Текст книги "Baile Y Sueño"
Автор книги: Javier Marias
Жанр:
Современная проза
сообщить о нарушении
Текущая страница: 5 (всего у книги 21 страниц)
Me irritó ya tantísimo con aquellas pequeñas frases —el término más pueril que canalla aunque él lo creyera esto último; la apuesta pedante de bibliófilo sobrevenido; el engreimiento infundado de su vulgaridad patriótica (aquel 'nosotros' significaba por fuerza 'los españoles')– que pese a haber decidido a la postre responderle en inglés turbio por lo que diré en seguida, y no moverme de Ure o Dundas con la entereza de un prisionero de guerra, no pude contenerme y me apañé para soltarle con grito rápido, ladeando un poco la cabeza, que no el torso cautivo:
–Tú no tienes una primera edición de Lorca ni robada, Garza Ladra. —Sin duda no pilló la alusión operística insultante, pero me daba lo mismo, ya sólo hacérsela me compensaba. No la recogió en todo caso hasta luego, y bien estólidamente; primero le brotó una vena redicha y pleiteadora.
–Te equivocas, tío listo —dijo, y alzó un dedo absurdo enjoyado: debía de ponerse el atuendo discotequero con todos los complementos cuando salía de farra en serio, o acaso era de aspirante a negro; pero lo que no se explicaba en tal contexto (y es lo que he dicho que en seguida diría, lo que me resolvió a hacerme el loco aunque al instante incumpliera el propósito) era la redecilla de luto goyesca que efectiva e imposiblemente De la Garza llevaba puesta para aplastarse mejor el pelo o por alguna razón cretinoide, mi visión confusa de segunda instancia resultó ser la acertada. Ahora en cambio no daba crédito, pese a ser mi visión hiriente de tan meridiana. Ni siquiera se correspondía aquel cestillo con una melenita o coleta que lo rellenara, su contenido era el vacío; ya que osaba coronarse con prenda tan extemporánea, elegida por un entendimiento malsano, podía haberse alquilado un postizo al menos, con el que conferirle sentido y peso y justificarla un poco, dentro de lo retorcido abominable. (Es un decir, sentido; también otro, justificarla; y otro más, entendimiento.) Pensé que lo mismo le había regalado o vendido algún Lorca primigenio el antiguo Director de la Biblioteca Nacional de España, amigo suyo según sabía y que al parecer había utilizado largamente su cargo —ahora aprovechaba otro más alto– para arrancarles irrisorios precios a los libreros anticuarios finos, aduciendo que adquiría el volumen costoso y raro de turno con destino a esa institución pública, por lo demás frecuentemente vedada a los ciudadanos (apelando en cada marchante, en suma, a su lado más patriótico que viene a ser el más primo), cuando lo cierto es que iban todos derechos, sin escala oficial alguna, a la colección particular de su casa, siempre en desproporcionado aumento.
No quise averiguar en el acto por qué era yo tío listo y me equivocaba. Noté que la señora Manoia empezaba a mosquearse. Era del todo anómalo que en mitad de un baile, su baile, un tipo ridículo y quizá ya algo beodo se uniera malamente a nuestros movimientos por detrás de su pareja y se dedicara a hostigar a ésta en la nuca, a voz en cuello; más descortés todavía, me di cuenta, que yo le contestara al irregular sujeto, aunque fuera una sola y desabrida frase, en vez de pararle los pies literalmente y ponerlo en fuga hasta su barra, o aun más allá si me empleaba. Con todo, dudé si el mosqueo era debido a mi desatención momentánea, a la intrusión pura y simple e insólita de De la Garza, o a no haber yo sugerido un alto inmediato que posibilitara el conocimiento formal de ambos. Me pareció que alguna curiosidad le inspiraba aquel Rafita noctámbulo con su ininteligible atavío, pero era difícil decirlo, podía ser perplejidad a secas: ella debía de estar viendo ante sí, mientras bailaba, dos semblantes yuxtapuestos, lo cual no la ayudaría a hincarse más acoplada en mi pecho ni a concentrarse y disfrutar de sus pasos; vi que además los ojos se le iban sin querer hacia arriba a mi espalda, se le distraían comprensiblemente por culpa del accesorio taurino o majo dieciochesco, sin duda no discernía con claridad qué era aquello ni su improbable significado, o hermético simbolismo. O tal vez había captado desde el primer instante que, por mucha red de la compra con que se adornara el cabello, y pendiente de adivinadora con que se lastrara la oreja, aquel segundo español era para ella segura fuente de halagos, a lo mejor inagotable. Me vino a mí la idea en todo caso, y en un rapto mental de irresponsabilidad y egoísmo, pensé que no nos vendría mal incorporar al agregado un breve rato, surtiría a la señora de admiraciones y cumplidos varios (aunque indescifrables) y hasta podría apechar (nunca mejor dicho) con las estacas o leños si insistía ella en más bailes. (Yo estaba siendo en mis alabanzas más parco de lo encomendado, me temía; no por excesiva prudencia ni porque me costara lisonjear a una mujer tan espiritosa y receptiva, en el fondo tan contentadiza aunque ningún contento llegara a durarle y necesitara de alimentación constante, sino porque las frases carineo tenereme aburren y empalagan muy pronto por su naturaleza monocorde, las lea en novela o las oiga en película, las pronuncie yoen la vida o en ella me las dediquen.) Fuera como fuese, bastó que Flavia Manoia dijera cuatro palabras para convencerme a mí mismo de que la escena era insostenible tal como transcurría, y de que tocaba proceder a las presentaciones sin más tardanza. Y acabé de cerciorarme de ello al observar de refilón que Manoia, a quien Tupra susurraba al oído largos argumentos o proposiciones, había lanzado a la pista un par de miradas interrogativas, si es que no inquisitoriales, desde que De la Garza nos acosaba, para él un desconocido completo con pinta de molestoso, y era fácil que se la encontrara asimismo de depravado.
– Mah—dijo primero Flavia, y eso es siempre de ambigüedad notable en el idioma italiano, puede indicar conformidad, contrariedad, leve interés, leve fastidio, desentendimiento, duda, o anuncia sólo un punto y aparte y que se pasa a otra cosa. Y añadió luego—: Chi sarebbe, lui? —Esto me fue suficiente para interrumpir el baile y descolgarme de la empalizada con mucha suavidad y tiento, pero aún me hizo otra pregunta antes de que yo enunciara los nombres—: E cosa vuol dire, titi? —No podía haber entendido apenas nada de lo soltado por aquel baldón de la Península (aunque en realidad hoy hay tantos que casi constituyen norma, y no baldón en consecuencia), pero quizá había intuido que ese término pegadizo iba por ella; que se le había aplicado, y en tono más bien fragoroso.
–Rafael de la Garza, de la Embajada española en Londres. La señora Flavia Manoia, una maravillosa amiga italiana. —Utilicé esta lengua para presentarlos, aproveché para insertar un elogio; luego añadí en castellano, es decir, sólo para Rafita y a fin de prevenirlo en salud, o de contenerlo (un empeño quizá iluso)—: Ahí está su marido, es aquel, un hombre muy influyente en el Vaticano. —Confiaba en impresionarlo—. En aquella mesa con el señor Reresby, te acordarás del señor Reresby, ¿no? En la cena de Sir Peter, ¿sí? —De lo que estaba seguro era de que no se acordaría de que el apellido de Tupra era Tupra, allí en casa de Wheeler.
–Ah, pero cómo es joven, este vuestro Embajador —contestó ella siempre en su lengua, mientras le apresaban la mano—. Y cómo es también moderno, muy audaz su estilo, ¿cierto? Eh, cómo se ve que el vuestro es un país renovado en todo. De verdad en todo. —Y aún insistió en lo de titi, se le había antojado saberlo—. Pero dime lo que significa 'titi', anda, dime.
De la Garza me habló al mismo tiempo (cada uno me voceó a un oído y cada uno en su lengua), sosteniendo demasiado rato la mano de la señora entre las dos suyas, esto es, secuestrándosela durante toda la serie de denuestos y obscenidades que la visión y rememoración de Reresby hicieron brotar de su boca nada más él divisarlo, y que no fui capaz de seguir enteramente, pero de la que capté estos cuantos vocablos, incompletas frases y conceptos: 'cabrón', 'caracolillos', 'tía larga', 'tía puta', 'enseñándome las bragas', 'se largaron', 'una morsa', 'le restregaba los flotadores', 'sofá pringoso', 'a ver si se las arrancaste tú', 'disimulo', 'zíngaro de mierda', 'tía víbora', 'no me jodas', y una interrogación por último, '¿te la desbragaste viva?'. Después de esta rápida sarta se refirió un momentito al presente:
–¿Quién has dicho antes que ladra? ¿La maciza esta? Joder qué bastiones. —Su vocabulario era a menudo escolar y anticuado, cuando aspiraba a ser más rudo. Había percibido, con todo, cierta dificultad de asalto. No se habría planteado, en cambio, la cuestión de su artificialidad evidente (obra del hombre), él no hacía distinciones ni se perdía en detalles nimios. Luego adoptó un tono untuoso, un instante, para dirigirse y adular a Flavia—: Es un grandísimo placer, señora, y mi admiración es aún más grande. —Esto sí fue comprendido, crys-tal-clearpara cualquier italiano.
En todo caso seguía igual de malhablado o incluso había ido a peor (las noches de disipación son propicias, y más las de caza ardua), aunque lo de desbragarse a una tía viva yo jamás lo había oído (raro ese reflexivo). Era llamativamente grosero como eufemismo, pero no dejaba de serlo sin duda —un eufemismo—, así que posiblemente había que agradecérselo, dentro de todo. Menos mal que nadie le entendería las expresiones brutales zafias, de los que venían conmigo.
Ya estaba medio arrepentido de mi flaqueza egoísta (tenía que habernos negado, a él o a mí o a ambos, 'tú no me has visto nunca, no sé quién eres, no me conoces, tú no has hablado conmigo ni te he dicho nada, para mí no tienes rostro ni voz ni aliento ni nombre, como yo para ti no tengo ni siquiera nuca o espalda') cuando Tupra me hizo una señal para que acudiera a su mesa, le estaba explicando tanta historia a Manoia que por fuerza iba a necesitarme de intérprete en cualquier momento, se veía venir eso, para que los sacara de algún atasco. Dudé si llevarme a la señora conmigo y por lo tanto a Rafita, quien no se nos despegaría ahora tan pronto, su propensión era adhesiva. Pero eso podría irritar mucho a Tupra, pensé, que le plantara al soez experto en bellas letras (que además él ya conocía) en medio de sus tratative(y encima con alhajas y una red de pesca colgándole); así que opté por dejar a Flavia al cuidado provisional de De la Garza —algo intranquilizante siempre—, lo vi muy dispuesto a ilustrarla con sus agudezas cultas, o a embrutecerla con bailes más primitivos que el mío y que no serían mal acogidos. Antes de ausentarme le susurré o grité a ella al oído, no fuera a guardarme agravio por una respuesta no dada:
–'Titi' significa 'beldad'.
–¿Ah sí? ¿Y cómo es eso? ¿De dónde viene? Tan extraño.
–Bueno, es un término popular, simpático, de Madrid, carcelario. —Esto último lo improvisé, no sé por qué; por adornarlo—. Él te considera una gran belleza, como todos cuantos, como cada uno. —Bueno, esto fue así en italiano, de lo más verbatim—. Eso es lo que te ha llamado.
–¿Pero el Embajador no habrá estado en la cárcel? —preguntó con sobresalto. No hubo en su voz tanto escándalo (no debía de faltarle costumbre de ver pasar por la trena a amigos y conocidos suyos) cuanto absurdas piedad y alarma por los antecedentes del mamarracho majo y su posible pasada desgracia (yo le habría aplicado mazmorra durante largas temporadas, con o sin causa). Sería por su juventud, supuse, el miramiento.
–No, no. Diría de no, no lo creo. El origen de la palabra es carcelario, pero las palabras salen, viajan, vuelan, se expanden; ellas son libres, ¿cierto?, no hay rejas ni muros que las contengan, eh. Tremenda su fuerza.
Temibile—apuntó De la Garza, que había pegado el oído y habría entendido inconexos vocablos sueltos de mi italiano españolizante (el suyo fue deducido, a buen seguro no lo hablaba; quiero decir su adjetivo único aportado). Era un as en eso, en terciar sin venir a cuento ni saber qué se trataba ni ser jamás invitado, y aun siendo repelido a veces, a las claras y de plano.
–No hace falta, quindi—proseguí—, ir a prisión para conocerlas, las que allí nacen o se inventan. Y él no es el Embajador, ves, por cierto; está sólo en el equipo de éste. Pero estoy convencido de que llegará a serlo con el tiempo. Y pienso que ascenderá aún más alto si persevera en su ser presente, el cual parece irrenunciable: lo harán Secretario de Estado, anziMinistro. —En español no hay equivalente exacto para estas dos, 'anzi' y 'quindi'.
–¿Ministro? ¿Y de qué cosa, Ministro?
– Beh. De la Cultura, lo más probable; es su materia, es un experto en todo. —Me salió eso espontáneamente: también 'beh' esambiguo en italiano, quizá no quise quedarme atrás en el manejo de las interjecciones vernáculas indefinibles. Y añadí separándome un poco de ella, con intención de facilitarle a De la Garza la escucha y de que esto me lo entendiera más o menos conexo—: Nadie como él conoce la literatura universal fantástica, incluida la medieval, y la paleocristiana. Sabe un huevo. —Esto último lo dije con literalidad inadmisible, citándolo a él en la cena de Wheeler. 'Un uovo', solté sin inhibirme nada, a sabiendas de que esa expresión no se emplea ni por tanto se comprende—. Y eso, además de meritorio y útil, es tremendamente chic, lo sabías?
–Temiblemente chic —acotó Rafita, sin haberse enterado de mucho pese a mi vocalización muy clara. Tenía un poco gorda la lengua, no demasiado, podría pasársele pronto si espaciaba las copas o la lascivia se la rescataba; esta vez no intentó siquiera el italiano adivinado. Miraba a la señora Manoia con fija y vidriosa lujuria, quiero decir que estaba a punto de quedarse tan sólo en estupefacción ante los menhires.
–¿De veras? Addirittura. —Esto tampoco tiene equivalente exacto en mi idioma.
–Ahora, si me dispensas, queridísima y admiradísima Flavia —al menos esparcía superlativos, más frecuentes en la lengua de ella—, te dejo unos minutos en la mejor y más chic compañía. Me reclaman, nuestros amigos.
Allí la dejé, pero a los pies de los caballos zainos y en la boca pseudonegra del lobo y ante el foso fosco de los cocodrilos, confiando en que su marido y Tupra no me retuvieran mucho, me sentía responsable de la noche de la señora, de su bienestar y contento, quería que sus diez pulseras continuaran tintineando. Mientras me dirigía hacia ellos, vi que De la Garza eludía de momento el baile y optaba por incorporarla a su mesa no muy lejos de la nuestra, a la de sus amistades ruidosas de mayoría española, y eso me tranquilizó en parte, quedaban a nuestra vista y él no podría requebrarla allí tanto como a solas en la danza (había en el grupo un par de mujeres, y muchas de mis compatriotas toleran mal la competencia, aunque sea imaginaria y no la haya ni en sombra porque casi ni pueda darse: serían ambas veinte años más jóvenes que mi señora Manoia, la cual se las habría zampado, empero, de habérselas tropezado sin esos dos decenios de diferencia a cuestas. 'Luisa no es así", me cruzó el pensamiento; 'no suele rivalizar con nadie, y si alguien viene a medírsele, entonces ella se aparta. Quizá por estar segura, o porque ser como es ya le basta. Quizá yo no soy distinto'). Me fijé en que el maromo fingidor melómano batía ahora palmas muy quedas junto a su propio oído, las manos ahuecadas y cautas, los ojos cerrados con fuerza, conciencia plena de su pose intensa y hasta un doliente tarareo en los labios (debía de ser el de un cante harto jodido por tremendamente jondo, se le ponía una expresión atormentada extática como de mártir voluntarioso), absorto en músicas que no se prestaban nada a tales simas de desgarro, acaso llevaba otra en su mente con increíbles concentración y constancia, o tal vez la escuchaba en efecto —sordo a las de la discoteca por tanto– mediante auriculares diminutos ocultos como los que usaría en sus correteos mi vecino bailarín de enfrente. Su cara quiso sonarme, muy campesina pese al barroco peinado de bucles que trataba de desvairía o aun de desmentirla, el pelo furiosamente teñido de color negro demente; me dio que era un escritor fundamental muy célebre, podía haber perorado en el Instituto Cervantes aquella tarde, traído ex profeso desde la Península por De la Garza, y yo me lo habría perdido, lección magistral o recitado de embrujo, qué gran fallo el mío. Me pareció un anormal completo, y él no se enteró desde luego de la llegada de Flavia a su mesa, enfrascado como estaba en las palmas de su quejío; los demás ni se levantaron cuando Rafita hizo las presentaciones, con la sola excepción de un hombre que quizá sí era británico, por su aspecto y por conservar ciertos modales, tardan allí un poco más en verlos todos prescindibles. El agregado, con ademán despótico, mandó a la compañía correrse para hacerles sitio a ellos, vi a los dos tomar asiento con bastantes apreturas (se rozarían las piernas, a la señora Manoia se le quedó la falda algo subida —algo de más, se entiende—, tal vez eso exaltase a su chichisbeo) antes de hacer yo lo mismo sin estrecheces en una silla a la izquierda de Reresby, él prefería tener a la gente a ese lado si era posible, oía mejor con ese oído o veía mejor con el ojo diestro, me figuraba.
En seguida me preguntó cómo se decían en italiano cuatro o cinco palabras que previsoramente había anotado en el posavasos y en las que se habría encallado el inglés de Manoia, pobre de vocabulario. Una de ellas fue 'vows’extrañamente, o 'to take the vows'más en concreto; otra fue 'toad stool', igual de rara en otra gama; una tercera fue 'nipples', que no ayudaba a inferir nada. Era normal que Manoia las desconociese, no tanto que Tupra no hubiera recurrido a alternativas o aproximaciones para hacérselas entender, incluso a señas en el último caso (quizá, pese al apellido, era demasiado inglés para eso). Por suerte yo las había leído u oído antes y pude buscarles equivalentes ( 'pronunciare i voti', ahí me orienté por el castellano; 'funghi, piuttosto quelli velenosi’, aquí la explicación me hizo falta; 'capezzoli', aventuré: la recordaba esdrújula pero no estaba seguro). También por suerte, mi curiosidad no se despertaba. Confié, sin embargo, en que los pezones, capezzolio nipplesno fueran en ningún caso los de la señora Manoia, cualquier referencia a ellos me habría resultado violenta (aunque hubiera sido sólo médica, o digamos patológica) tras haber sido ensartado como por dos saetas y aún resentir su punzadura en mi pecho. Me disponía a volver ya con ella, una vez cumplida mi tarea de diccionario andante; pero Tupra me detuvo con un gesto, me mostró el envés de la mano como advirtiéndome: 'Espera, que todavía podemos necesitarte'. Manoia aprovechó la pausa de estas consultas (no reaccionó más que a la tercera, y sobriamente: 'Ah, gabezzoli', repitió con su pronunciación no romana sino más sureña) para alzar su barbilla azulada y larga y mirar con las gafas bien puestas, sujetadas por el pulgar, hacia la mesa que había acogido a su mujer con tanto y tan español descuido.
–Quiénes son —me preguntó en su lengua, en tono desdeñoso y desconfiado, o era casi disgustado.
–Españoles; escritores, diplomáticos —contesté dándome cuenta de que no tenía ni idea e ignoraba todos sus nombres, en la punta de la lengua (pero sin salirme) el del célebre y fundamental autor palmero—. Ese joven es de mi Embajada, el señor Reresby también lo conoce. —Y me volví en inglés hacia Tupra, para más involucrarlo y hacerlo compartir responsabilidades, preventivamente—. Te acuerdas del joven De la Garza, ¿verdad? Estaba en aquella cena de Oxford, es hijo de Don Pablo de la Garza, que ayudó aquí bastante durante la Guerra y luego fue muchos años Embajador de España en países africanos. —Se me ocurrió absurdamente que esta información gentilicia los tranquilizaría—. Buen muchacho, muy atento. —Y esto último se lo repetí en italiano a Manoia, por ver si así me lo creía {'Un bravo ragazzo, molto premuroso'), mientras en español pensaba sin poder remediarlo: 'Un gran melón, un mameluco y un plasta'.
Pese a los reflejos de sus lentes, le vi un momento la huidiza mirada gracias a que la mantuvo quieta un poco más de lo habitual, sobre Rafita y su panda. Percibí en ella burla, causticidad, también algo de encono, como si hubiera reconocido en ellos a una clase de gente a la que se la tenía jurada desde muy antiguo. Sí, parecía un hombre capaz de sentir furia hasta con provocaciones menores, pero si saltaba con ella sería seguramente sin que nada lo anunciara, sin que apenas pudiera preverse, aún menos impedirse. Una cólera tibia; controlada por él, y dosificada; podría pararla, incluso una vez desencadenada; para los demás desconcertante. Eso era. Eso encerraba. Pero Tupra tenía razón sin duda, en que también podía sacarla.
–Y qué es lo que lleva en la cabeza, ¿una mantilla? —preguntó Manoia, ahora con abierto desprecio.– ¿Será que piensa ir a misa al alba?
–Bueno, ya sabe que hoy los jóvenes se adornan con cosas raras cuando salen de noche, les gusta ser originales, distinguirse. —En verdad era un sarcasmo que yo me viera obligado a justificar la majeza y defender la majadería—. Es una prenda arcaica, pero muy española; eso es, taurina; del Setecientos, creo, o quizá de antes. —Miré a Rafita con rencor. A distancia me recordó al autorretrato que hay en el Louvre de Luis Meléndez, aunque en degradado y vicioso; y lo que el pintor lleva en el pelo no es comparable: un pañuelo anudado si no me equivoco, a modo de corona de laurel o buscando ese efecto. Hablaba animadamente y a voces, pontificaba o contaba chistes (una de dos), la señora Manoia no debía de cazar ni media, pero él se dirigía también a los otros, sobre todo a una joven rubiácea con permanente cara de asco, esa expresión se da mucho entre las españolas de adinerado linaje, carentes de atractivo y desdibujadas por norma, entre nosotros suele hacer falta estómago para dar un braguetazo autóctono. Supuse que Rafita estaba destinado a eso; no tendría prisa, sin embargo: todavía era afanoso, inexperto, coleccionista, aún querría pasar por muchas camas temibles, ocupadas por femeninas e incontinentes sosias del inolvidable actor Robert Morley o por aparentes y disolutas gemelas de Peter Lorre, a las que habría deseado en la nocturna rendición borracha para asustarse de sí mismo y de ellas en la matinal saciedad resacosa—. Y en suma —añadí, ya harto de paños calientes—, es un buen chico, pero un poco mameluco. —Se me había quedado la palabra rondando; probé a ver si existía tal cual en italiano, con las lenguas hermanas todo es posible y nunca se sabe.
– Un po'?Eh. Mammalucco totale. Eh. Ques to si vede, eh—me corrigió Manoia y yo estuve de acuerdo, lo era total y cabal e integral. Aunque en realidad lo que salió de sus labios fue 'Mammaluggo dodale', no parecía capaz de enmendar sus abreviadas vocales confusas ni sus consonantes invariablemente sonoras, me pregunté si también hablaría así de arrastrado con los delicados miembros de la curia romana, se me había metido en la cabeza que aquel era un matrimonio de súbditos vaticanos, tendría que haber algunos que no fueran cardenales ni obispos ni capellanes, ni monaguillos ni sobrinos del Papa—. Y además, no es tan joven para estas imbecilidades —dijo, pasando ahora a su inglés mal masticado, por no dejar fuera a Reresby de nuestros comentarios—. Ese bufón ya habrá cumplido los treinta, ¿no, Reresby?
–Treinta y uno —respondió Tupra como si supiera el dato. Y añadió, para desvincularse o zafarse de lo que yo había insinuado—: Nunca he hablado con él, lo conozco sólo de vista, en aquella ocasión de Oxford. Se pone nervioso con las mujeres, de eso sí me he dado cuenta. —No estuve seguro de si me advertía a mí con esta observación, para que anduviera listo, o al señor marido para que rescatara sin más a Flavia y no la expusiera a posibles puerilidades tardías, mal se resuelven cuando la noche ya va en retirada.
Y a continuación Tupra volvió a reclamar la atención de Manoia. Acercó de nuevo sus labios carnosos al oído de éste y siguió explicándole, o convenciéndolo, o solicitándole, o instigándolo. Yo no me dediqué a escuchar, me quedé con un ojo de guardia sobre la mesa española, con el otro les echaba a ellos vistazos por si me requerían, me llegaban retazos de su conversación de tanto en tanto, cuando la música amainaba un poco o bien uno u otro elevaban la voz más de la cuenta, palabras sueltas y algún nombre propio. No me cabía duda de que Tupra le acabaría sacando a Manoia lo que fuera que de él quisiese, un compromiso, una ayuda, una alianza, un secreto, una compra, una venta, un privilegio, un plan, una delación, o cualquier trabajo limpio o sucio. Siempre lo vi como al ser más persuasivo del mundo y además lo experimenté en carne propia, y eso contribuye sobremanera al arraigo de nuestras convicciones. Pero más allá de mis impresiones parciales, era seguro que aquella vehemencia suya postergada, aquella halagadora y permanente alerta, la sensación de hombre acogedor y despierto que transmitía a sus interlocutores cuando ello le convenía, y de que ninguna palabra de éstos era jamás desoída ni desperdiciada ni por lo tanto gastada o pronunciada en vano; su extraña tensión en reserva, que nunca obstaculizaba el trato (con él se estaba muy cómodo, bien a gusto si se concedía) pero que asomaba siempre por debajo de sus vanidades leves y sus ironías taciturnas y suaves, más como promesa de intensidad y significancia que como amenaza alguna de conflictos o turbulencias; era seguro que toda esa efervescencia suya, guardada en una recámara en interminable espera, o subterránea o cautiva, conseguía contagiar hasta a los más reacios y suspicaces, y lograba que éstos, si no de su parte, sí se pusieran en su posición, o en su perspectiva, o quizá a su altura solamente, que no era otra que la del hombre. Esa es la adecuada y la que no se esquiva.
Así que allí estaba, murmurando en medio del estruendo, ganándose minuto a minuto la oreja de su invitado, él sí como un Yago o Iago argumentador y diáfano y cuya buena ley quedara a salvo hasta que el telón bajara y aun más tarde, en el eco de sus parlamentos al volver a casa (la buena ley y la mala fe pueden ir juntas y ser compatibles, la primera amparar los recursos y la segunda el propósito, o los medios y el fin, si se prefieren términos más políticos); era como si no necesitara mucho de subterfugios y ardides ni tan siquiera de engaños simples, de la instilación subrepticia de los venenos y gérmenes para desviar o conducir voluntades y arrancar juramentos, entregas, renuncias, casi incondicionalidades. Tupra no tendría que pensar, decirse, proponerse nunca las muy feas palabras del abanderado del Moro: 'Verteré esta pestilencia en su oído', porque él convencía con el convencimiento, y rara vez urdiría nada sobre bases falsas o embustes, o eso a mí me parecía: que sus razonamientos razonaban, y sus entusiasmos entusiasmaban, y sus disuasiones en verdad disuadían, y que nada más le hacía falta, o tan sólo su silencio a veces, que sin duda silenciaba a aquellos ante quienes lo guardara. Pero quizá sí tendría que pensar o decirse a menudo, en cambio, otras palabras inquietantes de Yago: 'Yo no soy lo que soy'. Para mí era difícil saber qué era, pese a mi don supuesto que con él compartía, o a mi maldición segura que acaso era sólo mía. Y tampoco resultaba fácil saber qué no era.
' The Sismi', ese fue uno de los nombres que en más de una ocasión salió de su boca o de la de Manoia, y cuando era éste el que lo decía, en aquel contexto de predominante lengua inglesa sonaba como 'the sea's me’, esto es, 'el mar soy yo', algo demasiado improbable hasta para nombre de barco y aun de purasangre (aunque me acordé de mí mismo en mi noche febril de lecturas en casa de Wheeler junto al río Cherwell, cuando pensé ya al acostarme: 'Yo soy el río'), por lo que supuse que se trataría más bien de unas siglas, las de alguna organización o institución u orden, o facción vaticana o fratría (como la 'ndrangheta o la Camorra, meridionales). También capté cinco apellidos o al menos esos retuve, por reiterados en aquel rato de charla y por mi excelente memoria para archivar cuantos mis ojos ven y mis oídos oyen: Pollari, Martini, Letta, Saltamerenda, Navarro, sobre todo los tres primeros. (Casi hacían juego con aquel falso italiano y semifalso británico, Incompara, del que la joven Pérez Nuix me había hablado la noche de su visita lluviosa y al que quería que protegiéramos o beneficiáramos, interesadamente y sin que se notara.) Me propuse buscarlos más tarde en un Who’s Who in Italyreciente, por combatir un poco la habitual inconstancia o desidia de mis curiosidades y por la risa que me provocaba el cuarto, aunque en esos catálogos aparecen sólo las personas de cierto mérito público, como Sir Peter Wheeler en el del Reino Unido, y no había motivo para imaginar que esos individuos fueran otra cosa que oscuros particulares, como Tupra o como yo mismo; pero quién sabía. (Acaso era más probable que figuraran en el viejo fichero del edificio sin nombre; y a lo mejor también Manoia, con su señora y todo.)
Yo estaba cada vez más preocupado, con De la Garza suelto a la caza verbal de Flavia (confiaba en que a la táctil o digital no se atreviese), o por Flavia sin escudo alguno contra los dardos que podía escupirle aquel gran bruto ordinario, a la vez que amanerado: de momento ella reía (buena o mala señal según el ojo que viese), yo procuraba no perderlos de vista más allá de unos segundos, cuándo debía atender y mirar por fuerza a mis compañeros de mesa. Tupra no se había equivocado al impedirme que los abandonara en seguida, porque en efecto se precisó mi concurso de nuevo, ahora a instancias de Manoia para que lo ayudara en inglés con algunas palabras o frases, recuerdo que me preguntó por 'invaghirsi', por 'sfregio', por 'bazza', con esas tres me vi en apuros. La primera la desconocía, así que, tras ganar tiempo fingiendo asegurarme de que no había dicho 'invanirsi', la traduje intuitivamente de dos maneras distintas, como 'to inebríate' y 'to swoon' o 'faint', esto es, como 'embriagarse' y 'desmayarse' o 'desvanecerse' (alguna culpa tendría la proximidad fonética de nuestro 'vahído'), que, si no desde luego sinónimas, sí podían ser consecutivas, o en ese orden no excluirse. No creí en todo caso que mi infidelidad fuera importante ni diera pie a equívocos graves, a aquel señor le gustaba rebuscar vocablos, me di cuenta (hasta regionales), o quizá quería someterme a prueba con el fin de perjudicarme. La segunda también la ignoraba, un desastre, y además no me fue fácil asociarla con nada; Manoia se impacientó ante mis vacilaciones, me apremió con malos modos ( 'Uno sfregio! Sfregio, dai! Uno sfregio!') al tiempo que se pasaba por la mejilla la uña de un pulgar de arriba abajo; pero como no me pegaba que significara 'cicatriz' tal palabra, al existir cicatriceen italiano, opté insensatamente por algo intermedio entre el sonido y el gesto, es decir por la española 'estrago', que en inglés convertí en 'damage, havoc’. Más adelante, cuando consulté un diccionario, me pregunté si aquel sfregioconcreto había amenazado Manoia con trazárselo en el rostro a algún prójimo mañana, y entonces mi traducción no habría sido del todo disparatada, o si formaba parte de la descripción de algún mañoso o monseñor, por ejemplo, y en ese caso me habría lucido, dado que el término se correspondía con 'costurón' o 'chirlo', más o menos. En cuanto al tercero, me puso en el mayor aprieto de todos, precisamente por conocerlo con dos sentidos dispares, lo había leído u oído durante una estancia ya lejana, en la Toscana, y mi buena memoria lo guardaba. Me quedé una vez más dudando, parado, porque una de sus acepciones era la de 'barbilla alargada' o 'mentón saliente', justo lo que Manoia no podía disimular en su cara y lo que seguramente habría hecho de él en su tierra un bazzonedesde la infancia —un barbillón, cómo decirlo, un barbilludo—: ese aumentativo de chifla yo lo había oído a su vez en alguna película vieja de Alberto Sordi (al que desde luego recordaba en un papel de dentone), o del gran Totò más probablemente, ya que a este extraordinario cómico, bien mirado, jamás debió de ganarle a bazzonenadie. El otro significado, relacionado etimológicamente con nuestra 'baza' de los juegos de naipes, era el de 'golpe de suerte' y también el de 'ganga'. Como yo no estaba por la conversación y ésta era además poco audible en conjunto, cuando Manoia me interpeló ( 'Come si dice, bazza?', o fue más bien 'Gome si disce?, el sonido chlo convertía en shaquel acento suyo irrenunciable), no tenía la menor idea del asunto de que trataban: ignoraba si él seguía describiendo a algún sicario o prelado —grato de ver quien fuese, bella figura con costurones en las mejillas y mandíbula elefantiásica—, o si invocaba a la fortuna para sus proyectos comunes, o si sólo convencía a Reresby de que el precio de su servicio o su pacto constituía una verdadera ganga. Si su 'bazza'se refería a esto último y yo lo traducía discretamente como 'mentón agudo', aun así corría el riesgo de que Manoia creyera que aludía sin venir a cuento a su más llamativo rasgo en son de escarnio, y ya desde el primer instante había notado que el tamaño de su quijada no habría sido algo ajeno a la configuración de su carácter, suspicaz como mínimo y vengativo no como máximo, pues aún se le adivinaban peores potencialidades. Si la cosa era a la inversa, mi traducción carecería de todo sentido pero no lo ofendería, a menos que atribuyera mi evitación de la palabra correcta a la presencia sobre la mesa de aquella barbilla suya que al fin y al cabo no llegaba nunca a prognática, ni aun bajo las luces de colores cambiantes que allí se la distorsionaban y lo asemejaban un poco a Fagin, el personaje de Dickens. Quizá me excedía en mis miramientos, dudé demasiado, y eso lo llevó a impacientarse de nuevo y en mayor medida: