Текст книги "Paula"
Автор книги: Isabel Allende
Жанр:
Современная проза
сообщить о нарушении
Текущая страница: 18 (всего у книги 25 страниц)
El avión se elevó a través de un colchón de nubes y minutos más tarde cruzaba los picos nevados de la cordillera de los Andes.
Esas cimas blancas asomadas entre nubes invernales fueron la última imagen que tuve de mi patria. Volveré, volveré, repetía como una oración.
Andrea, mi nieta, nació en el cuarto de la televisión, en uno de los primeros días calientes de primavera. El apartamento de Celia y Nicolás queda en un tercer piso sin ascensor; no es práctico en caso de una emergencia, por eso escogieron nuestra planta baja para traer a la criatura al mundo, una pieza grande con ventanales asomados a la terraza, donde transcurre la vida cotidiana; en días claros pueden verse tres puentes de la bahía y en la noche titilan al otro lado del agua las luces de Berkeley. Celia se ha adaptado tanto al estilo de California, que decidió aplicar la música del universo hasta las últimas consecuencias, saltándose el hospital y los médicos para dar a luz en familia. Los primeros síntomas comenzaron a medianoche, al amanecer Celia se encontró de súbito bañada en aguas amnióticas y poco después se trasladaron a nuestra casa. Los vi aparecer con el aire ofuscado de las víctimas de catástrofes naturales, en chancletas, con una gastada bolsa negra con sus pertenencias y cargando a Alejandro en pijama y todavía medio dormido. El chiquillo no sospechaba que dentro de pocas horas tendría que compartir su espacio con una hermana y terminaría para siempre su reinado totalitario de hijo y nieto único. Un par de horas más tarde llegó la matrona, una mujer joven, dispuesta a correr el riesgo de trabajar a domicilio, manejando una camioneta cargada con los equipos de su oficio, y vestida de caminante con pantalones cortos y zapatillas de gimnasia. Se integró tan bien a la rutina familiar, que al poco rato estaba en la cocina preparando desayuno
con Willie.
Entretanto Celia paseaba sin perder nunca la calma apoyada en Nicolás, respirando corto cuando el dolor la doblaba, y descansando cuando la criatura en su vientre le daba tregua. Mi nuera lleva en las venas canciones secretas que marcan el ritmo de sus pasos cuando camina, durante las contracciones jadeaba y se mecía como si escuchara por dentro una irresistible tamborera venezolana. Hacia el final me pareció que en algunos momentos empuñaba las manos y un ramalazo de terror pasaba por sus ojos, pero enseguida su marido encontraba su mirada, le susurraba algo en la clave privada de los esposos y ella aflojaba la tensión. Así pasó el tiempo, vertiginoso para mí y muy lento para ella, que soportó esa prueba sin un quejido, calmantes ni anestesia. Nicolás la sostuvo, mi humilde participación consistió en ofrecerle hielo picado y jugo de manzana, y la de Willie en entretener a Alejandro, mientras desde una distancia prudente la partera seguía los acontecimientos sin intervenir y yo recordaba mi propia experiencia cuando nació Nicolás, tan diferente a ésta. Desde el instante en que crucé el umbral del hospital perdí mi sentido de identidad y pasé a ser un paciente sin nombre, sólo un número. Me desnudaron, me entregaron una bata abierta en la espalda y me llevaron a un sitio aislado, donde fui sometida a algunas humillaciones adicionales y luego quedé sola. De vez en cuando alguien exploraba entre mis piernas, mi cuerpo se había convertido en una sola caverna palpitante y adolorida; pasé un día, una noche y buena parte del día siguiente en esa laboriosa tarea, cansada y medio muerta de miedo, hasta que finalmente me anunciaron que se acercaba el desenlace y me llevaron a un pabellón. De espaldas sobre una mesa metálica, con los huesos convertidos en ceniza y cegada por las luces, me abandoné al sufrimiento. Ya nada dependía de mí, el bebé braceaba por salir y mis caderas se abrían para ayudarlo sin intervención de mi voluntad. Todo lo aprendido en los manuales y en los cursos previos no me sirvió de nada. Hay un momento en que el viaje iniciado no puede detenerse, rodamos hacia una frontera, pasamos a través de una puerta misteriosa y amanecemos al otro lado, en otra vida. El niño entra al mundo y la madre a otro estado de conciencia, ninguno de los dos vuelve a ser el mismo. Con Nicolás me inicié en el universo femenino, la cesárea anterior me había privado de un rito único que sólo las hembras de los mamíferos comparten. El proceso alegre de engendrar un niño, la paciencia de gestarlo, la fortaleza para traerlo a la vida y el sentimiento de profundo asombro en que culmina, sólo puedo compararlo al de crear un libro. Los hijos, como los libros, son viajes al interior de una misma en los cuales el cuerpo, la mente y el alma cambian de dirección, se vuelven hacia el centro mismo de la existencia.
El clima de tranquila alegría que reinaba en nuestra casa cuando nació Andrea en nada se parecía a mi angustia en ese pabellón de maternidad veinticinco años atrás. A media tarde Celia hizo una señal, Nicolás la ayudó a subir a la cama y en menos de un minuto se materializaron en la habitación los aparatos e instrumentos que la matrona traía en su camioneta. Esa muchacha en pantalones cortos pareció envejecer de súbito, le cambió el tono de voz y milenios de experiencia femenina se reflejaron en su cara pecosa.
Lávese las manos y prepárese, que ahora le toca trabajar a usted, me dijo con un guiño. Celia se abrazó a su marido, apretó los dientes y empujó. Y entonces, en una oleada de sangre surgió una cabeza cubierta de pelo oscuro y un pequeño rostro aplastado y púrpura, que sostuve como un cáliz con una mano, mientras con la otra desprendía de un gesto rápido la cuerda azulada que envolvía el cuello. Con otro brutal empeño de la madre apareció el resto del cuerpo de mi nieta, un paquete ensangrentado y frágil, el más extraordinario regalo. Con un sollozo abismal sentí en el centro de mí misma la
experiencia sagrada de dar a luz, el esfuerzo, el dolor, el pánico y agradecí maravillada el valor heroico de mi nuera y el prodigio de su cuerpo sólido y su espíritu noble, hechos para la maternidad. A través de un velo me pareció ver a Nicolás emocionado, que tomaba a la criatura de mis manos para acomodarla sobre el regazo de su madre. Ella se irguió entre las almohadas, jadeando, mojada de sudor y transformada por una luz interior, indiferente por completo al resto de su cuerpo que seguía pulsando y sangrando, cerró los brazos en torno a su hija y, doblada sobre ella, le dio la bienvenida con una catarata de palabras dulces en un lenguaje recién inventado, besándola y olisqueándola como hacen todas las hembras, y se la puso al pecho en el gesto más antiguo de la humanidad. El tiempo se congeló en el cuarto y el sol se detuvo sobre las rosas de la terraza, el mundo retuvo el aliento para celebrar el prodigio de esa nueva vida. La matrona me pasó unas tijeras, corté el cordón umbilical y Andrea inició su destino separada de su madre. ¿De dónde viene esta pequeña? ¿Dónde estaba antes de germinar en el vientre de Celia? Tengo mil preguntas que hacerle, pero temo que cuando pueda contestarme ya habrá olvidado cómo era el cielo… Silencio antes de nacer, silencio después de la muerte, la vida es puro ruido entre dos insondables silencios.
Paula pasó un mes en la clínica de rehabilitación, terminaron de examinarla y medirla por dentro y por fuera y nos entregaron un informe demoledor. Michael vino de Chile y Ernesto también estaba aquí con un permiso especial de su trabajo. Consiguió que su oficina lo trasladara a Nueva York, al menos quedamos en el mismo país, a seis horas de distancia en caso de una emergencia y al alcance del teléfono cada vez que la tristeza nos derrote. No había estado con su mujer desde que la trajimos desde Madrid en aquel viaje de pesadilla y a pesar de que lo mantengo informado de cada detalle, le impresionó verla tan bella y tanto más ausente.
Este hombre es como algunos árboles que aguantan vientos huracanados inclinándose, pero sin quebrarse. Llegó con regalos para Paula, entró apurado a su pieza, la tomó en brazos y la besó murmurando cuánto la echaba de menos y qué bonita se había puesto, mientras ella miraba fijamente al frente con sus grandes ojos sin luz, como una muñeca. Después se recostó a su lado para mostrarle fotografías de su luna de miel y recordarle los tiempos felices del año pasado, por último ambos se durmieron, como una pareja normal a la hora de la siesta. Ruego para que encuentre una mujer sana, de alma bondadosa como Paula, y sea feliz lejos de aquí, no debe permanecer atado a una enferma por el resto de su vida; pero todavía no puedo hablarle de eso, es demasiado pronto. Médicos y terapeutas que trataron a Paula reunieron a la familia y dieron su veredicto: su nivel de conciencia es nulo, no hay signos de cambio en estas cuatro semanas, no pudieron establecer ninguna comunicación con ella y lo más realista es suponer que se irá deteriorando. No volverá a hablar ni tragar, nunca podrá moverse por voluntad propia, es muy difícil que llegue a reconocer a alguien, aseguraron que la rehabilitación es imposible pero los ejercicios son necesarios para mantenerla flexible. Por último recomendaron colocarla en una institución para enfermos de este tipo, porque requiere cuidados permanentes y no puede estar sola ni un minuto. Un silencio largo siguió a las últimas palabras del informe. Al otro lado de la mesa estaban Nicolás y Celia con los niños en brazos y Ernesto con la cabeza entre las manos.
– Es importante decidir qué se hará en caso de neumonía u otra infección grave. ¿Optarán por tratamiento agresivo? – preguntó uno de los médicos.
Ninguno de nosotros entendió sus palabras.
– Si le administran dosis masivas de antibióticos, o la colocan en Cuidados Intensivos cada vez que eso ocurra, podrá vivir muchos años. Si no recibe tratamiento, morirá antes – explicó.
Ernesto levantó la cara y nuestros ojos se encontraron. Miré también a Nicolás y a Celia y sin vacilar ni ponerse de acuerdo, los tres me hicieron un gesto.
– Paula no volverá a la Unidad de Cuidados Intensivos, tampoco la torturaremos con nuevas transfusiones de sangre, drogas o exámenes dolorosos. Si su estado es grave, estaremos a su lado para ayudarla a morir–dije, con una voz tan firme, que no pude reconocer como mía.
Michael salió de la sala descompuesto y pocos días más tarde regresó a Chile. En ese instante quedó claro que mi hija volvía a mi regazo y sería sólo yo quien tendría la responsabilidad de su vida y tomaría las decisiones en el momento de su muerte. Las dos juntas y solas, como el día de su nacimiento. Sentí una oleada de fuerza que me sacudió el cuerpo como un corrientazo y comprendí que las vicisitudes de mi largo camino fueron una feroz preparación para esta prueba. No estoy derrotada, todavía me queda mucho por hacer, la medicina occidental no es la única alternativa para estos casos, voy a golpear otras puertas y recurrir a otros medios, incluso los más improbables, para salvarla. Desde el principio tuve la idea de llevarla a casa, por eso durante el mes que estuvo en la clínica de rehabilitación me entrené en sus cuidados y en el uso de los aparatos de fisioterapia. En menos de tres días conseguí el equipo necesario, desde una cama eléctrica hasta una grúa para movilizarla, y contraté cuatro mujeres de Centroamérica para que me ayuden en turnos de día y de noche.
Entrevisté a quince postulantes y escogí las que me parecieron más cariñosas, porque ha terminado la etapa de la eficiencia y entramos a la del amor. Todas cargan con un pasado trágico, pero mantienen la frescura de una sonrisa maternal. Una de ellas tiene piernas y brazos marcados de navajazos; asesinaron a su marido en El Salvador y a ella la dejaron por muerta en un charco de sangre, con sus tres hijos pequeños. De algún modo logró arrastrarse hasta encontrar ayuda y poco después escapó del país, dejando a los niños con la abuela. Otra viene de Nicaragua, no ha visto a sus cinco hijos en muchos años, pero piensa traerlos uno a uno, trabaja y ahorra hasta el último centavo para reunirse con ellos algún día. El primer piso de la casa se convirtió en el reino de Paula, pero también sigue siendo el cuarto familiar, como lo era antes, donde están la televisión, la música y los juegos de los niños. En esa pieza nació Andrea hace apenas una semana y allí vivirá su tía por el tiempo que desee permanecer en este mundo.
Por los ventanales asoman los geranios del verano y las rosas plantadas en barriles, compañeras leales de muchas épocas de infortunio. Nicolás pintó las paredes de blanco, rodeamos la cama con fotografías de sus años felices, parientes y amigos, y pusimos sobre una repisa su muñeca de trapo. Resulta imposible disimular los enormes aparatos que necesita, pero al menos la habitación es más acogedora que los cuartos de hospital donde ha vivido los últimos meses. Esa mañana asoleada en que mi hija llegó en una ambulancia, la casa pareció abrirse alegremente para acogerla.
Durante la primera media hora todo fue actividad, ruido y afanes, pero de pronto ya no hubo más trajín, ella estaba instalada en su cama y las rutinas empezaban, la familia
partió a sus quehaceres, quedamos las dos solas y entonces percibí el silencio y la calma de la casa en reposo. Me senté a su lado y le tomé la mano. El tiempo se arrastraba muy lento, pasaron las horas y vi cambiar el color de la bahía y luego se fue el sol y empezó a caer la oscuridad tardía de junio. Una gata grande con manchas pardas, que no había visto antes, entró por el ventanal abierto, dio unas vueltas por la habitación reconociendo el terreno y luego se subió de un salto a la cama y se echó a los pies de Paula. A ella le gustan los gatos, tal vez la llamó con el pensamiento para que le haga compañía. La carrera apresurada de la existencia ha terminado para mí, he entrado en el ritmo de Paula, el tiempo está quieto en los relojes. Nada que hacer. Dispongo de días, semanas, años junto a la cama de mi hija, haciendo hora sin saber qué espero. Sé que nunca volverá a ser la de antes, su mente se ha ido quién sabe adónde, pero su cuerpo y su espíritu están aquí. La inteligencia era su rasgo más deslumbrante, su bondad se descubría a la segunda mirada, me cuesta imaginar que su cerebro privilegiado está reducido a un nubarrón en una radiografía, que desaparecieron para siempre su inclinación al estudio, su sentido del humor, su memoria para los detalles más pequeños. Es como una planta, dijeron los médicos. La gata puede seducirme para que le dé comida y la deje dormir sobre la cama, pero mi hija no me reconoce y no puede siquiera apretarme la mano para indicar algo. He tratado de enseñarle a parpadear, una vez para sí, dos para no, pero es tarea inútil. Al menos la tengo aquí conmigo, a salvo en esta casa, protegida por todos nosotros. Nadie volverá a invadirla con agujas y sondas, de ahora en adelante sólo recibirá caricias, música y flores. Mi tarea es mantener su cuerpo sano y evitarle dolores, así su espíritu tendrá paz para cumplir el resto de su misión en la tierra. Silencio. Sobran horas para hacer nada. Tomo conciencia de mi cuerpo, de mi respiración, de la forma como mi peso se distribuye en la silla, la columna me sostiene y los músculos obedecen mis deseos. Decido, voy a tomar agua y mi brazo se levanta y coge el vaso con la fuerza y velocidad exactas; bebo y siento los movimientos de la lengua y los labios, el sabor fresco en la boca, el líquido frío bajando por la garganta. Nada de eso puede hacer mi pobre hija, si desea beber no puede pedirlo, debe esperar que otro adivine su necesidad y acuda a echarle agua con una jeringa por el tubo insertado en su estómago. No siente el alivio de la sed satisfecha, sus labios están siempre secos, apenas puedo humedecerlos un poco, porque si los mojo el líquido puede irse a los pulmones. Detenidas, las dos detenidas en este brutal paréntesis. Mis amigas me recomendaron a la doctora Cheri Forrester que tiene experiencia en pacientes terminales y fama de compasiva; la llamé y tuve la sorpresa que había leído mis libros y estaba dispuesta a ver a Paula en la casa. Es una mujer joven de ojos oscuros y expresión intensa, que me saludó con un abrazo y escuchó con el corazón abierto el relato de lo ocurrido.
– ¿Qué quieres de mí? – me preguntó al final.
– Ayuda para mantener a Paula sana y cómoda; ayuda para el momento de su muerte, y ayuda para buscar otros recursos. Sé que los médicos no pueden hacer nada por ella, voy a intentar con medicina alternativa: santones, plantas, homeopatía, todo lo que pueda conseguir.
– Es lo mismo que haría yo si se tratara de mi hija, pero esos experimentos deben tener un límite. No puedes vivir de ilusiones y esas cosas aquí no son gratis. Paula puede permanecer en esta condición por muchos años, tienes que administrar bien tus fuerzas y recursos.
– ¿Cuánto tiempo?
– Digamos tres meses. Si en ese plazo no hay resultados apreciables, te quedas tranquila. – Está bien.
Ella me presentó al doctor Miki Shima, un pintoresco acupuntor japonés, a quien tengo reservado como personaje para una novela, si es que vuelvo a escribir ficción. Se corrió la voz y pronto empezó un desfile de curanderos ofreciendo sus servicios: uno que vende colchones magnéticos para la energía, un hipnotista que graba cuentos al revés y se los hace oír a Paula con audífonos, una santa de la India que encarna a la Madre Universal, un apache que combina la sabiduría de sus bisabuelos con el poder de los cristales y un astrólogo que ve el futuro, pero sus visiones son tan confusas que pueden interpretarse de maneras contradictorias. A todos escucho procurando no alterar la comodidad de Paula. También hice un peregrinaje donde un famoso psíquico en Oregón, un caballero con el pelo teñido en una oficina llena de animales de peluche, quien sin moverse de su casa pudo examinar a la enferma con su tercer ojo. Recomendó una combinación de polvos y gotas bastante complicada de administrar, pero Nicolás, que es muy escéptico para estas cosas, comparó la receta con un frasco de Centrum, multi vitamínico de uso corriente, y resultaron casi exactos. Ninguno de estos extraños doctores ha prometido devolver la salud a mi hija, pero tal vez puedan mejorar la calidad de sus días y lograr alguna forma de comunicación. Las cuidadoras me ofrecen también sus oraciones y remedios naturales; una de ellas consiguió agua bendita de una vertiente sagrada en México y se la administra con tanta fe, que tal vez suceda un milagro. El doctor Shima viene cada semana y nos levanta el ánimo, la revisa cuidadosamente, le pone sus delgadas agujas en las orejas y los pies y le receta homeopatía. A veces le acaricia el pelo como si fuera su hija y se le llenan los ojos de lágrimas, qué bonita es, me dice, si logramos mantenerla sana tal vez la ciencia descubra una manera de renovar las células dañadas y hasta de trasplantar cerebros ¿por qué no? Ni de vaina, doctor, le respondo, no le permitiré a nadie hacer experimentos de Frankenstein con Paula. Para mí trajo unas yerbas orientales cuya traducción exacta es «para la tristeza provocada por duelo o pérdida del amor» y supongo que gracias a ellas sigo funcionando con relativa normalidad. La doctora Forrester observa todo esto sin dar su opinión y cuenta los días en el calendario; tres meses, es todo, me recuerda en cada visita. También ella parece preocupada por mi salud, cree que estoy deprimida y agotada, y me ha recetado pastillas para dormir, advirtiéndome que no tome más de una porque pueden ser mortales.
Me hace bien escribir, a pesar de que a veces me cuesta hacerlo porque cada palabra es como una quemadura. Estas páginas son un viaje irrevocable por un largo túnel al cual no le veo salida, pero sé que debe haberla; imposible volver atrás, todo es cuestión de seguir avanzando paso a paso hasta el final. Escribo buscando una señal, esperando que Paula rompa su implacable silencio y me conteste sin voz en estas hojas amarillas, o tal vez lo hago sólo para sobreponerme al espanto y fijar las imágenes fugaces de la mala memoria. También me hace bien caminar. A media hora de la casa hay cerros y bosques tupidos donde voy a respirar profundo cuando me ahoga la angustia o me agobia el cansancio. El paisaje, verde, húmedo y algo sombrío, se parece al del sur de Chile, los mismos árboles centenarios, el aroma intenso de eucalipto, pino y menta salvaje, los riachuelos que en invierno se convierten en cascadas, gritos de pájaros y chillar de grillos. He descubierto un lugar solitario donde las copas vegetales forman una alta cúpula de catedral gótica y un hilo de agua se desliza con música propia entre las piedras. Allí me instalo escuchando el agua y el ritmo de la sangre en mis venas, tratando de respirar con calma y de volver a
los límites de mi propia piel, pero no encuentro paz, se atropellan en mi mente las premoniciones y los recuerdos. En los momentos más difíciles del pasado buscaba también la soledad de un bosque.
Desde el momento en que crucé la cordillera que marca la frontera de Chile, todo empezó a ir mal y fue empeorando en los años siguientes. No lo sabía aún, pero había comenzado a cumplirse la profecía de la vidente argentina: tendría por delante muchos años de inmovilidad. No sería entre los muros de una celda o en una silla de ruedas, como imaginamos con mi madre, sino en el aislamiento del exilio. Perecieron las raíces de un solo hachazo y tardaría seis años en desarrollar otras plantadas en la memoria y en los libros que escribiría. Durante ese largo tiempo la frustración y el silencio serían mi cárcel. La primera noche en Caracas, sentada sobre una cama ajena en un cuarto sin adornos, mientras por un ventanuco entraba el bullicio incansable de la calle, saqué la cuenta de lo perdido y adiviné un largo camino de obstáculos y soledades. El impacto de la llegada fue como haber caído en otro planeta; venía del invierno, el orden aterrador de la dictadura y la pobreza generalizada, y llegué a un país caliente y anárquico en plena bonanza petrolera, una sociedad saudita donde el despilfarro llegaba a límites absurdos: se importaban de Miami hasta el pan y los huevos del día porque resultaba más cómodo que producirlos. En el primer periódico que cayó en mis manos me enteré de la fiesta de cumpleaños, con orquesta y champaña, de un perro faldero perteneciente a una dama de la alta sociedad, a la cual asistieron otros canes con sus amos vestidos de gala. Para mí, criada en la sobriedad de la casa del Tata, era difícil creer tanto exhibicionismo, pero con el tiempo no sólo me acostumbré, sino que aprendí a celebrarlo. La disposición a la parranda, el sentido del presente y la visión optimista de los venezolanos, que al principio me espantaban, fueron después las mejores lecciones de esa época. Me costó muchos años entender las reglas de esa sociedad y descubrir la forma de deslizarme sin demasiado roce en el terreno incierto del exilio, pero cuando finalmente lo conseguí me sentí libre de las cargas que había llevado sobre los hombros en mi país. Perdí el temor al ridículo, a las sanciones sociales, a «bajar de nivel», como llamaba mi abuelo a la pobreza y a mi propia sangre caliente. La sensualidad dejó de ser un defecto que debía ocultar por señorío y la acepté como un ingrediente fundamental de mi temperamento y más tarde de mi escritura. En Venezuela me curé de algunas heridas antiguas y de rencores nuevos, dejé la piel y anduve en carne viva hasta que me salió otra más resistente, allí eduqué a mis hijos, adquirí una nuera y un yerno, escribí tres libros y terminé con mi matrimonio. Cuando pienso en los trece años que pasé en Caracas siento una mezcla de incredulidad y alegría. Cinco semanas después de mi llegada, cuando fue evidente que el regreso a Chile a corto plazo era imposible, Michael se embarcó con los niños, dejando la casa cerrada con nuestras pertenencias dentro porque no pudo alquilarla. Tanta gente abandonaba el país en ese tiempo, que era más conveniente comprar una propiedad a precio de ganga que pagar renta; por lo demás la nuestra era una cabaña rústica sin más valor que el sentimental. Mientras permaneció desocupada rompieron las ventanas y se robaron su contenido, pero no lo supimos hasta un año después y para entonces ya no nos importaba. Esas cinco semanas separada de mis hijos fueron una pesadilla, todavía recuerdo con claridad fotográfica las caras de Paula y Nicolás cuando bajaron del avión de la mano de su padre y los recibió el vaho caliente y húmedo de aquel verano eterno. Venían vestidos de lana, Paula traía su muñeca de trapo bajo el brazo y Nicolás el pesado Cristo de hierro regalo de su maestra, me pareció más pequeño y delgado, después supe que en mi ausencia se negaba a comer. Pocos meses más tarde la familia completa logró reunirse gracias a las visas obtenidas con ayuda de Valentín Hernández, que no había olvidado la promesa hecha a mi madre en el hospital de Rumania. Mis padres se
instalaron dos pisos más arriba en el mismo edificio nuestro, y después de engorrosas gestiones mi hermano Pancho pudo salir con los suyos de Moscú rumbo a Venezuela.
También Juan llegó con intención de quedarse, pero no pudo resistir el calor y el bochinche y se las arregló para partir a los Estados Unidos con una beca de estudiante. En Chile quedó la Granny agobiada por la soledad y la pena, de la noche a la mañana había perdido a los nietos que había criado y se encontró con la vida vacía, cuidando a un viejo que pasaba los días en cama frente a la televisión y a la neurótica perra suiza heredada de mi madre.
Empezó a beber cada vez más y como ya no estaban los niños ante quienes guardar las apariencias, no se preocupaba de ocultarlo.
Las botellas se acumulaban por los rincones, mientras su marido fingía no verlas, dejó prácticamente de comer y de dormir, pasaba las noches en vela con un vaso en la mano, balanceándose sin consuelo en la silla mecedora donde por años hizo dormir a los nietos en sus brazos. Los gusanos de la tristeza la fueron carcomiendo por dentro, perdió el color aguamarina de sus ojos y el pelo se le caía a mechones, su piel se volvió gruesa y agrietada, como la de una tortuga, dejó de bañarse y vestirse, andaba en bata y chancletas, secándose las lágrimas con las mangas. Un par de años más tarde la hermana de Michael, que vivía en el Uruguay, se llevó a sus padres con ella, pero ya era tarde para salvar a la Granny.
Caracas en 1975 era alegre y caótica, una de las ciudades más caras del mundo. Brotaban por todas partes edificios nuevos y anchas autopistas, el comercio exhibía un derroche de lujos, en cada esquina había bares, bancos, restaurantes y hoteles para amores clandestinos y las calles estaban permanentemente atochadas por millares de vehículos de último modelo que no podían moverse en el desorden del tráfico, nadie respetaba los semáforos, pero se detenían en la autopista para que cruzara un peatón distraído. El dinero parecía crecer en los árboles, los fajos de billetes pasaban de mano en mano a tal velocidad que no había tiempo para contarlos; los hombres mantenían a varias amantes, las mujeres iban los fines de semana de compras a Miami y los niños consideraban un viaje anual a Disneyworld como un derecho natural.
Sin dinero nada se podía hacer, como comprobé a los pocos días, cuando fui al banco a cambiar los dólares comprados en Chile en el mercado negro y descubrí horrorizada que la mitad eran falsos.
Había barrios marginales donde la gente vivía miserablemente y regiones donde el agua contaminada todavía diezmaba igual que en la época de la Colonia, pero en la euforia de la riqueza fácil nadie se acordaba de eso. El poder político se distribuía a lo amigo entre los dos partidos más poderosos, la izquierda había sido anulada y la guerrilla de los años sesenta, que llegó a ser una de las más organizadas del continente, derrotada. Viniendo de Chile, era refrescante comprobar que nadie hablaba de política ni de enfermedades. Los hombres, alardeando de poder y virilidad, ostentaban cadenas y anillos de oro, hablaban a gritos y bromeaban, siempre con el ojo puesto en las mujeres. A su lado los discretos chilenos con sus voces atipladas y su lenguaje cargado de diminutivos parecían alfeñiques. Las mujeres más hermosas del planeta, producto espléndido de la combinación de muchas razas, se desplazaban con ritmo de salsa en las caderas exhibiendo cuerpos exuberantes y ganando todos los concursos internacionales de belleza. El aire vibraba,
cualquier pretexto era bueno para cantar, las radios atronaban en el vecindario, en los automóviles, en todas partes. Tambores, cuatros, guitarras, canto y baile, el país estaba enfiestado en la parranda del petróleo. Inmigrantes de los cuatro puntos cardinales llegaban a esa tierra buscando fortuna, más que nada colombianos, que cruzaban la frontera por millones para ganarse la vida en empleos que nadie más deseaba.
Los extranjeros eran aceptados de mal talante al principio, pero pronto la generosidad natural de ese pueblo les abría las puertas.
Los más odiados eran los del Cono Sur, como llamaban a argentinos, uruguayos y chilenos, porque en su mayoría se trataba de refugiados políticos, intelectuales, técnicos y profesionales que competían con los mandos medios venezolanos. Aprendí pronto que al emigrar se pierden las muletas que han servido de sostén hasta entonces, hay que comenzar desde cero, porque el pasado se borra de un plumazo y a nadie le importa de dónde uno viene o qué ha hecho antes. Conocí verdaderas eminencias en sus países que no lograron revalidar sus títulos profesionales y terminaron vendiendo seguros de puerta en puerta; también patanes que inventaban diplomas y jerarquías y de alguna manera conseguían colocarse en puestos altos, todo dependía de la audacia y las buenas conexiones. Todo se podía conseguir con un amigo o pagando la tarifa de la corrupción. Un profesional extranjero sólo podía obtener un contrato a través de un socio venezolano, que prestara su nombre y lo apadrinara, si no, no tenía la menor oportunidad.