Текст книги "Paula"
Автор книги: Isabel Allende
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Современная проза
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Mi preferido era el tío Pablo, un joven huraño y solitario, moreno, de ojos apasionados, dientes albos, pelo negro y tieso peinado con gomina hacia atrás, bastante parecido a Rodolfo Valentino, siempre ataviado con un abrigo de grandes bolsillos donde escondía los libros que se robaba en las bibliotecas públicas y en las casas de sus amigos. Le imploré muchas veces que se casara con mi mamá, pero me convenció que de las relaciones incestuosas nacen siameses pegados, entonces cambié de rumbo y le hice la misma súplica a Benjamín Viel, por quien sentía una admiración incondicional. El tío Pablo fue un gran aliado de su hermana, deslizaba billetes en su cartera, la ayudó a mantener a los hijos y la defendió de chismes y otras agresiones. Enemigo de sentimentalismos, no permitía que nadie lo tocara ni le respirara cerca, consideraba el teléfono y el correo como invasiones a su privacidad, se sentaba a la mesa con un libro abierto junto al plato para desalentar cualquier atisbo de conversación y trataba de atemorizar al prójimo con modales de salvaje, pero todos sabíamos que era un alma compasiva y que en secreto, para que nadie sospechara su vicio, socorría a un verdadero ejército de necesitados. Era el brazo derecho del Tata, su mejor amigo y socio en la empresa de criar ovejas y exportar lana a Escocia. Las empleadas de la casa lo adoraban y a pesar de sus hoscos silencios, sus mañas y bromas pesadas, le sobraban amigos. Muchos años más tarde, este excéntrico atormentado por el comején de la lectura, se enamoró de una prima encantadora que había sido criada en el campo y entendía la vida en términos de trabajo y religión.
Esa rama de la familia, gente muy conservadora y formal, debió soportar estoicamente las rarezas del pretendiente. Un día mi tío compró una cabeza de vaca en el mercado, pasó dos días raspándola y limpiándola por dentro, ante el asco nuestro, que no habíamos visto de cerca nada tan fétido ni tan monstruoso, y terminada la faena se presentó el domingo después de misa en casa de su novia, vestido de etiqueta y con la cabezota puesta, como una máscara.
Pase, don Pablito, lo saludó al instante y sin inmutarse la empleada que abrió la puerta. En el dormitorio de mi tío había repisas con libros del suelo hasta el techo y al centro un camastro de anacoreta, donde pasaba gran parte de la noche leyendo. Me había convencido que en la oscuridad los personajes abandonan las páginas y recorren la casa; yo escondía la cabeza bajo las sábanas por miedo al Diablo en los espejos y a esa multitud de personajes que deambulaban por las piezas reviviendo sus aventuras y pasiones: piratas, cortesanas, bandidos, brujas y doncellas. A las ocho y media debía apagar la luz y dormir, pero el tío Pablo me regaló una linterna para leer entre las sábanas; desde entonces tengo una inclinación perversa por la lectura secreta.
Resultaba imposible aburrirse en esa casa llena de libros y de parientes estrafalarios, con un sótano prohibido, sucesivas camadas de gatos recién nacidos–que Margara ahogaba en un balde con agua–y la radio de la cocina, encendida a espaldas de mi abuelo, donde atronaban canciones de moda, noticias de crímenes horrendos y novelas de despecho. Mis tíos inventaron los juegos bruscos, feroz diversión que consistía básicamente en atormentar a los niños hasta hacerlos llorar. Los recursos eran siempre novedosos, desde pegar en el techo el billete de diez pesos que nos daban de mesada, donde podíamos verlo pero no alcanzarlo, hasta ofrecernos bombones a los cuales les habían quitado con una jeringa el relleno de chocolate para reemplazarlo por salsa picante. Nos lanzaban dentro de un cajón desde lo alto de la escalera, nos colgaban cabeza abajo sobre el excusado amenazaban con tirar la cadena, llenaban el lavatorio con alcohol, le encendían fuego y nos ofrecían una propina si metíamos la mano, apilaban cauchos viejos del automóvil de mi abuelo y nos colocaban dentro, donde chillábamos de susto en la oscuridad, medio asfixiados por el olor a goma podrida. Cuando cambiaron la antigua cocina a gas por una eléctrica, nos paraban sobre las hornillas, las encendían a temperatura baja y empezaban a contarnos un cuento, a ver si el calor en la suela de los zapatos podía más que el interés por la historia, mientras nosotros saltábamos de un pie a otro. Mi madre nos defendía con el ardor de una leona, pero no siempre estaba cerca para protegernos, en cambio el Tata tenía la idea que los juegos bruscos fortalecían el carácter, eran una forma de educación. La teoría de que la infancia debe ser un período de inocencia plácida no existía entonces, ése fue un invento posterior de los norteamericanos, antes se esperaba que la vida fuera dura y para eso nos templaban los nervios. Los métodos didácticos se fundamentaban en la resistencia: mientras más pruebas inhumanas superaba un crío, mejor preparado estaba para los albures de la edad adulta. Admito que en mi caso dio buen resultado y si fuera consecuente con esa tradición habría martirizado a mis hijos y ahora lo estaría haciendo con mi nieto, pero tengo el corazón blando.
Algunos domingos de verano íbamos con la familia al San Cristóbal, un cerro en el medio de la capital que entonces era salvaje y hoy es un parque. A veces nos acompañaban Salvador y Tencha Allende con sus tres hijas y sus perros. Allende ya era un político de renombre, el diputado más combativo de la izquierda y blanco del odio de la derecha, pero para nosotros era sólo un tío más.
Subíamos a duras penas por senderos mal trazados entre malezas y pastizales, llevando canastos con comida y chales de lana. Arriba buscábamos un lugar despejado, con vista de la ciudad tendida a nuestros pies, tal como veinte años después haría yo durante el Golpe Militar por motivos muy diferentes, y dábamos cuenta de la merienda, defendiendo los trozos de pollo, los huevos cocidos y las empanadas de los perros y del invencible avance de las hormigas.
Los adultos descansaban mientras los primos nos escondíamos entre los arbustos para jugar al doctor. A veces se escuchaba el rugido ronco y lejano de un león, que nos llegaba desde el otro lado del cerro, donde estaba el zoológico. Una vez por semana alimentaban a las fieras con animales vivos para que la excitación de la caza y la descarga de adrenalina los mantuviera sanos; los grandes felinos devoraban un burro viejo, las boas tragaban ratones, las hienas engullían conejos; decían que allí iban a parar los canes y gatos callejeros recogidos por la perrera y que siempre había listas de gente esperando una invitación para asistir a ese pavoroso espectáculo. Yo soñaba con esas pobres bestias atrapadas en las jaulas de los grandes carnívoros y me retorcía de angustia pensando en los primeros cristianos en el coliseo romano, porque en el fondo de mi alma estaba segura que si me daban a elegir entre renunciar a la fe o convertirme en almuerzo de un tigre de Bengala, no dudaría en escoger lo primero. Después de comer bajábamos corriendo empujándonos, rodando por la parte más abrupta del cerro; Salvador Allende adelante con los perros, su hija Carmen Paz y yo siempre las últimas. Llegábamos abajo con las rodillas y las manos cubiertas de arañazos y peladuras, cuando los demás ya se habían cansado de esperarnos. Aparte de esos domingos y de las vacaciones del verano, la existencia era de sacrificio y esfuerzo. Esos años fueron muy difíciles para mi madre, enfrentaba penurias, chismes y desaires de quienes antes fueron sus amigos, su sueldo en el banco apenas alcanzaba para alfileres y lo redondeaba cosiendo sombreros. Me parece verla sentada a la mesa del comedor–la misma mesa de roble español que hoy me sirve de escritorio en California–probando terciopelos, cintas y flores de seda. Los enviaba por barco en cajas redondas a Lima, donde iban a dar a manos de las más encopetadas damas de la sociedad. Así y todo no podía subsistir sin ayuda del Tata y del tío Pablo. En el colegio me dieron una beca condicionada a mis notas, no sé cómo la consiguió, pero imagino que debe haberle costado más de una humillación. Pasaba horas haciendo cola en hospitales con mi hermano menor Juan, quien a punta de cuchara de palo aprendió a tragar, pero sufría los peores trastornos intestinales y se convirtió en caso de estudio para los médicos hasta que Margara descubrió que devoraba pasta dentífrica y lo curó del vicio a correazos. Se convirtió en una mujer agobiada de responsabilidades, padecía insoportables dolores de cabeza que la tumbaban por dos o tres días y la dejaban exangüe. Trabajaba mucho y tenía poco control sobre su vida o sus hijos. Margara, que con el tiempo se fue endureciendo hasta llegar a ser una verdadera tirana, intentaba por todos los medios alejarla de nosotros; cuando ella regresaba del banco por las tardes ya estábamos bañados, comidos y en la cama. No me alborote a los niños, gruñía.
No molesten a su mamá, que está con jaqueca, nos ordenaba. Mi madre se aferraba a sus hijos con la fuerza de la soledad, tratando de compensar las horas de su ausencia y la sordidez de la existencia con giros poéticos. Los tres dormíamos con ella en la misma habitación y por la noche, únicas horas en que estábamos juntos, nos contaba anécdotas de sus antepasados y cuentos fantásticos salpicados de humor negro, nos hablaba de un mundo imaginario donde todos éramos felices y no regían las maldades humanas ni las leyes despiadadas de la naturaleza. Esas conversaciones a media voz, todos en la misma
pieza, cada uno en su cama, pero tan cerca que podíamos tocarnos, fueron lo mejor de esa época. Allí nació mi pasión por los cuentos, a esa memoria echo mano cuando me siento a escribir.
Pancho, el más resistente de los tres a los temibles juegos bruscos, era un chiquillo rubio, fornido y calmado, que a veces perdía la paciencia y se convertía en una fiera capaz de arrancar pedazos a mordiscos. Adorado por Margara, que lo llamaba el rey, se encontró perdido cuando esa mujer se fue de la casa. En la adolescencia partió atraído por una extraña secta a vivir en una comunidad en pleno desierto del norte. Escuchamos rumores de que volaban a otros mundos con hongos alucinógenos, se abandonaban en orgías inconfesables y les lavaban el cerebro a los jóvenes para convertirlos en esclavos de los dirigentes; nunca supe la verdad, los que pasaron por esa experiencia no hablan del tema, pero quedaron marcados. Mi hermano renunció a la familia, se desprendió de los lazos afectivos y se escondió tras una coraza que sin embargo no lo ha protegido de penurias e incertidumbres. Más tarde se casó, se divorció, se volvió a casar y se divorció de nuevo de las mismas mujeres, tuvo hijos, ha vivido casi siempre fuera de Chile y dudo que regrese. Poco puedo decir de él, porque no lo conozco; es para mí un misterio, como mi padre. Juan nació con el raro don de la simpatía; aún ahora, que es un solemne profesor en la madurez de su destino, se hace querer sin proponérselo. Cuando niño parecía un querubín con hoyuelos en las mejillas y un aire de desamparo capaz de conmover los corazones más brutales, prudente, astuto y pequeño, sus múltiples males retardaron su crecimiento y lo condenaron a una salud enclenque. Lo consideramos el intelectual de la familia, un verdadero sabio. A los cinco años recitaba largas poesías y podía calcular en un instante cuánto debían darle de cambio si compraba con un peso tres caramelos de ocho centavos. Obtuvo dos maestrías y un doctorado en universidades de los Estados Unidos y en la actualidad estudia para obtener un título de teólogo. Era profesor de ciencias políticas, agnóstico y marxista, pero a raíz de una crisis espiritual, decidió buscar en Dios respuesta a los problemas de la humanidad, abandonó su profesión y emprendió estudios divinos.
Está casado, por lo tanto no puede convertirse en sacerdote católico, como le hubiera correspondido por tradición, y optó por hacerse metodista, ante el desconcierto inicial de mi madre, quien poco sabía de esa iglesia e imaginó al genio de la familia reducido a cantar himnos al son de una guitarra en alguna plaza pública. Estas conversiones súbitas no son raras en mi tribu materna, tengo muchos parientes místicos. No imagino a mi hermano predicando en un púlpito porque nadie entendería sus doctos sermones, mucho menos en inglés, pero será un notable profesor de teología. Cuando supo que estabas enferma dejó todo, tomó el primer avión y se vino a Madrid a darme apoyo. Debemos tener esperanza de que Paula sanará, me repite hasta el cansancio.
¿Sanarás, hija? Te veo en esa cama, conectada a media docena de tubos y sondas, incapaz siquiera de respirar sin ayuda. Apenas te reconozco, tu cuerpo ha cambiado y tu cerebro está en sombra. ¿Qué pasa por tu mente? Háblame de tu soledad y tu miedo, de las visiones distorsionadas, del dolor de tus huesos que pesan como piedras, de esas siluetas amenazantes que se inclinan sobre tu cama, voces, murmullos, luces, nada debe tener sentido para ti; sé que oyes porque te sobresaltas con el sonido de un instrumento metálico, pero no sé si entiendes. ¿Quieres vivir, Paula? Pasaste la vida tratando de reunirte con Dios. ¿Quieres morir? Tal vez ya comenzaste a morir. ¿Qué sentido tienen tus días ahora? Has regresado al lugar de la inocencia total, has vuelto a las aguas de mi vientre, como el pez que eras antes de nacer. Cuento los días y ya son demasiados. Despierta, hija, por favor despierta…
Me pongo una mano sobre el corazón, cierro los ojos y me concentro. Adentro hay algo oscuro. Al principio es como el aire en la noche, tinieblas transparentes, pero pronto se transforma en plomo impenetrable. Procuro calmarme y aceptar aquella negrura que me ocupa por entero, mientras me asaltan imágenes del pasado. Me veo ante un espejo grande, doy un paso atrás, otro más y en cada paso se borran décadas y me achico hasta que el cristal me devuelve la figura de una niña de unos siete años, yo misma.
Ha llovido durante varios días, vengo saltando charcos, envuelta en un abrigo azul demasiado grande, con un bolsón de cuero a la espalda, un sombrero de fieltro metido hasta las orejas y los zapatos empapados. El portón de madera, hinchado por el agua, está trancado, necesito el peso de todo el cuerpo para moverlo. En el jardín de la casa de mi abuelo hay un álamo gigantesco con las raíces al aire, un macilento centinela vigilando la propiedad que parece abandonada, persianas zafadas de las bisagras, muros descascarados. Afuera apenas comienza a oscurecer, pero adentro ya es noche profunda, todas las luces están apagadas, menos la de la cocina. Hacia allá me dirijo pasando por el garaje, es una pieza grande, con las paredes manchadas de grasa, donde cuelgan de unos garfios cacerolas y cucharones renegridos. Un par de bombillos salpicados de moscas alumbran la escena; una olla hierve y silba la tetera, el cuarto huele a cebolla y un enorme refrigerador ronronea sin cesar. Margara, una mujerona de sólidos rasgos indígenas con una trenza flaca enrollada en la cabeza, escucha la novela de la radio. Mis hermanos están sentados a la mesa con sus tazas de cocoa caliente y sus panes con mantequilla. La mujer no levanta los ojos. Anda a ver a tu madre, está en cama otra vez, rezonga. Me quito el sombrero y el abrigo.
No dejes tus cosas tiradas, no soy tu sirvienta, no tengo por qué recogerlas, me ordena subiendo el volumen de la radio. Salgo de la cocina y enfrento la oscuridad del resto de la casa, tanteo buscando el interruptor y enciendo una pálida luz que ilumina apenas un recibidor amplio al cual dan varias puertas. Un mueble con patas de león sostiene el busto de mármol de una muchacha pensativa; hay un espejo con grueso marco de madera, pero no lo miro porque puede aparecer el Diablo reflejado en el cristal. Subo la escalera a tiritones, se cuelan corrientes de aire por un hueco incomprensible en esa extraña arquitectura, llego al segundo piso aferrada al pasamano, el ascenso me parece interminable, percibo el silencio y las sombras, me acerco a la puerta cerrada del fondo y entro suavemente, sin golpear, en la punta de los pies. La única claridad proviene de una estufa, los techos están cubiertos del polvillo de pesadumbre de la parafina quemada, acumulado por años.
Hay dos camas, una litera, un diván, sillas y mesas, apenas se puede circular entre tantos muebles. Mi madre, con la perra Pelvina López–Pun dormida a los pies, yace bajo una montaña de cobijas, media cara se vislumbra sobre la almohada: cejas bien dibujadas enmarcan sus ojos cerrados, la nariz recta, los pómulos altos, la piel muy pálida.
– ¿Eres tú? – y saca una mano pequeña y fría buscando la mía.
– ¿Te duele mucho, mamá?
– Me va a explotar la cabeza.
– Voy a buscarte un vaso de leche caliente y a decirles a mis hermanos que no metan
ruido.
– No te vayas, quédate conmigo, ponme la mano en la frente, eso me ayuda.
Me siento sobre la cama y hago lo que me pide, temblando de compasión, sin saber cómo librarla de ese dolor maldito, Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte, amén. Si ella se muere mis hermanos y yo estamos perdidos, nos mandarán donde mi padre, esa idea me aterroriza. Margara me dice a menudo que si no me porto bien tendré que ir a vivir con él. ¿Será cierto? Necesito averiguarlo pero no me atrevo a preguntarle a mi madre, empeoraría su jaqueca, no debo darle más preocupaciones porque el dolor crecerá hasta reventarle la cabeza, tampoco puedo tocar ese tema con el Tata, no hay que pronunciar el nombre de mi padre en su presencia, papá es una palabra prohibida, quien la pronuncia suelta a todos los demonios. Siento hambre, deseo ir a la cocina a tomar mi cocoa, pero no debo dejar a mi madre y tampoco me alcanza el valor para enfrentar a Margara. Tengo los zapatos mojados y los pies helados.
Acaricio la frente de la enferma y me concentro, ahora todo depende de mí, si no me muevo y rezo sin distraerme podré vencer el dolor.
Tengo cuarenta y nueve años, me pongo una mano sobre el corazón y con voz de niña digo: no quiero ser como mi madre, seré como mi abuelo, fuerte, independiente, sana y poderosa, no aceptaré que nadie me mande ni deberé nada a nadie; quiero ser como mi abuelo y proteger a mi madre.
Creo que el Tata lamentó a menudo que yo no fuera hombre, porque en ese caso me habría enseñado a jugar pelota vasca, usar sus herramientas y cazar, me habría convertido en su compañero en esos viajes que hacía cada año a la Patagonia durante la esquila de las ovejas. En aquellos tiempos se iba al sur en tren o en automóvil por unos caminos torcidos y terrosos que solían convertirse en charcos de lodo, donde las ruedas quedaban pegadas y se necesitaban dos bueyes para rescatar la máquina. Se cruzaban lagos en lanchones tirados con cordeles y la cordillera en mula; eran expediciones de esfuerzo. Mi abuelo dormía bajo las estrellas forrado en una pesada manta de Castilla, se bañaba en aguas furiosas de ríos alimentados por la nieve derretida de las cumbres y comía garbanzos y sardinas en lata, hasta llegar al lado argentino, donde lo esperaba una cuadrilla de hombres toscos con una camioneta y un cordero asándose a fuego lento. Se instalaban alrededor de la hoguera en silencio, no eran personas comunicativas, vivían en una naturaleza inmensa y desamparada, allí el viento arrastra las palabras sin dejar huella. Con sus cuchillos de gauchos partían grandes trozos de carne y los devoraban con la vista fija en las brasas, sin mirarse. A veces uno tocaba canciones tristes en una guitarra mientras circulaba de mano en mano el mate cebado, esa aromática infusión de yerba verde y amarga que por esos lados se bebe como té. Guardo imágenes imborrables del único viaje al sur que hice con mi abuelo, a pesar de que el mareo en el automóvil casi me mata, la mula me lanzó al suelo un par de veces y después, cuando vi la forma en que trasquilaban las ovejas, me quedé sin habla y no volví a pronunciar palabra hasta que regresamos a la civilización. Los esquiladores, que ganaban por animal rapado, eran capaces de afeitar una oveja en menos de un minuto, pero a pesar de su pericia solían rebanar pedazos de piel y me tocó ver a más de un infeliz cordero abierto en canal, al cual le metían las tripas de cualquier modo dentro de la barriga, lo cosían con una aguja de colchonero y lo soltaban con el resto del rebaño para que en caso de sobrevivir siguiera
produciendo lana.
De ese viaje perduró el amor por las alturas y mi relación con los árboles. He regresado varias veces al sur de Chile, y siempre vuelvo a sentir la misma indescriptible emoción ante el paisaje, el paso de la cordillera de los Andes está grabado en mi alma como uno de los momentos de revelación de mi existencia. Ahora y en otros tiempos desesperados, cuando intento recordar oraciones y no encuentro palabras ni ritos, la única visión de consuelo a que puedo recurrir son esos senderos diáfanos por la selva fría, entre helechos gigantescos y troncos que se elevan hacia el cielo, los abruptos pasos de las montañas y el perfil filudo de los volcanes nevados reflejándose en el agua color esmeralda de los lagos.
Estar en Dios debe ser como estar en esa extraordinaria naturaleza. En mi memoria han desaparecido mi abuelo, el guía, las mulas, estoy sola caminando en el silencio solemne de aquel templo de rocas y vegetación. Aspiro el aire limpio, helado y húmedo de lluvia, se me hunden los pies en una alfombra de barro y hojas podridas, el olor de la tierra me penetra como una espada, hasta los huesos. Siento que camino y camino con paso liviano por desfiladeros de niebla, pero estoy siempre detenida en ese ignoto lugar, rodeada de árboles centenarios, troncos caídos, pedazos de cortezas aromáticas y raíces que asoman de la tierra como mutiladas manos vegetales. Me rozan la cara firmes telarañas, verdaderos manteles de encaje, que atraviesan la ruta de lado a lado perlados de gotas de rocío y de mosquitos de alas fosforescentes.
Por aquí y por allá surgen resplandores rojos y blancos de copihues y otras flores que viven en las alturas enredadas a los árboles como luminosos abalorios. Se siente el aliento de los dioses, presencias palpitantes y absolutas en ese ámbito espléndido de precipicios y altas paredes de roca negra pulidas por la nieve con la sensual perfección del mármol. Agua y más agua. Se desliza como delgadas y cristalinas serpientes por las fisuras de las piedras y las recónditas entrañas de los cerros, juntándose en pequeños arroyos, en rumorosas cascadas. De pronto me sobresalta el grito de un pájaro cercano o el golpe de una piedra rodando desde lo alto, pero enseguida vuelve la paz completa de esas vastedades y me doy cuenta que estoy llorando de felicidad. Ese viaje lleno de obstáculos, de ocultos peligros, de soledad deseada y de indescriptible belleza es como el viaje de mi propia vida. Para mí, este recuerdo es sagrado, este recuerdo es también mi patria, cuando digo Chile, a eso me refiero. A lo largo de mi vida he buscado una y otra vez la emoción que me produce el bosque, más intensa que el más perfecto orgasmo o el más largo aplauso.
Cada año, cuando comenzaba la temporada de lucha libre, mi abuelo me llevaba al Teatro Caupolicán. Me vestían de domingo, con zapatos de charol negro y guantes blancos que contrastaban con la ruda apariencia del público. Así ataviada y bien cogida de la mano de ese viejo cascarrabias, me abría paso entre la rugiente multitud de espectadores. Nos sentábamos siempre en primera fila para ver la sangre, como decía el Tata, animado por una feroz anticipación. Una vez aterrizó sobre nosotros uno de los gladiadores, una salvaje mole de carne sudada aplastándonos como cucarachas. Mi abuelo se había preparado tanto para aquel momento, que cuando por fin ocurrió, no supo reaccionar y en vez de molerlo a bastonazos, como siempre anunció que lo haría, lo saludó con un cordial apretón de mano, al cual el hombre igualmente desconcertado respondió con una tímida sonrisa. Fue una de las grandes zozobras de mi infancia, el Tata descendió del Olimpo bárbaro donde hasta entonces había ocupado el único trono y se redujo a una
dimensión humana; creo que en ese momento comenzaron mis rebeldías. El favorito era El Ángel, un apuesto varón de larga melena rubia, envuelto en una capa azul con estrellas plateadas, botas blancas y unos pantaloncitos ridículos que apenas cubrían sus vergüenzas. Cada sábado apostaba su magnífico pelo amarillo contra el temible Kuramoto, un indio mapuche que se fingía nipón y vestía kimono y zapatos de madera. Se trenzaban en una lucha aparatosa, se mordían, se retorcían el cuello, se pateaban los genitales y se metían los dedos en los ojos, mientras mi abuelo, con su boina en una mano y blandiendo el bastón con la otra, chillaba ¡mátalo! ¡mátalo! indiscriminadamente porque le daba lo mismo quién asesinara a quién. Dos de cada tres peleas Kuramoto vencía al Ángel, entonces el árbitro producía unas flamígeras tijeras y ante el silencio respetuoso del público, el falso guerrero japonés procedía a cortar los rizos de su rival. El prodigio de que una semana más tarde El Ángel luciera su cabellera hasta los hombros, constituía prueba irrefutable de su condición divina. Pero lo mejor del espectáculo era La Momia, que por años llenó mis noches de terror. Bajaban las luces del teatro, se escuchaba una marcha fúnebre en un disco rayado y aparecían dos egipcios caminando de perfil con antorchas encendidas, seguidos por otros cuatro que llevaban en andas un sarcófago pintarrajeado.
La procesión colocaba la caja sobre el ring y se retiraba un par de pasos cantando en alguna lengua muerta. Con el corazón helado, veíamos levantarse la tapa del ataúd y emerger a un humanoide envuelto en vendajes, pero en perfecto estado de salud, a juzgar por sus bramidos y golpes de pecho. No tenía la agilidad de los otros luchadores, se limitaba a repartir patadas formidables y mazazos mortales con los brazos tiesos, lanzando a sus contrincantes a las cuerdas y despachurrando al árbitro. Una vez le asestó uno de sus puñetazos en la cabeza a Tarzán y por fin mi abuelo pudo mostrar en la casa algunas manchas rojas en su camisa.
Esto no es sangre ni cosa que se le parezca, es salsa de tomate, gruñó Margara mientras remojaba la camisa en cloro. Aquellos personajes dejaron una huella sutil en mi memoria y cuarenta años más tarde traté de resucitarlos en un cuento, pero el único que me produjo un impacto imperecedero fue El Viudo. Era un pobre hombre en la cuarentena de su desafortunada existencia, la antítesis de un héroe, que subía al cuadrilátero vestido con un bañador antiguo, de esos que usaban los caballeros a principio de siglo, de tejido negro hasta las rodillas, con pechera y tirantes.
Llevaba además una gorra de natación que daba a su aspecto un toque de irremediable patetismo. Lo recibía una tempestad de chiflidos, insultos, amenazas y proyectiles, pero a campanazos y toques de silbato el árbitro lograba finalmente acallar a las fieras.
El Viudo elevaba una vocecita de notario para explicar que ésta era su última pelea, porque estaba enfermo de la espalda y se sentía muy deprimido desde el fallecimiento de su santa esposa, que en paz descanse. La buena mujer había partido al cielo dejándolo solo a cargo de dos tiernos hijos. Cuando la rechifla alcanzaba proporciones de batalla campal, dos niños de expresión compungida trepaban entre las cuerdas y se abrazaban a las rodillas del Viudo rogándole que no peleara, porque lo iban a matar. Un silencio súbito sobrecogía a la multitud mientras yo recitaba en un susurro mi poesía favorita: Dos tiernos huerfanitos van al panteón / tomados de la mano en un mismo dolor / en la tumba del padre se arrodillan los dos / y una oración rezando le dirigen a Dios. Cállese, me codeaba el Tata, pálido. Con un sollozo atravesado en la garganta, El Viudo explicaba que debía ganarse el pan, por eso enfrentaba al Asesino de Texas. En el enorme teatro se podía escuchar el salto de una pulga, en un instante la sed de tortazos y de sangre de
aquella muchedumbre bestial se transformaba en lagrimeante compasión y una lluvia misericordiosa de monedas y billetes caía sobre el ring. Los huérfanos recogían el botín con rapidez y partían a la carrera, mientras se abría paso la figura panzuda del Asesino de Texas, que no sé por qué se vestía de galeote romano y azotaba el aire con un látigo. Por supuesto El Viudo siempre recibía una paliza descomunal, pero el vencedor debía retirarse protegido por carabineros para que el público no lo hiciera picadillo, mientras el machucado Viudo y sus hijitos salían llevados en andas por manos bondadosas, que además les repartían golosinas, dinero y bendiciones.
– Pobre diablo, mala cosa la viudez–comentaba mi abuelo, francamente conmovido.
A finales de la década de los sesenta, cuando trabajaba como periodista, me tocó hacer un reportaje sobre el «Cachascán», como llamaba el Tata a este extraordinario deporte. A los veintiocho años yo todavía creía en la objetividad del periodismo y no me quedó más remedio que hablar de las vidas miserables de esos pobres luchadores, desenmascarar la sangre de tomate, los ojos de vidrio que aparecían en los dedos engarfiados de Kuramoto, mientras el perdedor «ciego» salía aullando a tropezones y tapándose la cara con las manos teñidas de rojo, y la peluca apolillada de El Angel, ya tan anciano que seguro sirvió de modelo para el mejor cuento de García Márquez, Un señor muy viejo con unas alas enormes. Mi abuelo leyó mi reportaje con los dientes apretados y pasó una semana sin hablarme, indignado.
Los veranos de mi infancia transcurrieron en la playa, donde la familia tenía una gran casona destartalada frente al mar.
Partíamos en diciembre, antes de Navidad, y regresábamos a finales de febrero, negros de sol y ahítos de fruta y pescado. El viaje, que hoy se hace en una hora por autopista, entonces era una odisea que tomaba un día completo. Los preparativos comenzaban con una semana de anterioridad, se llenaban cajas de comida, sábanas y toallas, bolsas de ropa, la jaula con el loro, un pajarraco insolente capaz de arrancar el dedo de un picotazo a quien se atreviera a tocarlo, y por supuesto, Pelvina López–Pun. Sólo quedaban en la casa de la ciudad la cocinera y los gatos, animales salvajes que se alimentaban de ratones y palomas. Mi abuelo tenía un coche inglés negro y pesado como un tanque, con una parrilla en el techo donde se amarraba la montaña de bultos. En la cajuela abierta viajaba Pelvina junto a las cestas de la merienda, que no atacaba porque apenas veía las maletas caía en profunda melancolía perruna. Margara llevaba vasijas, paños, amoníaco y un frasco con tisana de manzanilla, un abyecto licor dulce de fabricación casera al cual se le atribuía la vaga virtud de encoger el estómago, pero ninguna de esas precauciones evitaba el mareo. Mi madre, los tres niños y la perra languidecíamos antes de salir de Santiago, empezábamos a gemir de agonía al entrar a la carretera y cuando llegábamos a la zona de las curvas en los cerros caíamos en estado crepuscular. El Tata, que debía detenerse a menudo para que nos bajáramos medio desmayados a respirar aire puro y estirar las piernas, conducía aquel carromato maldiciendo la ocurrencia de llevarnos a veranear. También paraba en las parcelas de los agricultores a lo largo del camino para comprar queso de cabra, melones y frascos de miel. Una vez adquirió un pavo vivo para engordarlo; se lo vendió una campesina con una barriga enorme a punto de dar a luz, y mi abuelo, con su caballerosidad habitual, se ofreció para atrapar el ave. A pesar de las náuseas, nos divertimos un buen rato ante el espectáculo inolvidable de ese viejo cojo corriendo en fragorosa persecución. Por fin logró cogerlo por el cuello con el mango del bastón y se le fue encima en medio de una ventolera indescriptible de polvo y plumas. Lo