Текст книги "Paula"
Автор книги: Isabel Allende
Жанр:
Современная проза
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Todavía está allí, intacta. No hace mucho fui a visitarla y me sorprendió su tamaño, parece una casita de muñecas con una peluca medio calva en el techo.
Michael tuvo loable paciencia conmigo, no lo apabullaron los chismes ni las críticas que yo provocaba, no interfería en mis proyectos por descabellados que fueran y me respaldó con lealtad aún en los errores, sin embargo nuestros caminos se fueron separando más y más. Mientras yo me movía entre feministas, bohemios, artistas e intelectuales, él se dedicaba a sus planos, sus cálculos, sus edificios en construcción, sus partidas de ajedrez y juegos de bridge. Se quedaba en la oficina hasta muy tarde, porque entre los profesionales chilenos es de buen tono trabajar de sol a sol y no tomar vacaciones, lo contrario se considera indicio de mentalidad de burócrata y lleva a un fracaso seguro en la empresa privada. Era buen amigo y buen amante, pero no guardo muchos recuerdos de él, se me ha desdibujado como una fotografía fuera de foco. Nos educaron en la tradición de que el marido provee para la familia y la mujer se hace cargo del hogar y los hijos, pero en nuestro caso no fue del todo así; empecé a trabajar antes que él y corría con gran parte de nuestros gastos, su sueldo se destinaba a pagar la deuda de la casa y hacer inversiones, el mío se esfumaba en lo cotidiano. En todo caso él permaneció fiel a sí mismo, ha cambiado poco a lo largo de su vida, pero yo le daba demasiadas sorpresas, ardía de inquietud, veía injusticias por todas partes, pretendía transformar el mundo y abrazaba tantas causas distintas que yo misma perdía la cuenta y mis hijos vivían en permanente estado de desconcierto. Diez años más tarde, cuando estábamos instalados en Venezuela y mis ideales estaban bastante estropeados por las vicisitudes del exilio, les pregunté a esos niños–formados en la era de los hippies y los sueños socialistas–cómo les gustaría vivir, y los dos respondieron al unísono y sin ponerse de acuerdo: como burgueses acomodados.
El tío Ramón y mi madre regresaron de Suiza el mismo año de la muerte de mi padre. Mi padrastro había escalado los lentos peldaños de la carrera diplomática y alcanzado un puesto importante en la Cancillería. Llevaba a los nietos al palacio de Gobierno, diciéndoles que era su residencia particular, y los instalaba en el largo comedor de los Embajadores, entre cortinajes de felpa y retratos de próceres de la Patria, donde mozos con guantes blancos les servían jugo de naranja. A los siete años te tocó hacer una composición en el colegio, cuyo tema era la familia y escribiste que tu único pariente interesante era el tío Ramón, príncipe y descendiente directo de Jesucristo, dueño de un palacio con criados en uniforme y guardias armados. La profesora me dio el nombre de un psiquiatra infantil, pero tu reputación quedó a salvo poco después, un día que debía llevarte al dentista, lo olvidé y te quedaste esperando durante horas en la puerta del colegio. La maestra intentó sin éxito ubicar a tu padre o a mí y por último llamó al tío Ramón. Dígale a Paula que no se mueva, iré a buscarla de inmediato, replicó él, y en efecto, media hora más tarde apareció una limusina presidencial embanderada y con una escolta de dos policías en moto, se bajó un chofer con la gorra en la mano, abrió la puerta de atrás y descendió tu abuelo con el pecho cubierto de condecoraciones y la capa negra de las grandes ceremonias, que había pasado a buscar a su casa en un rapto de inspiración poética. No recuerdas el tremendo plantón, hija, sólo aquella comitiva imperial y la cara de tu maestra, tan desconcertada que se inclinó en una profunda reverencia para saludar al tío Ramón.
Mi padre murió de un ataque fulminante, no tuvo tiempo de sacar la cuenta de sus grandezas ni de sus miserias porque una ola de sangre le inundó las cavidades más profundas del corazón y quedó tirado en la calle como un indigente. Fue recogido por la Asistencia Pública y trasladado a la morgue, donde una autopsia determinó el motivo de su muerte. Al revisar los bolsillos de su ropa encontraron algunos papeles, relacionaron el apellido y se pusieron en contacto conmigo para que identificara el cadáver. Al oír el
nombre no imaginé que se tratara de mi padre, porque no había pensado en él desde hacía muchos años y no quedaban vestigios de su paso por mi vida, ni siquiera el rencor de su abandono, sino en mi hermano, cuyo segundo nombre es Tomás y que en esa época todavía andaba perdido en aquella secta misteriosa del Mesías argentino. Llevábamos meses sin noticias suyas y por ese sentido trágico propio de mi familia, suponíamos lo peor. Mi madre había agotado los recursos para ubicarlo, sin el menor resultado, y se inclinaba a creer los rumores de que su hijo se había enganchado con los revolucionarios cubanos, porque la idea de que anduviera tras las huellas del difunto Che Guevara le resultaba más llevadera que saberlo hipnotizado por un santón.
Antes de partir a la morgue llamé al tío Ramón a su oficina para comunicarle tartamudeando que mi hermano había muerto. Llegué antes que él al siniestro edificio, me presenté ante un funcionario impasible quien me condujo a una sala fría donde había una camilla con un bulto cubierto por una sábana. Levantaron la tela y apareció un hombre gordo, lívido y desnudo, con un costurón de colchonero desde el cuello hasta el sexo, con quien no sentí ni la más remota conexión. Instantes después llegó el tío Ramón, le echó una mirada breve y anunció que era mi padre. Me acerqué otra vez y observé sus facciones con cuidado porque no tendría oportunidad de verlo nunca más.
Ese día me enteré de la existencia de un medio hermano mayor, hijo de mi padre y de otro amor, notablemente parecido al muchacho de quien me enamoré en una clase de matemáticas cuando tenía quince años. También supe de tres niños menores que tuvo con una tercera mujer, a quienes irónicamente les dio nuestros nombres. El tío Ramón se encargó del funeral y de redactar un documento en el cual renunciábamos a cualquier herencia en favor de esa otra familia; Juan y yo estampamos nuestros nombres de inmediato y enseguida falsificamos la firma de Pancho para evitar dilaciones engorrosas.
Al día siguiente caminamos tras el ataúd de ese desconocido por un sendero del Cementerio General, nadie más se presentó a ese modesto entierro, mi padre dejó en este mundo muy pocos amigos. No he vuelto a tener contacto con mis medios hermanos. Cuando pienso en mi padre sólo puedo visualizarlo inerte en la soledad abismante de esa helada sala de la morgue.
El cadáver de mi padre no fue el primero que había visto de cerca.
De lejos había divisado algunos cuerpos tirados en la calle en la batahola de la guerra que sacudió al Líbano y en un amago de revolución en Bolivia, pero más parecían marionetas que personas, a la Memé sólo puedo recordarla viva y del tío Pablo no quedaron rastros. El único muerto real y presente de mi niñez me tocó cuando tenía ocho años y las circunstancias lo hicieron inolvidable.
Esa noche del 25 de diciembre de 1950 permanecí despierta por horas, con los ojos abiertos en la oscuridad poblada de ruidos de la casa de la playa. Mis hermanos y mis primos ocupaban otras literas en la misma habitación y a través de las delgadas paredes de cartón escuchaba el aliento de los que dormían en otros cuartos, el ronroneo constante de la nevera y los pasos sigilosos de las ratas. Varias veces quise levantarme y salir al patio a refrescarme con la brisa salina que venía del mar, pero me disuadía el tráfico incesante de las cucarachas ciegas. Entre las sábanas húmedas por el rocío eterno de la costa palpaba mi cuerpo con asombro y terror, mientras las imágenes de esa tarde de revelación pasaban como ráfagas ante los pálidos reflejos de luna en la ventana. Sentía
todavía la boca húmeda del pescador en mi cuello, su voz susurrando en mi oído. Desde lejos me llegaba el bullicio sordo del océano y cada tanto pasaba un automóvil por la calle, alumbrando brevemente los resquicios de las persianas. En el pecho sentía un rumor de campanario, una pesadez de lápida, una garra poderosa trepando hacia la garganta, ahogándome. El Diablo aparece de noche en los espejos… No había ninguno en ese cuarto, el único de la casa era un rectángulo oxidado en el baño donde mi madre se pintaba los labios, demasiado alto para mí; pero el Mal no sólo habita los espejos, me había dicho Margara, también deambula en la oscuridad a la caza de los pecados humanos y se mete dentro de las niñas perversas para devorarles las tripas.
Ponía mi mano donde él la había puesto y enseguida la retiraba asustada, sin entender esa mezcla de repugnancia y de turbio placer. Volvía a sentir los dedos ásperos y firmes del pescador explorándome, el roce de sus mejillas mal afeitadas, su olor y su peso, sus obscenidades en mi oreja. Seguramente me había salido en la frente la marca del pecado. ¿Cómo nadie se había dado cuenta?
Al llegar a la casa no me había atrevido a mirar a los ojos a mi madre ni a mi abuelo, me había escondido de Margara y pretextando dolor de barriga escapé temprano a la cama después de darme una larga ducha y refregarme entera con el jabón azul de lavar ropa, pero nada podía quitarme las manchas. Sucia, estaba sucia para siempre… Sin embargo no se me ocurría desobedecer la orden de ese hombre, al día siguiente volvería a encontrarme con él en el camino de los geranios y lo seguiría fatalmente hacia el bosque, aunque en ello se me fuera la vida. Sí tu abuelo lo sabe, me mata, me había advertido. Mi silencio era sagrado, yo era responsable de su vida. La proximidad de esa segunda cita me llenaba de terror, pero también de fascinación ¿qué había más allá del pecado? Las horas pasaban con una lentitud colosal, mientras escuchaba la respiración rítmica de mis hermanos y mis primos y calculaba cuánto faltaba para el amanecer. Apenas asomaran los primeros rayos de sol podría salir de la cama y pisar el suelo, porque con la luz las cucarachas vuelven a sus rincones. Tenía hambre, pensaba frasco de manjar blanco, y las galletas en la cocina, sentía frío y me arropaba en las pesadas mantas, pero de inmediato empezaba a sofocarme en la fiebre de los recuerdos prohibidos delirio de la anticipación.
A la mañana siguiente muy temprano, cuando la familia dormía todavía, me levanté sin ruido, me vestí y salí al patio, di vuelta a la casa y entre a la cocina por atrás. Las ollas de hierro y cobre colgaban de garfios en las paredes, sobre la mesa de granito gris había un balde con agua de mar lleno de almejas frescas y una bolsa de pan del día anterior. No pude abrir frasco de manjar blanco, pero corté un trozo de queso y una tajada de dulce de membrillo y salí al camino a mirar el sol, que asomaba por el cerro como una naranja incandescente. Eché a andar sin saber por qué hacia la boca del río, centro de esa pequeña aldea de pescadores, donde a esa hora todavía no había el menor trajín.
Pasé la iglesia, el correo, el almacén, pasé la población de casas nuevas, todas iguales con sus techos de cinc y sus terrazas de madera asomadas hacia el mar, pasé el hotel donde los jóvenes iban por las noches a bailar ritmos antiguos, porque los nuevos no llegaban por esos lados; pasé la calle larga del comercio con sus ventas de verduras y frutas, la farmacia, la tienda de telas del turco, el quiosco de periódicos, el bar y el billar, sin ver a nadie. Llegué a la zona de los pescadores, con sus chozas de madera y toscos mesones de mariscos y pescados, las redes colgadas a secar como portentosas telarañas, los botes panza arriba sobre la arena esperando que sus dueños se repusieran de la parranda de Noche Buena para salir mar adentro. Escuché voces y vi un grupo de personas junto a
una de las últimas casuchas, donde el río se vuelca en el mar. El sol ya se había elevado y me picaba como un hormigueo caliente en los hombros. Con el último mordisco de queso y dulce de membrillo alcancé el final de la calle, me aproximé cautelosa al pequeño círculo de gente y traté de abrirme paso, pero me empujaron hacia atrás. En ese momento aparecieron dos carabineros en bicicleta, uno tocó un silbato y el otro gritó que se apartaran, carajo, que había llegado la ley. El círculo se abrió fugazmente y alcancé a ver al pescador sobre arena oscura del lecho del río, tendido de boca, los brazos abiertos en cruz, con los mismos pantalones negros, la misma camisa blanca y las mismas zapatillas de goma del día anterior, cuando me llevó al bosque. Uno de los policías dijo que le habían asestado un golpe en la cabeza y entonces vi la mancha de sangre seca en la oreja y el cuello. Algo me explotó en el pecho y me invadió un sabor de toronjas agrias, me doblé sacudida por arcadas violentas, caí de rodillas y expulsé sobre la arena una mezcolanza de queso, dulce de membrillo y culpa. ¿Qué hace aquí esta chiquilla? exclamó alguien y una mano intentó sujetarme por un brazo, pero me puse de pie y eché a correr desesperada. Corrí y corrí con un dolor punzante en el costado y el gusto amargo en la boca, sin detenerme hasta que aparecieron los techos rojos de mi casa y entonces me desplomé a la orilla de la calle, ovillada entre unos arbustos.
¿Quién me vio en el bosque con el pescador? ¿Cómo lo supo el Tata?
No podía pensar, lo único cierto era que ese hombre no volvería nunca más a meterse al mar para sacar mariscos, que estaba muerto sobre la arena pagando el crimen de los dos, que yo estaba libre y no tendría que acudir a la cita, no me llevaría de nuevo al bosque. Mucho rato después escuché los sonidos de la casa, las empleadas preparando desayuno, las voces de mis hermanos y mis primos. Pasó la burra del lechero con su sonajera de tarros y el repartidor de pan en su triciclo y Margara salió refunfuñando a comprar. Me deslicé hasta el patio de las hortensias, me lavé la cara y las manos en la vertiente que caía del cerro, me acomodé un poco el pelo y me presenté en el comedor, donde ya estaba mi abuelo en su sillón con el periódico en las manos y una taza humeante de café con leche. ¿Por qué me mira así? me saludó sonriendo.
Dos días más tarde, cuando lo autorizó el médico forense, velaron al hombre en su modesta vivienda. Todo el pueblo incluyendo los veraneantes desfilaron para verlo, rara vez sucedía algo interesante y nadie quiso perderse la novedad de un asesinato, el único registrado en la memoria de ese balneario desde los tiempos del pintor crucificado. Margara me llevó, a pesar de que mi madre lo consideraba un espectáculo morboso, porque el Tata–quien se ofreció para pagar el entierro–declaró que la muerte es natural y más valía acostumbrarse a ella desde temprano. Al atardecer subimos el cerro y llegamos a una casucha de tablas adornada con guirnaldas de papel, una bandera chilena y humildes ramos de flores de los jardines costeros. Para entonces los cantos desafinados de las guitarras ya languidecían y la concurrencia, aturdida de vino litreado, dormitaba en sillas de paja dispuestas en círculo en torno al ataúd, un simple cajón de madera de pino sin pulir, alumbrado por cuatro velas. La madre, vestida de luto, murmuraba a media voz rezos intercalados de sollozos y maldiciones, mientras avivaba las llamas de una cocina a leña donde hervía una tetera negra de hollín. Las vecinas juntaban tazas para ofrecer té y los hermanos menores, engominados y con zapatos de domingo, correteaban en el patio entre gallinas y perros. Sobre una cómoda destartalada había una fotografía del pescador en uniforme del servicio militar, cruzada por una cinta negra. Toda la noche se turnarían familiares y amigos para acompañar al cadáver antes que descendiera a la tierra, rasgando malamente las guitarras, comiendo lo que las mujeres traían de sus cocinas,
recordando al difunto en la media lengua de los ebrios tristes. Margara avanzó mascullando entre dientes y arrastrándome de un brazo, porque yo me iba quedando atrás. Cuando estuvimos frente al ataúd me obligó a acercarme y rezar un Padrenuestro de despedida, porque según ella las ánimas de los asesinados nunca encuentran descanso y vienen de noche a penar a los vivos.
Acostado sobre una sábana blanca vi al hombre que tres días antes me había manoseado en el bosque. Lo miré primero con un miedo visceral y luego con curiosidad buscando el parecido, pero no pude hallarlo. Ese rostro no era el de mis pecados, era una máscara lívida de labios pintados, el pelo partido al medio y duro de brillantina, dos algodones en los huecos de las narices y un pañuelo atado en torno a la cabeza, sujetando la mandíbula.
Aunque por las tardes el hospital se llena de gente, los sábados y domingos por la mañana parece vacío. Llego cuando todavía está oscuro, con el cansancio acumulado de la semana me sorprendo arrastrando los pies y la cartera por el suelo, exhausta. Recorro los eternos pasillos solitarios, donde hasta el latido de mi corazón suena con eco, y me parece que camino sobre una correa transportadora que va en sentido contrario, no avanzo, siempre estoy en el mismo sitio, cada vez más fatigada. Voy murmurando fórmulas mágicas de mi invención y a medida que me acerco al edificio, al largo corredor de los pasos perdidos, a tu sala y a tu cama, se me cierra el pecho de angustia. Estás convertida en un bebé grande, Paula. Hace dos semanas que saliste de la Unidad de Cuidados Intensivos y hay pocos cambios. Llegaste a la sala común muy tensa, como aterrorizada, y poco a poco te has calmado, pero no hay indicios de inteligencia, sigues con la mirada fija en la ventana, inmóvil. No estoy desesperada aún, creo que a pesar de los nefastos pronósticos, volverás con nosotros y aunque no serás la mujer brillante y graciosa de antes, tal vez puedas tener una vida casi normal y ser feliz, yo me encargaré de ello. Los gastos se han disparado, paso en el banco cambiando dinero que se esfuma de mi cartera tan de prisa que no alcanzo a darme cuenta cómo desaparece, pero prefiero no sacar cuentas, éste no es momento para la prudencia. Debo encontrar un fisioterapeuta porque los servicios del hospital son mínimos; de vez en cuando aparecen dos muchachas distraídas que te mueven brazos y piernas con desgana durante diez minutos, de acuerdo a las vagas instrucciones de un bigotudo enérgico que parece ser su jefe y sólo te ha visto una vez. Son muchos los pacientes y pocos los recursos, por eso yo misma te hago los ejercicios. Cuatro veces al día recorro tu cuerpo obligándolo a moverse, empiezo por los dedos de los pies, uno a uno, y sigo hacia arriba, con lentitud y fuerza, porque no es fácil abrirte las manos o doblarte las rodillas y los codos; te siento en la cama y te golpeo la espalda para limpiarte los pulmones, refresco con gotas de agua el áspero hueco de tu garganta porque la calefacción seca el aire, y para evitar deformaciones te coloco libros en las plantas de los pies, que amarro con vendas, también te separo los dedos de las manos con trozos de goma y procuro mantenerte la cabeza derecha con un improvisado collar hecho con un cojín de viaje y esparadrapo, pero estos recursos de emergencia son desoladores, Paula, debo llevarte pronto a un lugar donde puedan ayudarte, dicen que la rehabilitación hace milagros. El neurólogo me pide paciencia, asegura que aún no es posible trasladarte a ninguna parte y mucho menos cruzar el mundo contigo en un avión. Paso el día y buena parte de la noche en el hospital, me he hecho amiga de los enfermos de tu sala y sus familiares. A Elvira le doy masajes y estamos inventando un lenguaje de gestos para comunicarnos, en vista que las palabras la traicionan; a los demás les cuento historias y a cambio ellos me regalan café de sus termos y bocadillos de jamón que traen de sus casas. La mujer–caracol fue trasladada al
cuarto cero, su fin se acerca. El marido de Elvira me dice a cada rato «su niña está más espabilada», pero puedo leer en sus ojos que en el fondo no lo cree. Les he mostrado fotos de tu boda y contado tu vida, ya te conocen bien y algunos lloran con disimulo cuando Ernesto viene a verte y te habla al oído, abrazándote. Tu marido está tan cansado como yo, tiene sombras moradas bajo los ojos, ha perdido peso y la ropa le cuelga.
Willie vino de nuevo, trata de hacerlo seguido para aliviar esta larga separación que parece eternizarse. Cuando nos juntamos hace cuatro años hicimos la promesa de no separarnos más, pero la vida se ha encargado de arruinarnos los planes. Este hombre es pura fuerza, tiene tantas virtudes como defectos, se traga todo el aire a su alrededor y me deja tembleque, pero me hace mucho bien estar con él. A su lado duermo sin pastillas, anestesiada por la seguridad y el calor de su cuerpo. Al amanecer me sirve café en la cama, me obliga a quedarme una hora más descansando y él parte al hospital a recibir el turno de la enfermera de noche. Se presenta en la sala común con sus bluyins descoloridos, zapatones de leñador, chaqueta de cuero negro y una boina como la que usaba mi abuelo, que se compró en la Plaza Mayor; a pesar del atuendo, parece un antiguo marinero genovés, temo que lo detengan en la calle para preguntarle las rutas de navegación hacia el Nuevo Mundo. Saluda a los enfermos en una jerigonza con acento mexicano y se instala junto a tu cama a acariciarte las manos y hablarte de lo que haremos cuando vayas a California, mientras los otros pacientes observan atónitos. Willie no logra disimular su preocupación, en su oficio de abogado le ha tocado ver innumerables accidentes y tiene poca esperanza de que te recuperes, me prepara el ánimo para lo peor.
– Nos haremos cargo de ella, muchas familias lo hacen, no seremos los únicos, cuidar y querer a Paula nos dará un nuevo propósito, aprenderemos una forma distinta de felicidad. Nosotros seguimos con nuestras vidas y la llevamos para todas partes ¿cuál es el problema? – me consuela con ese pragmatismo generoso y un poco ingenuo que me sedujo cuando lo conocí.
– ¡No! – replico sin darme cuenta de que estoy gritando-. No pienso escuchar tus nefastas profecías. ¡Paula sanará!
– Estás obsesionada, sólo hablas de ella, no puedes pensar en nada más, vas rodando por un abismo con tanto impulso que no puedes detenerte. No me dejas ayudarte, no quieres oírme… Debes poner algo de distancia emocional entre ustedes dos o te volverás loca. Si tú te enfermas ¿quién se hará cargo de tu hija? Por favor, déjame cuidarte…
Los brujos aparecen por las tardes, no sé cómo llegaron aquí, están empeñados en pasarte energía y salud. En sus vidas diarias son empleados, técnicos, funcionarios, gente común y corriente, pero en sus horas libres estudian ciencias esotéricas y pretenden curar con el poder de sus convicciones. Me aseguran que pueden cargar las baterías agotadas de tu cuerpo enfermo, que tu espíritu está creciendo, renovándose, y de esta inmovilidad emergerá una mujer diferente y mejor. Me dicen que no debo mirarte con ojos de madre, sino con el ojo de oro, entonces te veré en otro plano, flotando imperturbable ajena a los terrores y las miserias de esta sala de hospital; pero también me aconsejan que me prepare, porque si ya has cumplido tu destino en este mundo y estás lista para seguir el largo viaje del alma, no regresarás. Forman parte de una organización mundial y se comunican con otros sanadores para enviarte fuerzas, tal como las monjas están en contacto con la otras congregaciones para rezar por ti, dicen que tu recuperación depende
de tu propia voluntad de vivir, la decisión última está en tus manos. No me atrevo a comentar nada de esto con la familia en California, seguro no verían con buenos ojos a estos médicos espirituales. Tampoco Ernesto aprueba esta invasión de curanderos, no quiere que su mujer sea un espectáculo público, pero yo pienso que no te hacen daño, ni siquiera los percibes. Las monjas también participan en esas ceremonias, tocan las campanas tibetanas, echan incienso y claman a su dios cristiano y toda la corte celestial, mientras los demás en la sala observan los procedimientos de curación con ciertas reservas. No te asustes, Paula, no bailan cubiertos de plumas ni decapitan gallos para salpicarte con sangre, sólo te abanican un poco para remover la energía negativa, luego te aplican las manos en el cuerpo, cierran los ojos y se concentran. Me piden que los ayude, que imagine un rayo de luz entrando por mi cabeza, pasando a través de mí y saliendo de mis manos hacia ti, que te visualice sana y deje de llorar, por que la tristeza contamina el aire y aturde al alma. No sé si esto te hace bien, pero una cosa es segura: el ánimo de la gente en la sala ha cambiado, estamos más alegres. Nos hemos propuesto controlar la tristeza, ponemos sevillanas en la radio, repartimos galletas, y advertimos a los visitantes que no traigan caras largas. También se ha prolongado la hora de los cuentos, ya no soy sólo yo quien habla, todos participan. El más locuaz es el marido de Elvira con su caudal de anécdotas, vamos por turnos contándonos las vidas y cuando se agotan las aventuras personales comenzamos a inventarlas, de tanto agregar detalles y dar rienda a la imaginación nos hemos perfeccionado y suelen venir de otras habitaciones a escucharnos.
En la cama donde antes estaba la mujer–caracol tenemos ahora una enferma nueva, es una chica morena, llena de cortaduras y moretones, a quien cuatro desalmados violaron en un parque. Sus cosas están marcadas con un círculo rojo, el personal no la toca sin guantes, pero nosotros la incorporamos a la extraña familia de esta sala, la lavamos y le damos la comida en la boca. Al principio creyó haber despertado en un asilo de alienados y temblaba con cabeza oculta bajo las sábanas, pero poco a poco, entre las campanas tibetanas, las canciones de la radio y las confidencias de todos, fue ganando entusiasmo y empezó a sonreír.
Se ha hecho amiga de las monjas y de los sanadores, me pide que le lea en voz alta los chismes de la realeza europea y de los actores de cine, porque ella no puede alzar la cabeza. Frente a Elvira, hay una recién llegada del Departamento de Psiquiatría, se llama Aurelia y deberán operarle un tumor del cerebro porque sufre repetidas crisis de convulsiones. Al amanecer del día señalado para la cirugía se vistió y maquilló con esmero, se despidió de cada uno con un sentido abrazo y salió. Buena suerte, aquí estaremos pensando en usted, ánimo y valor, le decíamos mientras se alejaba por el corredor. Cuando llegó la camilla a buscarla para conducirla al pabellón de los suplicios, ya no estaba, se había largado a la calle y no regresó hasta dos días más tarde, cuando la policía se había cansado de buscarla. Se fijó otra fecha para la operación, pero tampoco esa vez pudieron hacerla porque Aurelia se atragantó con medio jamón serrano que trajo escondido en su bolso y el anestesista dijo que ni loco se metía con ella en esas condiciones. Ahora el cirujano anda de vacaciones de Semana Santa y quién sabe cuánto tiempo pasará hasta que dispongan de un quirófano, por el momento nuestra amiga está a salvo. Atribuye el origen de su enfermedad a que su marido es imponente y por sus gestos deduzco que quiere decir impotente. A él no le funciona la polla y es a mí a quien le abren la sesera, suspira resignada, si él cumpliera yo estaría contenta como unas Pascuas y ni me acordaría de la enfermedad, la prueba es que los ataques comenzaron en mi luna de miel, cuando el gilipollas estaba más interesado en oír el boxeo por la radio
que en mi camisón con plumas de cisne en el escote. Aurelia baila y canta flamenco, habla en verso rimado y si me descuido te esparce su perfume de lilas y te pinta con su lápiz de labios, Paula. Se burla por igual de médicos, brujos y monjas, los considera una pandilla de carniceros. Si hasta ahora la niña no se ha curado con el amor de su madre y su marido, es que no tiene remedio, dice. Entretanto la policía suele dar unas vueltas para hacer preguntas a la muchacha violada y por el trato que le dan parece que ella no fuera la víctima sino la autora del crimen: ¿qué hacías a las diez de la noche sola en ese barrio? ¿por qué no gritaste? ¿estabas drogada?
Esto te pasa por andar buscando guerra, mujer, de qué te quejas.
Aurelia es la única con agallas para enfrentarlos, se les pone por delante con los brazos en jarra y los increpa. No es para eso que les pagan, coño, siempre las mujeres llevan las de perder. Cállese señora, usted no tiene nada que ver en esto, replican indignados, pero los demás aplaudimos, porque cuando Aurelia no está en uno de sus trances, es de una lucidez asombrosa. Guarda bajo su cama tres maletas de ropa de bataclana y se cambia de vestuario varias veces al día, se pinta a brochazos y se bate el pelo como una torta de rizos oxigenados, a la menor provocación se desnuda para mostrar sus carnes renacentistas y nos desafía a que adivinemos su edad y tomemos nota de su cintura, la misma que conserva desde soltera, le viene por familia, su madre también era una belleza.
Y agrega con cierta mala leche que de poco le sirven tantos atributos, puesto que su marido es un eunuco. Cuando el hombre viene a visitarla se instala en una silla a dormitar aburrido mientras ella lo insulta y los demás hacemos esfuerzos tremendos para fingir que no nos damos cuenta.
Willie está averiguando dónde llevarte, Paula, necesitamos más ciencia y menos exorcismos, mientras yo trato de convencer a los médicos que te dejen ir y a Ernesto que acepte la situación. No quiere separarse de ti, pero no hay otra alternativa. En la mañana vinieron las dos muchachas de Rehabilitación y decidieron llevarte por primera vez al gimnasio en la planta baja. Yo estaba preparada con mi uniforme blanco y fui con ellas conduciendo la silla de ruedas, hay tanta gente en este lugar y hace tanto tiempo que me ven circulando por los pasillos que ya nadie duda de mi condición de enfermera. Al jefe del servicio le bastó una mirada superficial para decidir que no podía hacer nada por ti, el nivel de conciencia es cero, dijo, no obedece instrucciones de ninguna clase y tiene una traqueotomía abierta, no puedo responsabilizarme por un paciente en tales condiciones. Eso me decidió a sacarte cuanto antes de este hospital y de España, a pesar de que no puedo imaginar el viaje, conducirte en ascensor un par de pisos es una faena que requiere estrategia militar, veinte horas volando desde Madrid hasta California es impensable, pero ya encontraré la forma de hacerlo. Conseguí una silla de ruedas y con ayuda del marido de Elvira te senté atada al respaldo con una sábana torcida, porque te desmoronas como si no tuvieras huesos, te llevé a la capilla por algunos minutos y después a la terraza. Aurelia me acompañó envuelta en su bata de terciopelo azul, que le da un aire de ave del paraíso, y por el camino le hacía morisquetas a los curiosos cuando te miraban demasiado, en realidad tu aspecto es lamentable, hija. Te instalé frente al parque, entre decenas de palomas que acudieron a picotear migas de pan. Voy a alegrar un poco a Paula, dijo Aurelia, y empezó a cantar y contonearse con tanto salero, que pronto se llenó el lugar de espectadores. De súbito abriste los ojos, con dificultad al principio, agobiada por la luz del sol y el aire limpio que no habías tenido en tanto tiempo, y cuando lograste