355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Javier Marias » Baile Y Sueño » Текст книги (страница 11)
Baile Y Sueño
  • Текст добавлен: 5 сентября 2016, 00:03

Текст книги "Baile Y Sueño"


Автор книги: Javier Marias



сообщить о нарушении

Текущая страница: 11 (всего у книги 21 страниц)

Allí estaba de pie dándome una charla absurda, sobreponiéndose a su leve mareo sin gran esfuerzo, con su aspecto pretendidamente fantasioso y moderno pero en realidad sólo irrisorio, todo él era un chafarrinón, una figura de farsa, había anunciado que se iba a quitar la peineta y aún no había hecho ni amago, y su rígida chaqueta gigante, los cordones de los zapatos sueltos. No pude evitar sonreírme, y me cruzó un hilo de lástima. De la Garza era inaguantable desde cualquier punto de vista, lo que se llama un plasta, y de los que avergüenzan; pero no era antipático, como no suelen serlo los de su estilo, he visto a muchos desde la infancia, son risueños y aun cariñosos formalmente, resultan desconsiderados y obscenos porque van siempre a lo suyo y se les nota incluso en la adulación o en el servilismo; pero en el fondo no soportan caer mal a nadie, ni a quienes ellos detestan, aspiran a ser queridos hasta por quienes dañan y en general creen lograrlo, no tienen capacidad ninguna para darse cuenta de que fastidian, para percatarse de que están de sobra, son engreídos y eso no lo conciben, viven en una ufanía permanente de sí mismos, no pillarán una indirecta nunca ni casi tampoco las más rudas directas, y así se hace trabajoso ahuyentarlos. Y luego, lo del acordeón, y los puntiagudos ojos de la diva del cine, y las facciones de duende de la señora Manoia (era cierto que, siendo muy gratas, se aparecían en algún momento picudas, hieráticas), todo eso me hizo algo de gracia, también me llevó a pensar que en su sandez había fallas, en la práctica es difícil encontrar a una persona que carezca totalmente de aciertos, sobre todo verbales —o digamos de singularidades—, a la gente se le ocurren siempre imágenes o expresiones o comparaciones chuscas, en el mejor sentido o en el más apreciable, que hacen sonreír o reír aunque sea por lo equivocadas, o por lo groseras, o por lo inconvenientes, pocas cosas tan cómicas como los patinazos y las meteduras de pata, qué más da si son con uno. Quizá por eso todo el mundo habla tanto y cuesta tanto guardar silencio, porque en casi cualquier habla acaba por asomar algo de gracia, no es sólo callar lo que salva, a veces es lo contrario y de hecho esa es la general creencia, una estela de Las mil y una noches, su heredada idea entre los hombres de que nunca hay que perder la palabra ni que terminar el cuento, rajar sin fin y no parar nunca, pero ni siquiera para contar historias ni para persuadir con razones o con cizañas, a menudo nada de eso hace falta, puede ser suficiente con entretener el oído ajeno como si se vertiera en él música o se lo arrullara, y así evitar que se nos marche. Y eso puede bastar, para salvarse.

De pronto me apeteció oírle más, a De la Garza, más cháchara y más disparates y más símiles chuscos (tal vez yo echaba en falta mi lengua más de lo que me reconocía), pese a que su lado patriotero le surgía siempre como un estigma, sin él proponérselo necesariamente: 'con la nuestra', había dicho, ese temible sentido de la pertenencia. Pensé si me estaría pasando con él (salvando largas distancias) algo semejante a lo que le pasaba a Tupra conmigo: yo lo divertía, se sentía a gusto en nuestras sesiones de conjetura y examen, en nuestras conversaciones o tan sólo oyéndome ('Qué más', me reclamaba. 'Qué más se te ocurre. Dime lo que piensas y qué más has visto'), acaso le sonaba agradable el acento canadiense que me había atribuido la noche que nos conocimos, o de la Columbia Británica más precisamente, él había estado en todas partes. Es todo cuestión de verle de repente a alguien la gracia, incluso a quien lo saca a uno de quicio, eso es posible y también peligroso, verle al ser más detestado una pizca de impensada gracia (la solución de la mayoría —la precaución mejor dicho– es no admitir ni el mero atisbo, y fingirse ciego). Tupra me la veía sin duda, y casi desde el principio; era inesperado y más extraño que yo le descubriera alguna a Rafita al cabo de dos encuentros y de tanto chincharme, luego aún podía ser un espejismo que no me durara nada.

En cuanto al bottox, sí debía de ser lo que yo había inferido, porque la toxina botulínica producía en efecto parálisis muscular, atacaba el sistema nervioso, uno acababa por no poder hablar ni tragar (ah, una enfermedad para suprimir el habla), más tarde ni respirar y moría así, por asfixia, eso recordaba de las advertencias familiares durante mi infancia, cuando aún se temía cualquier abolladura en una lata, o que al abrirlas se escaparan gases, o el más mínimo olor impropio que desprendieran cerradas, las conservas no eran ya novedad en modo alguno pero tampoco estaban tan extendidas y las abuelas desconfiaban, las madres ya no o sólo un poco, por el ascendiente; en toda mi vida había sabido de nadie aquejado de botulismo en España (o acaso en atrasadísimas zonas rurales), pero se me había quedado una frase de la aprensión reinante, jamás se borra lo que impresiona de niño, una frase de mi abuela materna, creo, lo que al niño impresiona lo recuerda ya siempre el adulto que lo sustituye, hasta el último día, y era de esas amenazas que uno toma entonces al pie de la letra, aterrado por la instantaneidad atribuida al veneno, deslumhrado por el prestigio de lo fulminante y extremo, que permite fantasear sin límites y en las dos trincheras, como víctima y como asesino: 'Bajo ningún concepto debéis siquiera probar el contenido de una lata o una conserva dudosas, y lo son la mayoría', habríamos oído los cuatro prevenir a las criadas; 'porque si está malo, esa toxina es tan fuerte que a veces puede ser mortal el simple contacto con la punta de la lengua'.

Uno se imaginaba algo tan normal y tan nimio como una cuchara cuyo borde o punta se lleva a la lengua la mujer que revuelve el guiso, para comprobar si le falta sal o si está aún tibio o ya caliente, y lo hace con toda tranquilidad, mientras canturrea o tararea o aun silba (aunque silbaban sólo los hombres por aquel entonces, o bien chicas tan jóvenes que todavía eran casi niñas), quizá sin mirar hacia la cazuela o la olla sino a la vez que curiosea por la ventana y echa una ojeada al patio en el que otras señoras u otras criadas sacuden alfombras colgadas de los alféizares o ponen pinzas a la ropa húmeda (siempre una al menos entre los dientes), o se las ve más adentro quitando el polvo con perezoso plumero o subidas a un taburete desenroscando la bombilla del techo, que se ha fundido. Al oír la advertencia, también dirigida a nosotros para el futuro ('Así que ni rozarlo nunca, el contenido sospechoso, por si acaso. Hasta que haya hervido'), uno se imaginaba esa cuchara impregnada tocando la lengua o los labios y al instante a la mujer fulminada como por un rayo o un disparo, tirada en el suelo de la cocina sin vida mientras su guiso seguía haciéndose, y temía por su madre entonces cuando era ella quien cocinaba, porque al oír la palabra 'mortal' no se le ocurría a uno pensar en algo aplazado o lento, imperceptible en el acto y cuyos efectos aparecían más tarde, sino en una especie de descarga eléctrica espectacular, matadora, un fogonazo, los niños sólo conciben lo inmediato o lo muy rápido, si algo es fatal lo es ahora mismo y jamás a largo ni a medio plazo, como lo es el zarpazo de un tigre o la estocada de un mosquetero en la frente o la flecha de un moro en nuestro corazón, jugábamos a esas ficciones, los peligros son inminentes o en realidad no son peligros, 'Cuan largo me lo fiáis', esa es la divisa del niño para cuanto no llega en seguida o no sucede hoy ni en la mera prolongación de hoy que es mañana; claro que en él no hay ironía, ni adopta el lema esas palabras, sino las más infantiles de 'Para eso aún falta mucho', las más de las veces como reiterada pregunta ante cualquier espera o demora: '¿Aún falta mucho para llegar?', '¿Aún falta mucho para el verano?', '¿Para Reyes?', '¿Para mi cumpleaños?', '¿Para que la película empiece?', '¿Y para mañana?', seguida a los cinco minutos de la impaciencia que niega o consume el tiempo, '¿Ya es mañana?'. 'No, hijo, aún no es mañana, aún es hoy, que tarda en irse.' '¿Y para que regrese a casa y a Madrid con los niños, aún falta mucho para volver con Luisa?' O la que se acentúa en la edad adulta y nos va insistiendo sin formularse nunca tan nítidamente: 'Y para mi muerte, ¿cuánto aún falta?'.

Por eso le pregunté a ella, cuando la llamé a los dos días de aquella noche de los Manoia y Reresby y De la Garza; antes de que me colgara irritada le inquirí acerca del bottoxpor si ella sabía, Luisa tenía montones de amigas y conocidas y algunas eran tías con pasta, según la expresión del agregado, me parecía increíble y sarcástico que al cabo del tiempo pudiera existir una solución o una medida de aquella toxina que fue tan temida y con la que se untaban las peores balas, las destinadas a los poquísimos verdugos nazis a los que intentó tumbarse, que se utilizara ahora en beneficio de los pudientes y para su capricho y lujo, para retrasar sus arrugas o eliminarlas durante unos meses, con la misma base de parálisis muscular o anestesiados o dañados nervios —lo que quisiera que fuese o ambas cosas o consecuencia una de otra—, la misma base que antaño traía vértigos e inmovilidad creciente y falta de coordinación y visión doble, y perturbaciones intestinales graves y luego afasia y luego asfixia, y la paralización de todo y mataba. Sí, todo es ridículo y subjetivo y parcial hasta extremos insoportables, porque todo encierra su contrario, se depende excesivamente del momento y el lugar y la virulencia y la dosis, según cuáles sean éstas hay enfermedad o hay vacuna, o hay muerte o embellecimiento, al igual que todo amor lleva en su seno su hartazgo y su saciedad todo deseo y su empacho todo anhelo, y así las mismas personas en las mismas posición y sitio se aman y no se aguantan en diferentes periodos, hoy, mañana; y lo que en ellas era afianzada costumbre se vuelve paulatinamente o de pronto —tanto da, eso es lo de menos– inaceptable e improcedente, y el tacto o roce tan descontado entre ambas se convierte en osadía u ofensa, lo que gustaba y hacía gracia del otro se detesta y estomaga ahora y se maldice y revienta, y las palabras ayer ansiadas envenenarían hoy el aire y provocarían náuseas y no quieren más oírse bajo ningún concepto, y las dichas un millar de veces se intenta que ya no cuenten (borrar, suprimir, cancelar, y haber callado ya antes, a eso es a lo que aspira el mundo, lo sepa o no, esté o no al tanto). Y hasta para llamar a casa hay que encontrar un motivo, para presentarlo o adelantarlo.

'¿Tú has oído hablar de un producto de belleza, un injerto artificial o no sé, dicen que es una inyección, eso cuesta creerlo, lo llaman bottox?’Con esa pregunta de penúltimo instante traté además de distraer o abortar su incipiente aspereza, su seriedad repentina después de sus risas, su mosqueo por mis otras o demasiadas preguntas sobre la ausencia de bragas y una mancha de sangre que quizá yo había soñado, o a la que tras borrarla entera, a conciencia, del todo, incluido su adherido y resistente cerco, ya podía por fin decírsele lo que a tantísimos hechos y objetos y a tantísimos muertos, o ni siquiera se molesta nadie en decirles esto: 'Puesto que de ti no hay rastro, no tuviste lugar, no has ocurrido. No cruzaste el mundo ni pisaste la tierra, no exististe. Ya no te veo, luego nunca te he visto. Puesto que ya no eres, nunca has sido'. Era posible que eso mismo me dijera a mí Luisa con su pensamiento, cuando estuviera a solas, o dormida; aunque hablara conmigo de vez en cuando, y hubiera el permanente rastro de nuestros dos hijos, y yo aún no me hubiera muerto. Solamente estaba 'in another country', expulsado del tiempo de ella que envuelve y arrebata a los niños y es ya muy otro que el mío, fuera del suyo que avanza ahora sin incorporarme, sin dejarme ser partícipe ni tan siquiera testigo, mientras yo no sé bien qué hacer con el mío, que avanza igualmente sin incorporarme o al que aún no he sabido subirme (quizá ya nunca me ponga al día), y en el que sin embargo transcurre esta vida paralela o teórica en Inglaterra que no contará mucho cuando termine y se cierre como los paréntesis, y a la que entonces también podrá decirse: 'Ya no avanzas. Te has convertido en pintura helada o en memoria helada o en un sueño acabado, y ya ni siquiera te veo desde la adversa distancia. Ya no eres, luego nunca has sido'.

Luisa no me contestó en seguida, se quedó callada, como si hubiera visto mi segunda consulta como lo que sólo era en muy mínimo grado (una maniobra de diversión, un recurso para evitar responder a su pregunta en serio), o como si le pareciera tan impropia de mí como la primera y contribuyera por tanto a su perplejidad o a su intriga.

'¿El bottox? Si", repitió la palabra al cabo de unos segundos. '¿Pero a qué te estás dedicando, Jaime? Bragas, menstruaciones, ahora esto. No irás a cambiarte de sexo, espero. No sé yo cómo se lo tomarían los niños, pero me parece que les daría miedo. A mí me lo da, desde luego.'

'Muy graciosa', le dije, y algo de gracia sí me había hecho, o quizá celebraba que el humor le hubiera vuelto, cuando Luisa gastaba bromas significaba que se sentía amistosa, y además las suyas no eran agresivas, a lo sumo ácidas como ésta, y las soltaba siempre con amabilidad o con reconocible afecto, risueñamente y sin buscar el daño. La había divertido su propia salida idiota, porque la oí reír de nuevo y no pudo resistirse a proseguir un poco la guasa.

'¿Cómo habríamos de llamarte, imagínate? Sería un poco confuso todo. Piénsatelo bien, por favor, Jaime, antes de dar el paso; irreversible, supongo. Piensa en los inconvenientes, y en las situaciones embarazosas. Acuérdate de aquel tesorero de un collegedel que nos contó una vez Wheeler. Era muy formal, y sus colegas no sabían de pronto si tratarlo de "señor" o "señora", y los de más confianza se pasaron meses llamando Arthur a una matrona con faldas, seguían viendo la misma cara de Arthur de siempre, sólo que con los labios pintados en sustitución del bigote y enmarcada por una melenita corta y desarreglada, se la cuidaba fatal por lo visto, decían que no tenía costumbre.' Al oírla rememorar el relato se me cruzó una vez más la imagen de Rosa Klebb, la desaseada, haragana y 'aterradoramujer de SMERSH', discípula del implacable Beria e infiltrada por éste en el POUM como mano derecha y amante de Nin, del que también pudo ser la asesina, según Fleming todo ello; o fue más bien la de Lotte Lenya en su interpretación del papel: intentando patear a Connery con pinchos envenenados, quién sabía si con la misma toxina. O no, habría de ser otra más rauda, si aspiraba a matarlo con sus zapatos mortíferos, a puntapiés. 'Lo que no debe de ser nada fácil es que se te suavicen los rasgos, por hormonado que vayas, ¿no?, y extirpado. No sé, tú verás, pero tú además eres de complexión atlética y tienes la barba bastante cerrada, serías una mujer imponente, temible, no se te colaría ni una señora en el mercado.' Y volvió a reír, ya a carcajadas.

Tuve que morderme el labio para no acompañarla, pese a que me dio un poco de grima mi descripción como mujer; y aun así se me escapó algún sonido delator.

'Sí, me acuerdo del bursar Vesey, alcancé a decir cuando me contuve del todo. 'De hecho lo conocía de vista de mi época de Oxford. Como Arthur, desde luego, no como Guinevere. Tengo que preguntarle a Peter qué se ha hecho de él, o de ella. Debe ser ya bastante anciano, y no es lo mismo la ancianidad como hombre que como mujer. Vosotras volvéis a llevar ventaja a partir de cierta edad.' Y cuando Luisa se hubo aplacado, volví a mi consulta: 'Entonces sí sabes del bottox. ¿Es verdad lo que me han contado, lo de las inyecciones?'. Me era tan conocido aquello: era lo habitual, que ella se desviara de las cuestiones cuando charlaba conmigo e intercalaba sus bromas. Y a diferencia de mí o de Wheeler, y también de Tupra, no solía volver por sí sola.

'Sí, he oído hablar de ello, a más de una. Al parecer había hasta reuniones para inyectárselo, cuando apareció y aún no lo ofrecían aquí las clínicas de belleza, o lo que sean. Los centros estéticos o como se llamen.'

'¿Reuniones?' Ahora fui yo quien repitió una palabra, la que me resultó más desconcertante.

'Sí, no sé, se lo oí contar una vez a María Olmo. Una cosa de señoras ricas, más o menos; se reunían a merendar o lo que fuese, aparecía un practicante contratado entre todas y se lo iba inyectando a cada una según sus necesidades. Bueno, a las que quisieran, claro, y hubieran contribuido, supongo, a comprar la partida, que era lo caro. El practicante lo debía de aportar la anfitriona.' Pensé: 'Sólo le llevo unos años, por eso para ella es también natural la palabra "practicante". Pero tendría que ser uno especializado', eso supuse; no quise interrumpirla para preguntárselo. 'Era el gran aliciente, se corrió que los resultados eran espectaculares, aunque no sé si luego no les pareció para tanto. Ahora creo que ya lo tienen muchos centros de aquí, pero al principio, hará un año o más, lo traían de no sé dónde, de fuera, como un encargo. Ahora me imagino que cada una se lo hará aplicar ya por su cuenta.'

'De América', murmuré, pensando en Heydrich y en el Coronel Spooner del SOE, el organizador de su atentado. 'Lo traerían de América.'

'Pues no, me suena más bien que era de ahí, de Inglaterra; o de Alemania.' Ella no tenía por qué saber en qué pensaba yo, ni había estado presente cuando Wheeler me había hablado de Lidice y del odio espacial, el odio al lugar que también habían padecido Madrid y Londres durante años de bombardeos y asedio; y el de Madrid aún perdura, la detestan y han detestado todos sus gobernantes sin falta. Ella no estaba ya nunca presente, allí donde yo lo estaba. Antes sí, muchas veces; por eso conocíamos ambos la historia del transexual tesorero.

'¿Y eso por qué? ¿No estaba autorizado, como la melatonina? Era la melatonina, ¿no?, lo que no se permitió en Europa. ¿Estaba prohibido, o algo?'

'No que yo sepa. Simplemente debió de tardar en llegar un poco. En cuanto la gente se entera de que hay algo nuevo, se pone muy impaciente, y luego además presume de adelantada cuando se hace con ello. Bueno, ya sabes, esa clase de bobos que pierden los nervios si no van todos los años a Nueva York y lo cuentan, cada vez hay más de esos catetos, yo ya no soporto un relato más de esa ciudad. Y bueno, si oyen que allí o en Londres andan inyectándose en plan caballo un producto nuevo y rejuvenecedor, pues corren todos a comprarse ya las agujas, por lo menos eso.'

'¿Pero realmente se ponen inyecciones en la frente, y en los pómulos, y en la barbilla, en las sienes?' Eso en sí me impresionaba, la aguja clavándose en tales zonas y el líquido penetrando lento, pero más aún —es decir, me espantaba– si el bottoxera en efecto lo que yo temía. Y así, mi tono hubo de ser de estupefacción y escándalo, porque noté que Luisa me lo rebajaba a propósito, con su respuesta, aunque sin ánimo de aleccionarme, eso no entraba en su estilo.

'Pues sí, y en otros sitios peores, tengo entendido. En los párpados, y en las ojeras, seguramente en los labios y desde luego encima de ellos, esas arruguitas verticales son la gran pesadilla de no pocas amigas, junto con el cuello. Y sí, también a mí me parece un poco espeluznante, pero debo de estar más acostumbrada que tú a todos estos injertos e inoculaciones. Y a las carnicerías varias. Cada vez sé de más mujeres que van a sus sesiones periódicas de corte y confección como quien se pasa por la peluquería. Y no creas, hay bastantes hombres ya aficionados, y no sólo solteros presumidos y divorciados hundidos, ya sé de más de un marido. Bueno, si he de fiarme de lo que me cuentan, y uno no debe.' Dijo esto con tanta soltura que me llevó a pensar: 'Ni se le pasa por la cabeza incluirme entre los divorciados hundidos, menos mal, no le inspiro lástima o aún no, y a mí tampoco me gusta jugar a la baja, como hacen tantos novios y maridos. Claro que divorciados no lo estamos todavía. Pero todo se andará, supongo, cuando lo quiera ella'. No veía fácil que partiera de mí esa iniciativa. Nunca se sabe. No la hice partícipe de mis pensamientos. 'Pero vamos. Mira a ese caricato de Berlusconi, a estas alturas debe de ser todo él de látex, ¿tú lo has visto?, parece un ninotde barraca. Quizá él sí debería cambiar de sexo, a ver si así mejoraba algo, o se rehumanizaba, una abuela.' Y volvió a reírse, y yo sabía que iba a hacerlo desde que la palabra 'caricato' le acudió a la lengua: nos conocíamos demasiado para dejar de conocernos. Ahora corría el peligro de irse por aquellas ramas y seguir, por ejemplo, imaginándose a otros políticos convertidos en señoronas; así que la reconduje:

'¿Y exactamente qué es, el bottox? ¿Tú lo sabes?'

'Me lo dijeron en su momento, pero no presté mucha atención. Una toxina, creo; o una antitoxina; la verdad es que no me acuerdo nada.'

'¿La toxina botulínica? ¿Puede ser? La del botulismo. No sé si sabes que eso se utilizaba como veneno antiguamente.' Y le mencioné mi etimología intuida.

No pareció alterarse. A través de sus conocidas, y de alguna amiga insegura, sí debía de estar en verdad acostumbrada a los más sanguinarios y ponzoñosos remedios contra el envejecimiento.

'No me acuerdo. Puede ser. Tampoco me extrañaría, la mitad de esos especialistas estéticos son unos irresponsables, si es que no unos criminales. María me contó que dejó de ir a uno que la adelgazaba a lo bestia cuando un día entraron juntos en una farmacia, él dijo haberse olvidado el recetario en casa y para convencer a la farmacéutica de que era médico no se le ocurrió otra cosa que regresar un momento al coche y traerle un fonendoscopio que llevaba en el asiento de atrás, por allí suelto. Te imaginas, "Mire, tengo un fonendo, soy médico", y se lo agitaba en la cara. María dedujo que ni colegiado ni titulado ni nada de nada, por mucha clínica que tuviera montada, se quedó de hielo. Así que bueno, me lo creo todo.'

'¿Tú podrías averiguármelo, si es eso, la toxina botulínica?'

'Supongo. María lo sabrá seguro, o Isabel Uña, también anda con historias de estas, puedo preguntarles. Pero, ¿qué te traes tú con el bottox? ¿Estás pensando en ponértelo como un Berlusconi, o es tu amiga descuidada? A ti no te hace ninguna falta, aún no tienes ni media arruga, una cosa intolerable, lo tuyo.' No había perdido de vista mi primera consulta sobre la sangre caída, aún pensaba que alguien podía haberme manchado el suelo, alguien ocasional o no tanto. La perspectiva de que Luisa fuera a hacerme una pequeña averiguación me alegró el ánimo ingenuo. Era algo en común al cabo de mucho tiempo, algo nuevo (no los niños ni el dinero ni asuntos prácticos), aunque se tratase de una minucia. Y habríamos de volver a llamarnos pronto por eso, ella a mí o yo a ella, para que me diera la información conseguida. Nos quedaba una cuestión pendiente, y ahora eso era novedoso.

'Gracias, tú también estás muy tersa', le contesté con no más humor que galantería, y añadí: 'No, es por pura curiosidad. Me han hablado aquí de ello, y me gustaría saber si es la misma sustancia que en su día mató a un dirigente nazi importante, en el 42, Wheeler me habló del caso. ¿Qué efecto causa, eso lo sabes? El proceso'.

'Creo que paraliza los músculos de la zona inyectada y así la alisa y le da turgencia, no me preguntes por qué ni cómo. Por lo visto se quedan un poco inexpresivas las que se lo ponen, aunque yo no se lo he notado ni a María ni a Isabel, que son las que conozco que lo han probado. Claro que a lo mejor no coincidió que las viera cuando estaban bajo su efecto, creo que dura unos meses y se lo renuevan tras una pausa, que tienden a ir acortando. Bueno, un poco rígidas sí que las he visto, ahora que caigo, y como más tirantes, más compactas... No sé, esta obsesión', y sonó más pensativa; 'ya no es sólo la gente rica, ni sólo mujeres, ya te he dicho. Acabaremos todos en eso. Tú no sabes lo que se hace la gente hoy en día, lo que se mete y se saca, lo que se pincha y se raja y a lo que se somete. Se te pondrían los pelos de punta, si conocieras el detalle. Pero ya lo verás, acabaremos todos en eso, y aún nos reprobarán, a los que no nos prestemos, "Cómo es que vas así", nos dirán, "con esa carne fláccida, y esos pliegues, y esas bolsas; con esos surcos, o con esas grasas, o esos pellejos, cómo vas tan descuidada". Ya hay quienes lo comparan con ir al dentista, "¿Acaso no nos arreglamos un diente mellado, que hace tan feo, y nos colocamos fundas? Pues lo mismo el resto". Como si envejecer fuera un defecto, o una lacra consentida, una negligencia. Como si se pudiera elegir, y uno fuera culpable de su envejecimiento. O bien pobre, claro, sin medios para disimularlo. Parecer viejo acabará denotando eso, que uno es un paria, ya lo verás. Será otra separación, otra diferencia, por si no hubiera bastantes. Será como si anduviera uno con las ropas raídas. Ojalá no lleguemos a ver eso.'

Y entonces se quedó callada, como si estuviera considerando de pronto su propio caso. Nunca le había visto la menor veleidad o tentación al respecto: oía contar a sus conocidas y amigas más angustiadas por el paso del tiempo, reía con benevolencia ante sus extravagancias y experimentos, le daban lo mismo, o los daba por bien empleados si ellas se ponían así contentas con su supuesto mejor aspecto, aunque fuera tan de prestado y tan falso, o tan comprado; tan monstruoso a veces. Aquello nunca había ido con ella. Pero Luisa ya no era tan joven, y nunca había mencionado mi falta de arrugas —cosa de mi familia; estaba a la altura de Tupra– como un reproche comparativo, ni siquiera en el tono de broma en que lo había hecho ahora. 'Tal vez se empieza a preocupar, por efecto o influjo de los demás', pensé. 'No tendría motivos reales, no la última vez que yo la he visto; aunque mi criterio le serviría de poco si se ha inventado motivos (de eso nadie está a salvo) o alguien se los ha instilado (tampoco de eso se está a salvo), piensa que yo la miro con ojos demasiado buenos.'

'¿No estarás pensando tú en recurrir a esas cosas?', le pregunté. 'A ti sí que no te hacen falta.'

Rió un momento, así salió de su breve silencio cavilatorio.

'Si no me hacen falta hoy, será mañana, ni siquiera pasado mañana', dijo. 'Pero en todo caso no podría permitírmelas, seré de los parias y de los raídos.' Y volvió a reírse, decir esto le había hecho gracia. 'Aunque estás mandando mucho dinero desde que tienes ese trabajo del que no cuentas nada', añadió. 'Quiero darte las gracias, Deza, ahora mismo estamos ya a un paso del lujo. No hace falta tanto.' Era como si quisiera hacerse perdonar, por aceptarlo; por eso me llamó Deza y no Jaime, no quería sacarme nada ni estaba de mal humor por mi causa.

'Ya me las das tras cada transferencia. Es lo justo, tienes a los niños, yo estoy ganando bien ahora y tampoco tengo muchos gastos. Ya lo reduciré, si me aumentan.'

'Ya, pero podrías ahorrar. Preguntan que cuándo vienes.'

'No sé si será muy pronto. He de acompañar a mi jefe en un viaje, pero aún no sabemos cuándo, si dentro de una semana o de un mes o más tarde, hasta entonces estoy atado. A ver si después puedo, algún fin de semana con bank holiday.'Así llaman en Inglaterra a los festivos, los hacen caer todos en lunes, Navidad y Año Nuevo aparte. 'Pero ya ahorro, me alcanza. Y me compro buenos libros de viejo, mejores y más caros que nunca.'

'Pues conserva ese trabajo. A ver si alguna vez me cuentas algo, de eso que haces.' No creía que le interesara de veras, era una forma de mostrarse amable. No había manifestado curiosidad al respecto, en otras conversaciones. O es que eran siempre más cortas.

'Apenas hay qué contar', dije, y aquí mentí, sobre todo pensando en dos noches antes. 'Traducir de diplomacia y negocios es rutinario, aunque haya gente interesante por medio, de vez en cuando. Pero no lo conservaré si me canso, ya lo sabes.'

Aguardó un par de segundos y respondió:

'Sí, ya lo sé. Y a mí me parece bien eso, también lo sabes.'

La vi sonreír al decirlo, con los ojos de la mente despiertos. Estaba en otra ciudad, en otro país. Pero yo la vi muy bien desde Londres.

Le di las gracias, las buenas noches, nos despedimos, colgué. Pero no con el pensamiento. Alcé la vista, me levanté del sillón, me acerqué a la ventana de guillotina y la subí de golpe para airear la habitación, había estado fumando mientras hablaba. No llovía, no hacía ningún frío o eso me pareció en el primer instante, podría haber sido una noche de primavera temprana de no ser porque no era muy tarde, ni siquiera para Inglaterra, y sin embargo había ya anochecido unas cuantas horas antes, fuera se veía la pálida oscuridad de la Square o plaza, apenas alumbrada por esas farolas blancas que imitan la siempre ahorrativa iluminación de la luna, y las luces encendidas del hotel elegante, algo más lejos, y de las habitadas casas que albergan familias o bien hombres y mujeres solos, cada uno encerrado en su protector recuadro amarillo, lo mismo que yo para quien me observara. También me pareció oír una música muy débil, tanto que cualquier movimiento mío la tapaba o la ahogaba, así que me estuve quieto —otro cigarrillo en la mano– y traté de escucharla e identificarla sin éxito, llegaba tan tenuemente que no distinguía su clase ni tan siquiera su ritmo. Miré entonces, como de costumbre, por encima y más allá de los árboles y de la estatua y la plaza y hasta el otro extremo, en busca de mi vecino despreocupado y danzante.

Allí estaba como casi siempre, y la noche debía de ser en efecto tibia, porque también él mantenía abiertos dos de sus ventanales, dos de cuatro, y era probable que la música procediera de su salón alargado y desprovisto de muebles, como una pista libre de obstáculos; al no ser tarde habría prescindido por una vez de sus auriculares o su artilugio inalámbrico, y esta vez la pieza no sonaría en su cabeza tan sólo —y en los deductivos oídos de mi mente, al contemplarlo en su baile—, sino en toda la casa y fuera, hasta morir como sombra o hilo raído en donde yo me encontraba, ante mi ventana. No estaba solo sino con sus dos parejas ya por mí registradas, las dos mujeres que en alguna ocasión había visto, por separado si mal no recordaba: la blanca con pantalones prietos que no se había quedado a dormir, que yo supiera (se había montado en una bicicleta y se había alejado en la noche con pedaleo brioso), y la negra o mulata de la falda con vuelo ligero que no pareció salir luego a la calle. Ahora ambas llevaban faldas bastante breves y estrechas (a mitad del muslo, más o menos, quizá no muy cómodas para la danza), y ninguno de los tres todavía bailaba, no propiamente, más bien era como si dirimieran o decidieran los pasos exactos que iban a dar, seguramente al unísono de aquella música que casi no me alcanzaba, y que así nunca reconocería.


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю