Текст книги "Baile Y Sueño"
Автор книги: Javier Marias
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Современная проза
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Me lo devolvió. Él, a diferencia de Wheeler, no había tenido la precaución de mirarlo al trasluz para comprobar si estaba limpio, cuando se lo había alcanzado. Yo sí lo hice, en cambio, cuando regresó a mi mano, no había pelos. Le traduje la última retahíla al agregado, pero omití lo de la espada; quiero decir que mencioné la cabeza y su siempre posible pérdida, tal vez sólo aplazada; pero no la espada. No se le puede pedir a alguien que lo traduzca todo sin ponerlo en cuestión ni juzgarlo ni repudiarlo, cualquier locura, cualquier imprecación o calumnia, cualquier obscenidad o salvajada. Aunque no sea uno mismo quien hable o diga, aunque sea un mero transmisor o reproductor de palabras y frases ajenas, lo cierto es que uno las hace bastante suyas al convertirlas en comprensibles y repetirlas, en mucha mayor medida de la imaginable en principio. Las oye, las entiende, a veces tiene opinión sobre ellas; les encuentra un equivalente inmediato, les da nueva forma y las suelta. Es como si las suscribiera. Nada de lo sucedido en aquel cuarto de baño me había gustado. Nada de lo que había hecho Tupra. Mi pasividad tampoco, o mi desconcierto, o era cobardía, o había sido prudencia, quizá había evitado calamidades mayores. Aún menos gracia me había hecho aquel improcedente plural de Reresby, 'sabemos dónde encontrarlo', me inquietó y molestó que me incluyera en eso, conociéndome poco y sin mi consentimiento. Lo que no se me podía pedir era que además fuese activo y amenazara con el arma que da más miedo, un miedo atávico, la que más ha matado a lo largo de casi todos los siglos, de cerca y viéndosele la cara al muerto. Y a la que yo había temido tanto mientras estuvo desenvainada y en alto.
Terminé, y añadí por mi cuenta en mi lengua:
–De la Garza, será mejor que hagas todo lo que él dice, ¿te ha quedado claro? De verdad. He creído que no salías vivo. Yo tampoco lo conozco a él tanto. Espero que puedas recuperarte. Suerte.
De la Garza asintió, apenas un movimiento de la barbilla, los ojos desviados y turbios, no quería ni mirarnos. Además de dolorido, seguía muerto de miedo, yo creo, no se le iría hasta que desapareciéramos de su vista, y aun así le quedaría para siempre un resto. Obedecería seguro, no se atrevería ni a indagar, a buscarme, a llamarme. Tal vez ni siquiera a telefonear a Wheeler para lamentarse, su mentor teórico en Inglaterra. Ni a su padre en España, el viejo amigo de Peter. Se llamaba Don Pablo y era mucho mejor que el hijo, me acordaba.
Tupra descolgó su abrigo claro tan respetable y tan rígido y se lo echó sobre los hombros, ya no había diferencia entre el que salía y el que había entrado. Cogió los guantes mojados y se los metió en un bolsillo de aquella prenda, después de escurrirlos y envolverlos en sendas tiras de papel toalla. Desatrancó la puerta y me la sostuvo abierta.
–Vamos, Jack —dijo.
No le dedicó una mirada al caído. Era eso, un caído, ya no era asunto suyo, él había hecho su trabajo. Esa impresión me dio, de que así lo veía, probablemente sin animadversión ni lástima. Así debía de ver él todas las cosas: se hacían cuando tocaba, uno se ocupaba, les ponía remedio, las desactivaba, les prendía fuego o las equilibraba ( 'Don 't linger or delay’); después se olvidaban, eran pasado y siempre había algo más esperando, ya lo había dicho, todavía tenía asuntos que despachar allí fuera y necesitaba treinta o cuarenta minutos, con tanta interrupción no habría cerrado los tratos o los sobornos, los chantajes o los pactos con el señor Manoia. O no lo habría convencido ni persuadido, o no le habría dado ocasión suficiente para que fuera Manoia quien lo persuadiese o convenciese a él, de lo que fuese. Tampoco le dio un puntapié de despedida o rúbrica, al pasar junto a su bulto, a De la Garza. Tupra era Sir Punishmentsin lugar a dudas, pero quizá no Sir Cruelty. O acaso era que nunca, nunca, golpeaba directamente, con ninguna parte de su cuerpo. Sólo el faldón del abrigo, en su vuelo como de capote torero, rozó la cara al salir del caído.
Antes de franquear la segunda puerta, la que ya daba acceso a la discoteca, todavía me vino a la memoria un verso de 'The Streets of Laredo', con su melodía insistente que no abandonaba. Ese verso me resultó inoportuno, porque no podía asegurar que no lo suscribiese un poco en aquel instante, como lo que uno traduce o repite en un juramento, o que no fuese Tupra quien lo pudiera hacer suyo aquella noche, tras mi insatisfactorio comportamiento a sus ojos, de principio a fin: 'We all loved our comrade although he'd done wrong’, decía, o lo que es lo mismo: 'Todos queríamos a nuestro camarada aunque hubiera hecho mal'. Claro que también podía traducirse:'... aunque hubiera hecho daño', y quizá esa era la versión más justa.
Reresby conocía sus tiempos, fueron treinta y cinco minutos los que hubimos de pasar en la mesa antes de marcharnos de la discoteca los cuatro, el señor y la señora Manoia, él y yo. Al matrimonio lo habíamos dejado solo mucho menos rato, toda la operación del lavabo no habría durado ni diez, quiero decir la violenta intervención de Tupra, y hasta entonces él había estado solícito acompañando a Flavia, al cuarto de baño de las mujeres primero y de regreso a la mesa luego: no se había desentendido de ella ni por lo tanto de él, no podían tener mucha queja por nuestra ausencia. Manoia, así, no me pareció especialmente impacientado ni malhumorado, o bien lo habría enfurecido tanto lo sfregioen el rostro de su mujer que después de eso no le había cabido sino un descenso en la fiebre, aplacarse por comparación, mientras nosotros le aplicábamos el castigo al capullo (ahora me incluí yo en el plural), quizá en su nombre y quizá por su orden.
Tupra, en todo caso, ya no devolvió al guardarropa su abrigo, tomó asiento con él echado como una capa, dejándolo caer recto a su espalda, obligado por la rigidez del arma, parecía acostumbrado (debió de ensuciársele el borde, que tocaba el suelo). Me pregunté si Manoia tendría idea de lo que mi jefe llevaba oculto, quizá no le habría hecho gracia. Tampoco era descartable que la espada no la hubiera traído desde el principio consigo, que no lo acompañara siempre, que se la hubieran proporcionado en el guardarropa junto con la prenda, al pedirla; que a una señal suya se la hubieran metido en el largo bolsillo-funda, que la tuviera en depósito en aquel local, por así decir, y se la pasaran cuando le hiciera falta. Seguramente era un cliente asiduo, privilegiado, y debía de serlo de todos los sitios a los que íbamos, así se lo trataba al menos, como a alguien muy conocido, adulado, respetado y hasta un poco temido, se llamara Reresby en unos, Ure en otros o Dundas en los restantes. Pero no en todos ellos le guardarían o entregarían armas. Armas largas blancas.
Durante aquellos treinta y cinco minutos se enfrascó en la conversación con Manoia, después de hacerle, al llegar, un gesto que me atreví a entender como 'Ya está listo' o 'Puede darse por resarcido' o 'Se acabó ya el incordio, siento que lo haya habido'. Les oí repetir algunos nombres de antes, sueltos: Pollari, Letta, Saltamerenda, Valls, 'the Sismi', ignoraba qué era esto. A mí no me miró siquiera Manoia, se habría formado una opinión pésima y preferiría evitar todo contacto, hasta el visual, conmigo. Me tocó volver a distraer a Flavia, como si nada hubiera ocurrido; pero ella estaba mohína, con pocas ganas de hablar, casi deprimida, echaba vistazos imprecisos a su alrededor, con tedio, sólo para pasar el rato, seguía el ritmo de la música con un pie, perezosa y discretamente, se había maquillado bien la mejilla pero aun así se la veía arrasada y se le notaba la marca, se había despeinado en el baile y en su caso no sería bastante un peine propio o ajeno para recomponer como era debido los muy probables postizos dispuestos complejamente. Le habían caído unos años encima, incluso podía haber soltado algunas lágrimas artificiales, pueriles, eso acentúa al instante la edad de quienes la tergiversan o esconden (las lágrimas que son fingidas, no en cambio las verdaderas). Sólo al cabo de un rato, cuando su marido le cuchicheaba a Tupra largamente al oído, me preguntó en italiano:
–¿Su amigo? —De repente había vuelto al usted, un indicio más de su desánimo.
Le miré de reojo los pezones pungentes o brutali capezzoli, a quién se le ocurría armarse de pioletssemejantes. Habían tenido la culpa indirecta de casi todo, por supuesto de mi negligencia.
–Se ha marchado —le contesté—. Se aburría. Y se le hacía tarde, él madruga siempre. —Me temo que lo segundo lo dije a mala idea, en aquellos momentos estaba muy descontento y no aguantaba a la señora.
Busqué entonces con la vista al grupo de españoles alborotadores con el que De la Garza había venido; no los oía, luego fue lógico que tampoco los viera, su mesa estaba vacía. Ellos sí que se habrían marchado o desperdigado, sin esperarlo a él ni ir en su busca, lo habrían dado por ya copulante o casi, no había que preocuparse de ellos, de que fueran a rescatar a su amigo y le impidieran cumplir las órdenes terminantes de Reresby y sus plazos.
Fueron los suficientes minutos de tiempo contemplativo o muerto para que yo acabara de encabronarme, retrospectivamente. ¿Cómo había sido posible?, me preguntaba, y a cada segundo me parecía más un sueño estúpido y desazonante, de los que no se marchan y sí se entretienen y esperan. ¿Por qué Tupra no se había contentado con darle esquinazo a De la Garza, con habernos largado sin más los cuatro, cuidando de que él no se nos pegara? ¿Qué importancia tenía continuar allí la charla, en el lugar pijo ruidoso, en vez de en cualquier otro sitio, sin tropiezos ni intromisiones? La ciudad estaba llena de ellos, a aquella misma zona de Knightsbridge no le faltaban, y en todos Tupra estaría en casa; no veía la necesidad de la tunda, y aún menos de la espada. ¿Y por qué no le había sujetado yo el brazo? (Cuando creí que iba a abatirla sobre la palpitante carne.) La respuesta a esto último me acudió en seguida, y además era muy sencilla: porque me podía haber cortado a mí el cuello, o haberme rajado en vertical un hombro hasta alcanzarme un pulmón. De un solo mandoble. ( 'And in short, I was afraid.''Y en resumen, tuve miedo.') Y a tenor de esta respuesta y de lo que había visto, me interrogué sobre Tupra como si fuera Tupra quien me interrogara en una de nuestras sesiones de interpretación de vidas en el edificio sin nombre, y él bien podía haberme hecho preguntas como estas —casi imposibles de contestar en principio, hasta que se lanzaba uno—, al día siguiente de cualquier reunión o salida, de cualquier encuentro o vigilancia, sobre cualquier persona con la que hubiéramos hablado, o aun tan sólo estado, o a la que sólo hubiéramos observado y oído:
'¿Tú crees que ese hombre puede matar, o que es un fanfarrón nada más, de los que amaga y no se atreve a dar? ¿Por qué crees que detuvo la espada?'
Y yo podía haber contestado:
'Quizá hay que preguntarse por qué la sacó, antes que nada. Era aparatosa e innecesaria, y al final no la utilizó siquiera, sólo para cortarle la redecilla y darle un susto de muerte a la víctima, y al testigo también, desde luego. Cabría dudar de si la esgrimió sobre todo para que yo la viera y me alarmara y me impresionara, como así ocurrió. No lo sé. Para que yo creyera que él era capaz de matar efectivamente, sin pensárselo dos veces, de la manera más bestia y por casi nada. Pero quizá también la detuvo luego para que yo creyera lo contrario, que no era capaz pese a tenerlo todo a favor para hacerlo, cómo decir, pese a estar ya en marcha. O tal vez quiso probarme, ver mi reacción ante algo así, comprobar si lo secundaría, o si me lavaría las manos, o si me enfrentaría a él ante la salvajada. Bueno, esto último ya lo sabe. Sabe que no, si no llevo arma. Lo cual no es demasiado saber: más útil le habría sido enterarse, teniendo yo una entre las manos'.
'Y entonces, ¿qué es lo que crees, definitivamente? No me has contestado, Jack, y si te pregunto es porque me interesa que me contestes; que te equivoques o aciertes da lo mismo, porque las más de las veces nunca vamos a averiguarlo. ¿Crees que puede matar, ese Reresby, o que jamás iría de veras? No pienses sólo en esta oportunidad, piensa en el hombre en conjunto.'
'Sí, ya lo creo que puede', habría dicho. 'Todo el mundo puede, pero unos más y la mayoría menos, y en esta cuestión eso es menos infinitamente: infinitamente menos.' Y habría añadido, para mis adentros: 'Puede Comendador, lo sé desde siempre, puede Wheeler y puedo yo, lo sé desde mucho más tarde; no puede Luisa, y Pérez Nuix lo ignoro, se me escapa, y sí pueden Manoia y Rendel, no Mulryan ni De la Garza ni Flavia, o quizá sí el segundo, sin querer, por pánico y por la espalda; tampoco podrían Beryl ni Lord Rymer la Frasca —a éste no lo altera embriagarse, si acaso lo alteraría estar sobrio y eso no se recuerda—, y en cambio sí la señora Berry, al igual que Dick Dearlove pero por horrores distintos de los de éste, no sé cuáles, no por el horror narrativo ni por el biográfico, que se ciernen sobre los divos. No pueden mi padre ni mi hermana ni mis hermanos, ni habría podido mi madre, tampoco Cromer-Blake ni Toby Rylands, o Toby sólo en la batalla y ahí lo hizo, seguramente. No Alan Marriott con su perro trípode y sí Clare Bayes, mi antigua y pegajosa amante de Oxford. No podrá mi hijo y tal vez sí la niña, dentro de lo que cabe prever, que aún es muy poco. Sin duda puede Incompara, aunque yo haya venido a sostener lo contrario'. Y todavía habría pensado: 'Si bien lo miro, lo sé de casi todas las personas que he conocido, o me acerco a ello, y también creo saber quiénes vendrían a matarme a mí, a darme el paseo, como fueron por Emilio Marés y por tantos otros: si pudieran, si estallara otra Guerra Civil en España, si encontraran la confusión y el pretexto, y el disfraz para su crimen. Mejor estar en Inglaterra'. Y luego habría seguido interpretando a Reresby: 'El lo habrá hecho, probablemente. Alguna vez con sus manos y muchas más con sus intrigas, con subrepción, con difamaciones, veneno, con sobreentendidos y lacónicas órdenes o condenatorios silencios. Seguro que ha esparcido brotes de cólera, y de malaria, y peste, y luego se ha hecho el sorprendido o el resabido, según los casos y su conveniencia, según haya querido dejarse o quitarse la máscara. Quitársela para infundir miedo, dejársela para infundir confianza. Ambas cosas traen beneficios grandes, no fallan'.
'Con él hay que llevar mucho cuidado, entonces', habría dicho Tupra de Reresby. 'Él sí encierra peligro, y por supuesto hay que temerlo.'
Esa era casi la conclusión del vago informe que sobre mí había leído en el viejo fichero del edificio sin nombre, quién sabía por quién redactado, por alguien que había aludido a personas concretas, sin que yo supiera cuáles (o bien era a arquetipos), y con un destinatario: 'Puede que no le importe gran cosa lo que le suceda a nadie...', rezaba aquel texto en inglés que se me había dedicado. 'Las cosas ocurren y él toma nota, sin sentirse atañido las más de las veces, menos aún involucrado. Quizá por eso percibe tantas. Tantas no se le escapan, que casi da miedo imaginar lo que sabe, cuánto ve y cuánto sabe. De mí, de ti, de ella. Sabe más de nosotros que nosotros mismos...' Y más adelante añadía: 'No hace uso de su saber, es muy raro. Pero lo tiene, y si un día sí hiciera uso, habría que temerlo entonces. Yo creo que no perdona'. Y terminaba, insistiendo un poco en este punto: 'Sabe que no se comprende y que no va a hacerlo. Y así, no se dedica a intentarlo. Creo que no encierra peligro. Pero sí que hay que temerlo'.
Podía ser verdad lo primero, que rara vez me desviviera por lo que pasaba a mi alrededor (acaso por eso no le había sujetado el brazo a Reresby, con la lansquenete en alto). Lo segundo era exagerado desde mi punto de vista: por mucho que yo creyera saber no sabía tanto, la diferencia es siempre enorme entre esas dos cosas que se confunden continuamente, creer saber y saber de cierto. Y quién era 'yo', quién era 'tú', quién era 'ella' en aquel informe. ¿'Yo' era Tupra? ¿'Tú' era Pérez Nuix, o ella era 'ella'? De pronto se me ocurrió que 'yo', el que allí escribía, el que cavilaba, el que me había observado, tenía que conocerme de más tiempo y con profundidad mayor que mis compañeros (aunque esa ocurrencia supuso un momentáneo olvido de a qué se dedicaban ellos, o nos dedicábamos, con gran arbitrariedad y audacia). ¿Era Wheeler, era la señora Berry, era el propio Toby Rylands, que lo había redactado o dictado y dejado listo hacía años, solamente por si acaso, cuando yo vivía aún en Oxford y ni siquiera estaba casado y no era previsible que regresara a Inglaterra una vez cumplido mi contrato universitario? ¿Tanto inútil acumulaban? ¿Podía haberse adelantado tanto? Y entonces, ¿'tú' era su hermano, era Wheeler, al que apenas había tratado durante mi estancia? ¿Y quién podía ser 'ella' sino Clare Bayes, que fue mi única 'ella' de aquellos tiempos? 'Sabe más de nosotros que nosotros mismos.' Quizá esa era una manera de referirse a la Congregación, así se llama a sí mismo el conjunto de los donso profesores de la Universidad, siguiendo la fuerte tradición clerical del lugar, y los dos hermanos eran miembros. Peter me había dicho que era Toby quien primero le había hablado de mí y de mi don supuesto: 'De hecho, tú y yo llegamos a conocernos por eso, él despertó mi curiosidad. Que tú podías ser como nosotros acaso...'. Ahí también había otro 'nosotros', y éste no era oxoniense, sino que aludía a lo que ambos eran o habían sido, intérpretes de personas o traductores de vidas. 'Eso me lo había adelantado, y me lo confirmó después en alguna ocasión en que surgió hablar del viejo grupo.' Esas habían sido sus palabras mientras yo desayunaba, y luego había sido aún más explícito: 'Toby me dijo que siempre admiraba el don especial que tenías para captar los rasgos característicos y aun esenciales de tus amigos y conocidos, a menudo inadvertidos, ignorados por ellos mismos...'.
Luego todo podía ser, todo podía, hasta que aquella fuera la voz de Rylands desde la ultratumba, informando sobre mí a Wheeler o al mismísimo Tupra, antiguo discípulo suyo de lo que fuera, al fin y al cabo, eso no debía olvidarlo. (Uno nunca sabe hasta qué punto y de qué modo es observado por quienes lo rodean, por los más próximos y los más leales, que aparentaron renunciar a la objetividad hace mucho y darlo a uno por descontado, o por consabido, o por inviolable, o por innegociable, o concedernos toda la gracia; no sabemos los juicios que en silencio se siguen haciendo y que por fuerza serán cambiantes, nuestras mujeres y nuestros maridos, nuestros padres y nuestros hijos, nuestros mejores amigos: a ellos los consideramos seguros y a salvo durante tiempo indefinido, como si fueran a permanecer así siempre, cuando no cabe duda de que sus rostros varían y para ellos los nuestros, de que podemos quererlos y acabar odiándolos, de que pueden estar incondicionalmente de nuestra parte hasta que un día nos ponen la proa y empiezan a buscar sólo arruinarnos, perdernos, hundirnos y que suframos. Y aun expulsarnos de la tierra y del tiempo, es decir, aniquilarnos.)
En cuanto a lo tercero, que yo no encerrara peligro pero sí debiera ser temido, y que además no perdonara (aunque eso se expresaba sólo como creencia), me parecía aún más exagerado. Claro que no estoy seguro de que nadie sepa si ha de ser o no temido, a menos que lo procure a conciencia, que se lo trabaje, para dominar voluntades y marcar pautas o llevar voces cantantes, como parte de un plan o una estrategia, o como una forma bastante extendida de andar por el mundo, si bien lo pienso. De no ser así, cómo explicarlo, uno no se percibe como temible porque nunca se teme a sí mismo. Y entre los que se afanan por ello, por ser temibles y temidos, lo consiguen de verdad sólo unos cuantos. Tupra y Wheeler, cada uno a su modo, eran dos buenos ejemplos del logro; y si entre ambos había nexos, y si los había a su vez entre cada uno y el maestro o amigo o el hermano muerto; si entre los tres había semejanzas y vínculos de carácter, o no eran de eso, sino de capacidad, la de aquel don compartido del que yo participaba asimismo según su sagaz criterio, entonces no era imposible que también yo, sólo que sin proponérmelo, debiera ser en efecto temido, y aquel escrito estuviera en lo cierto. Con Tupra no había sido sincero ya en una oportunidad, en la interpretación de Incompara: había accedido a la petición de Pérez Nuix, y así había callado u omitido o mentido. Y tal vez sólo eso me convertía ya en temible, o lo que es lo mismo, en no fiable, o lo que se le asemeja mucho, en traicionero. (Pedir, pedir, es la maldición más frecuente después de contar; ojalá no nos pidieran nunca, y sólo se nos dieran órdenes.)
'Ya lo creo', habría vuelto a contestarle a Tupra, acerca de Reresby. 'Aunque no intimide al principio ni inste a ponerse en guardia, sino que más bien invite a apartar el escudo y quitarse el yelmo para mejor dejarse captar por él, por su cálida y envolvente atención, por ese ojo suyo que sondea el pasado y acaba por enaltecer al mirado; aunque de entrada resulte cordial, risueño, abiertamente simpático para ser insular, con una vanidad blanda e ingenua que no sólo no molesta, sino que hace que se lo mire con ligera ironía y con instintivo y también leve afecto, aun así encierra un infinito peligro y hay que temerlo infinitamente, ya lo creo. Seguramente es hombre que tolera muy mal que no se haga lo que él juzga justo, preciso, conveniente o bueno. Sobre todo, pudiéndose hacer.'
Y Tupra me habría hecho entonces la pregunta más difícil de responder:
'¿Crees que habría podido matarte a ti, Jack, ahí en el cuarto de baño de los lisiados, si le hubieras sujetado el brazo, si hubieras intentado impedirle que decapitara al fantoche? Tú creíste que lo iba a matar y te parecía mal, muy mal. Aunque detestaras al individuo te causaba espanto. ¿Por qué no lo frenaste? ¿Fue porque pensaste que en vez de a uno era capaz de matar a dos y que saldríais todos perdiendo aún más? ¿Dos muertos en lugar de uno, y uno de ellos tú? Quiero decir, ¿lo crees capaz de matarte a ti, no un amigo pero sí alguien a su cargo, un empleado, un contratado, un compañero, un colega, un asociado de su mismo bando? Dime qué piensas, dímelo ya, di lo que sea. Ten el valor para ver. Ten la irresponsabilidad de ver. Sobre algo así uno cree saber'.
Y yo habría vuelto a la tentación habitual del principio, de las primeras sesiones en que me interrogaban acerca de gentes famosas o desconocidas escrutadas en vídeo o en carne y hueso desde el falso vagón de tren o frente a frente, y a menudo me preguntaban cosas demasiado específicas sobre aspectos de las personas que suelen ser impenetrables a primera vista e incluso también a la última, aun de las más allegadas, uno puede pasarse la vida al lado de alguien y verlo morir en sus brazos, y a la hora de su muerte ignorar todavía de qué es capaz y de qué no, y no estar seguro siquiera de sus verdaderos anhelos, ni enterado de si los cumplió con razonable contento o bien rabió durante la existencia entera, y esto último es lo más frecuente a no ser que carezca uno de ellos, lo cual rara vez se da, siempre se cuela uno modesto. (Sí, uno puede estar convencido, pero no saber de cierto.)
Así que habría querido contestar 'No lo sé', las tres palabras que nunca interesaban ni casi eran aceptables en el edificio sin nombre, en el nuevo grupo heredero y degradado del viejo, eso lo fui comprobando cada vez más, que no caían en gracia sino en el desdén y el vacío. No sólo para Tupra no eran aceptables: tampoco lo resultaban para Pérez Nuix, Mulryan y Rendel, ni probablemente para Branshaw y Jane Treves, que aunque fueran colaboradores tan sólo esporádicos no debían de admitírselas ni a sus soplones y confidentes de más bajo rango. El 'Quizá' estaba consentido —qué remedio—, pero causaba mala impresión, era escasamente apreciado y a la postre se pasaba por encima de él como si uno no hubiera aportado ni avanzado nada, producía el mismo efecto de un voto en blanco o una abstención, cómo decir: la actitud con que se recibía no tenía casi nunca un correlato verbal, pero equivalía a mascullar: 'Vaya, hombre, qué útil. Pasemos, pues, a otra cosa'; y a veces se fruncía el ceño o se torcía con fastidio el gesto. A aquellas alturas de mi atrevimiento inducido y de mi trabajada o desarrollada penetración, habría sido inverosímil que hubiera respondido así a la pregunta final sobre Reresby en su inacabable noche: 'Quizá. Es improbable. No es descartable. Quién sabe. No lo sé'. Así que me habría tocado arriesgar y, tras meditarlo un instante, por fin habría emitido mi dictamen o apuesta más sinceros, es decir, más creídos por mí de verdad o, como le gusta repetir a la gente, de corazón:
'Creo que no le habría sido fácil, que le habría costado hacerlo, que habría procurado ahorrárnoslo, esto es, que me habría dado una oportunidad o dos antes de descargar el golpe, la oportunidad de desistir. Tal vez una herida, un corte, un aviso o dos. Pero sí, también creo que habría podido matarme si hubiera visto que yo me empeñaba y que iba en serio, o que cabía que consiguiera frustrarle la ejecución ya decidida. Por pesado, por insistente, habría podido matarme a mí también. Lo único es que, por lo que se ha visto, no tenía aún decidida esa ejecución'.
'¿Quieres decir que lo habrías descompuesto, que le habrías hecho perder el control, que se le habría ido la mano tan gravemente en un arrebato de impaciencia, soberbia, ira?', acaso habría querido Tupra averiguar, ofendido acaso por tal posibilidad.
'No, no es eso', habría reconocido yo. 'Habría sido por lo que he dicho antes, porque tolera muy mal que no se haga lo que según él es debido, pudiéndose hacer. Lo que él ya ha resuelto con causa, con sus propias o asumidas causas, que a veces le surgen tras larga reflexión o maquinación y otras veces muy rápidamente, un fulgor, como si sus ojos abarcadores en seguida miraran a la altura adecuada, y supieran de un solo vistazo lo que ha de venir. De uno solo, enfocando con nitidez, sin vuelta atrás. No sé cómo explicarlo: podría haberme matado por disciplina, eso de lo que ha prescindido el mundo; por determinación, por afán práctico, por un plan; por la costumbre de salvar obstáculos y haberme convertido yo en uno imprevisto, gratuito, superfluo, no trazado: desde su punto de vista sin razón de ser.' Pero luego habría sido incapaz de no expresar una duda postrera, porque era una duda real, y habría añadido: 'O quizá no, quizá no habría podido, pese a todo eso, por una sola razón: quizá yo le caiga demasiado bien, y todavía no se ha cansado de que sea así'.
Cuando nos levantamos y fuimos por los abrigos, los del matrimonio y el mío, Tupra quiso pasar de nuevo un momento por el lavabo de los inválidos. No me lo dijo, pero lo vi. Me hizo una indicación de que siguiera yo con Flavia hasta el guardarropa, me entregaron las fichas para que los fuera pidiendo, y vi cómo él y Manoia se desviaban hacia allí, atravesaban la primera puerta, supuse que la segunda también, pero de cierto ya no supe más. No tenía espíritu para alarmarme otra vez, sólo para irme enconando: lo que había sucedido ya era bastante, y que De la Garza no hubiera muerto —me di cuenta– apenas lo hacía mejor. Yo lo había visto así, con expresión de muerto, de quien se da por muerto y se sabe muerto. Tres o cuatro, cinco veces, podía haberle estallado el corazón. 'Lo mismo va Reresby y lo mata ahora', pensé sin creerlo, 'aún lleva la espada a la espalda. O acaso va a cerciorarse sólo de su obediencia. O tal vez quiera mostrarle su obra a Manoia, darse o darle la satisfacción. O puede que sea este último el que haya exigido contemplar la labor y darle o no la aprobación, el " Basta cosí" o el " Non mi basta". O a lo mejor ese siciliano, napolitano o calabrés no va a comprobar, sino a rematar él en persona, él mismo'. Tardaron muy poco, casi fue entrar y salir, aún teníamos los abrigos cruzados sobre el mostrador, la señora y yo, cuando ellos nos alcanzaron. Debía de haberse tratado de la cuarta o la tercera posibilidad, de rendir cuentas o de presumir; de la segunda no creía, Tupra sabría tan bien como yo que De la Garza no se habría movido una pulgada, de su sitio en el suelo. Nadie pagó nada en aquel local idiótico, o al menos yo no lo hice ni tampoco lo vi hacer. Reresby tendría crédito, o lo invitarían siempre, o sería socio con participación. O quién sabía si no se habría encargado De la Garza a nuestras espaldas, antes de su último e interrumpido baile, para conquistar a la señora también con un gesto. Pero eso no le pegaba, ni lo habría valido ella para aquel capullo.
Montamos los cuatro en el Aston Martin de las noches de coba o jactancia, ésta era de las primeras; un poquito estrechos, pero no íbamos a despedir a la pareja en un taxi, nosotros éramos los anfitriones, y además era un trayecto muy corto. Los acercamos hasta su hotel, el opulento Ritz nada menos, cerca de la librería Hatchard's de Piccadilly, que yo visitaba tanto siguiendo los pasos de los insignes pretéritos, Byron y Wellington, Wilde y Thackeray, y Shaw y Chesterton; y no lejos de Heywood Hill, a la que iba más cuando vivía en Oxford, ni de las tiendas de Davidovich y Fox en St James's Street, donde Tupra compraría probablemente sus Rameses II y yo me hacía a veces con mis no tan preciosos cigarrillos Karelias, del Peloponeso.
Al decirle adiós a Flavia tuve el presentimiento —o fue presciencia– de que, si aún estaba decepcionada o desconcertada por el incidente y la sustracción del galán, al cabo de un rato, ya a oscuras, callados el marido y ella en sus respectivas camas o en su cama doble, se acordaría sobre todo de lo que la había halagado durante la velada y se dormiría más tranquila y satisfecha de lo que se habría despertado aquella mañana; y de que por tanto aún podría amanecer a la siguiente pensando: 'Anoche todavía sí, pero, ¿y hoy?'. Así que al menos en aquel solo aspecto yo había cumplido con mi encomienda y le había brindado, indirecta y aparatosamente —la mejor manera: cuánto le habría gustado saberse causa de una violencia—, una prórroga más. Una más antes del día en que el primer pensamiento fuese: 'Anoche ya no, ¿y entonces hoy...?'. Le dio un beso a Tupra y otro a mí y se fue para dentro, sin reparar en el uniformado que le abrió y sostuvo la puerta y sin esperar a que su marido acabara de despedirse a su vez. Él no la regañaría por eso, y ella debía de estar deseando mirarse su sfregioen un espejo de aumento y con mejor luz, y empezar a convocar pronto en silencio los instantes más gratos de la noche larga, cuando todavía estaba de tan buen humor como para solicitarme con fingido reproche: 'Su, va, signor Deza, non sia cosí antipático. Mi dica qualcosa di carino, qualcosa di tenero. Una parolina e sarò contenta. Anzi, mi farà felice'.