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Baile Y Sueño
  • Текст добавлен: 5 сентября 2016, 00:03

Текст книги "Baile Y Sueño"


Автор книги: Javier Marias



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Pedir, pedir, casi nadie se priva y casi todos lo intentan y quién no prueba: Puede que me sea negado —es el razonamiento de toda cabeza, aun de la que no razona—, pero si no lo pido no lo obtendré, eso es seguro; y por pedir qué pierdo, si logro hacerlo sin esperanza. 'También yo estoy aquí por una petición, en origen, en parte', pensaba en mi duermevela de Londres, 'fue Luisa quien me pidió que me fuese, que despejara el campo y abandonara la casa y se lo facilitase, y dejara paso a quien se lo abriese, y así veríamos más claro ambos, sin condicionarnos. La complací, obedecí, le hice caso: salí y anduve, me alejé y seguí andando, hasta aquí llegué y aún no regreso. Ni siquiera sé si ya he parado en mi marcha. Quizá no vuelva, quizá nunca vuelva sin otra petición por medio, que podría ser esta: "Ven, ven, estaba tan equivocada antes. Ocupa de nuevo este lugar a mi lado, no había sabido verte. Ven. Ven conmigo. Regresa. Y quédate aquí para siempre". Pero ha pasado otra noche, y todavía no la oigo.'

También la joven Pérez Nuix iba a pedir, tras tanto dudar si hacerlo. Algo quería, algo quizá inmerecido puesto que me había seguido sin decidirse a abordarme durante demasiado trecho, bajo aquella lluvia nocturna tan afianzada y además tirando de un perro empapado y desprotegido, o siendo por él arrastrada. No me lo pregunté: lo supe al reconocer su voz por el telefonillo y al abrirle el portal desde arriba para que subiera a hablarme, eso había anunciado, 'Sé que es algo tarde, pero tendría que hablar contigo, será breve, un momentito' (lo había dicho en mi lengua y me había llamado 'Jaime': lo mismo que Luisa, de haber ella venido). Y lo supe mientras la oía ascender de uno en uno y sin prisa los escalones con su pointer mojado y oía a éste sacudirse el agua, por fin a cubierto y por fin con sentido (sin que se la renovara ya más el incomprensible cielo insistente): se detenía en los falsos rellanos o recodos mínimos de mi escalera sin ángulos o curvada siempre, vestida con su moqueta como casi todas las escaleras inglesas que así absorben el agua que allí nos sacudimos todos, tantos días de lluvia y son aún más las noches; y también oí a Pérez Nuix golpear el aire con su paraguas cerrado, no le ocultaría ya más la cara, y quizá aprovechó cada breve pausa y estremecimiento del animal para mirársela en un espejito un segundo —ojos, mentón, cutis o labios– y recomponerse un poco el pelo, que se humedece siempre pese a cualquier cobijo (todavía no había visto si se lo cubría además con sombrero o pañuelo o gorro o con ladeada y empalagosa boina, quizá no le había visto la cabeza nunca fuera de la oficina y de nuestro edificio sin nombre). Y lo había sabido asimismo cuando ignoraba que ella era ella o quién era, cuando era sólo una mujer forastera o mercenaria o extraviada o excéntrica, o desvalida o ciega, en las calles vacías, con gabardina y botas y un agradable muslo que entrevi un instante (o era esto último sólo imaginación mía, el incorregible desiderátumde toda una vida, arraigado desde la adolescencia y que no se cansa ni se retira más tarde, según voy viendo), al agacharse para acariciar al perro y cuchichearle. 'Que sea ella quien se me acerque', había pensado al pararme en seco y girar el cuello y mirarla, 'si quería algo de mí o si venía siguiéndome. Allá ella. No será para nada, para no hablarme, si lo hacía o si lo está aún haciendo.' Y para algo había sido, en efecto, quería hablar conmigo y pedirme.

Miré el reloj, miré a mi alrededor por si tenía el piso en excesivo desorden pese a que nunca lo ha habido en mis sitios (pero por eso mismo comprobamos los ordenados el orden, cada vez que viene alguien a vernos). Era algo tarde para Inglaterra, sí, no para España, allí mucha gente se encaminaría a sus cenas o estaría dudando entre restaurantes, en Madrid se iniciaban veladas y Nuix era medio española o no tanto, tal vez Luisa salía ahora mismo para noche larga con su posible cortejador juerguista que no querría saber de mis niños ni pasar nunca de la entrada (ni tampoco —bendito fuese—, tampoco ocupar mi puesto). Allá ella, me había dicho bajo las interminables lanzas de agua, y allá ella, volví a decirme mientras mantenía mi puerta abierta a la espera de su llegada, jadeaba un poco según subía y paraba, había caminado bastante, era ella y no sólo el perro, los distinguía, me había pasado a mí un rato antes, al ascender a mi vez y aun arriba —dos minutos hasta recuperar el fuelle—, yo había andado muchísimo por las plazas y las calles vacías, y ante los monumentos. Allá ella, piensa uno equivocada o incompletamente, o allá él, cuando alguien se dispone a pedirnos algo. Allá yo también, deberíamos acordarnos de añadir este pensamiento, o será incluirlo. Allá yo sin duda, una vez que haya salido la petición de sus labios, o de su garganta, y una vez que yo la haya oído. Que la hayamos oído ambos, y así sepa el que pide que su mensaje ya cruzó el aire y no puede ignorarse, porque en el aire llegó a destino.

Habló sin parar y llenó el aire la joven Pérez Nuix al principio —una forma de aplazar lo que uno ha venido a decir, lo significativo—, mientras se quitaba la gabardina y me tendía el paraguas como si en un acto de rendición fuera su sable, y me consultaba qué hacer con el perro, que aún despedía gotas en sus sacudidas.

–¿Lo llevo a la cocina? —me preguntó—.

Va a mojártelo todo, si no.

Miré al pobre pointer de semblante conforme, no tenía pinta de poner nunca objeciones.

–No, déjalo. Merece consideración. Estará mejor con nosotros. La moqueta lo ayudará a secarse, está ya muy batallada. —Me di cuenta en seguida de que esa era una expresión extraña, ni propiamente española ni adaptación de una inglesa, quizá ambas lenguas empezaban no a confundírseme sino a bailarme, por hablar la segunda casi todo el rato y pensar en la primera cuando estaba a solas. Quizá iba perdiendo mi instalación en una y en otra, al no ser bilingüe como Pérez Nuix, desde la infancia. Añadí—: Quiero decir muy sufrida. —Sin estar tampoco seguro de que eso fuera lo justo, mi madre empleaba este último término en un sentido distinto, y hacía con él referencia más bien al color de las telas y no a su desgaste. Hablaba buena lengua mi madre, mucho mejor que la contaminada mía.

Y apenas si dije más mientras mi visitante se disculpaba, perdona que aparezca a estas horas, perdona sin avisarte, perdona que esté empapada y que además traiga un perro todavía más mojado, tocaba ya sacarlo sin falta, no te importa prestarme una toalla un momento, es para mí, no para el perro, descuida, no te importa si me quito un segundo las botas, son impermeables pero con esta lluvia nada se salva, tengo los pies helados. Dijo eso entre mucho más en cascada, pero no se las quitó, sin embargo —un resto de discreción, acaso—, sólo se bajó las cremalleras de ambas y al rato volvió a subírselas, en realidad jugó un poco con ellas abajo y arriba, nada más dos veces en mi presencia, sentada siempre, le insistí en que tomara asiento mientras yo dejaba en la cocina sus prendas ya prescindibles junto a las mías ya secas, yo había permanecido tiempo mirando por la ventana, ella aún tardó en decidirse después de ver dónde vivía, me refiero a llamar al timbre y darse a conocer sin su nombre. Aunque me costaba imaginar que no hubiera sabido las señas antes, trabajando en lo que trabajábamos y con ficheros a mano, podría haberme esperado ante mi portal sin necesidad de seguirme durante largo trecho bajo la noche antipática, o aún más cómodo para ella, en el vestíbulo del hotel de enfrente, desde allí me habría visto llegar o habría reparado en mis luces (pero de día o de noche hay alguna encendida siempre, por horas que yo esté ausente), y habría atravesado la plaza entonces sin ni siquiera mojarse apenas. Le ofrecí algo, caliente, alcohólico, agua, de momento no quiso nada, encendió un cigarrillo, en esa oficina fumábamos todos salvo Mulryan que se quitaba, sin hacer caso de las ordenanzas, ella seguía hablando rápido y mucho para no ir a lo sustancial o a lo único que me debía, qué noche, es como si la lluvia se hubiera apoderado del mundo, no, no dijo eso pero sí algo semejante con el mismo trivial sentido, si uno finge que nada hay de extraordinario en su extraordinario comportamiento, éste puede acabar no pareciéndolo, funciona eso tan tonto con la mayoría adormilada o pasiva y nada más útil que las confianzas tomadas y no atajadas, pero ni ella ni yo ni Tupra ni Wheeler pertenecíamos a la mayoría, sino que éramos de los que no sueltan la presa ni se deslumhran ni pierden nunca del todo el hilo ni sus propósitos, tan sólo en parte, o en apariencia. No cruzó las piernas hasta un poco más tarde, como si la indecisión de sus cremalleras sólo fuera posible con las extremidades en paralelo y formando ángulo recto, a ellas no les aplicó la toalla que le presté al instante (llevaba medias sombreadas, no oscuras ni transparentes, le vi un punto suelto, acabaría en carrera pronto aunque fueran de invierno), se la llevó a la cara, a las manos, al cuello, a la nuca, no esta vez a los costados ni a las axilas ni al pecho, nada de eso era visible. El muslo era aquel mismo que yo había entrevisto antes al abrírsele los faldones de la gabardina, en la calle, a distancia, sólo que ahora eran los dos que yo capté como un todo según costumbre, buen pretexto el de mirar al perro tendido a sus pies, aún mejor el de inclinarme para palmearlo, me acordé de De la Garza durante la cena fría de Wheeler, enanizándose en un poufmuy bajo para inspeccionarle los desinhibidos suyos a Beryl Tupra bajo su falda corta (o nunca peor dicho, bajo: más bien fuera de ella, o no eran muslos lo que él acechaba). La de Pérez Nuix no lo era tanto ni mucho menos, aunque algo o bastante le remitiera al sentarse; y yo no llegaría desde luego a esos trucos pueriles, en principio espiar no es mi estilo, al menos no con intenciones y ahí las habría habido —un resto de discreción mía, acaso.

–Qué noche, es como si la lluvia se hubiera apoderado del mundo —volvió a decir, o su más prosaico equivalente, y eso significaba que se le habían terminado todo preámbulo y las maniobras de diversión y el dilatorio manejo de las cremalleras (quedaron subidas, aunque no hasta su tope) y de la toalla, la tenía aún cogida, la estrujaba sobre el sofá como quien conserva un pañuelo usado del que puede necesitar de nuevo en cualquier instante, nunca se sabe si resta alguno, con los estornudos. Mostraba bastante las piernas y debía de ser consciente de cuánto, pero en su actitud nada indicaba —no era patente– que lo supiera, y a uno ha de caberle un resquicio de duda siempre en lo que no es del todo manifiesto, por claro que crea verlo. 'Es muy lista en eso', pensé. 'Lo es tanto que no puede no darse cuenta de lo que enseña, pero a la vez su naturalidad absoluta —no es impúdica, ni exhibicionista– niega toda conciencia, más aún toda importancia, como aquella mañana en su despacho en que no se cubrió el torso durante tantos segundos —o no fueron muchos, sólo duraron– y yo saqué en limpio que a mí no me descartaba: no más que eso, no me hice planes, no creo ser engreído en ese campo, y todavía medía un abismo entre el deseo y el no rechazo, entre la afirmación y la incógnita, entre la voluntariedad y la pura ausencia de planteamiento, entre un "Sí" y un "Puede", entre un "Ya" y un "Veremos" o es menos que esto, es un "En fin" o un "Ah bueno" o es ni siquiera pensarlo, un limbo, un hueco, un vacío, no me lo planteo ni se me ocurre ni tan siquiera ha cruzado mi mente. Pero en este trabajo voy aprendiendo a temer cuanto pasa por el pensamiento e incluso lo que el pensamiento aún ignora, porque veo casi siempre que todo estaba ya ahí, en algún sitio, antes de llegar a él, o de atravesarlo. Aprendo a temer, por tanto, no sólo lo que se concibe, la idea, sino lo que la antecede o le es previo y no es visión y no es conciencia. Y así todos sois vuestro propio dolor y la fiebre o podéis serlo, y entonces... Entonces quién sabe si será un "Sí" algún día, cualquier cosa y con cualquier persona que no haya sido excluida: según la amenaza o el desamparo o la inseguridad o el favor o el daño, o los intereses o las revelaciones, uno hace a veces descubrimientos tardíos, a veces después de un sorprendente y dilatado sueño semilascivo o de unas cuantas palabras lisonjeras despiertas, o ni siquiera hace falta ser uno mismo el objeto del apasionamiento, todo es aún más traicionero: alguien por fin se explica y capta nuestra atención y al verlo así hablar con vehemencia y sentido empezamos a preguntarnos por esa boca de la que surgen las reflexiones o los argumentos o el cuento, y a considerar besarla, quién no ha experimentado la sensualidad de la inteligencia, hasta los tontos están expuestos, y no pocos se rinden a ella sin saber nombrarla ni reconocerla, inesperadamente. Y otras veces nos damos cuenta de que ya no podemos privarnos de quien nos pareció más prescindible, o de que estamos dispuestos a dar todos los pasos por llegar a alguien en cuya dirección no dimos uno solo durante media vida, porque él o ella se habían encargado siempre de recorrer la distancia y por eso estaban tan a mano a diario. Hasta que de pronto un día se cansan de ese trayecto o el despecho los vence o les fallan las fuerzas o se están muriendo, y entonces nos entra el pánico y salimos corriendo en su busca con el alma en vilo y sin disimulo ni comedimiento, repentinos esclavos de quienes lo fueron nuestros sin que nos preguntáramos nunca por sus demás deseos o creyendo que serlo era el único que conocían o del que estaban al tanto. "Nunca me tuvisteis en lo que yo os he tenido, ni aspiraba a ello; me manteníais lejos, sin que os preocupara nada si jamás habíamos de volver a vernos, y no os lo reprocho en modo alguno; pero lamentaréis mi marcha y lamentaréis mi muerte, porque gusta y contenta saberse amado". Cito eso a veces o lo reelaboro para mis adentros, preguntándome de quién lamentaré la marcha, imprevistamente, o quién lamentará mi muerte, para su sorpresa; lo cito mal o muy libremente, la carta de adiós de una anciana ciega a un hombre extranjero, superficial, todavía joven y apuesto, hace más de doscientos años.'

'Ella no me descarta, no es más que eso', pensé. 'Sus piernas se muestran sin preocuparse y al hacerlo no me excluyen, nada más, eso es todo, soy yo quien se fija y lo tiene en cuenta. En realidad no es nada.'

Y entonces aproveché su repetición de la frase y el inmediato silencio, porque ella tuvo conciencia de repetirse, y se desconcertó por eso. Le tocaba decirlo a ella, a qué había venido, pero al callarse en seco me obligó a mí a recordárselo:

–De qué tenías que hablarme. De qué quieres hablarme.

Ella lo había demorado tan sólo, quizá es lo necesario para que se produzca una transacción de cualquier clase, rara vez se puede ir al grano desde el primerísimo instante sin resultar ofensivo ni parecer un mañoso o un multimillonario intemperante y despreciativo, y aun aquéllos tienen sus ceremoniales como los antiguos reyes según destacó y subrayó uno famoso y cavilante de Shakespeare, los tenían al menos los de la vieja escuela, fueran o no italianos, los de ahora mucho más prescinden, por lo que yo sé e incluso he visto, allí en Londres. Lo había demorado pero en ningún caso iba a rehuirlo, no iba a echarse atrás tras tantísimos pasos, se había presentado en mi casa sin anunciarse y de noche, pese a haberme tenido a tiro unas horas antes y a que me vería en el trabajo de nuevo unas cuantas más tarde, luego sus seguras dudas se habrían quedado en la calle, bajo la lluvia, para siempre desterradas desde que llamó por fin a mi timbre y pronunció uno de mis nombres, Jaime. Tampoco parecía poder admitir algo así su carácter: sí la vacilación, y larga —o era ponderación, o el lento acostumbramiento a lo que se ve inminente o a la decisión tomada, o es la condensación de un hecho para que en verdad llegue a serlo, cuando está ya a punto pero aún no es pasado ni hecho porque ni siquiera es presente hasta su estallido—; no el retroceso. Tenía que habérselo pensado mucho, caminando junto a su perro y divisando mi espalda a distancia, y también antes, aquella misma mañana en nuestro edificio sin nombre o quién sabía desde hacía cuántas, más las tardes acaso, y las noches correspondientes.

Sonrió acogedoramente como solía, también como si mi pregunta en dos tiempos verbales la liberase un poco de la carga. Noté cómo hacía el breve acopio de energía anterior a la primera frase, siempre que se me dirigía: parecía que la construyera mentalmente y la estructurara y memorizara completa antes de darle vía, y que tomara impulso o carrerilla para ya no poder pararse una vez iniciada ni tampoco enmendarla, y así nunca ser víctima de prematuros arrepentimientos sobre la marcha. No vi sin embargo que esta vez la acechara rubor alguno, quizá ya lo había sufrido asimismo en la calle, a solas, y allí lo había abandonado. Su sonrisa era de una diversión más bien tímida, como si se burlara de sí misma un poco al verse en la circunstancia de tener que explicarse o justificarse ante un compañero con el que coincidía a diario y ya había coincidido aquel día con toda naturalidad en el sitio neutral de siempre, donde nunca debían buscarse para encontrarse, a diferencia de ahora, la joven Pérez Nuix me buscaba, me requería, me había seguido por la ciudad en diluvio con sus habitantes ocultos. Lo único claro era, así, que ese lugar común no valía para hablar de lo que fuera a hablarme, tal vez sería el peor de todos, el menos indicado, el desaconsejable, demasiados oídos y algún ojo sensible. Su sonrisa contenía, sí, un elemento de guasa, probablemente hacia sí misma; no había coqueteo en ella, si acaso voluntad de agradar y de apaciguamiento; decía: 'Vale, ya voy a soltarlo, ya te lo suelto, no te impacientes, descuida, no te haré perder más el tiempo. Soy pesada, lo sé, o me lo estoy haciendo, pero es sólo parte de la escenificación, tú lo adviertes, tú lo ves, ya te das cuenta, tú no eres tonto, sólo nuevo'.

–Te quiero pedir un favor —dijo—. Grande para mí, para ti no tanto.

‘Ah, es pedir', pensé. 'No proponer ni ofrecer, en ella habría sido posible pero no ha ocurrido. No es desahogarse, ni confesarse, ni tan siquiera contarme, aunque toda petición encierra algún cuento. Si la dejo continuar ya estaré envuelto; quizá enredado y tal vez me anude, luego. Siempre es así, aunque le niegue el favor y a nada me preste, siempre algún lazo. ¿Cómo sabe que para mí no tanto? Eso nunca se sabe, ni ella ni yo, hasta después de hecho el favor y pasado el tiempo y echadas las cuentas o acabado el tiempo. Pero sólo con esa frase ya me ha envuelto, me ha inyectado al vuelo un sentimiento de obligación o deuda, cuando obligaciones no tengo ni me recuerdo con ella deudas. Quizá debiera contestarle sin más: "Qué te hace creerte en condiciones de pedirme un favor, cualquiera, ninguno. Porque no lo estás, como en realidad no lo está nadie ante nadie, si bien se piensa, hasta la devolución de un millar de favores recibidos es voluntaria, no hay ley que la exija, o no es una escrita". Pero nunca nos atrevemos a contestar eso, ni siquiera al desconocido que se nos acerca y además no nos gusta o nos da mala espina. Parece ridículo, pero las más de las veces no hay escapatoria en primera instancia, y con la joven Pérez Nuix yo no la tengo: es una compañera; ha venido hasta casa en una noche de perros; es medio compatriota; la he dejado entrar; me habla en mi lengua; me enseña sin deliberación los muslos y son agradables; me está sonriendo; y yo soy aquí más extranjero que ella. Sí, soy nuevo.'

–Eso es mucho saber, lo que al otro va a costarle —dije, traté de rebelarme al menos contra aquella asunción, contra aquella parte. Traté de disuadirla sutil y educadamente, con esa respuesta. Demasiada educación, demasiada sutileza para quien quiere algo con fuerza y ya ha empezado a pedirlo. También me rondaban la curiosidad (aún no mucha, la mínima, la que no puede evitarse; pero con esa basta) y quizá el halago, descubrirse uno capaz de ayudar a alguien o de concederle algo, no digamos de salvarlo, eso suele preludiar complicaciones si no disgustos, vestidos todos de satisfacciones simples. Por ese halago sentido estuve a punto de añadir 'Tú dirás'. Pero me contuve: habría supuesto la anulación inmediata de mi tentativa de disuasión tan leve, o de rebelión tan apocada. Ya que me iba a rendir, que fuera no sin acoso, aunque se gastaran en él sólo salvas. Munición no iba a hacer falta.

–Es verdad, disculpa. —Era cauta, ya lo sabía, no iba a discutirme nada antes de solicitar lo que fuese, ni a llevarme la contraria ni a indisponerse conmigo, no antes; quizá después, si yo me mostraba reacio o me cerraba en banda, para convencerme, o para asustarme—. Tienes razón, es una suposición sin base. Para mí es un favor grande, y eso me hace pensar que al otro no ha de costarle mucho, por contraste. Aparte de que también lo crea, que no va a costarte. Pero quizá no debería pedírtelo, bien mirado. Es verdad que no se sabe. —Y al decir esto se irguió en el sofá e irguió el cuello al modo del animal alerta, no más que eso, como quien amaga con empezar a considerar la muy vaga posibilidad de pensar tal vez en acaso ir a marcharse. Oh no, no iba a irse, ni por asomo, no así, en modo alguno, había hecho ya suficiente esfuerzo, había rumiado, me había dedicado indecisión y tiempo. Sólo se iría con un 'Sí' o con un 'No'. O también se contentaría, seguramente, con un 'Veré qué puedo hacer, veré de hacerlo', o 'Esto otro querré a cambio', se puede siempre prometer y faltar luego a la palabra, es tan frecuente. Pero no le valdría un 'Depende'.

–No, no; no es eso. Tú dirás. Adelante, dime. —No tardé más en anular mi intento, no tardé más en rendirme. La educación es un veneno, nos pierde. Tampoco quería acostarme a las tantas y sin nada en limpio. Acaricié al perro, se lo veía cansado, el peso del agua contra su andar casi aéreo, tis tis tis, iba estando más seco. No debía de ser muy joven. Se estaba adormilando. Le di unas palmadas en el lomo, irguió el cuello como su dueña, un segundo, al notar mi mano amistosa; se dejó hacer con algo de señoritismo, bajó en seguida la cabeza sin prestar más atención, yo era de paso. Él no estaba para mojarse tanto.

–Pasado mañana o al otro, creo, o como tarde la semana que viene —se arrancó Pérez Nuix entonces, tenía por fin luz verde y no iba a desaprovecharla—, te tocará interpretar a alguien que yo conozco, en persona seguramente y quizá también en vídeos. Quiero pedirte que no lo perjudiques, que no hagas que Bertie lo descarte, así, que Tupra lo aparte o que dé un mal informe final de conjunto por desconfianza o por exceso de confianza. No tendría por qué, ese conocido mío no es tipo que engañe, yo lo sé, yo lo conozco. Pero Bertie es arbitrario a veces, o cuando ve algo muy claro puede obrar en el sentido contrario al de esa claridad, precisamente porque lo ve tan claro. Quiero decir, no sé, en fin. —Se percató de que le faltaba claridad a su frase. Lo que Pérez Nuix no sabía aún, me di cuenta, era en qué orden exponer, contar, persuadir, pedirme, pese a tanto preparativo. Casi todo el mundo lo ignora, ese orden; y falla. Hasta los que escriben. Pero ella siguió, no era cuestión de empezar de nuevo—. Yo he visto cómo alguien le causaba una impresión tan rematadamente mala que decidía favorecerlo en primera instancia y darle una oportunidad increíble; y a la inversa, cómo alguien le parecía tan recomendable que desechaba su trato y su concurso para cualquier asunto, también en primera instancia. No le gusta lo nítido, ni lo demasiado liso, lo que aparentemente es sin mezcla, porque está seguro de que siempre la hay y de que si no es perceptible se debe a un ocultamiento muy hábil o a una momentánea pereza de nuestra perspicacia. Así que cuando no se le ofrecen dudas, él se las crea. Cuando somos nosotros quienes carecemos de ellas, Rendel, Mulryan, tú, yo, los externos, Jane Treves, Branshaw, cualquiera, él las aporta. Nos las expone, nos las inventa. Recela tanto de lo indudable que modifica su veredicto por eso, en contra de su propia certeza, no digamos de las nuestras. Es infrecuente, porque casi nunca se da un convencimiento pleno ni él pondría la mano en el fuego por un ser humano, Tupra sabe bien que no hay nadie de una pieza, o que nadie persevera indefinidamente en quién es, ni en quién fue, ni siquiera en quien aspira a ser y aún no ha sido un solo día. 'That's the way ofthe world', ya sabes; dice eso y continúa, nada espera y nada le extraña. —'Es el estilo del mundo', sí, se lo había oído ya un par de veces—. Pero cuando cree poder afirmar convencido, entonces niega o suspende la afirmación, eso que a nosotros no nos permite. Para eso está sólo él, para introducir la objeción, la sospecha, para contradecirnos y contradecirse, y corregir cuanto haga falta. Raro es el caso de una certidumbre suya, pero se ha dado de tarde en tarde: y si alguien le parece muy de fiar o muy íntegro, tanto que no cabe dudarlo, lo más probable es que en la práctica lo trate como a un rufián al acecho, y que desaconseje confiar en él a quien le haya solicitado el informe. Y al revés, lo mismo: si a un sujeto lo encuentra desleal sin remedio, casi por vocación, dijéramos, es posible que entonces sugiera contar con él una vez al menos, probarlo. Eso sí, advirtiéndoselo al cliente: una vez y no más hasta ver, en negocio de poca monta y sin mucho riesgo.

La joven Pérez Nuix había iniciado su petición pero al instante la había dejado flotando inconcreta, sin concluirla ni centrarse en ella, luego seguía aplazándola o dosificándola o preparándome para ella, no sería 'un momentito' el hablar conmigo, según su anuncio desde la calle. O era sólo eso otro, que desconocía el orden del planteamiento y las frases se le agolpaban, y se desviaba y se bifurcaba por tanto, y a mí me surgían entonces preguntas preliminares aisladas relativas a lo que ella iba diciendo, me llamaron la atención varias cosas soltadas sin la voluntad de soltarlas o sin conciencia de mis ignorancias. La conversación sería aún menos breve, si me paraba en ellas.

–¿Jane... Treves, Branshaw? —Fue mi interrogación primera. Me paré en esos nombres, no supe pasar de largo.

–Sí, t, r, e, v, e, s—contestó la joven, quizá creyendo por mi pequeña pausa que yo no los había pillado bien, de hecho deletreó en inglés de manera automática, en español no se acostumbra tanto: 'ti, ar, i, vi, i, es', así a nuestro oído (y en efecto yo lo había entendido como Trevis o Travis escrito). Biográficamente ella era bastante más que medio inglesa. Hablaba mi lengua con tanta facilidad como yo o sólo un poco más lento, y contaba con buen vocabulario incluso libresco, pero de vez en cuando se le colaba algo raro (aquel 'así', aquel 'dijéramos') o incurría en un anglicismo o la arrastraba la entonación de la isla; su co zera más suave de lo habitual, como la de los catalanes en su castellano, también su go j; su sonido tno llegaba a salirle alveolar del todo ni su kplosivo como a los ingleses, por suerte, eso habría hecho su dicción en español muy afectada, casi irritante en quien tan bien lo dominaba. Sin embargo era el otro apellido, Branshaw, el que me hacía gracia, aunque no iba a ponerme a indagar sobre él ni a explicarle por qué, no era el momento, con el hablar hay que andar siempre en guardia, se torna infinito al menor descuido, como una flecha imparable pero que jamás alcanzara un blanco, y siguiera volando hasta el fin de los tiempos sin aminorar su marcha. Así que no insistí, no me paré más ahí, todo eso hay que evitarlo, abrir y abrir más asuntos o paréntesis que nunca se cierran, cada uno con sus mil incisos enlazados dentro—. Gente a la que recurre Bertie, informantes ocasionales, de fuera, más o menos especializados en territorios, en ambientes. Ya, aún no has coincidido con ellos —añadió como si cayera en la cuenta y dando así la cuestión por zanjada, no quería detenerse en eso, yo tampoco. Se le escapaba llamar Bertie a Tupra; se enmendaba pero recaía, así lo tenía registrado en su mente sin duda, así le venía a su pensamiento, pese a que en el trabajo se dirigía a él como Bertram, en mi presencia al menos, con confianza pero más formalmente, habría equivalido en mi lengua a un tuteo respetuoso. A mí todavía no me había dado él permiso ni para llegar a eso, vendría más tarde, a instancias suyas, no mías.

–¿Qué quieres decir, a quien le haya solicitado el informe? —Esa fue mi segunda y preliminar pregunta—. ¿Qué quieres decir, al cliente? Creía que no había más que uno, siempre el mismo; aunque con diferentes rostros, no sé, la Armada, el Ejército, tal o cual Ministerio o tal Embajada, o Scotland Yard, o la judicatura, o el Parlamento, no sé, el Banco de Inglaterra o incluso Buckingham. Quiero decir el Gobierno. —Iba a haber dicho 'los Servicios Secretos, el MI6, el MI5', pero todo eso en mis labios se me anticipó ridículo, así que lo sorteé y lo sustituí sobre la marcha—. O la Corona, en fin, El Estado.

Me pareció que la joven Pérez Nuix tampoco deseaba entretenerse en eso, había soltado su parrafada primera sin contar con el efecto lateral de mis curiosidades. Quizá formulaba su petición por etapas calculadamente —tal vez me acostumbraba de antemano a ella: que me hiciera a la idea en varias fases, lo fundamental de esa petición ya estaba claro; o era la índole—, pero no querría que se le extraviara entre inesperadas cuestiones de procedimiento y prolegómenos y explicaciones largas.

–Bueno, es así por lo general, tengo entendido, pero hay excepciones. Sólo de vez en cuando sabemos para quién informamos exactamente, a quién sirve lo que interpretamos. Lo que dictaminamos. Quiero decir nosotros, Tupra imagino que lo sabrá o lo deducirá casi siempre. O puede que ni siquiera tanto, algunos encargos le llegan por intermediarios de intermediarios, seguro, y él no hace preguntas si no está en condiciones de hacerlas sin crear suspicacias ni ocasionarse perjuicio. Y eso lo distingue bien, cuándo; lleva la vida entera midiéndolo. Pero se lo olerá, supongo, de quiénes vienen cada vez los encargos. Él ve a través de las paredes. Rastrea los orígenes. Es muy listo.


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