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Paula
  • Текст добавлен: 28 сентября 2016, 22:59

Текст книги "Paula"


Автор книги: Isabel Allende



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después los corrillos limeños comentaban los pormenores de lo ocurrido, agregando detalles cada vez más escabrosos. Se sospechaba que el incidente no fue casual, que alguien planeó la escena por puro afán de maldad. Asustado, Tomás desapareció sin dar explicaciones. Mi madre no se enteró del escándalo hasta varios días después; vivía aislada por las molestias de sus continuos embarazos y también para evitar a los acreedores que reclamaban cuentas impagas. Cansados de esperar sus sueldos, los criados de la casa habían desertado, sólo quedaba Margara, una empleada chilena de rostro hermético y corazón de piedra que servía a la familia desde tiempos inmemoriales. En esas condiciones comenzaron los síntomas del parto, apretó los dientes y se dispuso a dar a luz del modo más primitivo. Yo tenía cerca de tres años, y mi hermano Pancho apenas caminaba. Esa noche, encogidos en un pasillo, oímos los gemidos de mi madre y presenciamos el trasiego de Margara con teteras de agua caliente y toallas. Juan vino al mundo a medianoche, pequeño y arrugado, un desmigajado ratón sin pelo que apenas respiraba.

Pronto se vio que no podía tragar, tenía un nudo en la garganta y el alimento no pasaba, estaba destinado a perecer de hambre mientras a su madre le reventaban los senos de leche, pero lo salvó la tenacidad de Margara, empeñada en mantenerlo vivo, primero con un algodón empapado en leche que exprimía gota a gota, y después metiéndole a la fuerza una papilla espesa con una cuchara de palo.

Por años dieron vuelta en mi cabeza razones morbosas para justificar la desaparición de mi padre, me cansé de preguntar a medio mundo, existe un silencio conspirativo en torno a él.

Quienes lo conocieron y aún viven, me lo describen como un hombre muy inteligente y no agregan más. En mi niñez lo imaginé como un criminal y más tarde, cuando supe de perversiones sexuales, se las atribuí todas, pero parece que nada tan novelesco adorna su pasado, era sólo un alma cobarde; un día se vio acosado por sus mentiras, perdió el control de la situación y salió escapando.

Dejó la Cancillería, no volvió a ver a su madre, sus familiares ni amigos, literalmente se hizo humo. Lo visualizo–un poco en broma, claro está–huyendo hacia Machu Picchu disfrazado de india peruana, con trenzas postizas y varias polleras multicolores. ¡No repitas eso jamás! ¿de dónde sacas tantas tonterías? me atajó mi madre cuando le mencioné aquella posibilidad. Fuera como fuera, partió sin dejar rastro, pero no se trasladó a las alturas transparentes de los Andes para diluirse en una aldea de aymarás, como yo suponía, simplemente descendió un peldaño en la implacable escalera de las clases sociales chilenas y se tornó invisible.

Regresó a Santiago y continuó transitando por las calles céntricas, pero como no frecuentaba el mismo medio social, fue como si hubiera muerto. No volví a ver a mi abuela paterna ni a nadie de su familia, excepto Salvador Allende, quien se mantuvo cerca de nosotros por un firme sentimiento de lealtad. Nunca más vi a mi padre, no oí mencionar su nombre y nada sé de su aspecto físico, por lo tanto resulta irónico que un día me llamaran para identificar su cadáver en la morgue, pero eso fue mucho después.

Lamento, Paula, que en este punto desaparezca este personaje, porque los villanos constituyen la parte más sabrosa de los cuentos.

Mi madre, que había sido criada en un ambiente privilegiado donde las mujeres no participaban en los asuntos económicos, se atrincheró en su casa cerrada, enjugó las lágrimas del abandono y sacó la cuenta que al menos por un tiempo no moriría de inanición porque contaba con el tesoro de las bandejas de plata que podía ir liquidando una a una para pagar las cuentas. Se encontraba sola con tres criaturas en un país extraño, rodeada de un boato inexplicable y sin un centavo en la cartera, pero era demasiado orgullosa para pedir ayuda. De todos modos la Embajada estaba alerta y se supo de inmediato que Tomás había desaparecido dejando a los suyos en bancarrota. El decoro del país estaba en juego, no se podía permitir que el nombre de un funcionario chileno rodara por el lodo y mucho menos que su mujer e hijos fueran puestos en la calle por los acreedores. El cónsul se presentó a visitar a la familia con instrucciones de enviarla de vuelta a Chile con la mayor discreción posible. Adivinaste, Paula, se trataba del tío Ramón, tu abuelo príncipe y descendiente directo de Jesucristo. Él mismo asegura que era uno de los hombres más feos de su generación, pero creo que exagera; no diremos que es guapo, pero lo que le falta en gallardía le sobra en inteligencia y encanto, además, los años le han dado un aire de gran dignidad. En la época en que fue enviado en nuestra ayuda era un caballero desmirriado, de tinte verdoso, con bigotes de morsa y cejas mefistofélicas, padre de cuatro hijos y católico observante, ni sombra del personaje mítico que llegó a ser después, cuando cambió la piel como las culebras. Margara abrió la puerta al visitante y lo condujo a la habitación de la señora, quien lo recibió en cama rodeada de sus niños, todavía machucada por el alumbramiento pero en todo el resplandor dramático y la ebullente fortaleza de su juventud. El señor cónsul, que apenas conocía a la esposa de su colega–la había visto siempre embarazada y con un aire distante que no invitaba a acercarse–permaneció de pie cerca de la puerta sumido en un manglar de emociones. Mientras la interrogaba sobre los pormenores de su situación y le explicaba el plan de repatriarla, lo atormentaba una furiosa estampida de toros en el pecho. Calculando que no existía una mujer más fascinante y sin comprender cómo su marido pudo abandonarla, porque él daría la vida por ella, suspiró abatido por la tremenda injusticia de haberla conocido demasiado tarde. Ella lo miró largamente.

– Está bien, volveré a la casa de mi padre–aceptó por fin.

– Dentro de pocos días sale un barco del Callao rumbo a Valparaíso, trataré de conseguir pasajes–tartamudeó él.

– Viajo con mis tres hijos, Margara y la perra. No sé si este niño, que nació muy débil, resistirá la travesía–y aunque le brillaban los ojos de lágrimas no se permitió llorar.

En un chispazo desfilaron por la mente de Ramón su esposa, sus hijos, su padre apuntándolo con un índice acusador y su tío obispo con un crucifijo en la mano lanzando rayos de condenación, se vio saliendo excomulgado de la Iglesia y sin honra de la Cancillería, pero no podía desprenderse del rostro perfecto de esa mujer y sintió que un huracán lo levantaba del suelo. Dio dos pasos en dirección a la cama. En esos dos pasos decidió su futuro.

– De ahora en adelante yo me hago cargo de ti y de tus hijos para siempre.

Para siempre… ¿Qué es eso, Paula? He perdido la medida del tiempo en este edificio blanco donde reina el eco y nunca es de noche. Se han esfumado las fronteras de la realidad, la vida es un laberinto de espejos encontrados y de imágenes torcidas. Hace un

mes, a esta misma hora, yo era otra mujer. Hay una fotografía mía de entonces, estoy en la fiesta de presentación de mi reciente novela en España, con un vestido escotado color berenjena, collar y pulseras de plata, las uñas largas y la sonrisa confiada, un siglo más joven que ahora. No reconozco a esa mujer, en cuatro semanas el dolor me ha transformado. Mientras explicaba desde un micrófono las circunstancias que me llevaron a escribir El plan infinito, mi agente se abrió paso en el gentío para soplarme al oído que tú habías ingresado al hospital. Tuve el presentimiento feroz de que una desgracia fundamental nos había desviado las vidas. Cuando llegué a Madrid dos días antes, ya te sentías muy mal. Me extrañó que no estuvieras en el aeropuerto para recibirme, como siempre hacías, dejé las maletas en el hotel y, agotada por el esforzado viaje desde California, partí a tu casa donde te encontré vomitando y abrasada de fiebre. Acababas de regresar de un retiro espiritual con las monjas del colegio en el cual trabajas, cuarenta horas a la semana como voluntaria ayudando a niños sin recursos, y me contaste que había sido una experiencia intensa y triste, te abrumaban las dudas, tu fe era frágil.

– Ando buscando a Dios y se me escapa, mamá…

– Dios espera siempre, por ahora es más urgente buscar un médico.

¿Qué te pasa, hija?

– Porfiria–replicaste sin vacilar.

Desde hacía varios años, al saber que heredaste esa condición, te cuidabas mucho y te controlabas con uno de los pocos especialistas de España. Al verte ya sin fuerzas, tu marido te llevó a un servicio de emergencia, diagnosticaron una gripe y te mandaron de vuelta a casa. Esa noche Ernesto me contó que desde hacía semanas, incluso meses, estabas tensa y cansada. Mientras discutíamos una supuesta depresión, tú sufrías tras la puerta cerrada de tu pieza; la porfiria te estaba envenenando de prisa y ninguno de nosotros tuvo el buen ojo para darse cuenta. No sé cómo cumplí con mi trabajo, tenía la voluntad ausente y entre dos entrevistas de prensa corría al teléfono para llamarte. Apenas me dieron la noticia de que estabas peor cancelé el resto de la gira y volé a verte al hospital, subí corriendo los seis pisos y ubiqué tu sala en ese monstruoso edificio. Te encontré reclinada en la cama, lívida, con una expresión perdida, y me bastó una mirada para comprender cuán grave estabas.

– ¿Por qué lloras? – me preguntaste con voz desconocida.

– Porque tengo miedo. Te quiero, Paula.

– Yo también te quiero, mamá…

Eso fue lo último que me dijiste, hija. Instantes después delirabas recitando números, los ojos fijos en el techo. Ernesto y yo nos quedamos a tu lado durante la noche, consternados, turnándonos la única silla disponible, mientras en otras camas de la sala agonizaba una anciana, gritaba una mujer demente e intentaba dormir una gitana desnutrida y marcada de golpes. Al amanecer convencí a tu marido que se fuera a descansar, llevaba varias noches en vela y estaba extenuado. Se despidió de ti con un beso en la boca. Una hora después se desencadenó el horror, un escalofriante vómito de sangre seguido de convulsiones; tu cuerpo tenso, arqueado hacia atrás, se agitaba en

violentos espasmos que te levantaban de la cama, los brazos temblaban con las manos agarrotadas, como si intentaras aferrarte a algo, los ojos despavoridos, el rostro congestionado y babeante. Me lancé encima de ti para sujetarte, grité y grité pidiendo ayuda, la sala se llenó de gente vestida de blanco y me sacaron a viva fuerza.

Recuerdo encontrarme de rodillas en el suelo, luego un bofetón en la cara. ¡Tranquila, señora, cállese o tendrá que irse! Su hija se encuentra mejor, puede entrar y quedarse con ella, me sacudió un enfermero. Traté de ponerme de pie, pero se me doblaban las piernas; me ayudaron a llegar hasta tu cama y después se fueron, quedé sola contigo y con las pacientes de las otras camas, que observaban en silencio, cada una sumida en sus propios males.

Tenías el color ceniza de los espectros, los ojos volteados hacia arriba, un hilo de sangre seca junto a la boca, estabas fría.

Esperé llamándote con los nombres que te he dado desde niña, pero te alejabas hacia otro mundo; quise darte de beber agua, te sacudí, me fijaste las pupilas dilatadas y vidriosas, mirando a través de mí hacia otro horizonte y de pronto te quedaste inmóvil, exangüe, sin respirar. Alcancé a llamar a gritos y enseguida intenté darte respiración boca a boca, pero el miedo me había bloqueado, hice todo mal, te soplé aire sin ritmo ni concierto, de cualquier modo, cinco o seis veces, y entonces noté que tampoco te latía el corazón y comencé a golpearte el pecho con los puños.

Instantes más tarde llegó ayuda y lo último que vi fue tu cama alejándose a la carrera por el pasillo hacia el ascensor. Desde ese momento la vida se detuvo para ti y también para mí, las dos cruzamos un misterioso umbral y entramos a la zona más oscura.

– Su estado es crítico–me notificó el médico de guardia en la Unidad de Cuidados Intensivos.

– ¿Debo llamar a su padre en Chile? Demorará más de veinte horas en llegar aquí – pregunté.

– Sí.

Se había corrido la voz y empezaban a llegar parientes de Ernesto, amigos y monjas de tu colegio; alguien avisó por teléfono a la familia, repartida en Chile, Venezuela y los Estados Unidos. Al poco rato apareció tu marido, sereno y suave, más preocupado por los sentimientos ajenos que por los propios, se veía muy cansado.

Le permitieron verte por unos minutos y al salir nos informó que estabas conectada a un respirador y recibías una transfusión de sangre. No está tan mal como dicen, siento el corazón de Paula latiendo fuerte junto al mío, dijo, frase que en ese momento me pareció sin sentido, pero ahora que lo conozco más puedo comprender mejor. Ambos pasamos ese día y la noche siguiente sentados en la sala de espera, a ratos me dormía extenuada y cuando abría los ojos lo veía a él inmóvil, siempre en la misma postura, aguardando.

– Estoy aterrada, Ernesto–admití al amanecer.

– Nada podemos hacer, Paula está en manos de Dios.

– Para ti debe ser más fácil aceptarlo porque al menos cuentas con tu religión.

– Me duele como a ti, pero tengo menos miedo de la muerte y más esperanza en la vida – replicó abrazándome. Hundí la cara en su chaleco, aspirando su olor a hombre joven, sacudida por un atávico espanto.

Horas después llegaron de Chile mi madre y Michael, también Willie de California. Tu padre venía muy pálido, subió al avión en Santiago convencido que te encontraría muerta, el viaje debe haber sido eterno para él. Desconsolada abracé a mi madre y comprobé que a pesar de haberse reducido de tamaño con la edad, todavía es una enorme presencia protectora. A su lado Willie parece un gigante, pero cuando busqué un pecho donde apoyar la cabeza, el de ella me resultó más amplio y seguro que el de mi marido. Entramos a la sala de Cuidados Intensivos y alcanzamos a verte consciente y un poco mejor que el día anterior, los médicos comenzaban a reponerte el sodio, que perdías a raudales, y la sangre fresca te había reanimado; sin embargo la ilusión duró sólo unas horas, poco después tuviste una crisis de ansiedad y te administraron una dosis masiva de sedantes, que te tumbó en un coma profundo del que no has despertado hasta ahora.

– Pobrecita su niña, no merece esta suerte. ¿Por qué no me muero yo, que ya estoy viejo, en vez de ella? – me dice a veces don Manuel, el enfermo de la cama de al lado, con su trabajosa voz de agonizante.

Es muy difícil escribir estas páginas, Paula, recorrer de nuevo las etapas de este doloroso viaje, precisar los detalles, imaginar cómo habría sido si hubieras caído en mejores manos, si no te hubieran aturdido con drogas, si… ¿Cómo sacudirme la culpa?

Cuando mencionaste la porfiria pensé que exagerabas y en vez de buscar más ayuda confié en esta gente vestida de blanco, les entregué sin reservas a mi hija. Es imposible retroceder en el tiempo, no debo mirar hacia atrás, sin embargo no puedo dejar de hacerlo, es una obsesión. Para mí sólo existe la certeza irremisible de este hospital madrileño, el resto de mi existencia se ha esfumado en una densa niebla.

Willie, quien a los pocos días debió regresar a su trabajo en California, me llama cada mañana y cada noche para darme fuerza, recordarme que nos amamos y tenemos una vida feliz al otro lado del mar. Me llega su voz de muy lejos y me parece que lo estoy soñando, que en realidad no existe una casa de madera colgada sobre la bahía de San Francisco, ni ese ardiente amante ahora convertido en un marido lejano. También me parece que he soñado a mi hijo Nicolás, a Celia mi nuera, al pequeño Alejandro con sus pestañas de jirafa. Carmen Balcells, mi agente, viene a veces para transmitirme condolencias de mis editores o noticias de mis libros y no sé de qué me habla, sólo existes tú, hija, y el espacio sin tiempo donde ambas nos hemos instalado.

En las largas horas de silencio se me atropellan los recuerdos, todo me ha sucedido en el mismo instante, como si mi vida entera fuera una sola imagen ininteligible. La niña y la joven que fui, la mujer que soy, la anciana que seré, todas las etapas son agua del mismo impetuoso manantial. Mi memoria es como un mural mexicano donde todo ocurre simultáneamente: las naves de los conquistadores por una esquina mientras la Inquisición tortura indios en otra, los libertadores galopando con banderas ensangrentadas y la Serpiente Emplumada frente a un Cristo sufriente entre las chimeneas humeantes de la

era industrial. Así es mi vida, un fresco múltiple y variable que sólo yo puedo descifrar y que me pertenece como un secreto. La mente selecciona, exagera, traiciona, los acontecimientos se esfuman, las personas se olvidan y al final sólo queda el trayecto del alma, esos escasos momentos de revelación del espíritu. No interesa lo que me pasó, sino las cicatrices que me marcan y distinguen. Mi pasado tiene poco sentido, no veo orden, claridad, propósitos ni caminos, sólo un viaje a ciegas, guiada por el instinto y por acontecimientos incontrolables que desviaron el curso de mi suerte. No hubo cálculo, sólo buenos propósitos y la vaga sospecha de que existe un diseño superior que determina mis pasos. Hasta ahora no he compartido mi pasado, es mi último jardín, allí donde ni el amante más intruso se ha asomado. Tómalo, Paula, tal vez te sirva de algo, porque creo que el tuyo ya no existe, se te perdió en este largo sueño y no se puede vivir sin recuerdos.

Mi madre regresó a casa de sus padres en Santiago; un matrimonio fracasado se consideraba entonces la peor suerte para una mujer, pero ella todavía no lo sabía e iba con la frente en alto. Ramón, el cónsul seducido, la condujo al barco con sus hijos, la temible Margara, la perra, los baúles y las cajas con las bandejas de plata. Al despedirse retuvo sus manos y repitió la promesa de cuidarla para siempre, pero ella, distraída en los afanes de acomodarse en el reducido espacio del camarote, lo premió apenas con una sonrisa vaga. Estaba acostumbrada a recibir galanterías y carecía de razones para sospechar que ese funcionario de tan precario aspecto jugaría un papel fundamental en su futuro, tampoco olvidaba que ese hombre tenía esposa y cuatro hijos, y por lo demás la apremiaban asuntos más urgentes: el recién nacido respiraba a bocanadas como un pez en tierra seca, los otros dos niños lloraban asustados y Margara había entrado en uno de sus hoscos silencios reprobatorios. Cuando oyó el ruido de los motores y la ronca sirena anunciando la salida del barco, tuvo un primer atisbo del huracán que la había volteado. Podía contar con hospedaje en la casa paterna, pero ya no era una joven soltera y debía hacerse cargo de sus hijos como si fuera viuda. Empezaba a preguntarse cómo se las arreglaría, cuando el zangoloteo de las olas le trajo el recuerdo de los camarones de su luna de miel y entonces sonrió aliviada porque al menos estaba lejos de su extraño marido. Acababa de cumplir veinticuatro años y no sospechaba cómo ganarse el sustento, pero no en vano corría por sus venas la sangre aventurera de aquel remoto marinero vasco.

Así es como a mí me tocó crecer en casa de mis abuelos. Bueno, es una manera de hablar, la verdad es que no crecí mucho, con un esfuerzo desproporcionado alcancé el metro y medio, estatura que mantuve hasta hace un mes, cuando percibí que el espejo del baño estaba subiendo. Pamplinas, no te estás encogiendo, lo que pasa es que has perdido peso y andas sin tacones, asegura mi madre, pero noto que de reojo me observa preocupada. Al decir que crecí con esfuerzo no hablo en metáfora, se hizo todo lo posible por estirarme, excepto administrarme hormonas porque en esa época aún estaban en experimentación y Benjamín Viel, médico de la familia y eterno enamorado platónico de mi madre, temió que me salieran bigotes. No habría sido tan grave, eso se afeita.

Durante años asistí a un gimnasio donde mediante un sistema de cuerdas y poleas me suspendían del techo para que la fuerza de gravedad extendiera mi esqueleto. En mis pesadillas me veo atada por los tobillos cabeza abajo, pero mi madre asegura que eso es totalmente falso, nunca padecí nada tan cruel, me colgaban del cuello con un moderno aparato que impedía la muerte instantánea por ahorcamiento. Aquel recurso extremo fue inútil, sólo se me alargó el cuello. Mi primera escuela fue de monjas alemanas, pero no

duré mucho allí, a los seis años me expulsaron por perversa: organicé un concurso de mostrar los calzones, aunque tal vez la verdadera razón fue que mi madre escandalizaba a la pudibunda sociedad santiaguina con su falta de marido. De allí fui a parar a un colegio inglés más comprensivo, donde esas exhibiciones no acarreaban mayores consecuencias, siempre que se hicieran discretamente. Estoy segura que mi infancia habría sido diferente si la Memé hubiera vivido más. Mi abuela me estaba criando para Iluminada, las primeras palabras que me enseñó fueron en esperanto, un engendro impronunciable que ella consideraba el idioma universal del futuro, y aún andaba yo en pañales cuando ya me sentaba a la mesa de los espíritus, pero esas espléndidas posibilidades terminaron con su partida. La casona familiar, encantadora cuando ella la presidía, con sus tertulias de intelectuales, bohemios y lunáticos, se convirtió a su muerte en un espacio triste cruzado de corrientes de aire. El olor de entonces perdura en mi memoria: estufas a parafina en invierno y azúcar quemada en verano, cuando encendían una fogata en el patio para hacer dulce de moras en una enorme olla de cobre. Con la muerte de mi abuela se vaciaron las jaulas de pájaros, callaron las sonatas en el piano, se secaron las plantas y las flores en los jarrones, escaparon los gatos a los tejados, donde se convirtieron en bestias bravas, y poco a poco perecieron los demás animales domésticos, los conejos y las gallinas acabaron guisados por la cocinera, y la cabra salió un día a la calle y murió aplastada por el carretón del lechero. Sólo quedó la perra Pelvina López–Pun dormitando junto a la cortina que dividía la sala del comedor. Yo deambulaba llamando a mi abuela entre pesados muebles españoles, estatuas de mármol, cuadros bucólicos y pilas de libros, que se acumulaban por los rincones y se reproducían de noche como una fauna incontrolable de papel impreso. Existía una frontera tácita entre la parte ocupada por la familia y la cocina, los patios y los cuartos de las empleadas, donde transcurría la mayor parte de mi vida. Aquél era un submundo de habitaciones mal ventiladas, oscuras, con un camastro, una silla y una cómoda desvencijada como único mobiliario, decoradas con un calendario y estampas de santos. Ése era el único refugio de aquellas mujeres que trabajaban de sol a sol, las primeras en levantarse al amanecer y las últimas en acostarse después de servir la cena a la familia y limpiar la cocina. Salían un domingo cada dos semanas, no recuerdo que gozaran de vacaciones o tuvieran familia, envejecían sirviendo y morían en la casa. Una vez al mes aparecía un hombronazo medio chalado a encerar los pisos. Se colocaba virutillas de acero amarradas a los pies y bailaba una zamba patética raspando el parquet, luego aplicaba a gatas cera con un trapo y finalmente sacaba brillo a mano con un pesado escobillón.

Cada semana venía también la lavandera, una mujercita de nada, en los huesos, siempre con dos o tres chiquillos colgados de sus faldas, que se llevaba una montaña de ropa sucia equilibrada sobre la cabeza. Se la entregaban contada, para que nada faltara cuando la traía de vuelta, limpia y planchada. Cada vez que me tocaba presenciar el humillante proceso de contar camisas, servilletas y sábanas, iba después a esconderme entre los pliegues de felpa del salón para abrazarme a mi abuela. No sabía por qué lloraba; ahora lo sé: lloraba de vergüenza. En la cortina reinaba el espíritu de la Memé y supongo que por eso la perra no se movía de aquel lugar.

Las empleadas, en cambio, creían que rondaba en el sótano, de donde provenían ruidos y luces tenues, por eso evitaban acercarse por aquel lado. Yo conocía bien la causa de esos fenómenos, pero no tenía interés alguno en revelarla. En los cortinajes teatrales del salón buscaba el rostro translúcido de mi abuela; escribía mensajes en trozos de papel, los doblaba con cuidado y los prendía con un alfiler en la gruesa tela para que ella los encontrara y supiera que no la había olvidado.

La Memé se despidió de la vida con sencillez, nadie se dio cuenta de sus preparativos de viaje al Más Allá hasta última hora, cuando ya era demasiado tarde para intervenir. Consciente de que se requiere una gran ligereza para desprenderse del suelo, echó todo por la borda, se deshizo de sus bienes terrenales y eliminó sentimientos y deseos superfluos, quedándose sólo con lo esencial, escribió unas cuantas cartas y por último se tendió en su cama para no levantarse más. Agonizó una semana ayudada por su marido, quien usó toda la farmacopea a su alcance para ahorrarle sufrimiento, mientras la vida se le escapaba y un tambor sordo resonaba en su pecho. No hubo tiempo de avisar a nadie, sin embargo sus amigas de la Hermandad Blanca se enteraron telepáticamente y aparecieron en el último instante para entregarle mensajes destinados a las ánimas benevolentes que por años habían comparecido a las sesiones de los jueves en torno a la mesa de tres patas. Esta mujer prodigiosa no dejó rastro material de su paso por este mundo, excepto un espejo de plata, un libro de oraciones con tapas de nácar y un puñado de azahares de cera, restos de su tocado de novia. Tampoco me dejó muchos recuerdos y los que tengo deben estar deformados por mi visión infantil de entonces y el paso del tiempo, pero no importa, porque su presencia me ha acompañado siempre. Cuando el asma o la inquietud le cortaban el aliento, me estrechaba para aliviarse con mi calor, ésa es la imagen más precisa que guardo de ella: su piel de papel de arroz, sus dedos suaves, el aire silbando en su garganta, el abrazo apretado, el aroma de colonia y a veces un soplo del aceite de almendras que se echaba en las manos. He escuchado hablar de ella, conservo en una caja de lata las únicas reliquias suyas que han perdurado y el resto lo he inventado porque todos necesitamos una abuela. Ella no sólo ha cumplido ese papel a la perfección, a pesar del inconveniente de su muerte, sino que inspiró el personaje que más amo de todos los que aparecen en mis libros:

Clara, clarísima, clarividente, en La casa de los espíritus.

Mi abuelo no pudo aceptar la pérdida de su mujer. Creo que vivían en mundos irreconciliables y se amaron en encuentros fugaces con una ternura dolorosa y una pasión secreta. El Tata tenía la vitalidad de un hombre práctico, sano, deportista y emprendedor, ella era extranjera en esta tierra, una presencia etérea e inalcanzable. Su marido debió conformarse con vivir bajo el mismo techo, pero en diferente dimensión, sin poseerla jamás.

Sólo en algunas ocasiones solemnes, como al nacer los hijos que él recibió en sus manos, o cuando la sostuvo en sus brazos a la hora de la muerte, tuvo la sensación de que ella realmente existía.

Intentó mil veces aprehender ese espíritu liviano que pasaba ante sus ojos como un cometa dejando una perdurable estela de polvo astral, pero quedaba siempre con la impresión de que se le escapaba. Al final de sus días, cuando le faltaba poco para cumplir un siglo de vida y del enérgico patriarca sólo quedaba una sombra devorada por la soledad y la implacable corrosión de los años, abandonó la idea de ser su dueño absoluto, como pretendió en la juventud, y sólo entonces pudo abrazarla en términos de igualdad. La sombra de la Memé adquirió contornos precisos y se convirtió en una criatura tangible que lo acompañaba en la minuciosa reconstrucción de los recuerdos y en los achaques de la vejez. Cuando recién quedó viudo se sintió traicionado, la acusó de haberlo desamparado a mitad de camino, se vistió de luto cerrado como un cuervo, pintó de negro sus muebles y para no sufrir más trató de eliminar otros afectos de su existencia,

pero nunca lo logró del todo, era un hombre derrotado por su corazón gentil. Ocupaba una pieza grande en el primer piso de la casa, donde sonaban cada hora las campanadas fúnebres de un reloj de torre. La puerta se mantenía cerrada y rara vez me atreví a golpear, pero por las mañanas pasaba a saludarlo antes de ir al colegio y a veces me autorizaba para revisar el cuarto en busca de un chocolate que escondía para mí. Nunca lo oí quejarse, era de una reciedumbre heroica, pero a menudo se le aguaban los ojos y cuando se creía solo hablaba con el recuerdo de su mujer. Con los años y las penas ya no pudo controlar el llanto, se limpiaba las lágrimas a manotazos, furioso por su propia debilidad, me estoy poniendo viejo, caramba, gruñía. Al quedar viudo abolió las flores, los dulces, la música y todo motivo de alegría; el silencio penetró en la casa y en su alma.

La situación de mis padres era ambigua, porque en Chile no hay divorcio, pero no fue difícil convencer a Tomás de anular el matrimonio y así mis hermanos y yo quedamos convertidos en hijos de madre soltera. Mi padre, quien por lo visto no tenía gran interés en incurrir en gastos de manutención, cedió también la tutela de sus hijos y luego se esfumó sin bulla, mientras el círculo social en torno a mi madre se cerraba apretadamente para acallar el escándalo. El único bien que exigió al firmar la nulidad matrimonial fue la devolución de su escudo de armas, tres perros famélicos en un campo azul, que obtuvo de inmediato porque mi madre y el resto de la familia se reían a carcajadas de los blasones. Con la partida de ese irónico escudo desapareció cualquier linaje que pudiéramos reclamar, de un plumazo quedamos sin estirpe. La imagen de Tomás se diluyó en el olvido. Mi abuelo no quiso oír hablar de su antiguo yerno y tampoco admitió quejas en su presencia, por algo había advertido a su hija que no se casara. Ella consiguió un modesto empleo en un banco, cuyo principal atractivo era la posibilidad de jubilarse con sueldo completo al término de treinta y cinco años de abnegada labor y el mayor inconveniente era la concupiscencia del director que solía acosarla por los rincones. En el caserón familiar vivían también un par de tíos solteros que se encargaron de poblar mi infancia de sobresaltos.


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