Текст книги "Baile Y Sueño"
Автор книги: Javier Marias
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Современная проза
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Una vez me tocó atender y lisonjear a una señora italiana que se despedía de la juventud con excesiva parsimonia y bastante aspaviento y multitud de caprichos menores, o si los tenía también mayores no me cumplió a mí, por suerte, asistir a ellos ni negárselos o satisfacérselos. Era la mujer de un compatriota (suyo) llamado Manoia, con el que Tupra se dedicó a hablar de política y de finanzas en la medida en que pude enterarme de lo que se decían. La verdad es que mi curiosidad era tan escasa que casi nunca lograba interesarme por los asuntos que mi transitorio jefe se trajera entre manos; así, rara vez prestaba atención motu proprio, y aun descubría a menudo, cuando él me la reclamaba, que sus posibles intrigas, encargos, exploraciones o trueques me traían sin cuidado. Quizá porque tampoco estaba jamás muy al tanto, y es difícil involucrarse en lo demasiado troceado y borroso y fuera de nuestra influencia. (Notaba que la joven Pérez Nuix sí seguía mucho más los procedimientos y sus meandros, y que lo procuraba; a Mulryan no le quedaba más remedio que hacerlo, era quien llevaba —según mi impresión, cómo decirlo– la agenda y las cuentas y el inventario de lo irresuelto, de lo aún no domado o no ultimado; en cuanto a Rendel, pronunciarse era aventurado, tendía a permanecer mucho rato en silencio o bien, en cuanto bebía o quizá fumaba —el olor de mi tabaco no era el único de nuestro despacho—, le daba por soltar parrafadas y encadenar no pocas bromas con grandes risas para celebrarlas, hasta que volvía a su mutismo de nuevo, ambas fases nimbadas por una especie de humareda o cúmulo desazonantes.) Si algo capté aquella noche fue porque el inglés hablado por el marido italiano era bastante más pastoso de lo que él se pensaba, y Tupra me requería (una veloz agitación de dos dedos, o sus cejas como tiznones solicitando auxilio) para que le lanzara un cable y les tradujera unas frases o alguna palabra clave cuando ambos se hacían un sostenido enredo y corrían ya grave riesgo de entender lo contrario de lo que recíprocamente se proponían o se concedían, o con que transigían.
El apellido Manoia me parecía meridional, más por intuición que por conocimiento, lo mismo que la pronunciación italiana del individuo (convertía consonantes sordas en sonoras, de modo que lo que uno le oía era, de hecho, 'ho gabido' enlugar de 'ho capito'), pero su pinta era más de mafioso romano —quiero decir vaticano– que siciliano o calabrés o napolitano. Las grandes gafas de violador o de funcionario aplicado, o de ambos tipos que no se excluyen, se las subía constantemente con el pulgar aunque no se le resbalasen, y la mirada le resultaba casi invisible por culpa de los extensos reflejos y de la incesante movilidad de sus ojos mates (café con leche, su color aproximado), como si tuviera dificultades para fijarlos más allá de unos segundos, o aversión a que se los escrutaran. Hablaba en voz baja pero sin duda potente, sería hiriente cuando la alzara y quizá por eso la atenuaba, con una mano sobre la otra pero sin apoyar los codos sobre la mesa ni siquiera uno, es decir que las aguantaba en el aire con obligada incomodidad al cabo de unos minutos, o puede que se tratara de una pequeña mortificación voluntaria, recordatoria, de católico integérrimo o tal vez negrérrimo, del ala más tenebrosa y del Cristo legionaria. Parecía manso y anodino en primera instancia, excepto por una barbilla demasiado larga (a prognato no llegaba) que a buen seguro lo habría llevado a incubar rencores de los más tenaces —esto es, sin destinatario– durante la adolescencia o incluso la infancia, a poco ensimismada o tediosa que hubiera tenido ésta; y en su forma de encoger ese mentón invasivo, mordiéndose la mucosa bucal más a diente, uno podía notar una mezcla de inveterada vergüenza jamás ahuyentada y de disposición general para la represalia, que debía de ejercer, no sé, a la menor provocación o pretexto y aun sin necesidad de ellos, como acostumbran los justicieros o los que lo son muy subjetivos. Un hombre irascible, aunque seguramente no tendría esa fama sino la de ponderado, porque la cólera no la dejaría salir casi nunca y sería él el único que se la conociera y se la ventilara, si es que vale este verbo para algo que se produciría tan sólo en su interior muy caldeado. Las pocas veces en que le aflorara la ira debían de ser temibles, no para presenciarlas.
A su mujer le habría tocado en alguna oportunidad posiblemente, pero sin ser ella el objeto, eso seguro, o de otro modo no se habría mostrado tan caprichosa ni tan desenvuelta, se debía de saber con plenaria indulgencia por adelantado, o total bula. Se la veía tan llena de inseguridades nuevas pese a todo ello —cada edad pilla por sorpresa siempre, por dentro todas tardan en cumplirse muchísimo; o será en alcanzarnos– que casi costaba no ser afectuoso con ella por encima de la considerable paliza que daba, a mí en especial, su entretenedor o juguete asignado para la velada. Sin duda la quería el marido, y eso le serviría de ayuda, pero para ciertos imparables avances o retrocesos no hay ayuda en el mundo que baste. Yo le había dado charla insustancial durante toda nuestra cena en Vong, muy cerca del Hotel Berkeley, o ella a mí es más exacto: era mujer nada tímida y habladora, en eso no había yo de esforzarme; pero de vez en cuando se detenía, cruzaba los brazos bajo su escote navigatorio para realzarlo —quiero decir que lucía blusa con cuello barco; o más bien era nave vikinga o canoa, en su concreto caso—, se me quedaba mirando con sonrisa amigable y a continuación daba paso, con aspaviento no exento de gracia —digamos la imitación de un reproche con causa—, a uno de sus antojos preferidos o más persistentes: Mi dica qualcosa di tenero, va, su, signor Deza', me pedía sin transición ni preámbulo, y eso que en el restaurante exótico aún no habíamos bailado ni me tuteaba. (O me llamaba más bien 'Detsa', sonaba así como lo pronunciaba.) 'Su, signor Deza, non sia cosí serioso, cosí antipático, cosí scontroso, cosí noioso, mi dica qualcosa di carino', el ataque de mimosidad le duraba un rato. Y así me ponía en el brete de idear algo tierno o bonito para soltárselo, sin tampoco incurrir en atrevimiento ni ofensa, como Tupra me había encarecido evitar al describírmela y perorar sobre ella el día antes en su despacho, con su ojo retrospectivo para las señoras, también certero temiblemente. De Manoia no me había contado apenas, o sólo de refilón, un rasgo clave; pero sí de su querida mujer Flavia, porque él, Reresby —Tupra llevó aquella noche ese nombre, quizá era el habitual para Italia, o para el Vaticano—, no iba a estar muy disponible para procurarle la distracción y el contento.
'Complácela al máximo, Jack, en lo que se le ocurra', me había indicado. 'Pero cuidado con confundirte. Por lo que yo sé y he visto, ella no querría nada más que halagos. Los necesita a mansalva, en esta época de su vida, pero con una dosis de ellos generosa y hábil le basta para irse a dormir más satisfecha y tranquila de lo que se habrá despertado, me refiero a cada noche y a cada mañana; porque tras cada triunfo nocturno amanecerá con la misma angustia diurna, pensando: "Anoche todavía sí, pero, ¿y hoy? Soy una jornada más vieja". Y si hubieras de acompañarla dos veladas seguidas (no está previsto, descuida), te tocaría empezar de nuevo, los méritos y la labor desde cero, está inmersa en un periodo insaciable, no acumulativo, ya sabes, sin memoria de lo cosechado. Pero insaciable sólo de eso, entiéndelo bien, de galanterías y cumplidos sin fin, de afianzamiento, no de ir más lejos. Ni aunque te lo parezca, y cristalino' (bueno, 'crystal-clear'fue lo que dijo). 'Ni aunque te lo esté pidiendo con miradas y gestos, con roces y exhibiciones y hasta con palabras. Ahí no debes ceder ni equivocarte. Es un matrimonio... sí, digamos católico, seguramente muy observante en ese aspecto y luego basta, no en ningún otro, juraría que pueden saltarse todos los demás preceptos, algunos sé que se los saltan. Manoia la quiere contenta y lo que él quiera es importante, al menos mañana me importa mucho. Pero sería capaz, yo creo, de meterle una cuchillada a cualquiera que se sobrepasase, incluso verbalmente. Con toda su apariencia tibia. Así que lleva ojo y mide bien, te lo ruego, sus fronteras con el mal gusto, no vayamos a crearnos complicaciones de la manera más tonta. Las suyas, no las tuyas. Podrías engañarte con ella, entiendes. Pues bien, no te engañes. Cólmala de atenciones, pero en la duda más vale que te quedes corto, eso tiene siempre arreglo y en cambio no lo contrario. Por eso prefiero llevarte a ti y no a Rendel, aunque él sea más adecuado para una señora tan festiva y bromista como Mrs Manoia. Él a veces no sabe frenarse.'
Para mí tenía siempre algo de sorprendente la manera en que Tupra se refería a las personas que trataba, estudiaba, interpretaba o investigaba, quizá nunca se limitaba a lo primero con nadie. Pese a ser tantísimas y a sucederse rápido, para él eran todas alguien, no debían de parecerle nunca intercambiables ni simples, nunca tipos. Aunque no fuera a volver a verlas (o jamás las hubiera visto en carne y hueso, si sólo manejábamos vídeos), aunque se hiciera y nos transmitiera una opinión pobre de ellas, no las reducía a esquemas ni las daba por consabidas, como si tuviera muy presente que ni siquiera entre las vulgaridades hay dos iguales. De Flavia Manoia otro hombre habría tal vez resumido: 'La típica menopáusica reacia, aguántale las pesadeces y hazle creer que aún tumba a hombres y a ti el primero, con eso nos la habremos ganado. Tampoco su credulidad te va a costar malabarismos, porque seguro que los tumbaba a docenas, hace unos años. Mírale bien las piernas, que las conserva y las enseña con todo merecimiento, y te harás bastante idea. También el culo tiene un meneo', habría quizá apostillado ese hombre con muy difusas fronteras para el mal gusto.
Tupra, en cambio —o ya era Reresby cuando íbamos en el Aston Martin que sacaba en las noches de jactancia o coba, camino del restaurante—, llegó a adentrarse en disquisiciones complejas sobre la señora, o que iban más allá de ella y su insignificante caso (en labios del reflexivo Reresby dejaba de parecerlo tanto). Era al oírle esta clase de sutilezas cuando percibía en él la antigua huella de Toby Rylands, de quien había sido discípulo según Peter Wheeler, y entonces volvía a aparecérseme el vínculo de carácter entre los tres, o era de capacidad, o era el don compartido que también a mí me atribuían (en lo demás Tupra era tan distinto): 'Ten en cuenta que lo que en el fondo le da más pavor a Mrs Manoia', comentó ante un semáforo en rojo, 'no es su deterioro personal cercano, físico, contra el que mal que bien va luchando, sino la intuición angustiosa de que su mundo va a desaparecer, y ya languidece. Alguna de su gente de siempre ha muerto en los últimos años, de manera extemporánea unos cuantos, una mala racha; otra se ha retirado; a otra quieren retirarla sin más espera, a la fuerza. Ya no le es fácil encontrar compañía para salir todas las noches de farra, y fiestas con anfitriones, en regla, en ningún sitio las hay a diario y menos que en ninguno en Roma, hoy convertida en bostezo eterno por ese Berlusconi con su mala sombra, vaya cenizo' (bueno, dijo 'maladroitness', palabra literaria y que no significa lo mismo, pero valga esa sombra; y 'whata killjoy', añadió, es bastante aproximado eso; nunca lo había oído pero deduje el sentido, también cabría 'aguafiestas'). 'Quiero decir compañía de la tradicional, de la antigua. Hay meritorios más jóvenes que les siguen la pauta, quieren caerle a Manoia en gracia, él no piensa hacerse por ahora a un lado, en su terreno.' Reconocí aquí más bien la escuela de Sir Peter Wheeler: del mismo modo que éste había tardado siglos en aclararme qué era de Tupra 'lo suyo', este otro me mencionaba con naturalidad un 'terreno', para acerca de él no soltar prenda. La verdad es que tampoco me importaba nada. 'Pero entre esos aprendices la señora está un poco perdida, y se siente veterana. Es lo peor que puede pasarle a nadie que haya sido joven durante demasiado tiempo, bien porque se asomara muy pronto a la vida adulta, bien por exagerados pactos con el diablo (es sólo por usar la expresión clásica, esos pactos son azarosos). Luego, al no tener hijos, ella continúa siendo la niña de la casa, y eso malacostumbra mucho, se paga caro el contraste en cuanto se sale a la calle y se dan tres pasos, y en cualquier discoteca se encuentra uno compitiendo con estupor, de repente, por el título de más viejo; muy dañino para el alma, ese trasiego. Mejor frecuentar casinos.'
Me extrañó no percibir ironía en su empleo de la palabra 'alma', eso no significaba que no la hubiera. Arrancó el coche de nuevo, pero siguió hablando. Con él era casi imposible discernir cuándo sabía de cierto, con datos, y cuándo estaba ofreciendo una interpretación depurada de lo que veía; si aquí estaba al tanto de las circunstancias exactas de los Manoia o sólo las conjeturaba —en su caso era decidirlas– a partir de las otras veces en que hubiera coincidido con ellos (quizá una sola, quién sabía): '¿Te imaginas un mundo en el que ya no conoces a casi nadie, y lo que es más denigrante, en el que nadie te conoce a ti, o sólo de referencias? Eso es lo que ella empieza a vislumbrar, claro que sin decírselo aún, sin formulárselo, puede que sin la menor conciencia de que sobre todo es eso lo que la va amargando y atemorizando un poco más cada día. Pero yo ya he visto en ella, en algunos instantes, la misma mirada de precariedad y desconcierto que se instala en los ojos de los ancianos cuando se rezagan, duran más de la cuenta, sobreviven a casi todos sus coetáneos y aun a algún descendiente, le ocurre hasta a Peter Wheeler, y eso que él es afortunado, ha ido haciendo sus recambios, privilegio de los que son admirados por quienes van a sustituirlos y los sustituyen, o de los grandes maestros. Pero, ¿qué puede esperar una señora simpática, y sí, que fue muy guapa y aún lo es si quieres, dada a los festejos y a las celebraciones, su mayor mérito haber alegrado la vida a su alrededor, superficialmente?' Nunca me acostumbré a ocupar en los automóviles el sitio del conductor y no tener ante mí un volante, allí en Inglaterra. Nunca logré estar seguro de lo intencionado o casual —lo significativo u ocioso– de cada frase que pronunciaba Tupra: siempre le flotaba a uno la duda de si las debía escuchar con normalidad o anotándolas, con la retentiva al máximo, reparando en ellas sin desdeñar una palabra ni tomar una sola sílaba a beneficio de inventario. Me inclinaba por esto último a veces y la fatiga era tremenda, una tensión constante. 'Claro que eso no es poco si se ha estado cerca de vidas desagradables', añadió Tupra o Reresby, y empezó a buscar con la mirada dónde estacionar, instintivamente, hasta que en seguida cayó o fingió caer en la cuenta: 'Nos aparcarán el coche los del restaurante'.
‘Qué puede esperar casi nadie, a la hora de hacer relevos o de tener recambios', pensé mientras salíamos los dos del Aston Martin y Tupra le daba al portero las llaves junto con instrucciones largas y minuciosas o más bien maniáticas. 'Los admirados como los no admirados o los despreciados, los maestros como los secuaces, Tupra o yo o esa alegre señora, qué aspiraciones nos caben', me dije sin prestarle atención a él ahora, no hablaba para mis oídos. 'Uno se conforma con lo que le va llegando y hasta bendice que le llegue aún algo o sobre todo alguien, por rebajadas versiones que sean de lo suprimido o interrumpido o de los añorados; es difícil, cuesta mucho suplir a las figuras perdidas de nuestra vida, y se va eligiendo poco o nada, se precisa un esfuerzo de convencimiento para cubrir las vacantes, y qué mal nos resignamos a que se reduzca el elenco sin el cual no nos soportamos ni apenas nos sostenemos, y aun así se reduce siempre si no morimos o si no muy rápido, no hace falta llegar a viejo ni tan siquiera a maduro, basta con tener a la espalda algún muerto querido o algún querido que dejó de serlo para convertirse en odiado u omitido nuestro, en nuestro aborrecido o borrado máximo, o con serlo nosotros de alguien que nos puso la proa o nos expulsó de su tiempo, nos apartó de su lado y de pronto negó conocernos, un encogimiento de hombros al vernos mañana el rostro o al oír nuestro nombre que susurraban anteayer muy suavemente sus labios. Sin decírnoslo, sin formulárnoslo, percibimos esa dificultad enorme del reemplazamiento, así que a la vez nos prestamos todos a ocupar vicariamente los lugares vacíos que otros van asignándonos, porque comprendemos y participamos de ese mecanismo o movimiento sustitutorio universal continuo de la resignación y la mengua, o del capricho a veces, y que al ser de todos es el nuestro; y así aceptamos ser remedos, y vivir cada vez más rodeados de ellos. Quién sabe quién nos sustituye y a quién sustituimos nosotros, sólo sabemos que sustituimos y se nos sustituye siempre, en todas las ocasiones y en todas las circunstancias y en cualquier desempeño y en todas partes, en el amor, la amistad, en el empleo y en la influencia, en la dominación, y en el odio que también mañana se cansará de nosotros, o pasado mañana o al otro o al otro. Sólo sois y sólo somos como nieve sobre los hombros, resbaladiza y mansa, y la nieve siempre para. No sois ni somos como la gota o mancha de sangre, con su cerco que se resiste a desaparecer y se aferra a la loza o al suelo tan furiosamente para hacer más difícil su negación o su difuminación o su olvido; es su manera insuficiente, ingenua, de decir "Yo he sido", o "Soy aún, luego es seguro que he sido". No, no sois ni somos como la sangre ninguno, y además ella también acaba por perder su batalla o su pulso o su desafío, y al final no deja rastro. Es sólo que costó más tiempo eliminarlo, y que la voluntad de aniquilación hubo de empeñarse en ello.'
Así que en la discoteca, cuando la señora Manoia había bebido moderadamente durante la cena y moderadamente mientras contemplaba con tentación y un pie rítmico los alocados y masivos bailes —pero dos moderaciones pueden sumar un exceso—, y ya me llamaba Jacopo o Giacomo esdrújulamente en su lengua y por supuesto me daba del tú y exigía que se lo diera yo a ella, según dice el italiano para tutearse, aprovechó una tregua o cambio de registro en la música de una de las dos pistas para empeñarse en bailar unos lentos, o tal vez sólo semilentos, primero con su marido, que se quitó las gafas para echarles vaho y pasarles gamuza y le devolvió una mirada miope declinatoria, luego con Tupra, que se disculpó con una mano abierta mediante la cual le indicaba sus inconclusos deberes de hospitalidad y negocio hacia el cónyuge remiso a la danza (demasiado ruido para que nadie se hablara más que al oído y a voces, o si no sólo por señas), y por último conmigo, a quien no cupo sino satisfacerla. Me llamó la atención que, pese al previsible resultado de sus tanteos y a haberla atendido yo sobre todo a lo largo de la velada, y profesarme para entonces ella tanta simpatía como le iba tomando yo afecto —ambas cosas tan transitorias que a la mañana siguiente podríamos ni recordarlas, uno y otro sin mala conciencia—, observara las jerarquías al solicitar pareja, eso denotaba un sentido del respeto arraigado y fuerte.
Y tal vez fue eso, habernos dado la oportunidad a los tres varones en el adecuado orden, lo que la hizo considerarse con venia para enlazarse con su partenaireobligado de cualquier manera tempestuosa y aun puede que poco púdica, quiero decir que se apretó contra mí con furia, casi con daño. No es que estuviera en su ánimo hacérmelo, sino que no controlaba su verdadero volumen enteramente, pienso (del mismo modo que los mochileros no son conscientes de lo que abultan, pues por mucho que lo procuren no logran sentir como parte del cuerpo su idolatrado fardo o lapa a la espalda), ni podía hacerse idea del impacto que sufrió mi pecho por culpa de los dos suyos, durísimos como leños y puntiagudos como estacas —su busto era madera por fuerza, o acaso granito compacto—. Aquella mujer había exagerado, había olvidado todo límite en su fervor por fortificarlos y apuntalarlos, seguramente en tantas etapas que su memoria se engañaba respecto a cuándo la última y en total cuántas. A la vista eran gustosos, sin duda los beneficiaba el escote en canoa o en góndola, pero bien mirado era imposible que la zona sobresaliente transmitiese sensación navigatoria alguna. Qué se habría metido, incrustado, puesto, propulsado a chorro, inyectado o edificado mi jovial señora Manoia, mármol, una ciudadela, hierro, panteones, antracita, acero, era como si me hubiera clavado dos estalactitas gruesas, o dos planchas picudas aunque sin parte plana, proas de quilla punzante como la de ese utensilio doméstico pero todas redondeadas. Me pareció la degeneración de un desvarío contemporáneo, y también un cierto abuso; comprendí que su marido evitara la acometida contra tales baluartes, y Tupra, supuse, con su ojo más raudo y mejor que el mío, habría calibrado de un vistazo los riesgos de esa colisión de frentes (me refiero al del varón con aquellas pirámides horizontales o quizá carbunclos gigantes, pues la blusa o camiseta de barco era de color vino tinto un poco aguado, y las neuróticas luces de la discoteca la hacían desprender fulgores, y aun irisaciones). Era sin embargo difícil indignarse con Flavia Manoia, o desairarla con conciencia de poder incurrir en ello: demasiado cariñosa, festiva y desamparada, a la vez las tres cosas y una sola habría bastado para impedirme un rechazo brusco, o incluso un alejamiento disimulado. Así que aguanté la presión de aquellos conos como astas, confiando en que fuera ella quien pusiera pronto distancia, aire, aunque el verbo confiar es inadecuado, pues lo cierto es que desesperaba. Reresby habría tenido razón, como casi siempre, al encomendar sus piernas, si hubiera llegado a hacerlo; y a la señora había que reconocerle que sabía elegir el corto o largo de falda perfecto para su complexión y estatura, tres dedos sobre la rodilla; si uno la veía de lejos, con su ágil sensualidad danzante, su robusto busto rígido, sus pantorrillas y demimuslos bien formados y algo rocosos, así como su culo que valdría un meneo según un hombre al que impacientara el buen gusto, podía dar la impresión que cada noche ella buscaba, y obligar a su marido —vi con leve inquietud en seguida– a volverse a colocar las gafas, ya limpias, para vigilar de reojo sus pasos y sus abrazos. El diablo no siempre exige exageraciones o no a todos se las admite, y pacta sin duda con gradación infinita en lo relativo a las apariencias, quizá afine mucho con las distancias: a veces salva un cuerpo o una cara de lejos y en la penumbra, para condenarlos y hundirlos alumbrados y de cerca (no suele consentir en lo inverso). No era este el caso exactamente —los rasgos de la señora Manoia me habían parecido en el Vong muy gratos, aunque no tentadores, tampoco eso—, pero su imagen en movimiento exaltado y con individuo en los brazos resultaba más atrayente que en reposo y engullendo, o bien chupando cangrejos: lo bastante, en todo caso, paraque alguien acodado a una barra, a unos cuantos metros o yardas, se irguiera para otear y olfatear la pista, y más aún, empezara a agitar ambas manos en señal de saludo histriónico al reconocer al individuo que ella estrujaba con fanatismo práctico, conocido comúnmente como pareja de baile.
No lo reconocí yo a él al principio. La señora Manoia me hacía dar tantas vueltas —más que un semilento ejecutó un semirrápido, y yo a su son y a sus órdenes– que no lograba fijar la vista en ningún sitio más que décimas de segundo, peor que en el tiovivo. Hasta el punto de que lo tomé por un negro, por culpa de la mala visibilidad y de mi trote precipitado y porque vestía una chaqueta muy clara, de poderosas hombreras y varias tallas más grande de la que le correspondía, y sólo he visto atreverse con semejante clase de prenda, holgada pero con apresto, muy recta, a algunos miembros de esa raza, sobre todo a nuevos ricos fornidos más o menos del espectáculo: atletas, boxeadores, celebridades de televisión, raperos de la rama dandy. Durante unos instantes creí que sería uno de éstos, porque en su oreja izquierda brillaba un pendiente, me pareció de aro, un poco largo y en exceso oscilante para la moda preferida entonces entre la modernidad ultranocturna y no sé si ahora (salgo menos), como si se lo hubiera prestado una zíngara o se lo hubiera arrebatado a un pirata de los que ya no existen desde hace doscientos años, al menos en Occidente. Por fortuna no se tocaba con sombrero de ala estrecha ni ancha, tampoco con pañuelo anudado haciéndole cola en la nuca al estilo bucanero, bandanas los llaman ahora (podía haberle dado por conjuntarse), llevaba el pelo hacia atrás, untado, planchado o más bien tirante, tanto que en segunda y confusa instancia temí que se lo sometiera con algo peor todavía, a saber, una redecilla negra como las de nuestros majos goyescos, o es acaso a los toreros de época a quienes he visto lucirlas sin avergonzamiento en los grabados y cuadros, de Goya también más que de nadie. Si digo por fortuna no es sólo porque me parezcan patéticos o sin más grandes farsantes cuantos hoy se cubren la cabeza, no digamos ya si es bajo techo (van con ínfulas de originalidad biográfico-artística más aún que indumentaria, los varones como las mujeres, pero más afectados aquéllos y sin perdón posible, aunque son de bofetada las que llevan bereto fina boina, sea recta o ladeada), sino porque al darme al fin cuenta de quién era el pollo negro o no negro, o el cuervo o buitre de barra (fue un momento que me concedió de fijeza mi peonza vaticana: se abstuvo de girar unos diez segundos y pude mirar sin mareo a la figura que manoteaba en el aire), pensé que con sombrero de músico o pañuelo filibustero no lo habría soportado; no la visión desde luego, y menos su compañía ante testigos que me conocían, intolerable que nadie me hubiera asociado al sujeto, ni siquiera como compatriota: me habría negado a mí mismo con tal de mantenerlo a distancia, me habría improvisado otro nombre (Ure o Dundas sin ir más lejos, esa noche estaban libres), me habría fingido desconocido y por supuesto británico o canadiense a ultranza, le habría dicho con fuerte acento de imitación: 'Mí no comprender. No Spanisti. Y ante su probable y barbarista insistencia habría eliminado resquicios: 'No Spanglish either, hombre'.
Así que al reconocerlo, y no ver sobre su cabeza tocado temible alguno (algo era algo), me limité a sentir incredulidad en mi pecho mártir, es decir que alcancé a pensar esto, en medio de mi agudizado baile: 'Santo cielo, no puede ser. El agregado De la Garza pulula por las discotecas de Londres vestido de rapero negro dandy, o quizá es de apoderado negro de boxeador también negro. Tal vez, incluso, a estas horas, él mismo se crea un negro'. Y acerté a añadirme: 'Gran capullo; y además blanco'. Allí estaba un hombre al que impacientaba el buen gusto, o en quien el malo era tan invasivo que arrasaba toda frontera, las nítidas como las difusas; y aún más, un tipo dispuesto a hallarle interés lascivo a casi cualquier ser femenino —o era interés más bien puerco, cercano al meramente evacuatorio—, si en casa de Sir Peter Wheeler había sido capaz de encontrárselo, y nada escaso, a la prevenerable viuda reverenda o Deana Wadman, con su escote esforzado y mullido y su collar pétreo precioso de gajos. (Quiero decir a cualquier ser femenino humano, no me gustaría insinuar cosas que ignoro, y sin indicios.) Flavia Manoia, de edad tal vez parecida pero con notables más garbo y rastro (rastro de su belleza, se entiende), podía en verdad trastornarlo a dos copitas que llevara él encima o que planeara agregarse en los minutos próximos. La memoria asociativa instantánea me hizo buscar con la mirada, ilógicamente, al prevetusto Lord Rymer, la maléfica y famosa Frasca de Oxford con la que De la Garza había compartido tantos brindis en la cena fría y que incitaba infaliblemente a beber a espuertas a quien se le pusiera a tiro de recipiente (o bien de flask, que es lo mismo). Pero su celebridad y sus movimientos dificultosos habían quedado confinados a territorio estrictamente oxoniense desde su jubilación en la Cámara y el consiguiente abandono de sus legendarias intrigas en las ciudades de Estrasburgo, Bruselas, Ginebra y por supuesto Londres (quizá él no era par vitalicio, pero se rumoreó que la creciente sabiduría etílica de sus intervenciones ante los Lores —una sabiduría insatisfecha siempre– acabó por aconsejarle una prematura renuncia a su escaño); y con su silueta abombada y sus pies tan deficientes no se habría aventurado nunca en el mundo de las discotecas brutales, ni aun llevado por De la Garza y otro en la sillita de la reina.
Confié en que Rafita estuviera acompañado de ese otro o de varios, de alguien en todo caso, y así lo creí con mediano alivio (pero de nuevo algo era algo) cuando vi que también lanzaba saludos, o más bien hacía desdeñosos gestos de imponer espera y paciencia a un grupo de cuatro o cinco personas sentadas a una mesa no alejada de la de Tupra y Manoia, personas españolas todas a buen seguro, o en su mayoría, por lo gritón de sus voces y lo exhibicionista de sus carcajadas (y además una fingía —un maromo– seguir la música idiótica con muy grande sentimiento, tanto que se le ponía incongruente cara de oír flamenco purísimo y padeciente, el cual no sonaría allí por los siglos ni en versión adulterada y rumbosa: era local exclusivo de estrépito y aturdimiento, lo más idióticamente chic de la temporada entre las juventudes no extremas y sí bastante adineradas, quizá elegido por Tupra para agradar así a Flavia Manoia, o para que a él no pudiera escucharlo más oído que el arrimado a sus labios).
–Joder, joder, Deza, ¿dónde te has agenciado a esta titi, tío? —Esas fueron las primeras y repugnantes y aun deprimentes palabras del gran capullo Rafita cuando ya no pudo aguantarse e invadió la pista balanceándose en un terrible remedo —en efecto– de los andares de un negro achulado, la pieza semilenta aún inconclusa y por lo tanto también nuestro semirrápido baile—. Anda, preséntame, anda cabrón, no me seas egoísta. ¿Está contigo o la acabas de levantar aquí mismo? —Debía de tomar por inglesa a la señora Manoia y se sentía otra vez impune en su lengua, seguro que se pasaba su majadera vida en Londres con tal perpetuo sentimiento, un día le haría meter bien la pata hasta el fondo y lo convertirían en puré o picadillo. Yo continuaba girando y él giraba tras de mí (quiero decir a mi espalda), hablándole a mi cogote con enorme desparpajo, sin que eso le supusiera extrañeza ni incomodidad siquiera: recordé su especialidad en entrometerse en las conversaciones ajenas hasta dinamitarlas, nada tenía de particular que se inmiscuyera igualmente en las danzas y las pulverizara—. Me juego una primera de Lorca a que se la has levantado aquí a algún imbécil. Es que donde nosotros pongamos pica, ya se sabe.