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Baile Y Sueño
  • Текст добавлен: 5 сентября 2016, 00:03

Текст книги "Baile Y Sueño"


Автор книги: Javier Marias



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En cuanto a Manoia, le estrechó la mano a Reresby con lo que en hombre tan anodino, vaticano y manso sería efusividad —pero falso manso—, y supuse que al final habrían acordado lo que quisiera que fuese a su conveniencia mutua, o se habrían arrancado el uno al otro lo que el otro al uno se pidieran o se propusieran o se impusieran bajo inexpresa extorsión.

–Ha sido un gran gran gran placer, Mr Reresby —le dijo en su pastoso inglés: no encontraría otra forma de traducir 'grandissimo'—. Una noche algo accidentada, pero no por eso menos placer. Sea bueno y téngame al tanto. —Y a continuación estuvo frío conmigo: de hecho me dejó colgando la mano que le había tendido y se limitó a inclinar la cabeza con sequedad, como un diplomático a la antigua usanza (e inclinarla ya sería mucho decir). Ni siquiera me miró, o bien yo no logré ver sus ojos mates y zigzagueantes bajo sus extensas gafas que lo reflejaban todo. Se las subió una última vez sin que se le hubieran bajado, con el pulgar, y me dijo—: Buona notte.

Luego se echó una carrerita ridicula para alcanzar a su mujer, sin duda le costaba separarse de ella. Ahí me pareció más un funcionario aplicado que un violador, menos de la Mafia o la Camorra o la ‘indrangheta y más del Opus o los Legionarios, o quizá del Sismi, fuera lo que fuese aquello. Pero a Flavia ya no se la veía por el vestíbulo, desde la calle, desde Piccadilly. Estaría ya en el ascensor, camino de su habitación, para encerrarse un rato a solas en el cuarto de baño y aplazar así los reproches sin testigos de su marido. A él le tendría advertido que no le hablase a través de esa puerta, y en ese tipo de cosas seguro que la obedecía él.

Ni siquiera había añadido: 'E grazie'. Tampoco debía de tener por qué, él no estaba al corriente de mi creciente cólera ni de mi conturbación. Incluso podía ser que creyera que yo me había encargado de propinar la paliza cuyo resultado debió de satisfacerlo, cuando se asomó al lavabo para supervisar. Puede que me tomara solamente por un secuaz, un esbirro, un mamporrero, un matón. Y la verdad es que en aquellos momentos sí me sentía un secuaz y un esbirro, y hasta un mamporrero también: le había puesto su víctima a Tupra donde él la quería. Pero no un thugni un hitmanni un goon, no un matón, porque yo aún no le había tocado un pelo a nadie, ni se lo pensaba tocar. Así como esperaba que nadie me lo tocara a mí, con espada o sin ella, ni con peine o sin él.

Cuánto adivinaba o sabía yo de él y cuánto él de mí, suponía, uno no puede descifrar a voluntad, impunemente, agazapado o invisible como el espectador en casa o el fantasma ya logrado, a quien a su vez lo estudia y descifra a uno, observar a quien lo observa con idénticas facultades y con las mismas o parecidas armas que acaso serán mejores, o tal vez se produzca entonces una estéril neutralización recíproca, una impenetrabilidad, un bloqueo, una anulación y una ceguera —quietud y disuasión de guerra fría—, la mutua desactivación de las maldiciones o dones, ambas paralizadas e inútiles cuando enfrente hay otra mente que las padece también o goza de ellas, si es que Wheeler y él acertaban y no mentían y yo estaba efectivamente a la altura de sus predicciones. Aún lo dudaba tanto que en realidad no lo creía, pese a haberme persuadido el primero, invocando la autoridad de Rylands que ya nada iba a desmentirle, de que alguna sí poseía, y pese a haberme envalentonado en el edificio sin nombre un poco más cada día de nuestra tuerta tarea, azuzado por la fe de los otros o por sus exigencias: 'Dime qué más, no te detengas, qué más ves, lo que sea, dilo ya sin demora, don't delay or linger, lo penúltimo que nos interesa es que te reserves, que dudes, que te guardes las espaldas, no pagamos por tu prudencia ni para eso te contratamos, y lo último que ya queremos es que no sepas ni nos digas nada. Todo tiene su tiempo para ser creído, recuérdalo, luego no calles nunca, ni siquiera para salvarte, aquí no hay lugar para eso ni hay aquí gato alguno para comernos la lengua a nadie, a ninguno de los cinco, y tampoco cabe tragársela. Ni aunque quisieras ahogarte...'. O bien: 'No has hecho más que empezar, sigue. Vamos, corre, date prisa, sigue pensando. Lo interesante y difícil es seguir: seguir pensando y seguir mirando cuando uno tiene la sensación de que ya no hay nada más que pensar ni nada más que mirar, que continuar es perder el tiempo. Lo importante está siempre ahí, en el tiempo perdido, allí donde uno diría que ya no puede haber nada. Así que dime qué más, qué más se te ocurre y qué más ofreces y qué más tienes, sigue pensando, corre, no te pares, vamos, sigue...'. Era lo que nos decía mi padre desde muy jóvenes, cuando discutíamos.

Y esa posible situación de empate o de tablas y de renuncia, de ausencia de duelo, de abstenerse entre pares, podía darse no sólo con Tupra y por supuesto con Wheeler, sino con los otros tres, con la joven Pérez Nuix y Mulryan y Rendel, y quién sabía si hasta con Branshaw y Jane Treves, llegado el caso. Y quién si con la señora Berry.

Cuando hubo desaparecido Manoia (qué trote), Tupra me miró muy serio, casi ominoso en la acera, ante las luces del Ritz Hotel, Ritz Restaurant, Ritz Club. Luego me sonrió abiertamente y me dijo:

–¿Quieres que te acerque? Es Dorset Square o una plaza cercana, ¿no? Por esa zona.

Sabía eso, por ejemplo, que él se sabía mis señas con exactitud y que disimulaba con lo aproximativo, se conocería de memoria hasta el piso y el número y letra de mi apartamento, como de todos sus colaboradores. También supe que queríallevarme, por algún motivo más allá de la deferencia. Querría hablar, comentar un poco las vicisitudes. O querría hacerme advertencias. O darme consejos y acaso instrucciones para otras veces, tras mi bautismo de fuego, como testigo y con arma blanca. No creía que su propósito fuera darme explicaciones ni disculparse, limar asperezas a lo sumo. Pero algo quería. Supuse, por tanto, que acabaría acercándome en su Aston Martin, velis nolis. Y que si yo declinaba el ofrecimiento, me insistiría. Y que si yo rehusaba, se empeñaría.

–No hace falta, cogeré un taxi —respondí, y debió notar que la indignación me seguía.

Estábamos los dos ante el Ritz, de pie en la acera, bajo el soportal o arcada; la puerta delantera del coche la había él dejado abierta mientras nos despedíamos rápidamente del matrimonio católico, la izquierda, la del copiloto, es decir, por la que yo me había bajado. El uniformado se apoyaba sobre un pie y otro, como si los tuviera fríos. Nos vigilaba apremiante, allí no se podía estacionar, desde luego, ni pararse apenas.

–Vamos, vamos, no me cuesta nada, con todo esto me he desvelado. Serán diez minutos, qué menos, te lo has ganado. Vamos, sube, aquí estamos molestando.

Habría pillado un taxi y no habría habido vuelta de hoja, pero no pasaba ninguno en aquel instante, y la parada del hotel debía de estar situada en una bocacalle, no quedaba a la vista, o bien era allí mismo y se encontraba desierta. Pero además sabía aún mejor, ahora, que él tenía interés, o es más, intención de acercarme.

No me gustaba la perspectiva. Prefería dejarlo de ver ya aquella noche y no correr el riesgo de encararme con él y reprocharle y pedirle cuentas, y veía imposible no hacerlo si disponíamos de un trayecto a solas. A la mañana siguiente —entraríamos tarde, esa era la norma cuando trasnochábamos por trabajo, y los horarios en general eran flexibles– me sentiría más calmado y más conforme, creía. Y aunque él supiera perfectamente dónde vivía, no me hacía del todo gracia que se aproximara a mi territorio, no yo sabiéndolo y en mi compañía. Cuando alguien lo deposita a uno o lo sigue o lo ronda o lo espía, y lo ve entrar en su portal al caer la noche o al caer la tarde, ha visto ya mucho más de lo que parece y de lo que debería: lo ha visto —cómo decir– de retirada, probablemente cansado y aun a punto de abandonarse tras la larga jornada de fingimiento y esfuerzo, y de falsa alerta; y además ha asistido a algo que repetimos todos los días, tal vez a lo más cotidiano externo. La gente se deja acompañar o llevar sin problemas, o lo agradece y lo espera, como las mujeres con gran frecuencia; pero es como si a partir de entonces ese alguien supiera dónde hallarnos —lo supiera con sus propios ojos y guardara imagen, es distinto de saberlo a secas—, y a qué hora aproximada. (De hecho es lo primero que averiguan y observan los ladrones y los secuestradores, los violadores y los asesinos, los espías y los policías, cuándo vuelve uno, cuándo está en casa o en ella no hay nadie, según sus fines y les convenga que esté uno allí o no haya rastro.) Sí, importa mucho ser visto en los propios dominios o en sus alrededores, no digamos ascendiendo los cuatro o cinco escalones que separan la calle de nuestra puerta en Londres, abriendo ésta con nuestra llave, entrando, cerrándola con la lentitud involuntaria del fatigado gesto. Al cabo de un par de minutos se identificarán nuestras luces y nuestros balcones, desde la acera, o desde los árboles y la estatua —o era allí ventana—; y entonces ya puede imaginársenos mejor en nuestros interiores, o adivinársenos, conocer el tipo de iluminación que nos gusta, y hasta se nos puede divisar la figura si nos acercamos a los cristales, o contemplarla en nuestro marco íntimo si nos asomamos a fumar un cigarrillo o a admirar el crepúsculo, a recoger la brisa o a regar las plantas, o a mirar quién llama al timbre una noche de lluvia tras habernos seguido durante mucho rato, ella y yo con paraguas y ella con un perro blanco, tis tis tis, hacía el perro, al caminar casi volando. Y alguien desde la plaza, a distancia, o sobre todo desde las casas de enfrente, la del bailarín ufano, podía habernos visto a los dos mientras hablábamos, mientras la joven Pérez Nuix me pedía un favor molesto, nada fácil, y me explicaba por qué ahora no siempre nuestros clientes eran del Estado, no siempre el Ejército, la Armada, un Ministerio o una Embajada, New Scodand Yard o la judicatura, el Parlamento, el Banco de Inglaterra, los Servicios Secretos, el MI6, el MI5 o incluso Buckingham, la Corona; y también mientras contestaba a mis numerosas preguntas, a veces sin que tuviera que hacérselas y a veces tras escuchármelas, 'Qué sabes tú de los criminales', y 'Quiénes son los wet gamblers', y 'Sobre quién he de mentir o callar, para complacerte', y 'Aún no me has pedido el favor, todavía ignoro en qué consiste, exactamente', y 'Cuántos años llevas aquí, a qué edad empezaste, quién fuiste o cómo eras, antes de esto', y 'Qué particulares particulares son esos, y cómo es que esta vez sabes tanto sobre este encargo, su origen, su procedencia'. Ya no podía ser y no fue 'un momentito', el que ella había anunciado tras decir 'Soy yo', desde la calle. (En seguida todo se alarga o se enreda o todo tiende a adherirse, es como si cada acción llevara su prolongación consigo y cada frase dejara en el aire un hilo de pegamento colgando, que nunca puede cortarse sin que se pringue algo más al hacerlo. Todo insiste y continúa solo, aunque opte uno por retirarse.)

Y cada vez que he traído a una mujer a mi casa, cuando era soltero o en aquel tiempo de Londres (quiero decir traído para pasar la noche o no tanto, para pasar por mi cama), he temido que reapareciera por el lugar ya visitado por ella, sin ser invitada ni solicitada: por eso, por el mero hecho de haberlo pisado y haberme visto allí dentro, cómo vivo, y guardar la imagen. Y a menudo lo he temido con causa. Y si alguna ha vuelto a ese territorio por mi voluntad y con permiso mío, o incluso por mi llamamiento y anhelo, entonces hay una habitación a la que no debe pasar, ni siquiera para acompañarnos mientras vamos por un refresco o preparamos un piscolabis, si no deseamos que se nos instale, si a tanto no estamos dispuestos; y esa habitación no es la alcoba, que es indiferente hasta para pernoctar en ella, ni tampoco el cuarto de baño, los de los hombres solos apenas son imaginativos; sino la cocina, porque si una mujer entra en ella a seguir conversando durante nuestro trajín o a ayudarnos sin que se lo pidamos ni sugiramos; si nos sigue hasta allí por su iniciativa, o casi instintivamente como los patos, lo más probable es que se quiera quedar sine diea nuestro lado —allí prueba o huele un instante de convivencia—, aunque ella aún no lo sepa, y sea la primera vez que viene, y aun lo negara sinceramente si alguien se lo pronosticase. Tal vez esa era una de las enseñanzas triviales de mi don o de mi maldición, si los tenía.

Tupra no era mujer ni iba a quedarse, ni siquiera iba a subir a mi casa, sólo a llegar a la plaza y dejarme ante mi portal, en su veloz Aston Martin. Y aun así no me agradaba la idea, porque podía figurármelo bien luego, u otra noche, otro atardecer, otro día o al amanecer, espiando desde los árboles o desde la estatua, vigilando mi ventana, o acechando desde el hotel de enfrente, atento a mis luces y a mi guillotina y a la posible mujer que hubiera venido a verme, no necesariamente a pasar por mi cama. Esperando a su salida. No en balde me había parecido desde el principio un tipo que transitaba más por las calles que sobre moquetas, menos bregado en las oficinas que fuera de ellas.

Abrí la portezuela entornada del coche y me subí, sin contestarle nada. Él lo rodeó y entró por su lado. Le dije mis señas exactas, con retintín, supongo, como si él fuera un taxista, eso fue todo. Yo sabía que no iba a contenerme durante aquellos minutos a solas que nos aguardaban, pero no estaba seguro de cómo empezar, quizá no me convenía precipitarme en exceso, pese a mi cabreo, soltando la primera recriminación que me viniera a la lengua, y que acaso fuese secundaria, un detalle en comparación, con lo grave. Aún no había decidido abandonar el trabajo, eso debía pensármelo con mayor distancia, y encajar la idea de volver a verme en la BBC Radio, con sus aburrimientos mal pagados. Esperé unos segundos largos, el automóvil ya en marcha y acelerando, a ver si él decía algo y así me daba una entrada. 'No lo hará', pensé, 'sabe aguantar los silencios, los que él establece.' El interés era suyo, en acercarme, pero quizá no era para aleccionarme, ni para reñirme (por mí se nos había pegado De la Garza), ni para puntualizarme nada, sino para oír mi desahogo todavía en caliente, 'en mojado' como Don Quijote decía, y así medir mi capacidad de enfado. Al poco el silencio se hizo ya propio de dos personas que no quieren hablarse.

–Esa zona en la que vives no es nada barata —murmuró él entonces; de modo que el silencio, inferí, era ajeno a su decisión y a su voluntad, y esos los soportaba menos: su vehemencia o su tensión permanentes le exigían llenar todo el tiempo de contenidos palpables, audibles, reconocibles o computables. Todo el coche, ahora sin las interferencias o rivalidad fragante de Flavia, olía a su bálsamo afier-shave, era como si éste se le quedara impregnado o él renovara continuamente su aplicación a escondidas. No le había visto hacerlo ante el espejo de los tullidos. Bajé un poco mi ventanilla.

–No, no es barata, más bien cara —respondí casi sin querer—. Pero prefiero gastar en eso, huyo de la sordidez como de la peste. —De pronto caí en que desde hacía un rato Tupra no llevaba su abrigo, puesto ni echado ni tampoco al brazo, no me había dado cuenta de cuándo se lo había quitado ni de dónde lo había metido, habría sido al salir de la discoteca, o habría efectuado un cambiazo rápido en el guardarropa, del que no me había percatado. Volví la cabeza para ver si estaba extendido sobre la repisa de atrás, más allá de los asientos traseros. Pero no lo vi, luego dónde estaba, la maldita espada—. Y esa espada —le dije.

Tupra —ya no sería Reresby, aunque la noche no hubiera acabado– sacó un cigarrillo, lo alumbró con el encendedor del coche, se le iluminaron un momento las mejillas lisas y acervezadas, era como si estuviera recién afeitado. Esta vez no me ofreció uno de sus preciosos egipcios. Yo saqué uno de mis peloponesios para subrayarlo, no lo encendí al instante.

–Qué. Está en el maletero.

–Quiero decir a qué venía esa espada. Cómo es que la llevas. Ha sido una brutalidad, es una salvajada, he creído que le ibas a cortar de verdad la cabeza, casi me muero yo, estás loco, qué es esto, dónde estamos, eres un animal, y qué falta hacía...

Por fin me había salido en borbotón, me había lanzado, a pesar de que su respuesta ('Qué. Está en el maletero') había sido dicha en el mismo tono concluyente o conclusivo en que una vez me había contestado en su despacho ('Sí, lo he visto') al preguntarle yo si se había enterado del golpe de Estado contra Chávez en Venezuela (y había añadido: '¿Algo más, Jack?'). El mío no era aún de furia, pero si hubiera seguido con la retahíla inconexa ese tono habría ido en aumento, uno se calienta o se moja a sí mismo, las más de las veces lo hace uno con la mente solo, sobre todo si se produce una pausa, una condensación, una espera obligada entre los hechos y el estallido. Tupra no pareció sentirse afectado, no todavía —ni siquiera incomodado o levemente alterado—, por el arranque de mis exabruptos, y me cortó el torrente, iniciado apenas, con una frase serena y lateral de la que entendí sólo parte. No entender es lo que más frena, y querer entender urge más, y puede más que cualquier cosa.

–Eso lo aprendí de los Kray. – 'The Krays', dijo en inglés, con ese plural innecesario en español para los apellidos o las familias cuando se los nombra colectivamente (el plural ya lo indica el artículo, 'los Manoia'), y que cada vez más idiotas nacionales nuestros trasladan a nuestra lengua con mimético desconocimiento: acabarán diciendo 'los Lópeces' o 'los Santistébanes' o 'los Mercaderes'. Pero yo no comprendí la palabra entonces, ni me la representé con mayúscula ni sabía que era un apellido, y menos aún cómo se escribía ( ¿crase, craze, kreys, crays, crease, creys, o hasta krais? A la mayoría de los españoles nos cuesta distinguir los diferentes tipos de s). Por eso paré la cascada en seco, a la vez que él paró ante un semáforo.

–¿De los qué?

–Será de los quiénes —me contestó—. Los hermanos Kray, k, r, a, y. —Y lo deletreó en el acto, según la costumbre en su idioma—. No tienes por qué haber oído hablar de ellos, eran dos gemelos, Ronnie y Reggie, dos gangsterspioneros de los años cincuenta y sesenta, empezaron en el East End, gente salida de Bethnal Green o por ahí; les comieron el terreno a los italianos y a los malteses, prosperaron, se expandieron, hasta que acabaron en prisión a finales de los sesenta, uno murió ya entre rejas y el otro creo que aún cumple condena, debe de ser ya bastante viejo y seguramente no salga nunca. Fueron de los más violentos y temidos, coléricos, con escaso control de su crueldad, algo sádicos, y al principio de su carrera utilizaron espadas. Claro que ellos lo hicieron por necesidad, no tenían dinero para armas más caras, en sus primeros escarmientos e intimidaciones. Causaban terror, con sus sables, a sus víctimas las dejaban marcadas de oreja a oreja de un solo tajo, o a lo largo de la espalda entera y aun más abajo. Les hacían una segunda raja, vaya, y a una mujer se cuenta que le dejaron cuatro. Hay un libro o dos sobre ellos, y hubo una película, creía que tú ibas al cine. A lo mejor no se exhibió en España, demasiado local para otros países, pequeña historia de Londres. Pero esa sí la vi yo, y en una escena o dos se los veía con sus espadas, provocando el pánico. Recuerdo una, en unos billares. No estaba mal, bastante documentada, y los actores también eran gemelos. Cine biográfico, lo llaman. —Jamás había oído yo ese término. 'Biopic'sí, pero 'biographical cinema'nunca, y fue eso lo que él dijo.

Ya me había desactivado, momentáneamente al menos. Así solía proceder cuando hablaba, iba de una frase a otra y con cada una se iba más desviando de lo que había dado pie a la primera, del origen de la charla o de su disquisición, si era esto. El origen en esta ocasión era mi enfado, mi resentimiento porque me hubiera involucrado en sus bestialidades o me hubiera hecho contemplarlas, en las películas y en las novelas se mata a cualquiera por nada y allí nadie pestañea, ni el autor ni los personajes ni los espectadores ni los lectores, siempre parece tan fácil, y tan común, tan frecuente. Pero no lo es en la vida real, no es fácil ni común ni frecuente, no en la que llevamos la mayoría inmensa de las personas —pero inmensa—, y en ella causa un malestar y una turbación y un pesar descomunales, inimaginables para quien no se ha visto antes en una. (Sí, se queda uno temblando, como ya creo haber dicho, y se queda mucho rato. Y luego se queda abatido, y eso le dura aún más tiempo.) Por fortuna nosotros no habíamos matado a nadie en contra de lo previsible tras la aparición de aquella arma, eso creía (sería yo quien llamase un día a De la Garza, a espaldas de Tupra —más valía—, para cerciorarme de que seguía con vida el capullo, de que no la había palmado luego por alguna lesión interna). A la postre habían sido tan sólo unos golpes y unas sacudidas y una ahogadilla, esto es, algo menor, baladí en una película o en una de esas novelas miméticas de las americanas más lerdas, sobre psicópatas revientacuerpos o asesinos en serie analíticos, casi aritméticos, hay montones de ellas, también en la imitativa España. Y sin embargo esa nimiedad de las ficciones a mí me había dejado con sensación de fiebre y con náuseas y con pasajeros sudores, duraban poco pero no se iban del todo, y cada vez que se detenía el coche ante un semáforo en rojo y no entraba aire por la ventanilla, me volvían, y me empapaban entero en cuestión de segundos. Eso durante el trayecto. En efecto era breve, y más de noche, nos acercábamos ya a mi plaza.

Me había quedado callado tras sus explicaciones sobre los gemelos Kray, entre desconcertado, aún más malhumorado y curioso, y hube de retroceder mentalmente para recuperar si no el origen de aquello, sí al menos sus aledaños: la espada.

–¿Qué quieres decir con que lo aprendiste de ellos? ¿Te refieres a lo de la espada? ¿Y lo aprendiste de qué, de los libros, de la película, o es que los conociste?

Tupra habría nacido hacia 1950, un poco después o un poco antes. Podía haberlos tratado como aprendiz, como alevín, como acólito, con anterioridad a su encarcelamiento, hay ámbitos en los que se empieza muy joven, casi niño. En alguna otra ocasión había mencionado Bethnal Green, el barrio más tirado de Londres en la época victoriana, y su miseria había sido mucho más larga que el larguísimo reinado. Allí hubo durante décadas un manicomio, el Bethnal House Lunatic Asylum, y el distrito nombrado ‘Jago’ —como me llamaba a mí Tupra a veces, irónicamente—, en torno a Old Nichol Street, era notorio por su extremada pobreza y sus continuos crímenes. Si procedía de un sitio así —pero también había estudiado en Oxford, quizá gracias a sus dotes—, eso podía explicar que se desenvolviera tan bien en los bajos fondos como en las superficies más altas: lo segundo se aprende, y está al alcance de cualquier vivo; en cambio no hay enseñanza que valga para lo primero, más que sumergirse. Por edad era posible. Pero Tupra no me contestó directamente, la verdad es que no acostumbraba.

–La película debe de haberla en DVD o en vídeo. Pero era bastante sombría, y algo sórdida. Así que si huyes de eso como de la peste, será mejor que no la veas —dijo como si no hubiera oído mis preguntas o las encontrara superfluas; y además le noté un poco de burla, al tomarme al pie de la letra mi aversión por las sordideces—. En ella hacía un pequeño papel un actor que conozco bien, un viejo amigo, y una noche, cuando la rodaban, lo ayudé a ensayar su escena. Yo creo que luego fui a verla por eso, cogió mucho de mi estilo. Compartía calabozo con los gemelos, durante su servicio militar, aún muy jóvenes; los observaba, y les daba la lección resumida de lo que tendrían que hacer cuando salieran y se reincorporaran a la vida civil. Es la lección más condensada para conseguir algo. En realidad siempre, lo que sea. 'Sé cómo os llamáis, Kray', les decía. —Y esta vez Tupra pronunció el nombre a lo cockneyo a lo poco instruido, esto es, como si fuera la palabra 'Cry', 'Grito' o 'Llanto' según los casos. Como si representara él el papel, momentánea, vicariamente: le había asomado su vanidad ingenua de nuevo, blanda. Acabábamos de desembocar en mi recoleta Square, en mi plaza silenciosa y tranquila desde que la noche caía; había aparcado frente a los árboles y había apagado el motor al instante, pero no iba a dejarme bajar inmediatamente, todavía me estaba hablando. Y aún no se había manifestado la causa de su empeño en llevarme—. 'Y me digo a mí mismo, George, me digo' —prosiguió el monólogo, era como si lo tuviera memorizado desde aquella noche de ensayo con su amigo actor, haría años—, 'estos chicos son especiales, estos chicos son algo nuevo. Lo tenéis. Habéis dado con ello. Y yo puedo verlo.' —Esa u otras parecidas frases eran la divisa de nuestro trabajo, 'Yo puedo verlo, puedo ver tu rostro mañana'—. 'Y tenéis que aprender a usarlo. Mirad, hay gente ahí fuera, muchísima gente, a la que no le gusta que le hagan daño. Ni a ella, ni a sus propiedades. Y mirad, esa gente, a la que no le gusta ser dañada, pagan a personas, para que éstas no le hagan daño. Sabéis de lo que estoy hablando, ¿verdad? Claro que sí. Bien, cuando salgáis de aquí, muchachos, mantened los ojos bien abiertos, acechad a la gente a la que no le gusta que le hagan daño. Porque hasta a mí me hacéis cagarme de miedo, muchachos. Maravilloso.' – 'Cos you scare the shit out me, boys. Wonderful', así lo dijo en inglés Tupra, esto último, con su falsa dicción que acaso era la verdadera suya, allí dentro de su coche quieto tan raudo, a la luz lunar de las farolas, sentado a mi derecha, con las manos todavía sobre el volante inmóvil, apretándolo o estrangulándolo, ya no llevaba los guantes, los tenía en el abrigo junto con la espada, sucios y mojados y envueltos en papel toalla—. Esa es la cosa, Jack. El miedo —añadió, y esas siete palabras (o en su lengua fueron menos) aún sonaron como si pertenecieran al papel que imitaba, o que había usurpado, o que tal vez le habían robado, o que creía haber interpretado él de todas formas, por amigo interpuesto. Pero no sonaba como suestilo precisamente, no el habitual del Bertram Tupra que yo conocía, sino como la recreación de un actor shakespeariano, en todo caso sí sombrío, no sé si sórdido, más bien siniestro, agorero, no fue extraño que con mi sudor de ida y vuelta y mi sensación de fiebre me viniera un escalofrío.

El malestar se me iba pasando, con todo, desde que él había detenido el automóvil. Veía mis luces del apartamento encendidas, a menudo dejaba así algunas si es que no todas, parecería que estuviera en casa siempre, excepto cuando dormía o las apagaba a propósito a veces —al oír música—, para alguien que me espiase desde enfrente o desde la calle.

–Esas luces de ahí, ¿son las tuyas? —me preguntó Tupra al mirar hacia donde yo miraba, hubo de invadir mi espacio un momento y acercar su rostro a mi ventanilla abierta, le gustaba controlarlo todo, o lo que veía lo curioseaba con sus ojos siempre insaciables, azules o grises según qué los iluminara.

–Sí, no me agrada encontrarme la casa a oscuras, cuando regreso tarde.

–No será que te espera alguien arriba, ¿verdad? Y yo aquí entreteniéndote más rato.

–No, no me espera nadie, Bertram. Sabes que vivo solo.

–Podía ser una visita, alguien habitual, que tuviera llave. ¿Quizá una novia inglesa? ¿O sería siempre española?

–Nadie tiene mis llaves, Bertram, y esta noche era muy mala para citas tardías. Cuando salimos contigo, nunca sabemos a qué hora volvemos. Hoy no es demasiado tarde, pero sólo con que De la Garza hubiera luchado, o hubiera echado a correr, o hubiéramos tenido que pasar por comisaría por armar bronca en sitio público o por tu original posesión de armas, ya nos habríamos ido a las tantas, o a mañana por la mañana.

Tal vez mi leve pero recobrado tono de reproche lo llevó a acordarse, y entonces él me hizo el suyo, su reproche, para machacar y anular el mío o porque me lo tenía guardado, y para eso, para soltármelo, había querido acercarme a casa. Seguramente era esto último, él no solía pasar por alto los fallos, ni sus descontentos.

–No habría podido echar a correr. Tampoco habría luchado nunca, tú lo sabes —me puntualizó—. Pero ah, mira, ahora que me llamas Bertram, esto quería decirte. —Y se le endureció la cara, debía de haberlo fastidiado de veras—. Tres veces, tres veces si no han sido cuatro, me has llamado Tupra esta noche, delante de ese imbécil tuyo. ¿Cómo se te ha ocurrido, Jack? ¿No tienes cabeza? —Y hasta se atrevió a darme un golpecito en la frente con la parte más mullida, inferior, de su palma, como si fuera un profesor de gimnasia—. Si soy Reresby esta noche, Jack, esta noche no tengo otro nombre, eso estaba claro, a ningún efecto. Lo sabéis todos de sobra, que eso es inamovible en cualquier circunstancia, a menos que yo os avise de un cambio. ¿Cómo has podido tener ese descuido? Ese cretino ha oído mi nombre. Podían haberlo oído otros. Con él no pasará nada, no será grave, le dará lo mismo un nombre que otro, y lo último que deseará será acordarse de mí, de mi cara o de cómo me llamo. Querrá olvidar la pesadilla entera, ese no va a ser vengativo. Pero imagínate que se te hubiera escapado delante de Manoia, para quien soy siempre Reresby, desde que me conoce. Son años, Jack, ¿no lo entiendes? No puedes tirármelos a la basura en un instante, por perder los papeles y ponerte histérico y anticipar lo que voy o no a hacer, hasta que me veas hacerlo tú no puedes saberlo, y a veces tampoco aunque me veas, ¿entiendes? No lo habré hecho, de todas formas. Aparte de que no sea asunto tuyo, lo que yo haga. Pronto vas a viajar conmigo, Jack, me vas a acompañar fuera, y habrá más desplazamientos seguramente, si continúas con nosotros y seguimos colaborando. Me veas en lo que me veas, no vuelvas a meterte nunca. No quiero ni pensarlo: con Manoia habrían sido años de confianza muy lenta, jamás segura, siempre a prueba, tirados por la borda así, en un instante. ¿O cómo crees que reacciona alguien cuando oye llamar a un negociador o a un socio por otro nombre del que él conoce?


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