Текст книги "Baile Y Sueño"
Автор книги: Javier Marias
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Современная проза
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"Ojalá nunca nadie nos pidiera nada, ni casi nos preguntara, ningún consejo ni favor ni préstamo, ni el de la atención siquiera ... Ojalá nadie se nos acercara a decirnos Por favor u Oye, ¿tú sabes? Oye, ¿tú podrías decirme?', Oye, es que quiero pedirte: una recomendación, un dato, un parecer, una mano, dinero, una intercesión, o consuelo, una gracia, que me guardes este secreto o que cambies por mí y seas otro, o que por mí traiciones y mientas o calles y así me salves" Así comienza Baile y sueño, el segundo y penúltimo volumen de Tu rostro mañana, probablemente la obra cumbre novelística de Javier Marías. En él se nos sigue contando la historia, iniciada en Fiebre y lanza, de Jaime o Jacobo o Jacques Deza, español al servicio de un grupo sin nombre, dependiente del MI6 o Servicio Secreto británico, cuya tarea y "don" es ver lo que la gente hará en el futuro, o conocer hoy cómo serán sus rostros mañana. Baile y sueño nos abisma una vez más en la embrujadora prosa de su autor y nos lleva a meditar sobre tantas cosas que creemos hacer "sin querer", incluidas las más violentas, y que por eso acabamos por convencernos de que "apenas si cuentan" y aun de que nunca se hicieran.
BAILE Y SUEÑO
III – Baile
IV Sueño
BAILE Y SUEÑO
Tu rostro mañana Nº2
"Ojalá nunca nadie nos pidiera nada, ni casi nos preguntara, ningún consejo ni favor ni préstamo, ni el de la atención siquiera ... Ojalá nadie se nos acercara a decirnos Por favor u Oye, ¿tú sabes? Oye, ¿tú podrías decirme?', Oye, es que quiero pedirte: una recomendación, un dato, un parecer, una mano, dinero, una intercesión, o consuelo, una gracia, que me guardes este secreto o que cambies por mí y seas otro, o que por mí traiciones y mientas o calles y así me salves" Así comienza Baile y sueño, el segundo y penúltimo volumen de Tu rostro mañana, probablemente la obra cumbre novelística de Javier Marías. En él se nos sigue contando la historia, iniciada en Fiebre y lanza, de Jaime o Jacobo o Jacques Deza, español al servicio de un grupo sin nombre, dependiente del MI6 o Servicio Secreto británico, cuya tarea y "don" es ver lo que la gente hará en el futuro, o conocer hoy cómo serán sus rostros mañana. Baile y sueño nos abisma una vez más en la embrujadora prosa de su autor y nos lleva a meditar sobre tantas cosas que creemos hacer "sin querer", incluidas las más violentas, y que por eso acabamos por convencernos de que "apenas si cuentan" y aun de que nunca se hicieran.
Autor: Marías, Javier
©2004, Alfaguara
Colección: Alfaguara literaturas
ISBN: 9788420430799
Generado con: QualityEPUB v0.28
Para Carmen López M,
que ojalá aún me quiera
seguir oyendo
And for Sir Peter Russell,
to whom this book is still indebted
for his very long shadow,
and the author,
for his far-reaching friendship
III – Baile
Ojalá nunca nadie nos pidiera nada, ni casi nos preguntara, ningún consejo ni favor ni préstamo, ni el de la atención siquiera, ojalá no nos pidieran los otros que los escucháramos, sus problemas míseros y sus penosos conflictos tan idénticos a los nuestros, sus incomprensibles dudas y sus meras historias tantas veces intercambiables y ya siempre escritas (no es muy amplia la gama de lo que puede intentar contarse), o lo que antiguamente se llamaban cuitas, quién no las tiene o si no se las busca, 'la infelicidad se inventa', cito a menudo para mis adentros, y es una cita cierta cuando son desdichas que no vienen de fuera y que no son desdichas inevitables objetivamente, no una catástrofe, no un accidente, una muerte, una ruina, un despido, una plaga, una hambruna, o la persecución sañuda de quien no ha hecho nada, de ellas está llena la Historia y también la nuestra, quiero decir estos tiempos inacabados nuestros (y hasta hay despidos y ruinas y muertes que sí son buscados o merecidos o que sí se inventan). Ojalá nadie se nos acercara a decirnos 'Por favor', u 'Oye', son las palabras primeras que preceden a las peticiones, a casi todas ellas: 'Oye, ¿tú sabes?', 'Oye, ¿tú podrías decirme?', 'Oye, ¿tú tienes?', 'Oye, es que quiero pedirte: una recomendación, un dato, un parecer, una mano, dinero, una intercesión, o consuelo, una gracia, que me guardes este secreto o que cambies por mí y seas otro, o que por mí traiciones y mientas o calles y así me salves'. La gente pide y pide lo que se le ocurre, todo, lo razonable y lo disparatado, lo justo y lo más abusivo y lo imaginario —la luna, se dijo siempre, y tantos la prometieron en todas partes, porque sigue siendo imaginaria—; piden los próximos y los desconocidos, los que están en apuros y quienes más bien los causan, los menesterosos y los sobrados, que en eso no se distinguen: nadie parece nunca acumular bastante, nadie se contenta nunca ni se para nadie, como si a todos se les dijera: 'Tú pide, pide por esa boca, tú pide siempre'. Cuando lo cierto es que a nadie se le dice eso.
Y uno entonces va y oye, oye las más de las veces, tantas temeroso y tantas también halagado, nada es tan lisonjero en principio como estar en situación de conceder o negar algo, nada —eso también llega muy pronto– tan pegajoso y desagradable: saber, pensar que uno puede decir 'Sí' o 'No' o 'Ya veremos'; y 'Tal vez', 'Voy a mirarlo', 'Te daré mañana una respuesta' o 'Esto otro querré a cambio', según tenga el día y a su absoluto arbitrio, según esté inactivo, dadivoso, aburrido, o lleve por el contrario una prisa enorme y le falten paciencia y tiempo, según su humor o que quiera poner a otro en deuda o mantenerlo a la espera en vilo o desee uno comprometerse, porque al conceder o negar —en ambos casos, o es ya sólo por prestar oído—, queda envuelto con el suplicante, y se enreda o anuda acaso.
Si uno da una limosna un día a un mendigo del vecindario, a la mañana siguiente será más difícil negársela, porque él la esperará (nada ha cambiado, sigue siendo igual de pobre, yo no soy aún menos rico, y por qué hoy no si ayer sí) y en cierto sentido uno habrá contraído una obligación con él: si lo ha ayudado a llegar a esa nueva jornada, tiene la responsabilidad de que ésta no se le vuelva en contra, de que no sea la de su sufrimiento último o su condena o su muerte, y ha de tenderle un puente para que la atraviese, y así un día tras otro quizá indefinidamente, no es tan rara ni gratuita esa ley de algunos pueblos elementales —o son más bien lógicos– según la cual quien le salvaba la vida a alguien se convertía en el guardián o responsable perpetuo de esa vida y de ese alguien (a menos que se diera un día la estricta correspondencia y así quedaran en paz y pudieran separarse entonces), como si se facultara al salvado para decirle a su salvador: 'Si estoy aquí todavía es porque tú así lo has querido; es como si me hubieras hecho nacer de nuevo, luego tienes que protegerme y cuidarme y salvaguardarme, porque de no ser por ti me encontraría ya fuera de todo mal y de todo alcance, o ya medio a salvo en el tuerto e inseguro olvido'.
Y si por el contrario niega uno el primer día la limosna a su pordiosero vecino, tendrá la impresión al segundo de estar en deuda, y quizá esa sensación va a ir en aumento al tercero y al cuarto y quinto, pues si el mendigo ha franqueado y vencido esas fechas sin ayuda mía, ¿cómo no reconocerle el mérito y agradecerle lo que ya me he ahorrado? Y cada mañana que pasa —cada noche a la que él sobrevive—, más arraigará en nosotros la idea de que nos toca contribuir y es nuestro turno. (Pero esto sólo atañe a quienes se fijan en los harapientos, y la mayoría los pasa por alto, pone la mirada opaca y sólo los ve como hatillos.)
Así que oye uno al mendigo que lo aborda en la calle y ya está envuelto; y oye al forastero o al extraviado que le pregunta por una dirección y a veces acaba uno por acompañarlo, si lleva su misma senda y entonces los dos unen sus pasos y se convierten el uno del otro en el insistente ser paralelo que sin embargo ninguno ve como de mal agüero ni como molestia u obstáculo, porque caminan juntos voluntariamente aunque no se conozcan ni tal vez se hablen durante ese trecho, mientras avanzan (y es el forastero o extraviado el que puede ser conducido siempre a otro lugar, a una encerrona, a una celada, al descampado, a una trampa); y oye al desconocido que se presenta a la puerta persuadiendo o vendiendo o evangelizando, tratando de convencernos siempre y siempre contando rápido, y por abrirle ya está enredado; y oye al amigo al teléfono con voz apremiante, o fuera de sí, o melifluo —no, es más bien fuera de quicio—, implorante o exigente o amenazador de pronto, y ya con eso está anudado; y oye a su mujer y a sus hijos que casi sólo le hablan así o sólo así saben ya hablarle desde la difuminación y la mayor distancia, quiero decir pidiendo, y entonces ha de tirar de navaja o filo para cortar ese vínculo que acabará apretándole: también a ellos los ha hecho nacer, a los hijos que no están fuera de todo mal ni de todo alcance y que jamás van a estarlo, y también se los hizo nacer uno a su madre, que es aún como ellos mismos porque ya es inimaginable sin niños —forman un núcleo, y jamás se excluyen– y éstos son inconcebibles sin esa figura que les es aún necesaria, tanto que él debe protegérsela sin remedio, cuidársela y salvaguardarla —sigue viéndolo como tarea suya—, aunque Luisa no se dé cuenta del todo o no con plena conciencia, y esté muy lejos en el espacio, y en el tiempo se me vaya alejando fecha a fecha y cada día que pasa. O se me nuble cada noche que franqueo y atravieso y salvo, y sigo sin verla, no la veo.
Luisa no se enredó ni anudó, pero sí quedó envuelta una vez por una petición y una limosna y también me envolvió a mí un poco en ellas, fue antes de que nos separáramos y yo me fuera a Inglaterra, cuando aún no preveíamos todo el alejamiento ni nuestras espaldas tan vueltas o no yo al menos, uno sólo sabe más tarde cuándo ha perdido la confianza o cuándo perdieron otros la que tenían en uno —si es que eso llega a saberse, y yo no lo creo, en el fondo—; quiero decir que sólo luego, cuando el presente es ya pasado y muy variable y dudoso y por eso puede contarse (y mil veces puede contarse, sin que ni dos coincidan), nos damos cuenta de que también nos la dábamos cuando el presente era aún presente y no estaba expuesto a su negación ni a su turbiedad o penumbra, o si no no podríamos ponerle a éste fechas y la verdad es que se las ponemos, oh sí, solemos fecharlo luego todo con tanta precisión que da espanto: 'Hubo un día en que...', decimos o recordamos como en las novelas (que van a lo señalado siempre: se lo indica su desenlace, lo dicta; pero no todas lo conocen), en ocasiones a solas y a veces en compañía, dos recapitulando en voz alta: 'Fueron aquellas palabras que dejaste caer como si nada en tu cumpleaños las que me pusieron en guardia, o las que empezaron a retraerme'. 'Tu reacción fue decepcionante, y hube de preguntarme si no me había equivocado contigo; pero eso era haberme equivocado durante demasiados años, luego quizá habías cambiado.' 'No aguanté aquellos reproches, tan insistentes e injustos que pensé si no eran sólo un pretexto tuyo, el modo mejor de enfriarme; y en verdad me quedé helado.' Sí, solemos saber cuándo algo se tuerce o se rompe o cansa. Pero esperamos siempre que se enderece o se suelde o nos recupere —por sí solo a veces, como por arte de magia– y que ese saber no se confirme; o si notamos que la cosa es aún más simple, que algo de nosotros fastidia o desagrada o repugna, nos hacemos voluntariosos propósitos para enmendarnos. Son teóricos e incrédulos, sin embargo, esos propósitos. En realidad sabemos que no seremos capaces, o que ya nada depende de lo que hagamos, ni de que nos abstengamos. Es la misma sensación que los antiguos tenían cuando a sus labios o a su pensamiento acudía esa expresión que nuestro tiempo ha olvidado, o más bien ha rechazado, y se lo reconocían: 'La suerte está echada'. Y aunque la frase esté casi abolida, esa sensación persiste, y nosotros todavía la conocemos. 'Ya no hay vuelta de hoja', eso sí me lo digo yo a veces.
A la puerta de un hipermercado o supermercado o pseudomercado en el que Luisa compraba, había apostada algunos días una joven muy joven que además era extranjera y madre y ambas cosas por partida doble: pues tenía dos niños, uno de meses en un mal cochecito y otro mayor pero muy pequeño, de entre dos y tres años (eso le calculaba Luisa, lo había visto vestir aún pañales bajo sus pantalones cortos), que guardaba el cochecito como un soldado, minúsculo pretoriano sin armas; y no sólo era rumana o bosnia la joven, o tal vez húngara —aunque eso más improbable, muchos menos en España—, sino que sobre todo parecía gitana. No contaría más de veinte años, y los días que allí mendigaba (no eran todos, o no siempre coincidía Luisa con ella), estaba siempre con sus dos críos, no tanto para inspirar más lástima cuanto —interpretaba Luisa– porque no debía de tener dónde ni con quién dejarlos. Eran parte de ella, tanto como sus brazos. Eran su prolongación, la joven era con elloscomo el perro era sin pata, según la visión de Alan Marriott cuando decidió asociar en su imaginación el suyo a aquella otra chica gitana, y juntos se le representaron como pareja espantosa.
La rumana pasaba horas de pie a la puerta del hipermercado, algún rato se sentaba en los escalones de entrada y mecía desde allí el cochecito sobre la acera, el niño mayor de vigía. Si Luisa se fijó no fue meramente por el tableau vivant, por el cuadro, bastante eficaz en cualquier caso, pero también muy reiterado pese a que hoy esté prohibida la presencia de niños en los limosneos. No es Luisa de las que se apiadan de todo el mundo, como yo tampoco. O tal vez sí, pero no hasta el punto de echar mano al bolso, o yo al bolsillo, cada vez que nos cruzamos con un indigente, no daríamos abasto en Madrid, no se gana lo bastante para tamaño dispendio, nuestras desaprensivas autoridades zafias trasladan sin cesar a la ciudad más grande, y sueltan sin más por sus calles, a oleadas de indocumentados que desconocen lengua, territorio y costumbres —gente recién colada por Andalucía o por las Canarias, o por Cataluña y las Baleares si proceden del Este, a la que ni siquiera sabrían a qué países mandar de vuelta—, y que allá se las compongan sin papeles y sin dinero, la cantidad de pobres siempre en aumento, y además pobres desconcertados, desorientados, extraviados, errantes, ininteligibles, sin nombre. Así que Luisa no reparó en el grupo en tanto que grupo lastimoso en sí mismo, como hay tantos, sino que los individualizó, le llamaron la atención la joven bosnia y su centinela niño, quiero decir que los vio a ellos, no le parecieron indistinguibles ni intercambiables como objetos de compasión, vio a las personas más allá de su condición y su función y sus necesidades, éstas sí tan extendidas y compartidas. No vio a una madre pobre con unos niños, sino a aquella madre concreta con aquellos niños concretos, con el mayor sobre todo.
'Tiene una carita tan despierta y tan viva', me dijo de él. 'Y lo que me da más pena es su disposición a ayudar, a cuidar de su hermano, a ser de alguna utilidad. Ese niño no quiere ser una carga, aunque no tenga más remedio que serlo, apenas puede valerse aún solo para ninguna cosa. Tan pequeño como es, quiere participar, quiere colaborar, se lo ve tan cariñoso con el bebé y tan atento a lo que pueda ocurrir y a lo que va ocurriendo. Pasa allí muchas horas, sin nada con lo que entretenerse, sube y baja los escalones, se columpia un poco de la barandilla, intenta mecer él el cochecito pero para eso no tiene fuerzas. Esas son sus mayores diversiones. Pero no se aleja mucho de la madre nunca, no por falta de espíritu aventurero (se lo ve tan despierto), sino como si tuviera conciencia de que eso supondría añadirle una preocupación a ella, y se ve que procura facilitarle las cosas lo más que puede, o lo más que sabe, y no sabe mucho. Y a veces les hace caricias en las mejillas, a la joven o al hermanito. Mira en todas direcciones, hacia todos lados, está muy alerta, estoy segura de que a sus ojos tan vivos no se les escapa la aparición de un transeúnte, y a algunos debe de recordarlos de una vez para otra, a mí ya probablemente. Me da pena esa actitud tan responsable, tan afanosa y participativa, esa enorme voluntad de ser útil. Aún no le toca.' Hizo una pausa y luego añadió: 'Fíjate qué absurdo. Hace nada no existía y ahora está lleno de preocupaciones que ni siquiera comprende. Quizá por eso tampoco le pesen, se lo ve alegre, y lo quiere mucho su madre. Pero debe de ser injusto, además de absurdo'. Se quedó pensativa unos segundos, acariciándose las rodillas con ambas manos, se había sentado en el borde del sofá a mi derecha, acababa de volver de la calle y aún no se había quitado la gabardina, en el suelo las bolsas con lo que había comprado, no había ido derecha a la cocina. Sus rodillas me gustaron siempre, con o sin medias, y por suerte me eran visibles en casi todo momento, solía vestir con falda. Después dijo: 'Me recuerda un poco a Guillermo, cuando era así de pequeño. También en él me daba lástima eso, no es sólo porque estos sean pobres. Verlo tan impaciente por incorporarse al mundo, o a las responsabilidades y a las tareas, tan deseoso de enterarse de todo y de echar una mano, tan consciente de mis esfuerzos y de mis dificultades. Y también de los tuyos aunque te viera menos, aún más intuitivamente, te acuerdas. O más deductivamente'.
No me lo preguntaba, me lo recordaba tan sólo, o afirmaba mi recuerdo. Yo seguía acordándome incluso en Londres, cuando no veía al niño, y empezaba a temer por él, era muy paciente y protector con su hermana y a menudo compartía de más y cedía, como quien sabe que lo noble y recto es que cedan siempre los fuertes ante los débiles no tiránicos o no abusivos, un principio hoy anticuado, porque hoy suelen ser desalmados los fuertes y despóticos los débiles; era también protector con su madre y no sabía si hasta conmigo mismo, ahora que me sentía desterrado y solitario y lejano, huérfano según su criterio o su entendimiento, sufren mucho en la vida quienes hacen de escudo, y los vigilantes, con su ojo y su oído siempre despiertos. Y los que quieren jugar limpio a ultranza, incluso cuando combaten y está en peligro su supervivencia o la de sus seres queridos imprescindibles, sin los cuales tampoco se vive, o ya no enteramente.
'Y todavía no ha cambiado', le dije a Luisa. 'Desearía que no lo hiciera, pero también a veces que sí. Lleva las de perder, tal como va el mundo. Creí que aprendería a guardarse más en cuanto fuera al colegio y probase allí la amenaza, pero ya van años y no parece. A veces me pregunto si no estaré siendo mal padre por no adiestrarlo, por no enseñarle lo que le conviene: tretas, argucias, intimidaciones, cautelas, quejas; y más egoísmo. Uno debería preparar a sus hijos, pienso. Pero no es fácil inculcarles lo conveniente, si eso a uno no le gusta. Y él es mejor que yo, por ahora.'
'Quizá fuera labor baldía en su caso, eso además', contestó Luisa. Y se levantó como con prisa. 'Voy a bajar a la calle antes de que se vayan', dijo. Por algo no se había quitado la gabardina ni había vaciado las bolsas, sabía que aún no estaba de vuelta. 'A esa chica suelo echarle unas monedas al entrar, tiene una caja, hoy también se las he echado. Pero al salir me ha pedido una cosa, es la primera vez que me ha pedido algo, quiero decir con palabras, en un español escaso y raro, no es un acento reconocible y mezcló alguna expresión italiana. Me pidió que le comprara toallitas para niños, de esas empapadas, muy cómodas para limpiarlos, que salen en tiras de un bote, bueno. Le dije que no, que se las comprara ella, que ya le había dado dinero antes. Y me contestó: "No, dinero no, el dinero no". Me he quedado dándole vueltas y creo que acabo de entenderlo. Ella recaudará para su marido, o para unos hermanos, o un padre, no sé, para sus hombres. Todo lo que sea dinero no se atreverá a tocarlo sin permiso de ellos, no podrá decidir por su cuenta un solo gasto, deberá entregárselo y luego ellos cubrirán necesidades como les parezca, quizá atendiendo primero a lo suyo. Esas toallitas las juzgarán superfluas, un lujo, no le darán para eso y que se aguante. Pero yo sé bien que no lo son, esos niños se pasan horas allí, y estarán muy escocidos si ella no puede limpiarlos a tiempo. Así que casi voy a comprárselas. No había caído antes, ella no dispone de lo que gana, ni un céntimo, por eso me ha pedido la cosa misma y el dinero no le valía. En seguida vuelvo.'
Cuando regresó al cabo de un rato se quitó la gabardina. Yo había vaciado las bolsas, en el entretanto, cada cosa ya en su sitio.
'¿Has llegado a tiempo?', le pregunté. Me había creado curiosidad suficiente.
'Sí, deben de estarse hasta la hora del cierre. He entrado, le he comprado un bote y se lo he dado. No sabes qué cara de alegría y de agradecimiento. Es muy agradecida siempre esa chica, muy sonriente, cuando le doy monedas. Pero esta vez era distinto, era algo para ella, para su uso y para los niños, no era parte de la recaudación común, el dinero es todo igual y mezclado no se distingue. Y el niñito mayor se ha puesto también muy contento, al verla a ella contenta. Con una cara... celebratoria, aunque la razón no pudiera entenderla. Qué gracioso es, qué vivo, está al tanto de todo. Si no le va demasiado mal, será un gran optimista. Ojalá tenga algo de suerte.'
Yo sabía que Luisa ya estaba envuelta por aquella petición, atendida tardíamente y con deliberación por tanto. No enredada ni anudada, pero sí envuelta. Cada vez que volviera al supermercado y viera a la joven húngara y a su pequeño optimista, pensaría que se le habrían ya acabado las toallitas del bote, mientras que aún no se acababa la suciedad de sus niños —larga larga—. Y si no la encontraba, entonces se preguntaría por ella, por ellos, sin tanto como preocuparse ni indagar, eso aún menos (no es Luisa una exhibicionista, ni siquiera ante sí misma, ni se mete en las vidas ajenas). Pero yo lo sabía porque a partir de entonces yo mismo me pregunté a veces por ellos, sin haberlos visto nunca, y esperaba a que mi mujer me contara, si había algo que contarse al respecto, algún otro día.
Unas semanas más tarde, con la gente comprando ávidamente por la Navidad muy próxima, me contó que la madre rumana había vuelto a pedirle algo con palabras. 'Hola, carina, así la había saludado la joven, lo cual nos hizo suponer que antes de llegar a España habría errado por Italia, de donde quizá la habrían expulsado sin contemplaciones sus brutales autoridades xenófobas pseudo-lombardas, aún más lerdas y soeces que las pseudomadrileñas despreciativas nuestras. 'Si no quieres me dices no, pero yo te pido una cosa', había sido el educado preámbulo, la cortesía consiste en parte en la formulación de obviedades, que nunca están de sobra a su servicio. 'El niño quiere una torta. Yo no puedo comprarla. ¿Tú puedes comprártela? ¿Si quieres? Está ahí, derralángolo', y señaló hacia la vuelta de una esquina, donde Luisa situó al instante una pastelería fina y cara en la que también compraba. 'Si no quieres no', había insistido, como si fuera bien consciente de que tan sólo era un capricho. Que valía la pena pedir, sin embargo, pues era del hijo.
'Esta vez el niño sí que lo entendía todo', contó Luisa. 'Era la transmisión de un deseo suyo, y lo reconocía. Bueno: su cara de estar en vilo no me dejó ni dudarlo, el pobre contenía el aliento a la espera de mi Sí o mi No, con los ojos muy abiertos.' ('Igual que un reo su veredicto', pensé sin interrumpirla; 'eso sí, un reo optimista.') 'Como no sabía qué era exactamente para ella "una torta", y además parecían tenerla muy localizada y querer esa y no cualquiera, nos tuvimos que encaminar los cuatro hacia la pastelería, para que me la señalaran. Entré yo delante para que los de la tienda vieran que el grupo iba conmigo, y aun así los muchos clientes se apartaron instintivamente con asco, nos abrieron un pasillo como para evitarse un contagio, creo que ella no se dio cuenta, o estará acostumbrada y eso ya no le hace mella, pero a mí sí me la hizo. Fue el niño quien me señaló la tarta tras una vitrina, muy excitado, una bavaroise de cumpleaños, no muy grande, y asintió la chica. Le dije entonces que se volvieran ya los tres a sus escalones, aquello estaba atestado y nosotros en medio con el cochecito y todo, mientras yo aguardaba turno y me la envolvían y la pagaba. Que yo se la llevaría luego. Entre unas cosas y otras tardé un cuarto de hora o por ahí, y me eché a reír cuando al doblar la calle paquete en mano, vi al niñito con una cara de expectación tremenda y la mirada fija en la esquina, estoy segura de que no le habría quitado ojo un segundo desde que hubieran regresado a su puesto, pendiente de mi aparición con el tesoro: como si llevara corriendo mentalmente todo aquel rato, de pura impaciencia, pura ansia. Se apartó por una vez de la madre y corrió a mi encuentro, aunque ella le gritó: "¡No, Emil, no! ¡Emil, ven!". Correteaba en torno a mí, como un perrillo.' Luisa se quedó recordando, con una sonrisa, divertida por el reciente recuerdo. Luego añadió: 'Y eso es todo'.
'Y al haberla complacido, ¿no te pedirá ya cosas siempre?', le pregunté.
'No, no la veo aprovechada. He coincidido varias veces con ella desde las toallitas, y hasta hoy no había vuelto a pedirme nada, así expresamente. Un día vi a sus hombres, rondaban por allí, supongo que el marido sería uno de ellos, aunque ninguno se distinguió en su actitud hacia ella ni hacia los niños. Lo mismo eran todos hermanos, o primos, o tíos suyos, parentela, cuatro o cinco en conciliábulo rápido, allí en la vecindad de la chica pero excluyéndola, y en seguida se fueron.'
'Harán mafia, harán inspecciones, velarán por que otros mendigos no le quiten el puesto. Muchos pagan por ocupar un buen sitio, como un alquiler, hasta en el pedir hay gran competencia. Y no es nada malo, el lugar de esa joven, sin protección no lo conservaría. ¿Cómo eran los hombres?'
'Mala pinta. De ellos también yo me habría apartado, me temo, como para evitarme un contagio. Malcarados. Irritables. Mandones. Fulleros. Sucios. Eso sí, todos con móviles y con sortijas. Y algún chaleco.'
'Sí', pensé, 'la reacción de esos clientes de la pastelería: es verdad que le ha hecho mella, no va a olvidarla, la tendrá muy presente la próxima vez que entre allí sola o con nuestros niños acomodados y no mendicantes: la ha sentido en su carne. Está envuelta. Pero no es grave ni llegará a serlo. También yo lo estoy, seguramente.'
En lo que a mí respectaba, lo comprobé en mi tiempo de Londres. Porque incluso allí, alejado de Luisa y de los niños nuestros, me acordaba de tarde en tarde de la joven bosnia y de los dos suyos, el pequeño responsable optimista apátrida y su hermano del cochecito viejo, a los que nunca había visto ni oído más que en relatos. Y cuando venían a mi memoria, lo que más me preguntaba no era cómo les iría ni si habrían tenido algo de suerte, sino —quizá extrañamente, o quizá no tanto– si seguirían todavía en el mundo, como si sólo en caso afirmativo valiera la pena dedicarles un efímero pensamiento flotante, sin contenidos concretos. Y no era así, sin embargo: aunque hubieran salido del mundo por un mal azar o un muy mal paso, por injusticia o por accidente o por asesinato, estaban ya entre mis cuentos oídos e incorporados, eran una imagen más acumulada mía y es infinita nuestra capacidad de asumirlas (todas se suman y casi ninguna se resta), las reales y las fantaseadas como lo acaecido y lo falso, avanzamos expuestos siempre a nuevas historias y a un millón más de episodios, y al recuerdo de seres que jamás han existido ni pisado la tierra ni cruzado el mundo, o que sí pasaron pero estaban ya medio a salvo en su dichosa insignificancia, o en su bienaventurada condición no memorable. El niño Emil le había hecho pensar a Luisa en nuestro niño Guillermo pretérito, el de sus dos o tres años, y ahora ese hijo nuestro ya crecido me hacía o nos hacía a su vez acordarnos —los hijos en la cabeza siempre– del pequeño húngaro insignificante, cuando tal vez éste habría proseguido camino y marchado a otro país en su nomadismo impuesto o ni siquiera permanecería ya más en el tiempo, expulsado de él tempranamente por un mal azar o un mal encuentro, no es raro que les ocurra eso a los que tienen prisa por incorporarse al mundo y a sus tareas y a sus beneficios y a sus pesares.
Así que a veces me despertaba en mitad de la noche o eso creía, bañado en sudor a veces y agitado siempre, y me preguntaba todavía en el sueño o todavía saliendo de él con torpeza y tardanza: '¿Están aún en el mundo? ¿Siguen en el mundo mis hijos? ¿Qué es de ellos esta noche lejana, en este instante de mi remoto espacio, qué les sucede ahora mismo? Yo no puedo saberlo, no puedo ir a sus cuartos para ver que aún respiran o gimen, ¿ha sonado el teléfono para avisarme del mal o fue tan sólo el timbrazo de mi sueño turbio? Para avisarme de que ya no están, expulsados del tiempo, qué ha pasado, ¿y cómo sé que no está marcando mi número Luisa en este momento para contarme esta tragedia que he presentido? O no le saldría la voz entre sus sollozos y yo le diría "Cálmate cálmate, y cuéntame qué ha pasado, que tendrá todo arreglo". Pero nunca se calmaría ni podría explicármelo porque hay cosas que no tienen explicación ni arreglo, y penas que jamás se calman'. Y cuando me sosegaba yo poco a poco —la nuca húmeda persistente– y comprendía que era todo distancia y aprensión y sueño y la maldición de no ver —no ve nunca la nuca, ni ven los desterrados ojos—, entonces me formulaba por asociación la otra pregunta, la ociosa, la soportable: '¿Siguen en el mundo esos niños rumanos de los escalones, sigue esa madre gitana joven del supermercado? Yo no voy a saberlo y en realidad no me atañe. No lo sabré desde luego esta noche y mañana se me olvidará preguntárselo a Luisa si es que ella me llama o yo la llamo (no nos toca), porque ya no me preocupará tanto de día si se sabe o no qué se hizo de ellos, no aquí tan lejos en Londres, es donde estoy, ya me acuerdo, ya caigo, esta ventana y su cielo, este silbido curvo del viento, este activo rumor de los árboles que nunca es desganado ni lánguido como el del río, soy yo quien marchó a otro país, no ese niñito (él quizá siga en mis calles), dentro de pocas horas iré al trabajo de esta ciudad en el que Tupra me aguarda, siempre quiere más Bertram Tupra, es el que espera insaciable, él no ve límite en nadie y cada vez más nos pide, a mí, a Mulryan, y a Pérez Nuix, y a Rendel, y a cualesquiera otros rostros que mañana vengan para estar a su lado, incluidos los nuestros cuando sean irreconocibles, de tan traidores o tan gastados'.