambiente por muy chic que sea, por doquier hay contagios y mucho pringue. Aquella mujer no era precavida, sobre todo teniendo en cuenta que no debía de usar ropa interior: no era que las bragas hubieran quedado a la altura de unas ligas o apenas bajadas, sino que no las había, eso comprobé o descubrí al ofrecerse la figura entera a mi vista más elevada, los muslos tan desembarazados de prendas como los tobillos, la falda estrecha subida hasta arriba, hasta las ingles y las caderas y arrugada por tanto (tampoco habría demasiada tela, a buen seguro sería tirando a corta), una falda de tubo blanca, los zapatos de tacón fino pero potente eran del mismo color, veraniegos y como de los años cincuenta, la década de mejor gusto general femenino, muy bonitos aunque inesperados en Londres y fuera de la estación que más los toleraría como le pasaba a la falda, le vi el bulto o la mancha amarilla bajo la que sostén no había, una blusa de escote redondeado y mangas casi imaginarias —mangas como muñones, por la parte exterior le cubrían el arranque de los brazos tan sólo y poco más que las axilas por la interior, eso deduje—, lo turbador eran los muslos robustos, fuertes y tan al descubierto —tanto—, no gruesos sino compactos y densos, como si la carne llenara toda la superficie hasta el borde del estallido, sin nada de grasa superflua pero sin desaprovechar un milímetro de la piel ceñida como envoltorio tirante, se iban ensanchando debidamente en su crecimiento o camino hacia las caderas e ingles y hacia el pico oscuro que se me mostró (lo distinguí, creí verlo), me parecieron caderas vagamente centroamericanas o quizá es que también remitían a esos años cincuenta en que se apreció lo muy curvo, o bien fue que la melena rizada y los enormes pendientes —eran aros, de amplísima circunferencia– le conferían un aire tropical que no tenía por qué ser auténtico pese al color de su desnudez dorada —nunca británico, ni de la Commonwealth casi entera—, podía tratarse de una mera opción, del disfraz escogido para una noche de discoteca eterna, lo mismo que De la Garza creía haberse vestido de rapero negro y a la postre iba de torero ucrónico o de goyesco absurdo.

Mi mirada fue fugaz pero no velada, no fue inglesa ni de nuestra época como en apariencia lo había sido aquella mañana ante Pérez Nuix con toalla, ella estaba sin ropa de cintura para arriba y aquella joven lo estaba —para mí era joven, treinta y cinco, ese fue el cálculo– de cintura para abajo, tuve la sensación momentánea de concluir un rompecabezas pero con un encaje algo cubista, como si se completaran la una a la otra con no cabal armonía (eran tan distintas), y además se completaran sólo en sus mitades desnudas, no en las vestidas. Así que mi mirar no duró nada, pero durante esa nada fue el que sí mira, no fingí que ella estuviera de pie y con la falda bajada, y sin que yo supiera por tanto si debajo llevaba o no nada. Me miró a su vez, al decir su frase. No con desafío, no con coquetería ni con salacidad desde luego, no con reproche ni con sarcasmo, sino con expresión bromista y claro está que sin pudor alguno, como si no le importara dejarse ver en aquella postura de poco garbo a cambio de hacer una breve gracia y desconcertarme y turbarme (por añadidura esto último, no era fácil que lo hubiera previsto sin ni siquiera conocer mi cara, podía haber sido un osado y haber respondido con dos pasos al frente), ella debió de captar más que nadie el lado cómico estúpido de mi exposición o pregunta, dirigida simultáneamente nada menos que a ocho mujeres guarecidas u ocultas, sin duda con el respingo incrédulo interrumpieron su función todas ellas, estaba seguro de que en el instante de sonar mi voz dejó de caer todo líquido en el interior de las ocho tazas, una retención colectiva refleja, una obturación, un párpado, un mismo músculo represor contraído, y a eso, por suerte, no se habría podido sustraer tampoco la mujer que sí había aguantado con las piernas entreabiertas imperturbables en el primer momento y en los que siguieron —uno, dos, tres, cuatro; y cinco, eso duraron el chirrido de la portezuela y sus cuatro palabras provocadoras, 'Ven tú a verlo'—, y también en los que vinieron luego —cinco, seis, siete, ocho; y nueve; o diez, eso debieron de durar mi pasmo, mi fotográfica memorización de la imagen, mi agradecida respuesta y mi movimiento resuelto para cerrar la puerta—; y en esos diez segundos también me dio tiempo a ver lo más turbador de todo, una gota de sangre caída en el suelo del gabinete, o bueno, eran dos, pero la otra, más chica, le manchaba el zapato izquierdo como una lenteja, no sería grave, parecían de charol aunque blancos, de tan brillantes y lisos, o de porcelana, sería muy sencillo quitar esa diminuta mancha de superficie tan pulimentada, si se daba ella cuenta de que la llevaba.

Pensé de inmediato lo que habría pensado casi cualquier hombre, solemos ignorarlo todo sobre las menstruaciones —hemos visto su huella sólo en alguna colcha o en alguna sábana, yo al menos he procurado ignorarlo—, hasta si puede caer una gota al suelo o más que eso inadvertidamente, en el caso de estar una mujer de pie con falda, sin bragas, y sin tener a mano compresas ni sucedáneos, algodones, kleenex, algún papel absorbente o quizá secante como para la tinta —no, eso es impensable, idiota, eran rígidos y de color rosado, no he vuelto a verlos desde la infancia, desde los tiempos en que mi madre nos contaba el cuento—, no sabía una palabra de tales cuestiones pese a haber estado casado durante muchos años que ahora parecían menos al haber terminado, de la misma forma que jamás había visto a Luisa sentada orinando como se me había mostrado la desconocida, hay cosas que la convivencia no trae nunca, o es que la educación, la que yo tuve al menos, la que tuvo Luisa, impone límites naturales y tácitos a las confianzas, y rehuye las dejadeces siempre, e impide acabar siendo indiferente y perezoso testigo de lo que no debe uno serlo.

También Comendador, mi antiguo amigo del colegio tan torcido luego, había pensado en menstruaciones sobrevenidas cuando vio la sangre de aquella muchacha, sobre la madera y las sábanas y en su camiseta larga, la pasajera novia del camello Cuesta a la que creyó muerta tras su tambaleo y su tropezón y su golpe de frente contra una pared muy seco, había sonado como leña partida y en seguida le descubrió una brecha cuando quedó inconsciente, o para él difunta. Y más tarde había dudado de haber visto nada y hasta admitió la posibilidad de haber tomado por sangre lo que tal vez era sólo cognac o vino o incluso una veta oscura del entarimado. Yo tenía ahora una desazón o problema en ciernes por culpa de aquel hombre tan afín a Comendador que me parecía él mismo en algunos instantes, Incompara su nombre, algo había además en esos dos apellidos que me hacía remitirlos el uno al otro, o que en mi sentido particular de la lengua me los asociaba: Incompara, Comendador; Comendador, Incompara, no sé, como si fueran del mismo calibre o equiparables, recomendables ambos y comparables (para ir por el mundo con aplomo y brío y pisando fuerte, para eso recomendables).


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