Текст книги "Baile Y Sueño"
Автор книги: Javier Marias
Жанр:
Современная проза
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Sí, tal vez Wheeler se habría abstenido de tomar la palabra en el famoso último día: habría desdeñado exponer su caso, y abrumar al cansado juez con sus razones argumentadas y la enumeración de sus hechos notables o con su completa historia desde el nacimiento, y solicitar o esperar justicia o la ultrajante misericordia, de haber él vivido y muerto en los tiempos en que ese día aún tenía vigencia para la mayoría de los humanos. Quizá habría preferido acogerse a la fórmula Mirandade los detenidos en América (me fue una vez recitada, imperfectamente), quiero decir crearla avant la lettrey claro que sin ese nombre en medio de aquel gran baile, de modo que su beneficio o perjuicio no habrían trascendido a los vivos en ningún caso (no quedaría en realidad ya ningún vivo, en esa jornada, caí en la cuenta, y sería todo après la lettre). Puede que Wheeler hubiera guardado silencio y así le hubiera ahorrado a ese juez un trago o dos, media cachimba, dejándole la tarea en cambio de la ordenación y el recuento, al fin y al cabo lo había visto ya todo y lo había oído, a él no hacía falta contarle con inevitables vergüenza y esfuerzo, sería tirar el tiempo aunque allí ya no lo hubiera o sólo ese tiempo absurdo que sí tendría comienzo pero carecería de término. Y de haber sido interrogado, o si el juez lo hubiera instado a defenderse o a alegar algo —'¿Qué tienes que decir a esto, Peter Rylands y Peter Wheeler, de Christchurch en la Nueva Zelanda?'—, ni siquiera habría respondido 'Nada', sino que habría sostenido el silencio, rehuyendo la careless talkhasta el último instante, también ésa y aun en medio de tanta, porque aquél sería el día supremo de la charla indiscreta y la conversación imprudente, de la locuacidad y la verborrea y las cantadas de plano, el instituido para los reproches y las justificaciones máximas, las acusaciones y los descargos, las excusas, las apelaciones, los mentís furiosos y los testimonios sesgados, para algún perjurio iluso y los múltiples chivatazos ('Oh no, yo no quería, yo fui ajeno', 'A mí que me registren', 'Yo no he sido', 'A mí me obligaron con amenazas', 'A mí me pusieron una pistola en la sien, tuve que hacerlo', 'La culpa fue de él, fue de ella, fue de ellos, fue de todos excepto mía'); el día más indicado para quitarse de encima los infinitos muertos y echárselos a los otros siempre. Sí, quizá Wheeler habría renunciado a participar en ese guirigay del mundo, y a jugar ninguna baza en la descompensada partida: 'Calla, calla y no digas nada, ni siquiera para salvarte. Guarda la lengua, escóndela, trágala aunque te ahogue, como si te la hubiera comido el gato. Calla, y entonces sálvate'.
Eso había hecho Sir Peter Wheeler, callar de entrada, cuando por fin les había preguntado a él y a la señora Berry, durante el almuerzo de aquel domingo o más bien a los postres, poco antes de levantarme para irme yendo hacia la estación y regresar ya a Londres, por la mancha de sangre de su escalera en lo alto.
'Antes de que se me olvide', les había dicho aprovechando una pausa, de las que preludian o acercan las despedidas, 'anoche limpié una mancha de sangre en lo alto de la escalera, al final del primer tramo, cuando subí a mi habitación.' Y señalé hacia los primeros peldaños con el pulgar vuelto. En realidad había sido al bajar con From Russia with Lovecomo un tesoro, el ejemplar dedicado a Wheeler por el antiguo Comandante Fleming de la División de Inteligencia Naval ('... who may know better. Salud!'), pero eso daba lo mismo y prefería que Peter no me tuviera por chafardero, como dicen en el castellano de Cataluña. 'No sé de qué era, pero no era pequeña, ¿ustedes tienen idea?'
Fue la señora Berry quien contestó, cuanto más rara una pregunta más exige una respuesta inmediata, aunque ésta sólo consista en repetir palabras.
'¿Una mancha de sangre?', dijo, y se le enarcaron por sí solas las cejas, sin aparente orden previa. Y al instante añadió con leve enojo: 'Cómo es posible que yo no la viera, al subir a mi cuarto, si además no era pequeña', y así pareció desviar en seguida el asunto hacia una posible negligencia suya. '¿En lo alto de la escalera, dice usted, Jack? Qué extraño.' Y miró con aversión hacia los peldaños bajos que yo había señalado, como si aún pudiera ser visible aquello de lo que la enteraba —pero también la enteraba de haberlo borrado—, y en el sitio inadecuado. 'Cuánto lo lamento, Jack, que tuviera que molestarse.'
Me fijé en Wheeler, que había abierto los ojos mucho y la boca un poco, un gesto de suficiente sorpresa como para asociarlo a esa expresión, 'quedarse sin habla'. O era más bien una cara de no comprender del todo, como si la ocasional lentitud de sus años estuviera procesando mi pregunta o noticia con desconcierto y aun dificultades; como si estuviera pensando: '¿He oído bien, ha dicho sangre? ¿Le habrá fallado la pronunciación o sí lo ha dicho, mancha de sangre? Aunque sea extranjero a él no suele fallarle, salvo en palabras caprichosas o poco frecuentes que quizá nunca ha oído y sólo ha visto escritas, pero en esos casos es consciente de su inseguridad, y vacila y pregunta antes de soltarlas. Habré sido yo, que me he despistado y no he entendido'. Parecía pensar algo así pero no podía pensarlo, porque la señora Berry había repetido en el acto 'A bloodstain?', y sobre su pronunciación no había dudas.
'No se apure, Mrs Berry, no fue molestia, todavía no tenía sueño', le contesté. 'Sólo que no me explico de dónde pudo salir. Creí que era mía, que me había hecho algún corte inadvertidamente, pero me palpé entero y no. ¿Así que no tienen idea?', insistí con la voz algo retraída.
La señora Berry miró a Wheeler con perplejidad, como si con los ojos le preguntara ella también a él, o se me ocurrió que acaso era de consulta, la mirada, o hasta de preocupación por mí, que aseguraba haber quitado en mitad de la noche una mancha improbable y rara. Pero Peter seguía callado, muy abiertos sus ojos metálicos o minerales (como calcedonias a aquella luz del día) y sus labios aún separados (pero ya no tanto como para decir boquiabierto).
'No realmente', respondió ella. 'Quizá se cortó algún invitado que subió al cuarto de baño del primer piso, vi a varios subir a lo largo de la velada... ¿Dónde fue, exactamente?'
Me puse en pie y ella también ('Se lo enseño'), la conduje hasta la escalera, subí el primer tramo a zancadas y ella conmigo, detrás, sin saltarse escalones.
'Aquí', dije, y señalé el lugar aproximado. No podía ser el exacto porque la memoria espacial es imprecisa si no se ha establecido una referencia invariable y allí no quedaba rastro, ni siquiera de mis frotamientos, se veía todo uniforme, liso, había limpiado a conciencia y con gran esmero, habría sido yo un buen criado en otra vida, o una cumplidora fregona, no sé si ilustre. 'Ocupaba más o menos esto', añadí, 'pulgada y media, quizá dos, de diámetro. Y no había reguero, eso es curioso, sólo la mancha. Como una huella aislada.'
La señora Berry se inclinó para mirar más de cerca el suelo. Yo ya estaba agachado y daba golpecitos sobre la tarima con los cinco dedos en posición de garra, como si llamara así a la madera, pero nada había que invocar y nada brotaría de ella. 'Lo sabía', pensé fugazmente, 'tenía que haber dejado algo de cerco, no en balde se resistió a borrarse.' Peter había abandonado también la mesa, con más parsimonia, y nos había seguido hasta el pie de la escalera, él no subía. Estaba allí con las manos apoyadas en su bastón como si éste fuera una espada hincada en la tierra en temporal descanso, mirando hacia arriba, mirándonos con esa mirada que a menudo se les pone a los viejos aunque estén acompañados y hablando animadamente, son ojos mates de dilatado iris que alcanzan muy lejos en dirección al pasado, como si en verdad vieran sus dueños físicamente con ellos, quiero decir ver los recuerdos, a veces la tienen hasta los viejos ya ciegos como el poeta Milton en su sueño, y no es una mirada ausente sino concentrada, sólo que en algo a muy larga distancia. Y además Wheeler no estaba hablando.
'¿Tanto? No se ve nada', dijo la señora Berry. En efecto, la madera pulida, brillante, encerada, como si nunca hubiera sufrido. '¿Con qué la limpió, esa mancha?'
'Cogí algodón y alcohol del cuarto de baño de abajo. Lo hice poco a poco, con cuidado. No quería ensuciarle ningún paño, ni que quedara marca.'
'Lo consiguió usted, Jack, desde luego', observó la señora Berry con aprobación y mirando fijamente el vacío suelo, pero me pareció percibir un leve dejo de ironía en la frase. Empezaba a no creerme, era posible. '¿Está seguro de que era sangre, Jack? ¿No pudo ser licor o vino, se le derramó a alguien? ¿O el jugo del roast beef, una rodaja resbaló de algún plato? Me temo que Lord Rymer no fue el único titubeante a lo largo de la velada. La carne estaba très saignante, y además algunos se sirvieron salsa. ¿No pudo confundir el jugo, la salsa? Eso explicaría que no hubiera reguero, cae un trozo de carne y sólo deja su mancha. No gotea.' Pensé entonces: 'Cree que estaba borracho, y que fueron imaginaciones; aunque es verdad que un filete crudo cae a plomo, plaf; pero no eran filetes, sino rodajas'. Y al instante recordé que ni siquiera podía recuperar los algodones ensangrentados para mostrárselos, los había arrojado al retrete, no a la basura, y había tirado de la cadena, naturalmente; también habría sido raro que me hubiera empeñado hasta el punto de ir a rebuscar en el cubo, mejor que no pudiera hacer eso, me habrían tomado por un insensato, un obsesivo.
'No la probé, si se refiere a eso, Mrs Berry', dije, y debió de haber decepción en mi tono, u orgullo herido. 'Pero conozco la sangre, créame. Sé distinguirla.'
'Bueno, es muy extraño, entonces.' Así respondió la señora Berry, como dando por terminados la inspección y el caso entero; sonó como si me hubiera dicho: 'No insista, Jack, ¿qué más quiere que hagamos? Yo no sé nada y no lo he visto, y tampoco Peter. Y es improbable que a mí se me escape una mancha así, más aún en el camino que conduce a mi cuarto. ¿No lo entiende, lo difícil que es eso?'.
Separé los dedos de la tarima, me incorporé, me volví más hacia Wheeler, lo miré desde la altura. No había pronunciado una sola palabra, pero no me pareció que esta vez se tratara de un nuevo atasco oral como los que había padecido un rato antes en el jardín, tras los raseados del helicóptero, y la noche anterior, cuando nos quedamos solos y el muy necio vocablo 'cojín' no le salía. No me pareció que tuviera una presciencia de nada, su mirada anciana no miraba ahora hacia lo venidero incierto y por lo tanto vacío y liso como la madera, era seguro, sino que en su asombro alcanzaba lejos, más allá de nuestras cabezas en cuya dirección iba su vista pero a las que no enfocaba o no del todo, y los ojos tan abiertos le conferían una contradictoria expresión, casi de niño que descubre o ve algo por vez primera, algo que no lo asusta ni le repele ni tampoco lo atrae, sino que le produce pasmo, o algún saber intuitivo, o bien una especie de encantamiento. Miraba algo que era rugoso, con dibujo o figura a diferencia del suelo, pero no me quedó muy claro que su trazo fuera distinguible y firme ni que perteneciera al pasado. Era como si contemplara el limbo, el envidiable lugar, el único libre de juicios y cómputos en aquel último día, según las antiguas especulaciones, y al que el juez se retiraría a ratos para estar tranquilo y tomarse un respiro de las atrocidades y las perfecciones, de las disculpas estrafalarias y las desmedidas aspiraciones, y quizá algún piscolabis con el que reponer fuerzas y aguante para las sesiones interminables, y aun darle a su divina petaca un chupito, un viaje con el que entonarse, antes de volver a la gran sala de baile para allí seguir oyendo más millones y millones de embrolladas y confusas y miserables y descabelladas historias.
'A usted tampoco se le ocurre nada, Peter.' Ahora le hablé sólo a él, directamente, fue confirmación más que pregunta, pero también, me di cuenta, una tentativa de hacerle expresar algo verbal sobre aquella sangre o no sangre que yo había visto o no visto, algo con su propia voz y no a través de la señora Berry, que se había adueñado de las conjeturas y de las respuestas. En realidad no había nada anómalo en ello, era lo lógico, el mantenimiento de la casa corría a su cargo, como su pulcritud o limpieza y sus desperfectos y manchas. En inglés era la housekeeper, literalmente la que conservaba o guardaba la casa.
'No.' La negativa de Wheeler vino en el acto, no es que estuviera ido, o que no prestara atención a lo que se hablaba. Su mirada iba viajando, pero no estaba perdida. 'Es muy extraño, en efecto', repitió, aunque él no le dio a la frase la entonación concluyente de su ama de llaves. 'That's very odd indeed', eso fue lo que dijo en su lengua, como si fuera una convención tan sólo, una manera más o menos aceptable y para mí no ofensiva de dejar la cuestión suspendida en el aire, o de enviarla sin más al limbo, donde nada ha lugar ni hay ningún caso, porque de lo de allí no se ocupa nadie. Desclavó su espada, la sostuvo un momento en alto con ambas manos como para asestar un mandoble, y a continuación dio media vuelta para regresar a la mesa y acabar el postre. Para mí fue la señal de que ahí debía pararme, abandonar, resignarme. Descendí el tramo de la escalera, dejé pasar a la señora Berry, fuimos tras él, sólo añadí una cosa más al respecto:
'Tuve que utilizar mucho algodón, para sacar la mancha. No les quedará ya demasiado, convendrá que lo repongan pronto. Y con el alcohol lo mismo.' Eso les dije. Me pareció justo advertirles. Y no fueran a creer que hasta eso eran figuraciones, o que también me lo había inventado.
Ahora veía otra posibilidad, se me ocurría otra ahora, al salir del lavabo de damas o más bien fue luego, esa misma noche pero horas más tarde, cuando trataba de conciliar el sueño y no acababa de conseguirlo, a lo sumo una duermevela pensante durante la que estuve pensando cuanto se me había alumbrado y yo había aplazado en el curso de los sucesos. Debió de ser más entonces, porque llevaba prisa y la vista aguzada hacia lo exterior tan sólo cuando salí del lavabo, donde sin embargo me surgió la ocurrencia sin duda, esa idea nunca habría cruzado la cabeza de Wheeler ni la de la señora Berry, de hecho no pasó por la mía hasta aquel momento, tras haber visto sentada en la tabla a la mujer de los abundantes muslos, no, eso hace concebir gordura y no la había, cómo decir, era imponencia, era formidabilidad, era presencia. Era llamada. 'Una mujer no lleva bragas', pensé; 'aunque sí lleve medias, pueden ser de esas que se venden ahora, que llegan hasta la mitad del muslo como las de antes y se sujetan con un elástico que hace las veces y la imitación sin gracia de las antiguas ligas, usaba de ésas aquella inminente heredera consorte que se quedó una noche a desayunar en casa y cuyo teléfono móvil parecía una obsesión o un objetivo bélico para su aún premarido pero ya postcornudo, o al menos las usó esa vez única en que la vi quitárselas o se las quité yo mismo, de la vicisitud ya mal me acuerdo.' Rememoré y pensé eso echado en la cama, poco interesado en rememorarlo, fue del todo involuntario. 'Una mujer no lleva bragas en la cena fría de Wheeler, algunas tienen a gala prescindir de esa prenda para sentirse muy drásticas y radicales, o lo hacen ocasional y provocativamente para arriesgarse a ser vistas si visten falda mediana o corta y va a haber muchos testigos (una reunión, un banquete, un estreno, una clase si son estudiantes, y el profesor varón siempre está enfrente), o para incordiar a un marido al que de camino a la fiesta informan del detalle íntimo y que se inquieta por ello, o para que brote un deseo fugaz y primario donde no lo había ni quizá iba a haberlo —una vislumbre, un relámpago– y así pueda luego hacerse persistente y elaborado —una condensación, un crecimiento—, no pocas aprendieron esto de aquella película célebre con la actriz Sharon Stone y el cara de bruja hijo de Douglas.
Esa mujer sube al cuarto de baño del primer piso, está ocupado el de abajo, o acaso sube en busca de una habitación vacía en la que ya espera alguien o a la que acudirá ese alguien al cabo de un minuto o no llega, un encuentro acordado pero afanoso y rápido, lo que se llama gráfica y vulgarmente en mi lengua un mete y saca y en inglés un quicky(en verdad muy vulgarmente: no importa, el pensamiento es más vulgar que el habla, o lo es en los que tendemos a evitar la vulgaridad verbal para que así tenga sentido cuando incurramos en ella), en esos lances viene de perlas la ausencia previa de bragas, aunque tampoco sean éstas un impedimento, basta apartarlas con un par de dedos y con delicadeza —cuidado con pellizcar nada—, a la altura apropiada. Sube esa mujer con falda, suenan sus tacones altos sobre la tarima o no suenan sobre la parte alfombrada, y tiene la mala suerte —o es peor para el anfitrión, según se mire, o para un invitado con mejor ojo que el resto– de que justo entonces, al llegar arriba y detenerse un instante buscando con la mirada la puerta adecuada o la convenida, le hace acto de aparición la regla —sin duda ya presentida, pero no tanto o no lo bastante– en forma de gota que cae al suelo al no haber tela ninguna para frenarla; pero la cosa es aún incipiente y es sólo una gota, la primera, una sola, no ha lugar a reguero porque no es un flujo y no continúa inmediatamente, y así ella puede no darse cuenta del advenimiento hasta un poco después, cuando ya ha entrado en el cuarto de baño y puede ponerle provisional remedio o cuando el hombre que la esperaba nota esa humedad distinta o más cálida y ya se ha manchado, la mancha sobre la madera queda allí inadvertida y por eso no se limpia hasta bien entrada la noche, cuando yo subo a buscar un libro y al bajar ya con él la descubro, la veo, y pienso que no debo dejarla ahí una vez que sé que existe: me toca a mí, toca quitarla o si no podría resbalarse Wheeler con ella por la mañana —aunque para entonces se habrá secado—, y a su edad no podemos permitir que se caiga, más vale ahorrarle cualquier riesgo y salvarlo.'
Mi antiguo compañero Comendador había pensado en la posibilidad menstruosa con más rapidez que yo, pero él tenía una joven delante cuando vio la sangre, y también observó gotas rojas minúsculas en su camiseta y otra más grande en su sábana, lo tuvo más fácil para ocurrírsele, y además nunca sabríamos, él seguro y yo muy probablemente, si esa era la explicación acertada para nuestras respectivas manchas, sí lo sería para las de la mujer del gabinete —baldosa y zapato blanco– que se había conducido con tanto cuajo. Pero quién sabía.
De pronto me encontré haciendo memoria de qué mujeres llevaban falda en la cena de Wheeler (fue también medio involuntario, o quizá es que cualquier recuento atrae siempre al parcial sueño): desde luego Beryl y muy llamativa, que además bien podía haber prescindido de la prenda íntima a tenor de la avidez con que De la Garza trataba de poner la vista, sentándose en un pouf muybajo, a ras o casi de sus patas largas (muslos como toboganes por los que deslizarse, había dicho el muy loco); y también le pegaba haber querido incomodar a Tupra con ese rasgo de descaro (no se lo habría comunicado hasta ya cerca de Oxford, en el automóvil), o haber pretendido reseducirlo, pese a su desdén aparente, de un modo elemental y tosco, sin rozarse apenas y a relativa distancia, sin esfuerzo personal, psicológico, sentimental, biográfico, nada más que animalesco, que viene a ser sin esfuerzo alguno. Llevaba falda la señora Fahy, esposa del historiador irlandés soporífero Profesor Fahy, así como la alcaldesa laborista y aciaga (por matrimonio) de las desdichadas poblaciones de Eynsham o Ewelme o Bruern o Rycote, o quizá de aquella con peor fama en el Oxfordshire desde la lejana época del poeta Marlowe, Hog's Norton; pero ambas damas habían sobrepasado con creces el tiempo concedido a los regulares advenimientos, al igual que la propia señora Berry, que era claramente más joven que Wheeler pero no tanto como cuatro decenios ni siquiera tres ni dos y medio, de hecho me dio instantánea vergüenza pensar en ella o en ellas (sobre todo en ella, la conocía y la respetaba desde hacía siglos, aún al servicio de Toby Rylands) en semejante circunstancia a sus años, quiero decir en sociedad y sin bragas, la idea me suscitó gran rechazo, más que nada por irreverente, y un poco de compasión hipotética, me afeé mis cavilaciones. En cuanto a la Deana de York que había provocado delirios zafios en De la Garza ('Joder joder, esta tía está pistonuda', había dicho el anormal completo), resultaba aventurado pronunciarse sobre el actual influjo de la luna en su cuerpo, la viudez difumina la edad y engaña bastante, hace mayores a las muy jóvenes y rejuvenece a las ya talludas; asimismo vestía falda, y yo habría dicho que anticuadas enaguas y aún más anticuada faja, y por tanto no creía que la inaccesible dowagerde un clérigo renunciase nunca a ropas más fundamentales (quizá ni siquiera en su cama a solas, no digamos en casa ajena y en compañía nutrida). Alguna había con pantalones, pero esa no fue Harriet Buckley, la Doctora en Medicina recién divorciada y que según Tupra podía estar más dispuesta aquella noche a hacer averiguaciones sobre el terreno que Beryl y que la señora Wadman (este nombre sólo supuesto); yo no había estado atento ni había hablado con ella más allá de las presentaciones, pero no le faltaba a esa Doctora cierto atractivo básico, y en realidad fue un milagro que no hiciera estallar su falda, no por gorda ella sino por estrecha y ceñida y ajustada la falda (en verdad se necesitan estas redundancias para dar idea de cuánto), y en toda la cena no se quitó unas gafas que le conferían un aire distraídamente vicioso, como de secretaria pimpante en una comedia norteamericana de los años cincuenta (luego secretaria fantaseada); la Doctora desbragada me pareció una idea aceptable o al menos no me causó dentera ni muy mala conciencia (sólo una pizca), como tampoco Beryl a pelo ni una jovencita que pululó por allí aburrida a lo largo de la velada y que nunca supe quién era, seguramente la hija estudiante de alguno de los convidados, podía serlo de la propia Buckley: en todo caso me la había figurado caprichosa y atrevida de lejos, y le había notado en la boca un aviso de indecencia (incisivos separados; labios que jamás lograban estar del todo cerrados ni ocultar, en consecuencia, aquellos dientes procaces); no creí que fuera abusivo imaginarla aligerada, quiero decir bajo la falda.
Una de las tres habría subido al primer piso en un momento desafortunado, habría perdido o soltado su gota sin percatarse de ello, lo mismo que la centroamericana que me había contestado 'Gracias', eso indicaba que la de su zapato no la había descubierto antes de que yo se la señalara. Era improbable, sin embargo, una conjunción de esos factores durante la fiesta de Wheeler, y ni siquiera sabía si algo como la desprevención y la consiguiente mancha en el suelo era técnicamente posible (técnica o fisiológicamente, por decirlo de algún modo). Me di cuenta de que en Londres no contaba con ninguna amiga ni amante estable a quien preguntarle al respecto, nadie con quien tuviera suficiente confianza, en Madrid sí, en mi vida normal le habría consultado a Luisa en primer lugar, también estaba mi hermana, y viejas amigas y antiguas novias, old flamescomo Beryl de Tupra o lo era Tupra de Beryl, ella más indiferente a su pasado. 'Mi vida normal': no acababa de hacerme a la idea de que ya no lo era, había sido expulsado de ella o mi tumba estaba allí bien hundida, cavada hasta lo más hondo; aún conservaba la sensación engañosa de que aquel otro país era un paréntesis, de que aquella segunda estancia inglesa era vida no vivida del todo, esa que no cuenta mucho y de la que apenas si se responde, o sólo al celebrarse el gran baile cada vez más inverosímil —seguramente hoy abolido, cancelado hasta nuevo aviso o más bien nueva creencia—, del tiempo que ya no es tiempo o está helado y sin transcurso. ('Cuan largo me lo fiáis', exclamábamos los españoles irónicos ante perspectivas tales, parafraseando a Don Juan en el verso de un contemporáneo de Marlowe; ahora se dice menos pero todavía es posible oírlo, cuando el tiempo no es temible y parece que no llegará lo anunciado, de tan lejos.) Quizá aquel periodo mío resultara provisional a la postre, pero nada es nunca provisional ni es periodo mientras no concluye y se cierra, y mientras eso no ocurre el paréntesis se convierte en la frase principal, dominante, y al leer uno se olvida hasta de que se abrió su signo.
Dos días después llamé a Luisa pese a lo extemporáneo de la consulta, y aun lo extravagante. Con una hermana da más apuro referirse a estos asuntos: aunque ellas sean la primera novia, lo son cuando aún no hay sangre, esposa niña solamente. Llamé a Luisa y la encontré en casa, no hubo lugar a mi nerviosismo; sonó un poco sorprendida (no era jueves ni domingo), pero no incomodada. Me interesé por los niños rutinariamente, por su salud y la de ella, y en seguida me justifiqué: 'Te llamo para hacerte una consulta', dije. 'Dime', contestó bien dispuesta. Así que le pregunté, tras un preámbulo y dos disculpas, si era posible que a una mujer sin ropa interior inferior, a la que pillara desprevenida la regla, le cayera una gota de sangre al suelo, estando de pie o caminando ('Sí, no sé, o subiendo una escalera', rematé sin necesidad, para completar el absurdo cuadro). Hubo un breve silencio durante el cual temí que me colgara sin más o me sugiriera buscar mi juicio en paradero desconocido, pero lo que vino luego fue una carcajada amigable, conocía bien esa risa, la divertida, la bienhumorada, la inevitable en ella cuando algo le hacía verdadera gracia. En ese momento vi con claridad su cara, y qué simpática era esa cara (la vi con los ojos de la mente, allí en Londres, o bien con los de la memoria, a través de mi ventana).
'Pero qué pregunta es esa', dijo aún entre risas. '¿Estás escribiendo una novela o qué, un anuncio de compresas? ¿O es que ahora te tratas con descuidadas? Espero que no, porque habría que serlo bastante, para que le pasara a uno eso que dices.' Y se oía su jovial sonido.
Me dio tiempo a pensar que, si estaba contenta, tal vez era por oír mi voz fuera de horarios, o porque ya se le delineaba del todo la figura que me sustituiría —el adulador piadoso que se desliza dentro, el irresponsable juerguista que se queda fuera, el suspicaz dominante que la acaba encerrando; yo prefería al segundo, hipotéticamente, pese a su cabeza a pájaros; pero no iba a requerirse mi opinión, eso seguro—. Nunca le preguntaba al respecto, como tampoco me interrogaba ella a mí por mis andanzas, sólo una vez me había dicho: 'Espero que no estés muy solo, ahí en Londres', y eso no era una pregunta, exactamente. 'Nada más que lo esperable', había contestado yo en seguida, sin decir ni sí ni no, y en todo caso desdramatizando. Y me dio tiempo a pensar que si hablaba así de 'descuidadas', podía significar que tenía curiosidad por saber si me trataba con mujeres en situaciones tan íntimas como para que anduvieran en mi presencia sin bragas (claro que eso era posible siempre con mi total ignorancia del escamoteo). Y eso podía significar a su vez que el hecho no le era indiferente y que acaso le escociera un poco, o bien que le diera lo mismo y por eso me las mencionara de modo tan desenfadado, tal vez incitándome a frecuentarlas, o a reclutarlas y que no faltaran. Ya no tenía la menor idea de cómo me consideraba ahora, si sentía por mí mero afecto apaciguado o aún le cabían borrascas, de qué lugar me adjudicaba, si seguía esperando a que se disipara mi olor del todo y me convirtiera en fantasma (en uno bien avenido, o de los que no se malquistan ni abusan y conceden espaciar sus rondas) o si ya estaba completo el proceso y mis sábanas rasgadas para hacer tiras o paños. En realidad casi nunca sabemos nada de lo que nos atañe directamente, por mucho que interpretemos y conjeturemos y yo lo hacía sin pausa, quizá estaba malgastando mis días en el edificio sin nombre, creía contribuir allí en algo y sin querer estafaba: quizá trabajaba en vacuo. Y además, luego, en resumen, había tenido miedo, miedo de Tupra y miedo a fallarle, y desconfianza de mí mismo, también eso (lo había descubierto todo sólo un par de noches antes, la noche de los Manoia). Me pagaban por hacer apuestas sobre el comportamiento futuro de las personas y sus probabilidades, y ni siquiera veía el rostro —el de hoy, el de mañana; sólo veía el de ayer, con ojo mental y tuerto– de quien mejor conocía, había vivido bastantes años con Luisa y en mis hijos disponía de más datos complementarios, ella se prolongaba en ellos y los hijos son transparentes mientras aún son los niños nuestros, después se acorazan o huyen o se envuelven en sus nieblas. Ahora ignoraba hasta cuál sería su peinado, el de Luisa (y tanto dice de las mujeres cómo llevan o se recortan el pelo), y ni a mí mismo me veía; pero esto último importaba menos, pues a fin de cuentas era cierto lo que apuntaba aquel texto relativo a mi nombre que había leído medio a escondidas en el fichero: eso nunca me había interesado ni preocupado nada. Un enigma poco digno, una pérdida de tiempo.
No pude evitar unirme a su risa, ni lo quise, sino al contrario: la había echado de menos y aproveché la ocasión, ella me la había retirado hacía mucho, pero antiguamente nos la contagiábamos, o ni siquiera eso, solía brotarnos casi al tiempo, la suya conmigo pertenecía a las que no se fuerzan ni van precedidas de una decisión ni un cálculo, también la mía con ella, aunque esta vez fui con retraso, estaba desacostumbrado y no había sabido ver de antemano, por mi cuenta, el lado cómico de mi consulta, supongo que andaba demasiado metido en mí mismo, en particular aquellos días que siguieron a la noche del miedo nuevo y la no tan nueva desconfianza; pero a ella le había hecho gracia inmediata o casi, tras unos segundos de estupefacción, de no dar crédito a mi llamada para hacer esa pregunta ( 'Che vanto ridere insieme', solía exclamar una vieja y no efímera llama de Italia, de mi pasado ya remoto, a ella debía en gran parte mi conocimiento del italiano. No sé cómo se diría eso en mi lengua: 'Qué gloria reírnos juntos', o quizá 'Qué alarde').