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Paula
  • Текст добавлен: 28 сентября 2016, 22:59

Текст книги "Paula"


Автор книги: Isabel Allende



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Para entonces desaparecían miles de personas en muchas parte del continente, Chile no era una excepción. En Argentina las madres de los desaparecidos desfilaban en la Plaza de Mayo con las fotografías de sus hijos y sus nietos ausentes, en Uruguay sobraban nombres de presos y faltaban cuerpos. Lo ocurrido en Lonquén fue como un puñetazo en la boca del estómago, el dolor no me abandonó en años. Cinco hombres de la misma familia, los Maureira, murieron asesinados por esos carabineros. A veces iba distraída manejando por una autopista y me asaltaba la visión conmovedora de las mujeres Maureira buscando por años a sus hombres, preguntando inútilmente en prisiones, campos de concentración, hospitales y cuarteles, como miles y miles de otras personas que en otros lugares inquirían también por los suyos.

Ellas tuvieron mejor suerte que la mayoría, al menos supieron que sus hombres habían muerto y pudieron llorarlos y rezar por ellos, aunque no enterrarlos, porque los militares les birlaron los restos y dinamitaron los hornos de cal para evitar que se convirtieran en sitio de peregrinaje y devoción. Esas mujeres caminaron un día a lo largo de unos toscos mesones examinando los despojos, unas llaves, un peine, un trozo de chaleco azul, algo de pelo o unos pocos dientes, y dijeron: éste es mi marido, éste es mi hermano, éste es mi hijo. Siempre al pensar en ellas me volvía con implacable claridad el recuerdo de ese tiempo que viví en Chile bajo el pesado manto del terror, la censura y la autocensura, las

delaciones, el toque de queda, los soldados de caras pintadas para no ser reconocidos, los automóviles con vidrios oscuros de la policía política, las detenciones en la calle, en las casas, en las oficinas, mis carreras para asilar perseguidos en las Embajadas, las noches en vela porque teníamos a alguien oculto bajo nuestro techo, las burdas estrategias para sacar sigilosamente información hacia el extranjero e introducir dinero para ayudar a las familias de los presos. Para mi segunda novela no tuve que pensar en el tema, las mujeres de la familia Maureira, las madres de la Plaza de Mayo y millones de otras víctimas me acosaron obligándome a escribir. La historia de los muertos de Lonquén tenía raíces en mi corazón desde 1978, desde entonces había archivado todos los recortes de prensa que cayeron en mis manos sin saber exactamente para qué, puesto que aún no sospechaba que mis pasos se encaminarían hacia la literatura. En 1983 disponía de una gruesa carpeta de información y sabía dónde buscar más datos, mi trabajo consistió solamente en trenzar esos hilos en una sola cuerda. Contaba con mi amigo Francisco en Chile, a quien pensaba utilizar como modelo para el protagonista, a una familia de refugiados republicanos españoles para los Leal y un par de compañeras de la revista femenina donde antes trabajaba, que inspiraron el personaje de Irene. Tomé a Gustavo Morante, el novio de Irene, de un oficial del Ejército en Chile, que me siguió al Cerro San Cristóbal un mediodía otoñal de 1974. Estaba sentada bajo un árbol mirando Santiago desde las alturas, con la perra suiza de mi madre, a quien solía llevar a tomar aire, cuando se detuvo un automóvil a pocos metros, descendió un hombre en uniforme y avanzó hacia mí. El pánico me paralizó, por un instante pensé echar a correr, pero enseguida comprendí la inutilidad de cualquier intento de escapatoria y temblando lo enfrenté sin voz.

Ante mi sorpresa, el oficial no me ladró una orden, sino que se quitó la gorra, se disculpó por molestarme y preguntó si podía sentarse conmigo. Yo todavía no podía pronunciar palabra, pero me tranquilizó ver que estaba solo, las detenciones siempre se llevaban a cabo entre varios. Era un hombre de unos treinta años, alto y apuesto, con un rostro un poco ingenuo, sin líneas de expresión. Noté su angustia apenas comenzó a hablar. Me dijo que sabía quién era yo, había leído algunos de mis artículos y no le gustaban, pero se divertía con mis programas en televisión, me había visto subir al cerro a menudo y ese día me había seguido porque tenía algo que contarme. Dijo que provenía de una familia muy religiosa, era católico observante y de joven había contemplado la posibilidad de entrar al Seminario, pero había ingresado a la Escuela Militar para complacer a su padre. Pronto descubrió que le gustaba esa profesión y con el tiempo el Ejército se convirtió en su verdadero hogar. Estoy preparado para morir por mi patria, dijo, pero no sabía lo difícil que es matar por ella. Y entonces, después de una pausa muy larga, me describió su primer fusilamiento, cómo le tocó ejecutar a un prisionero político, tan torturado que no podía tenerse de pie y debieron amarrarlo en una silla, de cómo dio la orden de fuego en ese patio escarchado a las cinco de la mañana, y cómo cuando se disipó el ruido de los balazos se dio cuenta de que el hombre estaba vivo y lo miraba tranquilamente a los ojos, porque ya estaba más allá del miedo.

– Tuve que acercarme al prisionero, ponerle la pistola en la sien y apretar el gatillo. La sangre me salpicó el uniforme… No puedo quitármelo del alma, no puedo dormir, ese recuerdo me persigue.

– ¿Por qué me lo cuenta a mí? – le pregunté.

– Porque no me basta habérselo dicho a mi confesor, quiero compartirlo con alguien que

tal vez pueda usarlo. No todos los militares somos asesinos, como andan diciendo por ahí, muchos tenemos conciencia. – Se puso de pie, me saludó con una inclinación leve, se caló la gorra y partió en su automóvil.

Meses más tarde otro hombre, esta vez vestido de civil, me contó algo similar. Los soldados disparan a las piernas para obligar a los oficiales a dar el tiro de gracia y mancharse también con sangre, me dijo. Guardé esas historias conmigo por nueve años, al fondo de un cajón, anotadas en una hoja de papel, hasta que me sirvieron en De amor y de sombra. Algunos críticos consideraron ese libro sentimental y demasiado político; para mí está lleno de magia porque me reveló los extraños poderes de la ficción. En el lento y silencioso proceso de la escritura entro en un estado de lucidez, en el cual a veces puedo descorrer algunos velos y ver lo invisible, tal como hacía mi abuela con su mesa de tres patas. No es el caso mencionar todas las premoniciones y coincidencias que se dieron en esas páginas, basta una. Si bien disponía de abundante información, tenía grandes lagunas en la historia porque buena parte de los juicios militares quedó en secreto y lo que se publicó estaba desfigurado por la censura. Además me encontraba muy lejos y no podía ir a Chile a interrogar a las personas implicadas, como hubiera hecho en otras circunstancias. Mis años de periodismo me han enseñado que en esas entrevistas personales se obtienen las claves, los motivos y las emociones de la historia, ninguna investigación de biblioteca puede reemplazar los datos de primera mano conseguidos en una conversación cara a cara.

Escribí la novela en esas calientes noches de Caracas con el material de mi carpeta de recortes, un par de libros, algunas grabaciones de Amnistía Internacional y las voces infatigables de las mujeres de los desaparecidos, que atravesaron distancias y tiempos para venir en mi ayuda. Así y todo, debí recurrir a la imaginación para llenar las lagunas. Al leer el original mi madre objetó una parte que le pareció absolutamente improbable: los protagonistas van de noche en una motocicleta durante el toque de queda a una mina cerrada por los militares, cruzan el cerco, se meten en un campo prohibido, abren la mina con picos y palas, encuentran los restos de los cuerpos asesinados, toman fotografías, vuelven con las pruebas y se las entregan al Cardenal, quien finalmente ordena abrir la tumba. Esto es imposible, dijo, nadie se atrevería a correr semejantes riesgos en plena dictadura. No se me ocurre otra manera de resolver el argumento, considéralo una licencia literaria, repliqué. El libro fue publicado en 1984. Cuatro años más tarde fue eliminada la lista de exilados que no podían regresar a Chile y me sentí libre de volver por primera vez a mi país para votar en un plebiscito, que finalmente derrocó a Pinochet. Una noche sonó el timbre de la casa de mi madre en Santiago y un hombre insistió en hablar conmigo en privado. En un rincón de la terraza me contó que era sacerdote, que se había enterado en secreto de confesión de los cuerpos enterrados en Lonquén, había ido en su motocicleta durante el toque de queda, abierto la mina prohibida con pico y pala, fotografiado los restos y llevado las pruebas al Cardenal, quien mandó a un grupo de sacerdotes, periodistas y diplomáticos a abrir la tumba clandestina.

– Nadie lo sospecha excepto el Cardenal y yo. Si se hubiera difundido mi participación en este asunto, seguramente no estaría aquí hablándole, también yo habría desaparecido. ¿Cómo lo supo usted? – me preguntó.

– Me lo soplaron los muertos–repliqué, pero no me creyó.

Ese libro también trajo a Willie a mi vida, por eso le estoy agradecida.

Mis dos primeras novelas demoraron bastante en cruzar el Atlántico, pero finalmente llegaron a las librerías de Caracas, algunas personas las leyeron, se publicaron un par de críticas favorables, y eso cambió la calidad de mi vida. Se me abrieron círculos a los cuales no había tenido acceso, conocí gente interesante, algunos medios de prensa me pidieron colaboraciones y me llamaron productores de televisión ofreciéndome entrada por la puerta ancha, pero para entonces ya sabía cuán inciertas son esas promesas y no quise dejar mi empleo seguro en el colegio. Un día en el teatro se me acercó un hombre de voz suave y cuidadosa pronunciación para felicitarme por mi primera novela, dijo que lo tocaba profundamente, entre otras cosas porque vivió con su familia en Chile durante el gobierno de Salvador Allende y presenció el Golpe Militar. Más tarde me enteré que también estuvo preso en esos primeros días de brutalidad indiscriminada, porque los vecinos, confundidos por su acento, creyeron que era un agente cubano y lo denunciaron. Así comenzó mi amistad con Ildemaro, la más significativa de mi vida, una mezcla de buen humor y de severas lecciones. A su lado aprendí mucho, él guiaba mis lecturas, revisaba algunos de mis escritos y discutíamos de política, cuando pienso en él me parece verlo apuntándome con el índice mientras me instruye sobre la obra de Benedetti o despeja las brumas de mi cerebro con un docto sermón socialista, pero esa imagen no es la única, también lo recuerdo muerto de la risa o rojo de vergüenza cuando le tumbábamos la solemnidad a punta de bromas. Nos incorporó a su familia y por primera vez en muchos años volvimos a tener el calor de una tribu, se reiniciaron los almuerzos dominicales, nuestros hijos se consideraban primos y todos tenían llaves de ambas casas. Ildemaro, que es médico pero tiene más vocación por la cultura, nos proveía de entradas a un sinfín de actos a los cuales asistíamos para no ofenderlo. Al principio Paula fue la única con valor suficiente para reírse en su presencia de las vacas sagradas del arte, y pronto los demás seguimos su ejemplo y terminamos formando un grupo de teatro doméstico con el propósito de parodiar los actos culturales y las prédicas intelectuales de nuestro amigo, pero él encontró rápidamente una manera astuta de desbaratar nuestros planes: se convirtió en el miembro más activo de la compañía. Bajo su dirección montamos algunos espectáculos que trascendieron los límites del sufrido círculo de amigos, como una conferencia sobre los celos en la cual presentamos una máquina de nuestra invención para medir «el nivel de celotipia» en las víctimas de ese grave flagelo. Una sociedad de psiquiatras–no recuerdo si junguianos o lacanianos–nos tomó en serio, fuimos invitados a hacer una demostración y una noche fuimos a parar a la sede del Instituto con nuestra descabellada charla. La máquina de los celos consistía en un cajón negro con caprichosos bombillos que se encendían y se apagaban y erráticas agujas que marcaban números, conectada mediante cables de batería a un casco en la cabeza de Paula, quien cumplía valientemente el papel de conejillo de experimentación, mientras Nicolás daba vueltas una manivela. Los psiquiatras escuchaban atentos y tomaban notas, algunos parecían algo perplejos, pero en general quedaron satisfechos y al día siguiente apareció en el periódico una docta reseña de la conferencia. Paula sobrevivió a la máquina de los celos y tanto se encariñó con Ildemaro que lo hizo depositario de sus confidencias más íntimas y para darle gusto aceptaba el papel de artista estelar en todas las producciones de la compañía. Ahora Ildemaro me llama a menudo para saber de ella, escucha los detalles en silencio y trata de darme ánimo, pero no esperanza, porque él no la tiene. En esa época nada indicaba que el destino de mi hija sufriría este descalabro, era entonces una bella estudiante en sus veinte años, brillante y alegre, a quien no le importaba hacer el ridículo sobre un escenario si Ildemaro se lo pedía. La infatigable Abuela Hilda, quien había salido de Chile siguiendo a la familia al exilio y vivía media vida en nuestra casa, mantenía abierto en permanencia un costurero en el comedor, donde

fabricábamos disfraces y escenarios. Michael participaba con buen humor, a pesar que solían tambalear su salud y su entusiasmo. Nicolás, que sufría de pánico escénico y vergüenza ajena, se encargaba de los montajes técnicos: luz, sonido y efectos especiales, así podía mantenerse oculto tras las cortinas. Poco a poco la mayor parte de nuestros amigos se incorporaron al teatro y no quedó nadie para constituir el público, pero preparar las obras era tan divertido para los actores y músicos que no importaba hacer las representaciones ante una sala vacía. La casa se nos llenó de gente, de ruido y de risas, por fin teníamos una familia extendida y nos sentíamos a gusto en esa nueva patria.

Sin embargo no ocurría lo mismo con mis padres. El tío Ramón veía aproximarse sus setenta años y deseaba regresar a morir en Chile, como explicó con cierto dramatismo, provocando carcajadas entre nosotros, que lo sabemos inmortal. Un par de meses más tarde lo vimos preparar sus maletas y poco después partió con mi madre de vuelta a un país donde no había puesto los pies en muchos años y donde todavía gobernaba el mismo general. Me sentí huérfana, temía por ellos, presentía que no volveríamos a vivir en la misma ciudad y me preparé para reiniciar la antigua rutina de las cartas diarias. Para despedirlos ofrecimos una parranda con guisos y vinos chilenos y la última obra de la compañía de teatro. Mediante canciones, bailes, actores y títeres narramos las vidas tormentosas y los amores ilegales de mi madre y el tío Ramón, representados por Paula e Ildemaro, provisto de diabólicas cejas postizas. Esta vez tuvimos público, porque asistieron casi todos los buenos amigos que nos habían acogido en ese cálido país. En un sitio de honor estaba Valentín Hernández, cuyas visas generosas nos abrieron las puertas. Fue la última vez que lo vimos, poco después murió de una enfermedad repentina dejando en el desconsuelo a su mujer y sus descendientes. Era uno de aquellos patriarcas amorosos y vigilantes que cobijan bajo su capa protectora a todos los suyos. Le costó morir porque no quería irse dejando a su familia expuesta al vendaval de estos aterradores tiempos modernos y en el fondo de su corazón tal vez soñaba con llevárselos consigo. Un año después su viuda reunió a las hijas, los yernos y los nietos para conmemorar la muerte de su marido de una manera alegre, como a él le hubiera gustado, y se los llevó de paseo a Florida. El avión estalló en el aire y no quedó nadie de esa familia para llorar a los ausentes o recibir las condolencias.

En septiembre de 1987 se publicó en España mi tercera novela, Eva Luna, escrita a plena luz de día en una computadora, en el amplio estudio de una casa nueva. Los dos libros anteriores convencieron a mi agente que yo pensaba tomar la literatura en serio, y a mí que valía la pena correr el riesgo de dejar mi empleo y dedicarme a escribir, a pesar de que mi marido seguía en bancarrota y aún no terminábamos de pagar deudas. Vendí las acciones del colegio y compramos una casona encaramada en un cerro, algo destartalada, es cierto, pero Michael la remodeló convirtiéndola en un refugio asoleado donde sobraba espacio para visitas, parientes y amigos, y donde la Abuela Hilda pudo instalar con comodidad el taller de costura y yo mi oficina. A media altura del cerro la casa tenía entre sus fundaciones un sótano con luz y aire fresco, tan grande que plantamos en medio de un jardín tropical la mata que reemplazó al nomeolvides de mis nostalgias. Los muros estaban cubiertos de estanterías repletas de libros y como único mueble contaba con una enorme mesa al centro de la pieza. Ése fue un tiempo de grandes cambios. Paula y Nicolás, convertidos en jóvenes independientes y ambiciosos, iban a la universidad, viajaban solos y era evidente que ya no me necesitaban, pero la complicidad entre los tres se mantuvo inmutable. Después que terminaron los amores con el joven siciliano, Paula profundizó sus estudios de psicología y sexualidad. Su pelo castaño le caía hasta la cintura, no usaba maquillaje y acentuaba su aspecto virginal con largas faldas de algodón

blanco y sandalias. Hacía trabajo voluntario en las más bravas poblaciones marginales, allí donde ni la policía se aventuraba después de la puesta del sol. Para entonces la violencia y el crimen se habían disparado en Caracas, nuestra casa había sido asaltada varias veces y circulaban rumores horribles de niños raptados en los centros comerciales para arrancarles las córneas y venderlas a bancos de ojos, de mujeres violadas en los estacionamientos, de gente asesinada sólo para robar un reloj.

Paula partía manejando su pequeño automóvil con una bolsa de libros a la espalda y yo me quedaba temblando por ella. Le rogué mil veces que no se metiera en esos andurriales, pero no me escuchaba, porque se sentía protegida por sus buenas intenciones y creía que por allí todos la conocían. Poseía una mente clara, pero conservaba el nivel emocional de una chiquilla; la misma mujer que en el avión memorizaba el mapa de una ciudad donde nunca había puesto los pies, alquilaba un automóvil en el aeropuerto y conducía sin vacilar hasta el hotel, o bien era capaz de preparar en cuatro horas un curso sobre literatura para que yo me luciera en una universidad, se desmayaba cuando la vacunaban y temblaba de pánico en una película de vampiros. Practicaba sus pruebas psicológicas con Nicolás y conmigo, así comprobó que su hermano tiene un nivel intelectual cercano a la genialidad y en cambio su madre sufre de retardo profundo. Me pasó las pruebas una y otra vez y los resultados no variaron, siempre dieron un coeficiente intelectual bochornoso. Menos mal que nunca intentó ensayar con nosotros sus adminículos del seminario de sexualidad.

Con Eva Luna tomé finalmente conciencia de que mi camino es la literatura y me atreví a decir por primera vez: soy escritora.

Cuando me senté ante la máquina para iniciar el libro no lo hice como en los dos anteriores llena de excusas y dudas, sino en pleno uso de mi voluntad y hasta con cierta dosis de altivez. Voy a escribir una novela, dije en voz alta. Luego encendí la computadora y sin pensarlo dos veces me lancé con la primera frase: Me llamo Eva, que quiere decir vida…

Mi madre llegó de visita a California. Casi no la reconozco en el aeropuerto, parecía una bisabuela de porcelana, una viejecita vestida de negro con voz temblorosa y la cara estragada de pena y cansancio por el viaje de veinte horas desde Santiago. Se echó a llorar al abrazarme y siguió haciéndolo todo el camino, pero al llegar a casa enfiló hacia el baño, se dio una ducha, se vistió de colores alegres y bajó sonriendo a saludar a Paula. Se impresionó al verla, a pesar de que esperaba encontrarla peor, todavía tiene vivo el recuerdo de su nieta favorita tal como era antes. La niña está en el limbo, doñita, junto a los bebés que murieron sin bautizar y otras almas salvadas del purgatorio, trató de consolarla una de las cuidadoras. ¡Qué pérdida, Dios mío, qué pérdida! murmura mi madre a menudo, pero nunca delante de Paula, porque piensa que tal vez puede oírla. No proyecte sus angustias y sus deseos en ella, señora, le advirtió el doctor Shima, la vida anterior de su nieta terminó, ahora vive en otro estado de conciencia. Como era previsible, mi madre se prendó del doctor Shima. Es un hombre sin edad, con el cuerpo gastado, cara y manos jóvenes y una mata de pelo oscuro, usa suspensores de elástico y los pantalones subidos hasta las axilas, camina con una leve cojera y se ríe con expresión maliciosa como un niño pillado en falta. Ambos rezan por Paula, ella con su fe cristiana y él con la budista. En el caso de mi madre es el triunfo de la esperanza sobre la experiencia, porque pasó diecisiete años rogando para que el General Pinochet pasara a mejor vida y no sólo se encuentra todavía en pleno uso de salud, sino que sigue teniendo

la sartén por el mango en Chile. Dios tarda, pero cumple, replica ella cuando se lo recuerdo, te aseguro que Pinochet va camino a la tumba. Así estamos todos desde que nacemos, muriéndonos de a poco.

Por las tardes esta abuela irónica se instala a tejer junto a su nieta y le habla sin importarle el silencio sideral donde caen sus palabras, le cuenta del pasado, repasa los chismes de última hora, comenta su propia vida y a veces le canta desafinado un himno a María, única canción que recuerda completa. Cree que desde su cama ella realiza milagros sutiles, nos obliga a crecer y nos enseña los caminos de la compasión y la sabiduría. Sufre por ella y sufre por mí, dos dolores que no puede evitar.

– ¿Dónde estaba Paula antes de entrar al mundo a través de mí?

¿Dónde irá cuando muera?

– Paula ya está en Dios. Dios es lo que une, aquello que mantiene el tejido de la vida, lo mismo que tú llamas amor–replicó mi madre.

Ernesto apareció por aquí aprovechando una semana de vacaciones.

Mantenía aún la ilusión de que su mujer se recuperara lo suficiente para tener una vida con ella, aunque fuera muy limitada. Imaginaba que sucedería un prodigio y ella despertaría de pronto con un bostezo largo, buscaría a tientas su mano y preguntaría qué pasó con la voz destemplada por falta de uso. Los médicos se equivocan muchas veces y de la mente se sabe poco, me dijo. Sin embargo ya no entró impetuoso a verla, sino con cautela, como asustado. La teníamos bien peinada y vestida con la ropa que él le trajo en una visita anterior. La abrazó con inmensa ternura mientras las cuidadoras escapaban hacia la cocina, conmovidas, y mi madre y yo buscábamos refugio en la terraza. Los primeros días pasó horas escudriñando las reacciones de Paula en busca de algún destello de inteligencia, pero poco a poco desistió, lo vi desinflarse, encogerse, hasta que el aura optimista de su llegada se convirtió en la penumbra que nos envuelve a todos. Le sugerí que Paula ya no es su esposa sino su hermana espiritual, que no debe considerarse atado a ella, pero me miró como si oyera un sacrilegio. La última noche se quebró y se dio cuenta por fin que no habrá milagro capaz de devolverle su novia eterna y por mucho que busque nada encontrará en el tremendo abismo de sus ojos vacíos. Despertó aterrado con un mal sueño y vino a oscuras a mi pieza, temblando y mojado de transpiración y lágrimas, a contármelo.

– Soñé que Paula subía por una larga escalera telescópica y al llegar arriba se lanzaba al vacío antes que yo pudiera detenerla, dejándome desesperado. Luego la veía muerta sobre una mesa y allí permanecía intacta por largo tiempo, mientras la vida transcurría para mí. Poco a poco comenzaba a perder peso y a caérsele el pelo, hasta que de pronto se levantaba y trataba de decirme algo, pero yo la interrumpía para reprocharle que me hubiera abandonado. Ella volvía a dormir sobre la mesa; cada vez se deterioraba más sin morir del todo. Finalmente me daba cuenta que la única manera de ayudarla era destruyendo su cuerpo, la tomaba en brazos y la colocaba sobre el fuego. Se reducía a cenizas, que yo esparcía a puñados en un jardín. Su espectro aparecía entonces para despedirse de la familia, por último se dirigía a mí para decirme que me amaba y enseguida empezaba a desvanecerse…

– Déjala ir, Ernesto–le supliqué.

– Si tú puedes despedirte de ella, también puedo hacerlo yo–contestó.

Y entonces pensé que desde siglos inmemoriales las mujeres han perdido hijos, es el dolor más antiguo e inevitable de la humanidad. No soy la única, casi todas las madres pasan por esta prueba, se les rompe el corazón, pero siguen viviendo porque deben proteger y amar a los que quedan. Sólo un grupo de mujeres privilegiadas en épocas muy recientes y en países avanzados donde la salud está al alcance de quienes pueden pagarla, confía en que todos sus hijos llegarán a la edad adulta. La muerte siempre está acechando. Fuimos con Ernesto a la pieza de Paula, cerramos la puerta y a solas procedimos a improvisar un breve rito de adiós.

Le dijimos cuánto la amábamos, repasamos los espléndidos años vividos y le aseguramos que permanecerá siempre en nuestra memoria. Le prometimos que la acompañaremos hasta el último instante en este mundo y que nos encontraremos de nuevo en el otro, porque en realidad no hay separación. Muérete, mi amor, suplicó Ernesto de rodillas junto a la cama. Muérete, hija, agregué yo en silencio, porque no me salió la voz.

Willie sostiene que hablo y camino dormida, pero no es así. De noche vago descalza y callada por la casa, para no incomodar a los espíritus y a los zorrillos que acuden sigilosos a devorar la comida de la gata. A veces nos encontramos frente a frente y ellos levantan sus hermosas colas rayadas, como peludos pavos reales, y me miran con los hocicos temblorosos, pero deben haberse acostumbrado a mi presencia, porque hasta ahora no han disparado sus chorros fatídicos dentro de la casa, sólo en el sótano. No ando sonámbula, sólo ando triste. Tómate una pastilla y trata de descansar unas cuantas horas, me suplica Willie agotado, deberías ir donde un psiquiatra, estás obsesionada y de tanto pensar en Paula acabas viendo visiones. Me repite que mi hija no viene a nuestra pieza de noche, eso es imposible, no puede moverse, son sólo pesadillas mías, como tantas otras que me parecen más ciertas que la realidad. Quién sabe… tal vez existen otras vías de comunicación espiritual, no sólo los sueños, y en su terrible invalidez Paula ha descubierto la forma de hablarme. Se me han agudizado los sentidos para percibir lo invisible, pero no estoy loca. El doctor Shima viene muy seguido, asegura que Paula se ha convertido en su guía. Ya se cumplió el plazo de tres meses y han desaparecido los psíquicos, los hipnotistas, los videntes y los médiums, ahora sólo la doctora Forrester y el doctor Shima la cuidan. A veces él sólo medita unos minutos junto a ella, otras la examina meticulosamente, le coloca agujas para aliviar sus huesos, le administra medicamentos chinos, luego comparte conmigo una taza de té y podemos hablar sin pudores, porque nadie nos oye. Me atreví a contarle que Paula viene a visitarme por las noches y no le pareció extraño, dice que a él también le habla.

– ¿Cómo le habla, doctor?

– En la madrugada despierto con su voz.

– ¿Cómo sabe que es su voz? Nunca la ha oído…

– A veces la veo claramente. Me señala los puntos dolorosos, me indica cambios en las medicinas, me pide que ayude a su madre en esta prueba, sabe cuánto sufre. Paula está muy cansada y quiere irse, pero su naturaleza es fuerte y puede vivir mucho más.

– ¿Cuánto tiempo más, doctor Shima?

Sacó de su maletín mágico una bolsa de terciopelo con sus palitos de I Ching, se concentró en una oración secreta, los batió un rato y los lanzó sobre la mesa.

– Siete…

– ¿Siete años ?

– O meses o semanas, no lo sé, el I Ching es muy vago…

Antes de irse me dio unas yerbas misteriosas, cree que la ansiedad desbarata las defensas del cuerpo y de la mente, que existe una relación directa entre el cáncer y la tristeza. También la doctora Forrester me recetó algo para la depresión, guardo el frasco cerrado en la cesta de las cartas de mi madre, escondido junto con las píldoras para dormir, porque he decidido no aliviarme con drogas; éste es un camino que debo recorrer sangrando. Las imágenes del parto de Celia me vuelven a menudo, la veo transpirando, desgarrada por el esfuerzo, mordiéndose los labios, paso a paso por esa larga prueba sin ayuda de calmantes, serena y consciente ayudando a su hija a nacer. La veo en su esfuerzo final, abierta como una herida cuando surge la cabeza de Andrea, oigo su grito triunfal y el sollozo de Nicolás y vuelvo a percibir la dicha de todos en la quietud sagrada de esta pieza donde ahora duerme Paula. Tal vez la extraña enfermedad de mi hija sea como ese parto; debo apretar los dientes y resistir con valor sabiendo que este tormento no será eterno, deberá terminar un día. ¿Cómo? Sólo puede ser con la muerte… Ojalá a Willie le alcance la paciencia para esperarme, el trayecto puede ser muy largo, tal vez dure los siete años del I Ching; es difícil mantener el amor sano en estas condiciones, todo conspira contra nuestra intimidad, ando con el cuerpo cansado y el alma ausente. Willie no sabe cómo aliviarme y tampoco sé qué pedirle, no se atreve a acercarse más por temor a importunarme y al mismo tiempo no desea dejarme sola; en su mentalidad pragmática lo más indicado sería colocar a Paula en un hospital y tratar de continuar con nuestras vidas, pero no menciona esa alternativa delante de mí porque sabe que nos separaría irrevocablemente. Quisiera quitarte este peso de encima y cargarlo yo que tengo los hombros más grandes, me dice desesperado, pero él ya tiene suficiente con sus propias desgracias. Mi hija decae con suavidad en mis brazos, pero la suya se está suicidando con drogas en los barrios más sórdidos del otro lado de la bahía, tal vez muera antes que la mía de una sobredosis, de una cuchillada o de Sida. Su hijo mayor vaga como un mendigo por las calles cometiendo raterías y tráficos indignos.


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