Текст книги "Paula"
Автор книги: Isabel Allende
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Современная проза
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Contábamos con un piano desafinado, al que en un arranque fantasioso yo había pintado de verde limón y decorado con una cortesana recostada en un diván. La casa entera retumbaba con estremecimientos telúricos cuando ese coro monumental danzaba como vestales griegas, brincaban al ritmo de un rock'n roll, lucían las enaguas en un frenético cancán y saltaban en punta de pies bajo los acordes levísimos de un Lago de los cisnes que hubiera liquidado a Tchaikovsky de un síncope. Michael debió reforzar el piso del escenario y el de nuestra casa para que no se hundieran con aquellas embestidas de paquidermos. Esas mujeres, que nunca habían hecho ejercicio físico, comenzaron a adelgazar de modo alarmante y para evitar que sus carnes sensuales se derritieran, la Granny las alimentaba con grandes ollas de tallarines con crema y tartas de manzana. Para el estreno de la obra pusimos un letrero en el foyer pidiendo que en vez de ofrecer a las coristas ramos de flores, por favor les mandaran pizza. Así mantuvieron las colinas redondas y hondanadas profundas de sus vastos territorios carnales a lo largo de dos años de arduo trabajo, incluyendo giras por el resto del país. Michael, entusiasmado con esas aventuras artísticas, pasaba seguido al teatro y vio esos espectáculos tantas veces que los conocía de memoria y en una emergencia hubiera podido reemplazar a cualquiera de los actores, incluyendo a las voluminosas vestales del coro. También Nicolás y tú se aprendieron las canciones y diez años más tarde, cuando yo no recordaba ni los títulos de las obras, ustedes todavía podían representarlas enteras. Mi abuelo asistió varias veces, primero por sentido de familia y luego por darse un gusto, y en cada oportunidad al caer
el telón aplaudía y gritaba de pie, enarbolando su bastón. Se enamoró de las coristas y me daba largas disertaciones sobre la gordura como parte de la hermosura y el horror contra natura que significaban las modelos desnutridas de las revistas de moda. Su ideal de belleza era la dueña de la licorería con su pechuga de valkiria, su trasero epopéyico y su buena disposición para venderle ginebra disimulada en botellas de agua mineral, con ella soñaba a hurtadillas para que no lo sorprendiera el fantasma vigilante de la Memé.
Los bailes de Aurelia, la poetisa epiléptica de tu sala, con sus boas de plumas despelucadas y sus vestidos de lunares, me recuerdan aquellas obesas bailarinas y también una aventura personal. Ataviada con sus ropajes de zarzuela, Aurelia se contonea en la madurez de su vida con mucha más gracia de la que yo tenía en mi juventud. Un día apareció un aviso en el periódico ofreciendo trabajo en un teatro frívolo a muchachas jóvenes, altas y bonitas. La directora de la revista me ordenó conseguir el empleo, introducirme tras las bambalinas y escribir un reportaje sobre las vidas de esas pobres mujeres, como las definió con su máximo rigor feminista. Yo estaba lejos de cumplir los requisitos que exigía el aviso, pero se trataba de uno de esos reportajes que nadie más quería hacer. No me atreví a ir sola y le pedí a una buena amiga que me acompañara. Nos vestimos con las ropas vistosas que suponíamos usan las bataclanas en la calle y le pusimos un broche de brillantes falsos en el copete a mi perro, un bastardo de mal carácter a quien bautizamos Fifí para la ocasión. Su verdadero nombre era Drácula. Al vernos así ataviadas, Michael decidió que no podíamos salir de la casa sin protección y como no teníamos con quién dejar a los niños, fuimos todos. El teatro quedaba en pleno centro de la ciudad, fue imposible estacionar el automóvil cerca y debimos caminar varias cuadras. Adelante marchábamos mi amiga y yo con Drácula en brazos y en la retaguardia Michael a la defensiva con sus dos hijos de la mano.
El trayecto fue como una corrida de toros, los varones nos embestían con entusiasmo lanzándonos cornadas y gritando olé; eso nos dio confianza. Una larga fila aguardaba ante la boletería para comprar entradas, sólo hombres, por supuesto, la mayoría viejos, algunos conscriptos en su día libre y un curso de adolescentes bulliciosos en uniforme escolar, que naturalmente enmudecieron al vernos. El portero, tan decrépito como el resto del lugar, nos condujo por una vetusta escalera hacia un segundo piso. Como en las películas, esperábamos encontrarnos ante un pandillero gordo con anillo de rubí y un cigarro masticado, pero en un enorme desván en penumbra, cubierto de polvo y sin muebles, nos recibió una señora con aspecto de tía de provincia arropada en un abrigo parduzco, con gorro de lana y guantes de dedos recortados. Cosía un vestido de lentejuelas bajo una lámpara, a sus pies ardía un brasero a carbón como única fuente de calor, y en otra silla descansaba un gato gordo, quien al ver a Drácula se erizó como un puercoespín. En una esquina se alzaba un triple espejo de cuerpo entero con un marco desportillado y del techo colgaban en grandes bolsas de plástico los vestidos del espectáculo, incongruentes pájaros de plumas iridiscentes en aquel lúgubre lugar.
– Venimos por el aviso–dijo mi amiga, con forzado acento de barrio del puerto.
La buena mujer nos miró de pies a cabeza con expresión de duda, algo no calzaba en sus esquemas. Nos preguntó si teníamos experiencia en el oficio y mi amiga se lanzó en un resumen de su biografía: se llamaba Gladys, era peluquera de día y cantante nocturna, tenía buena voz, pero no sabía bailar, aunque estaba dispuesta a aprender, seguro no era tan difícil. Antes de que yo alcanzara a proferir palabra me señaló con un dedo y agregó que su compañera se llamaba Salomé y era estrella frívola con larga trayectoria en Brasil,
donde tenía un espectáculo de gran éxito, en el cual aparecía desnuda en escena, Fifí, el can amaestrado, traía la ropa en el hocico y un mulato grandote me la ponía. El artista de color no se había presentado por hallarse en el hospital recién operado de apendicitis, dijo. Cuando mi amiga terminó su perorata, la mujer había dejado de coser y nos observaba con la boca abierta.
– Desnúdense–nos ordenó. Creo que sospechaba algo.
Con esa falta de pudor de las personas delgadas, mi compañera se quitó la ropa, se colocó unos zapatos dorados de tacones altos y desfiló ante la señora del abrigo color musgo. Hacía un frío glacial.
– Está bien, no tiene senos, pero aquí rellenamos todo. Ahora le toca a Salomé–me apuntó la tía con un índice perentorio.
No había anticipado ese detalle, pero no me atreví a negarme. Me desnudé tiritando, me sonaban los dientes, y descubrí con horror que llevaba calzones de lana tejidos por la Abuela Hilda. Sin soltar al perro, que le gruñía al gato, me encaramé en los zapatos dorados, demasiado grandes para mí, y eché a andar arrastrando los pies con aire de pato herido. De súbito mis ojos dieron con el espejo y me vi en esa facha, por triplicado y desde todos los ángulos. Aún no me repongo de aquella humillación.
– A usted le falta estatura, pero no está mal. Le pondremos plumas más largas en la cabeza y bailará adelante, para que no se note. El perro y el negro están de más, aquí tenemos nuestro propio espectáculo. Vengan mañana para comenzar los ensayos. El sueldo no es mucho, pero si son gentiles con los caballeros, hay buenas propinas.
Eufóricas, nos reunimos en la calle con Michael y los niños, sin poder creer el tremendo honor de haber sido aceptadas al primer intento. No sabíamos que había una crisis permanente de coristas y en su desesperación los empresarios del teatro estaban dispuestos a contratar hasta un chimpancé. Pocos días después me encontré vestida con los verdaderos atuendos de una bataclana, es decir, un rectángulo de lentejuelas brillantes en el pubis, una esmeralda en el ombligo, pompones luminosos en los pezones y sobre la cabeza un casco de plumas de avestruz pesado como un saco de cemento. Por detrás nada. Me miré en el espejo y comprendí que el público me recibiría con una lluvia de tomates, los espectadores pagaban por ver carnes firmes y profesionales, no las de una madre de familia sin atributos naturales para aquel oficio. Para colmo se había presentado un equipo de la Televisión Nacional a filmar el espectáculo de esa noche, estaban instalando sus cámaras mientras el coreógrafo intentaba enseñarme a bajar por una escalera, entre doble fila de mozos musculosos, pintados de dorado y vestidos de gladiadores, que sostenían antorchas encendidas.
– Levanta la cabeza, baja los hombros, sonríe mujer, no mires el suelo, camina cruzando las piernas lentamente una delante de la otra. ¡Te repito que sonrías! No aletees con los brazos porque con tantas plumas pareces una gallina clueca. ¡Cuidado con las antorchas, no me vayas a quemar las plumas, mira que cuestan carísimas! Ondula las caderas, hunde la barriga, respira. Si no respiras te mueres.
Procuré seguir sus órdenes, pero él suspiraba y se tapaba los ojos con una mano lánguida, mientras las antorchas se consumían rápidamente y los romanos dirigían la vista
hacia el techo con expresión de fastidio. En un descuido me asomé por la cortina y eché una mirada al público, una bulliciosa masa de hombres impacientes porque llevábamos quince minutos de atraso. No me alcanzó el valor para enfrentarlos, decidí que la muerte era preferible y escapé hacia la salida. La cámara de televisión me había filmado de frente durante el ensayo, descendiendo por la escalera alumbrada por las antorchas olímpicas de los atletas de oro, después registró la imagen por atrás de una corista verdadera bajando la misma escalera con las cortinas abiertas y los aullidos de la muchedumbre. Editaron la película en el Canal y aparecí en el programa con mi cara y mis hombros, pero con el cuerpo perfecto de la estrella máxima del teatro frívolo del país. Los chismes cruzaron la cordillera y alcanzaron a mis padres en Buenos Aires.
El señor Embajador debió explicar a la prensa amarilla que la sobrina del Presidente Allende no bailaba desnuda en un espectáculo pornográfico, se trataba de un lamentable alcance de nombre. Mi suegro esperaba su telenovela favorita cuando me vio aparecer sin ropa y el susto le cortó el aire en los pulmones. Mis compañeras de la revista celebraron mi reportaje sobre el mundo del bataclán, pero el gerente de la editorial, católico observante y padre de cinco hijos, lo consideró una afrenta grave. Entre tantas actividades yo dirigía la única revista para niños del mercado y ese escándalo constituía un pésimo ejemplo para la juventud. Me llamó a su oficina para preguntarme cómo me atrevía a exhibir el trasero prácticamente desnudo ante todo el país y debí confesar que por desgracia no era el mío, se trataba de un truco de televisión. Me miró de arriba abajo y me creyó al instante. Por lo demás, el asunto no tuvo mayores consecuencias. Nicolás y tú llegaron desafiantes al colegio contando a quien quisiera oír que la señora de las plumas era su mamá, eso cortó las burlas en seco y hasta me tocó firmar algunos autógrafos. Michael se encogió de hombros divertido y no dio explicaciones a los amigos que comentaron envidiosos el cuerpo espectacular de su mujer. Más de uno me quedaba mirando con expresión desconcertada, sin imaginar cómo ni por qué yo ocultaba bajo mis largos vestidos hippies los formidables atributos físicos que había mostrado tan generosamente en la pantalla. Por prudencia no aparecí delante del Tata en un par de días, hasta que me llamó muerto de la risa para decirme que el programa le había parecido casi tan bueno como la lucha libre en el Teatro Caupolicán, y que era una maravilla cómo en la televisión todo se veía mucho mejor que en la vida real. A diferencia de su marido, quien se negó a salir a la calle durante un par de semanas, la Granny se vanagloriaba de mi hazaña. En privado me confesó que cuando me vio descender por aquella escalera entre doble fila de áureos gladiadores, se sintió plenamente realizada porque ésa había sido siempre su fantasía más secreta. Para entonces mi suegra ya había empezado a cambiar, se veía agitada y a veces abrazaba a los niños con los ojos llenos de lágrimas, como si tuviera la intuición de que una sombra terrible amenazaba su precaria felicidad. Las tensiones en el país habían alcanzado proporciones violentas y ella, con esa sensibilidad profunda de los más inocentes, presentía algo grave. Bebía pisco ordinario y ocultaba los envases en sitios estratégicos. Tú, Paula, que la amabas con una compasión infinita, descubrías uno a uno los escondites y sin decir palabra te llevabas las botellas vacías y las enterrabas entre las dalias del jardín.
Entretanto mi madre, agotada por las presiones y el trabajo de la Embajada, había partido a una clínica en Rumania, donde la famosa doctora Aslan hacía milagros con pildoritas geriátricas. Pasó un mes en una celda conventual curándose de males reales e imaginarios y revisando en su memoria las viejas cicatrices del pasado. La habitación del lado estaba ocupada por un venezolano encantador que se conmovió al oír su llanto y un día se atrevió a golpear su puerta. ¿Qué es lo que te pasa, chica? No hay nada que no pueda
curarse con un poco de música y un trago de ron, dijo al presentarse. Durante las siguientes semanas ambos se instalaban en sus sillas de reposo bajo los cielos nublados de Bucarest, vestidos con sus batas reglamentarias y chancletas como dos viejos plañideros, a contarse las vidas sin pudor porque suponían que jamás volverían a verse. Mi madre compartió su pasado y a cambio él le confió sus secretos; ella le mostró algunas de mis cartas y él las fotografías de su mujer y sus hijas, únicas pasiones verdaderas de su existencia. Al término del tratamiento se encontraron en la puerta del hospital para despedirse, mi madre en su elegante atuendo de viaje, con los ojos verdes lavados por el llanto y rejuvenecida por el prodigioso arte de la doctora Aslan, y el caballero venezolano con su traje de viaje y su ancha sonrisa de dientes impecables, y casi no se reconocieron. Conmovido, él intentó besar la mano de esa amiga que había escuchado sus confesiones, pero antes que alcanzara a terminar el gesto ella lo abrazó. Nunca te olvidaré, le dijo. Si alguna vez me necesitas, estaré siempre a tus órdenes, replicó él. Se llamaba Valentín Hernández, era un político poderoso en su país y fue fundamental en el futuro de nuestra familia pocos años más tarde, cuando los vientos de la violencia nos lanzaron en diferentes direcciones.
Los reportajes en la revista y los programas de televisión me dieron una cierta visibilidad; tanto me felicitaba o me insultaba la gente en la calle, que terminé por pensar que era una especie de celebridad. En el invierno de 1973 Pablo Neruda me invitó a visitarlo en Isla Negra. El poeta estaba enfermo, dejó su puesto de la Embajada en París y se instaló en Chile en su casa de la costa, donde dictaba sus memorias y escribía sus últimos versos mirando el mar. Me preparé mucho para esa cita, compré una grabadora nueva, hice listas de preguntas, releí parte de su obra y un par de biografías, también hice revisar el motor de mi viejo Citroen, para que no me fallara en tan delicada misión. El viento silbaba entre pinos y eucaliptos, el mar estaba gris y lloviznaba en el pueblo de casas cerradas y calles vacías. El poeta vivía en un laberinto de madera y piedra, criatura caprichosa formada de construcciones añadidas y parches. En el patio había una campana marinera, esculturas, maderos de naufragios rescatados del mar y por un acantilado de rocas se divisaba la playa, donde se estrellaba infatigable el Pacífico. La vista se perdía en la extensión sin límites del agua oscura contra un cielo de plomo. El paisaje, de una pureza de acero, gris sobre gris, palpitaba. Pablo Neruda, con un poncho en los hombros y una gorra coronando su gran cabeza de gárgola, me recibió sin formalidades, diciendo que le divertían mis artículos de humor, a veces les sacaba fotocopia y se los enviaba a los amigos. Estaba débil, pero le alcanzó la fuerza para conducirme por los maravillosos vericuetos de esa cueva atiborrada de modestos tesoros, mostrándome sus colecciones de conchas, de botellas, de muñecas, de libros y cuadros. Era un comprador infatigable de objetos: Amo todas las cosas, no sólo las supremas, sino las infinitamente chicas, el dedal, las espuelas, los platos, los floreros… También gozaba la comida. Nos sirvieron de almuerzo congrio al horno, ese pez de carne blanca y firme, rey de los mares chilenos, con vino blanco seco y frío.
Habló de las memorias que intentaba escribir antes que se las birlara la muerte, de mis artículos de humor–sugirió que los recopilara en un libro–y de cómo había descubierto en diversos lugares del mundo sus mascarones de proa, esas enormes tallas de madera con rostro y senos de sirena, que presidían las naves antiguas. Estas bellas muchachas nacieron para vivir entre las olas, dijo, se sienten desgraciadas en tierra firme, por eso las rescato y las coloco mirando hacia el mar. Se refirió largamente a la situación política, que lo llenaba de angustia, y se le quebró la voz al hablar de su país dividido en extremos violentos. Los diarios de la derecha publicaban titulares a seis columnas:
¡Chilenos, junten odio! e incitaban a los militares a tomar el poder y a Allende a renunciar a la Presidencia o cometer suicidio, como había hecho el Presidente Balmaceda el siglo pasado para evitar una guerra civil.
– Debieran tener más cuidado con lo que piden, no vaya a ser que lo consigan–suspiró el poeta.
– En Chile nunca habrá un golpe militar, don Pablo. Nuestras Fuerzas Armadas respetan la democracia–traté de tranquilizarlo con los clichés tantas veces repetidos.
Después del almuerzo empezó a llover, la habitación se llenó de sombras y la mujer portentosa de un mascarón de proa cobró vida, se desprendió del madero y nos saludó con un estremecimiento de sus senos desnudos. Comprendí entonces que el poeta estaba cansado, a mí se me había ido el vino a la cabeza y debía apresurarme.
– Si le parece, hacemos la entrevista… – le sugerí.
– ¿Qué entrevista ?
– Bueno… a eso vine ¿no?
– ¿A mí? ¡Jamás permitiría que me sometiera a semejante prueba! – se rió-. Usted debe ser la peor periodista de este país, hija. Es incapaz de ser objetiva, se pone al centro de todo, y sospecho que miente bastante y cuando no tiene una noticia, la inventa. ¿Por qué no se dedica a escribir novelas mejor? En la literatura esos defectos son virtudes.
Mientras te cuento esto, Aurelia se prepara para recitar una poesía compuesta especialmente para ti, Paula. Le pedí que no lo hiciera porque sus versos me desmoralizan, pero ella insiste. No tiene confianza en los médicos, cree que no te recuperarás.
– ¿Usted cree que se pusieron todos de acuerdo para mentirme, Aurelia?
– ¡Ay, mujer, qué inocente es usted! ¿No ve que entre ellos siempre se protegen? Nunca admitirán que fregaron a su niña, son unos bribones con poder sobre la vida y la muerte. Se lo digo yo, que he vivido de hospital en hospital. Si supiera las cosas que me ha tocado ver…
Su extraño poema es sobre un pájaro con las alas petrificadas.
Dice que ya estás muerta, que quieres irte, pero no puedes hacerlo porque yo te retengo, te peso como un ancla en los pies.
– No se afane tanto por ella, Isabel. ¿No ve que en realidad está luchando contra ella? Paula ya no está aquí, mírele los ojos, son como agua negra. Si no conoce a su madre es que ya se fue, acéptelo de una vez.
– Cállese, Aurelia…
– Déjela que hable, los locos no mienten–suspira el marido de Elvira.
¿Qué hay al otro lado de la vida? ¿Es sólo noche silenciosa y soledad? ¿Qué queda cuando no hay deseos, recuerdos ni esperanzas?
¿Qué hay en la muerte? Si pudiera permanecer inmóvil, sin hablar ni pensar, sin suplicar, llorar, recordar o esperar, si pudiera sumergirme en el silencio más completo, tal vez entonces podría oírte, hija.
A comienzos de 1973 Chile parecía un país en guerra, el odio gestado en la sombra día a día se había desatado en huelga, sabotaje y actos de terrorismo de los cuales se acusaban mutuamente los extremistas de izquierda y derecha. Grupos de la Unidad Popular se apoderaban de terrenos privados donde establecían poblaciones, fábricas para nacionalizarlas y bancos para intervenirlos, creando tal clima de inseguridad que la oposición al Gobierno no tuvo que esmerarse demasiado para sembrar el pánico. Los enemigos de Allende perfeccionaron sus métodos agravando los problemas económicos hasta convertirlos en ciencia, circulaban rumores de espanto incitando a la gente a retirar el dinero de los bancos, quemaban cosechas y mataban ganado, hacían desaparecer del mercado artículos fundamentales, desde cauchos para camiones hasta minúsculas piezas de los más sofisticados aparatos electrónicos. Sin agujas ni algodón, los hospitales se paralizaban, sin repuestos para las máquinas, no funcionaban las fábricas. Bastaba eliminar una sola pieza y se detenía una industria completa, así quedaron miles de obreros en la calle. En respuesta los trabajadores Se organizaban en comités, expulsaban a los jefes, tomaban el mando en sus manos y levantaban campamentos en la puerta, vigilando día y noche para que los dueños no arruinaran sus propias empresas. Empleados de bancos y funcionarios de la administración pública también montaban guardia para evitar que sus colegas del bando contrario mezclaran papeles en los archivos, destruyeran documentos y colocaran bombas en los baños. Se perdían horas preciosas en interminables reuniones donde se pretendía tomar decisiones colectivas, pero todos se disputaban la palabra para exponer sus puntos de vista sobre insignificancias y rara vez se lograba un acuerdo; aquello que normalmente decidía el jefe en cinco minutos, a los empleados les tomaba una semana de discusiones bizantinas y votaciones democráticas. En mayor escala, lo mismo ocurría en el Gobierno, los partidos de la Unidad Popular se repartían el poder en cuotas y las decisiones pasaban por tantos filtros, que cuando finalmente algo se aprobaba no se parecía ni remotamente al proyecto original. Allende no tenía mayoría en el Congreso y sus proyectos se estrellaban contra el muro inflexible de la oposición. Aumentó el caos, se vivía un clima de precariedad y violencia latente, la pesada maquinaria de la patria estaba atascada. Por las noches Santiago tenía el aspecto de una ciudad devastada por un cataclismo, las calles permanecían oscuras y casi vacías porque pocos se atrevían a circular a pie, la locomoción colectiva funcionaba a medias por las huelgas y la gasolina estaba racionada. En el centro ardían fogatas de los compañeros, como se llamaban los partidarios del Gobierno, que durante la noche custodiaban edificios y calles. Brigadas de jóvenes comunistas pintaban murales panfletarios en los muros y grupos de extrema derecha circulaban en automóviles de vidrios oscuros disparando a ciegas. En los campos donde se había aplicado la reforma agraria, los patrones planeaban la revancha provistos de armas que introducían de contrabando por la larga frontera de la cordillera andina. Miles de cabezas de ganado fueron llevadas a Argentina por los pasos del sur y otras fueron sacrificadas para evitar su distribución en los mercados. A veces los ríos se teñían de sangre y la corriente arrastraba cadáveres hinchados de vacas lecheras y cerdos de engorde. Los campesinos, que habían vivido por generaciones obedeciendo
órdenes, se reunieron en asentamientos para trabajar, pero les faltaban iniciativa, conocimiento y crédito. No sabían usar la libertad y muchos añoraban secretamente el regreso del patrón, ese padre autoritario y a menudo odiado, pero que al menos daba órdenes claras y en caso de necesidad los protegía contra las sorpresas del clima, las plagas de los sembrados y las pestes de los animales, tenía amigos y conseguía lo necesario, en cambio ellos no se atrevían a cruzar la puerta de un banco y eran incapaces de descifrar la letra chica de los papeles que les ponían por delante para firmar. Tampoco entendían qué diablos mascullaban los asesores enviados por el Gobierno, con sus lenguas enredadas y sus palabras difíciles, gentes de ciudad con las uñas limpias que no sabían usar un arado y nunca habían tenido que arrancar a mano un ternero mal colocado de las entrañas de una vaca. No guardaron granos para replantar los campos, se comieron los toros reproductores y perdieron los meses más útiles del verano discutiendo de política mientras las frutas se caían de maduras de los árboles y las verduras se secaban en los surcos. Por último los camioneros se declararon en huelga y no hubo manera de trasladar carga a lo largo del país, algunas ciudades quedaron sin alimento mientras en otras se pudrían hortalizas y productos del mar. Salvador Allende se quedó sin voz de tanto denunciar el sabotaje, pero nadie le hizo caso y no dispuso de gente ni poder suficientes para arremeter contra sus enemigos por la fuerza. Acusó a los norteamericanos de financiar la huelga; cada camionero recibía cincuenta dólares diarios si no trabajaba, de modo que no había esperanza alguna de resolver el conflicto, y cuando mandó al Ejército a poner orden, comprobaron que faltaban piezas de los motores y no podían mover las carcasas atascadas en las carreteras, además el suelo estaba sembrado de clavos torcidos que molieron los cauchos de los vehículos militares. La televisión mostró desde un helicóptero aquel estropicio de hierros inútiles oxidándose sobre el asfalto de los caminos. El abastecimiento se convirtió en una pesadilla, pero nadie pasaba hambre porque los que podían hacerlo pagaban el mercado negro y los pobres se organizaban por barrios para conseguir lo esencial. El Gobierno pedía paciencia y el Ministerio de Agricultura repartía panfletos para enseñar a la ciudadanía a cultivar hortalizas en los balcones y en las tinas de baño.
Temiendo que faltara comida empecé a acaparar alimentos conseguidos con astucias de contrabandista. Antes me había burlado de mi suegra diciendo que si no hay pollos comemos tallarines y si no hay azúcar tanto mejor, porque así adelgazamos, pero finalmente mandé los escrúpulos al carajo. Antes hacía cola por horas para comprar un kilo de piltrafas de dudosa procedencia, ahora los revendedores venían a dejar la mejor carne a la casa, eso sí que a un costo diez veces mayor que el precio oficial. Esa solución me duró poco porque necesitaba mucho cinismo para atosigar a mis hijos de prédicas sobre moral socialista mientras les servía chuletas del mercado negro en la cena.
A pesar de las graves dificultades de ese tiempo, el pueblo seguía celebrando su victoria y cuando en marzo se llevaron a cabo las elecciones parlamentarias, la Unidad Popular subió su porcentaje de votos. La derecha comprendió entonces que la presencia de un montón de clavos torcidos en las carreteras y la ausencia de pollos en los mercados no sería suficiente para derrotar al Gobierno socialista y decidió entrar en la última fase de la conspiración. Desde ese momento comenzaron los rumores de un golpe militar. La mayoría no sospechábamos de qué se trataba, habíamos escuchado que en otros países del continente los soldados se tomaban el poder con fastidiosa regularidad y nos vanagloriábamos de que eso jamás sucedería en Chile, teníamos una sólida democracia, no éramos una de esas república bananeras de Centroamérica ni Argentina, donde por cincuenta años todos los Gobiernos civiles habían sido derrocados por alzamientos
militares. Nos considerábamos los suizos del continente. El Jefe de las Fuerzas Armadas, el General Prats, era partidario de respetar la Constitución y permitir a Allende terminar su período en paz, pero una fracción del Ejército se alzó y en junio salieron con tanques a la calle. Prats logró imponer disciplina en la tropa, pero ya se había desencadenado el zafarrancho, el Parlamento declaró ilegal el Gobierno de la Unidad Popular y los generales exigieron la salida de su Comandante en Jefe, pero no dieron la cara, sino que mandaron a sus mujeres a manifestar frente a la casa de Prats en un bochornoso espectáculo público. El general se vio obligado a renunciar y el Presidente nombró en su lugar a Augusto Pinochet, un oscuro hombre de armas de quien nadie había oído hablar hasta entonces, amigo y compadre de Prats, que juró permanecer leal a la democracia. El país parecía fuera de control y Salvador Allende anunció un plebiscito para que el pueblo decidiera si continuaba gobernando o renunciaba para llamar a nuevas elecciones; la fecha propuesta fue el 11 de septiembre.
El ejemplo de las esposas de los militares actuando en vez de sus maridos fue rápidamente imitado. Mi suegro, como tantos otros, mandó a la Granny a la Escuela Militar a tirar maíz a los cadetes, a ver si dejaban de comportarse como gallinas y salían a defender a la patria como era debido. Estaba tan entusiasmado con la posibilidad de derrocar al socialismo de una vez para siempre, que él mismo aporreaba cacerolas en el patio para apoyar a las vecinas que protestaban en la calle. Pensaba que los militares, legalistas como la mayoría de los chilenos, sacarían a Allende del sillón presidencial, pondrían orden en el descalabro, limpiarían el país de izquierdistas y revoltosos y enseguida llamarían a otra elección y entonces, si todo salía bien, el péndulo iría en sentido contrario y tendríamos otra vez un Presidente conservador.
No se haga ilusiones, en el mejor de los casos tendremos uno demócrata–cristiano, le advertí, conocedora de su odio contra ese partido, superior al que sentía por los comunistas. La idea de que los soldados pudieran perpetuarse en el poder no se le ocurría a nadie, ni siquiera a mi suegro, excepto a los que estaban en el secreto de la conspiración.
Celia y Nicolás me ruegan que regrese a California en mayo para la llegada de su bebé al mundo. Me invitaron a participar en el nacimiento de mi nieta, dicen que después de tantos meses expuesta a muerte, dolor, despedidas y lágrimas, será una fiesta recibir a esta criatura cuando asome la cabeza a la vida. Si se cumplen las visiones que he tenido en sueños, tal como ha sucedido en otras ocasiones, será una niña morena y simpática de carácter firme.