355 500 произведений, 25 200 авторов.

Электронная библиотека книг » Isabel Allende » Paula » Текст книги (страница 6)
Paula
  • Текст добавлен: 28 сентября 2016, 22:59

Текст книги "Paula"


Автор книги: Isabel Allende



сообщить о нарушении

Текущая страница: 6 (всего у книги 25 страниц)

El tío Ramón tenía un armario desarmable de tres cuerpos, que llevaba consigo en los viajes, donde guardaba bajo llave su ropa y sus tesoros: una colección de revistas eróticas, cartones de cigarrillos, cajas de chocolates y licor. Mi hermano Juan descubrió la forma de abrirlo con un alambre enroscado y así nos convertimos en expertos rateros. Si hubiéramos tomado unos pocos chocolates o cigarrillos, se habría notado, pero sacábamos una capa completa de bombones y volvíamos a cerrar la caja con tal perfección que parecía intacta y sustraímos los cigarrillos por cartones, nunca por unidades o por cajetillas. El tío Ramón tuvo las primeras sospechas en La Paz. Nos llamó por separado, un niño a la vez, y trató de obtener una confesión o que delatáramos al culpable, pero no le sirvieron palabras dulces ni castigos, admitir el delito nos parecía una estupidez y en nuestro código moral una traición entre hermanos era imperdonable. Un viernes por la tarde, cuando regresamos del colegio, encontramos al tío Ramón y a un hombre desconocido esperándonos en la sala.

– Estoy cansado de la falta de honestidad que reina en esta familia, lo menos que puedo exigir es que no me roben en mi propia casa. Este señor es un detective de la policía. Les tomará las huellas digitales a los tres, las comparará con las marcas que hay en mi armario y así sabremos quién es el ladrón. Ésta es la última oportunidad de confesar la verdad…

Pálidos de terror, mis hermanos y yo bajamos la vista y apretamos los dientes.

– ¿Saben lo que les pasa a los delincuentes? Se pudren en la cárcel–agregó el tío Ramón.

El detective sacó del bolsillo una caja de lata. Al abrirla vimos que contenía una almohadilla impregnada en tinta negra.

Lentamente, con gran ceremonia, procedió a mancharnos los dedos uno por uno y registrar nuestras huellas en una cartulina.

– No se preocupe, señor cónsul, el lunes tendrá los resultados de mi investigación–se despidió el hombre.

Sábado y domingo fueron días de suplicio moral para nosotros, escondidos en el baño y en los rincones más privados del jardín contemplábamos en susurros nuestro negro futuro. Ninguno estaba libre de culpa, todos iríamos a parar a una mazmorra donde nos alimentarían de agua sucia y mendrugos de pan duro, como al Conde de Montecristo. El lunes siguiente el inefable tío Ramón nos citó en su escritorio.

– Ya sé exactamente quién es el bandido–anunció haciendo bailar sus grandes cejas satánicas-. Sin embargo, por consideración a su madre, que ha intercedido en su favor, esta vez no lo mandaré preso. El criminal sabe que yo sé quién es. Esto queda entre los dos. Les advierto que en la próxima ocasión no seré tan benevolente ¿me han entendido?

Salimos a tropezones, agradecidos, sin poder creer tanta magnanimidad. No volvimos a robar en mucho tiempo, pero un par de años más tarde, cuando estábamos en Beirut, pensé mejor el asunto y me entró la sospecha de que el supuesto detective fuera un chofer de la Embajada, el tío Ramón era bien capaz de hacernos esa broma. Usando otro alambre retorcido abrí nuevamente el armario y esta vez encontré, además de los previsibles tesoros, cuatro volúmenes con tapas de cuero rojo: Las mil y una noches. Deduje que sin duda existía una razón poderosa para que esos libros estuvieran bajo llave y por lo mismo me interesaron mucho más que los bombones, los cigarrillos o las mujeres en portaligas de las revistas eróticas. Durante los tres años siguientes los leí dentro del armario alumbrada por mi antigua linterna, en las horas en que el tío Ramón y mi madre iban a cocteles y cenas. A pesar de que los diplomáticos padecen por obligación una intensa vida social, nunca me alcanzaba el tiempo para terminar esas fabulosas historias. Al oírlos llegar debía cerrar el armario a toda prisa y volar a mi cama a fingirme dormida. Era imposible dejar marcas entre las páginas o recordar dónde había quedado y como además me saltaba pedazos buscando las partes cochinas, se confundían los personajes, se pegaban las aventuras y así fui creando innumerables versiones de los cuentos, en una orgía de palabras exóticas, de erotismo y fantasía. El contraste entre el puritanismo del colegio, que exaltaba el trabajo y no admitía las necesidades básicas del cuerpo ni los relámpagos de la imaginación, y el ocio creativo y la sensualidad arrolladora de esos libros, me marcó definitivamente. Durante décadas oscilé entre esas dos tendencias, desgarrada por dentro y perdida en un mar de confusos deseos y pecados, hasta que por fin en el calor de Venezuela, cuando me faltaba poco para cumplir cuarenta años, pude librarme de los rígidos preceptos de Miss Saint John. Tal como devoré los mejores libros de mi infancia escondida en el sótano de la casa del Tata, leí a hurtadillas Las mil y una noches en plena adolescencia, justo cuando mi cuerpo y mi mente despertaban a los misterios del sexo. Dentro del armario me perdí en cuentos mágicos de príncipes que se trasladaban en alfombras voladoras, de genios encerrados en lámparas de aceite, de simpáticos bandidos que se introducían al harem del sultán disfrazados de viejas para retozar incansables con mujeres prohibidas de cabellos negros como la noche, nalgas abundantes y senos de manzana, perfumadas de almizcle, suaves y siempre dispuestas al placer. En esas páginas el amor, la vida y la muerte tenían un carácter juguetón; las descripciones de comida, paisajes, palacios, mercados, olores, sabores y texturas eran de tal riqueza, que para mí el mundo nunca más volvió a ser el mismo.

Soñé que tenías doce años, Paula. Vestías un abrigo a cuadros, llevabas el pelo en media cola atado con una cinta blanca y el resto suelto sobre los hombros. Estabas de pie al centro de una torre hueca, como un silo para guardar granos, donde volaban cientos de palomas. La voz de la Memé me decía: Paula ha muerto.

Yo corría a sujetarte por el cinturón del abrigo, pero comenzabas a elevarte arrastrándome contigo y flotábamos livianas, ascendiendo en círculos; me voy contigo, llévame, hija, te suplicaba. De nuevo la voz de mi abuela resonaba en la torre:

Nadie puede ir con ella, ha bebido ia poción de la muerte.

Seguíamos subiendo y subiendo, tú alada y yo decidida a retenerte, nada me separaría de ti.

Arriba había una apertura pequeña desde donde se veía un cielo azul con una nube blanca y perfecta, como un cuadro de Magritte, y entonces comprendía horrorizada que tú podías salir, pero el ventanuco era demasiado estrecho para mí. Intentaba sujetarte por la ropa, te llamaba y no me salía la voz. Sonriendo vagamente escapabas haciéndome una señal de adiós con la mano. Durante unos instantes preciosos podía ver cómo te alejabas cada vez más alto y luego yo comenzaba a descender dentro de la torre en medio de una turbulencia de palomas.

Desperté gritando tu nombre y tardé varios minutos en recordar que me encontraba en Madrid y reconocer el cuarto del hotel. Me vestí de prisa, sin dar tiempo a mi madre de detenerme, y partí corriendo al hospital. Por el camino logré subirme a un taxi y poco después golpeaba frenética la puerta de Cuidados Intensivos.

Una enfermera me aseguró que nada te había sucedido, todo estaba igual, pero tanto supliqué y tan angustiada me vio, que me permitió entrar a verte por un instante. Comprobé que la máquina continuaba soplándote aire en los pulmones y no estabas fría, te di un beso en la frente y salí a esperar la madrugada. Dicen que los sueños no mienten. Con la primera luz de la mañana llegó mi madre. Traía un termo con café recién hecho y unas rosquillas aún tibias, compradas por el camino.

– Cálmate, no se trata de un mal presagio, esto nada tiene que ver con Paula. Tú eres todos los personajes del sueño–me explicó.

Eres la niña de doce años que todavía puede volar libremente. A esa edad se te acabó la inocencia, se murió la niña que tú eras, ingeriste la poción de la muerte que todas las mujeres bebemos tarde o temprano. ¿Has notado que en la pubertad se nos acaba la energía de amazonas que traemos desde la cuna y nos convertirnos en seres castrados y llenos de dudas? La mujer que se queda atrapada en el silo eres tú también, presa de las limitaciones de la vida adulta.

La condición femenina es una desgracia, hija, es como tener piedras atadas a los tobillos, no se puede volar.

– ¿Y qué significan las palomas, mamá?

– El espíritu alborotado, supongo…

Cada noche los sueños me esperan agazapados bajo la cama con su cargamento de visiones terribles, campanarios, sangre, lúgubres lamentos, pero también con una cosecha siempre fresca de imágenes furtivas y felices. Tengo dos vidas, una despierta y otra dormida.

En el mundo de los sueños hay paisajes y personas que ya conozco, allí exploro infiernos y paraísos, vuelo por el cielo negro del cosmos y desciendo al fondo del mar donde reina el silencio verde, encuentro decenas de niños de todas clases, también animales imposibles y los delicados fantasmas de los muertos más queridos.

A lo largo de los años he aprendido a descifrar los códigos y entender las claves de los sueños, ahora los mensajes son más nítidos y me sirven para aclarar las zonas misteriosas de la existencia cotidiana y de la escritura.

Volvamos a Job, en quien he pensado mucho en estos días. Se me ocurre que tu enfermedad es una prueba, como las que tuvo que soportar aquel infeliz. Es mucha soberbia de mi parte imaginar que yaces en esta cama para que nosotros, los que aguardamos en el corredor de los pasos perdidos, aprendamos algunas lecciones, pero la verdad es que así lo creo a ratos. ¿Qué quieres enseñarnos, Paula? He cambiado mucho en estas interminables semanas, todos los que hemos vivido esta experiencia hemos cambiado, sobre todo Ernesto, que parece haber envejecido un siglo. ¿Cómo puedo consolarlo si yo misma estoy desesperada? Me pregunto si volveré a reírme con ganas, a abrazar una causa, a comer con gusto o a escribir novelas. Por supuesto que sí, pronto estarás celebrando con tu hija y no te acordarás de esta pesadilla, me promete mi madre, respaldada por el especialista en porfiria, quien asegura que una vez superada la crisis los pacientes se recuperan por completo, pero tengo un mal presentimiento, hija, no puedo negarlo, esto dura demasiado y no te veo mejor, me parece que estás peor. Tu abuela no se da por vencida, mantiene rutinas normales, ánimo para leer el periódico y hasta para salir de compras; de lo único que me arrepiento en la vida es de lo que no compré, dice esta mujer pecadora. Llevamos mucho tiempo aquí, quiero volver a casa. Madrid me trae malos recuerdos, aquí he pasado penas de amor que prefiero olvidar, pero en esta desgracia tuya me he reconciliado con la ciudad y sus habitantes, he aprendido a moverme por sus anchas avenidas señoriales y sus antiguos barrios de callejuelas torcidas, he aceptado las costumbres españolas de fumar, tomar café y licor a destajo, acostarse al amanecer, ingerir cantidades mortales de grasa, no hacer ejercicio y burlarse del colesterol. Sin embargo aquí la gente vive tanto como los californianos, sólo que mucho más contentos. A veces cenamos en un restaurante familiar del barrio, siempre el mismo porque mi madre se ha enamorado del mesonero, le gustan los hombres feos y éste podría ganar un concurso: arriba es macizo, jorobado, con largos brazos de orangután y hacia abajo un enano con piernecillas de alfeñique. Lo sigue con la vista seducida, suele quedarse contemplándolo con la boca abierta y la cuchara en el aire. Durante setenta años cultivó fama de mujer mimada, nos acostumbramos a evitarle emociones fuertes por estimar que no podía resistirlas, pero en esta ocasión ha salido a la luz su carácter de toro de lidia.

En la dimensión del cosmos y en el trayecto de la historia somos insignificantes, después de nuestra muerte todo sigue igual, como si jamás hubiéramos existido, pero en la medida de nuestra precaria humanidad tú, Paula, eres para mí más importante que mi

propia vida y que la suma de casi todas las vidas ajenas. Cada día mueren setenta millones de personas y nacen aún más, sin embargo sólo tú naciste, sólo tú puedes morir. Tu abuela ruega por ti a su dios cristiano y yo lo hago a veces a una diosa pagana y sonriente que derrama bienes, una diosa que no sabe de castigos, sino de perdones, y le hablo con la esperanza de que me escuche desde el fondo de los tiempos y te ayude. Ni tu abuela ni yo tenemos respuesta, estamos perdidas en este silencio abismal. Pienso en mi bisabuela, en mi abuela clarividente, en mi madre, en ti y en mi nieta que nacerá en mayo, una firme cadena femenina que se remonta hasta la primera mujer, la madre universal. Debo movilizar esas fuerzas nutritivas para tu salvación. No sé cómo alcanzarte, te llamo pero no me oyes, por eso te escribo. La idea de llenar estas páginas no fue mía, hace varias semanas que no tomo iniciativas.

Apenas se enteró de tu enfermedad mi agente vino a darme apoyo.

Como primera medida nos arrastró a mi madre y a mí a un mesón donde nos tentó con un lechón asado y una botella de vino de la Rioja, que nos cayeron como rocas en el estómago, pero también tuvieron la virtud de devolvernos la risa, luego nos sorprendió en el hotel con docenas de rosas rojas, turrones de Alicante y un salchichón de aspecto obsceno–el mismo que nos sirve todavía para las sopas de lentejas–y me depositó en las rodillas una resma de papel amarillo con rayas.

– Toma, escribe y desahógate, si no lo haces morirás de angustia, pobrecita mía.

– No puedo, Carmen, algo se me ha hecho trizas por dentro, tal vez no vuelva a escribir nunca más.

– Escríbele una carta a Paula… La ayudará a saber lo que pasó en este tiempo que ha estado dormida.

Así me entretengo en los momentos vacíos de esta pesadilla.

¿Sabrás que soy tu madre cuando despiertes, Paula? La familia y los amigos no fallan, por las tardes vienen tantas visitas que parecemos tribu de indios, algunos llegan de muy lejos, pasan unos días aquí y luego vuelven a sus vidas normales, incluso tu padre, quien tiene un edificio a medio construir en Chile y debió regresar. En estas semanas compartiendo el dolor en el corredor de los pasos perdidos he vuelto a recordar los buenos momentos de nuestra juventud, se han ido borrando los pequeños rencores y he aprendido a estimar a Michael como a un amigo antiguo y leal, siento por él una consideración sin aspavientos, me cuesta imaginar que alguna vez hicimos el amor o que al final de nuestra relación llegué a detestarlo. Un par de amigas y mi hermano Juan vinieron de los Estados Unidos, el tío Ramón de Chile y el padre de Ernesto directamente de la jungla amazónica. Nicolás no puede viajar, su visa no le permite entrar de vuelta a los Estados Unidos y tampoco puede dejar solos a Celia y al niño, es mejor así, prefiero que tu hermano no te vea como estás. Y también Willie, que cruza el mundo cada dos o tres semanas para pasar un domingo conmigo y amarnos como si fuera la última vez. Voy a esperarlo al aeropuerto para no perder ni un minuto con él; lo veo llegar arrastrando el carro con sus maletas, una cabeza más alto que los demás, sus ojos azules buscándome ansiosos en la multitud, su sonrisa luminosa cuando me divisa por allá abajo, corremos para encontrarnos y siento su abrazo apretado que me levanta del suelo, el olor de su chaqueta de cuero, el roce áspero de su barba de veinte horas y sus labios aplastando los

míos, y después la carrera en el taxi acurrucada bajo su brazo, sus manos de dedos largos reconociéndome y su voz en mi oído murmurando en inglés Dios mío cómo te he echado de menos, cómo has adelgazado, qué son estos huesos, y de repente se acuerda por qué estamos separados y con otra voz me pregunta por ti, Paula. Llevamos más de cuatro años juntos y todavía siento por él la misma indefinible alquimia del primer día, una atracción poderosa que el tiempo ha matizado con otros sentimientos, pero que sigue siendo la materia primordial de nuestra unión. No sé en qué consiste ni cómo definirla, porque no es sólo sexual, aunque así lo creí al principio; él sostiene que somos dos luchadores impulsados por la misma clase de energía, juntos tenemos la fuerza de un tren en plena marcha, podemos alcanzar cualquier meta, unidos somos invencibles, dice. Ambos confiamos en que el otro nos cuida la espalda, no traiciona, no miente, sostiene en los momentos de flaqueza, ayuda a enderezar el timón cuando se pierde el rumbo.

Creo que también hay un componente espiritual, si creyera en la reencarnación pensaría que nuestro karma es encontrarnos y amarnos en cada vida, pero tampoco te hablaré de eso todavía, Paula, porque voy a confundirte. En estas citas urgentes se mezclan deseo y tristeza, me aferro a su cuerpo buscando placer y consuelo, dos cosas que este hombre sufrido sabe dar, pero tu imagen, hija, sumida en un sueño mortal, se nos atraviesa y los besos se tornan de hielo.

– Paula no estará con su marido por mucho tiempo, quizás nunca más. Ernesto aún no cumple treinta años y su mujer puede quedar inválida para el resto de sus días… ¿Por qué le tocó a ella y no a mí, que ya he vivido y amado de sobra?

– No pienses en esas cosas. Hay muchas maneras de hacer el amor – me dice Willie.

Es cierto, el amor tiene inesperados recursos. En los escasos minutos que pueden pasar juntos, Ernesto te besa y abraza, a pesar del enjambre de tubos que te envuelven. Despierta, Paula, te estoy esperando, te extraño, necesito oír tu voz, estoy tan lleno de amor que voy a estallar, vuelve por favor, te suplica. Lo imagino por las noches, cuando regresa a su casa vacía y se acuesta en esa cama donde dormía contigo y que todavía conserva la huella de tus hombros y tus caderas. Debe sentirte a su lado, tu fresca sonrisa, tu piel cuando te acariciaba, el silencio compartido en armonía, los secretos de enamorados murmurados a media voz.

Recuerda aquellas ocasiones en que salían a bailar hasta quedar borrachos de canciones, tan habituados a los pasos del otro que parecían un solo cuerpo. Te ve moviéndote como un junco, tu largo cabello suelto envolviendo a los dos al ritmo de la música, tus brazos delgados en torno a su cuello, tu boca en su oreja. ¡Ah, la gracia tuya, Paula! Tu aire suave, tu intensidad impredecible, tu feroz disciplina intelectual, tu generosidad, tu alocada ternura.

Echa de menos tus bromas, tus risas, tus lágrimas ridículas en el cine y tu llanto serio cuando te conmovía el sufrimiento ajeno. Se acuerda cuando te escondiste en Amsterdam y él corría como un enajenado llamándote a gritos en el mercado de los quesos, ante la mirada atónita de los comerciantes holandeses. Despierta mojado de sudor, se sienta en la cama en la oscuridad, trata de rezar, de concentrarse en su respiración buscando paz, como ha aprendido en el aikido. Tal vez se asoma al balcón a mirar las estrellas en el cielo de Madrid y se repite que no puede perder la esperanza, todo saldrá bien, pronto estarás de nuevo a su lado. Siente la sangre agolpada en las sienes, las venas palpitantes, el calor

en el pecho, se sofoca, entonces se pone un pantalón y sale a correr por las calles vacías, pero nada logra apaciguar la inquietud del deseo frustrado. El amor de ustedes está recién estrenado, es la primera página de un cuaderno en blanco. Ernesto es un alma vieja, mamá, me dijiste una vez, pero no ha perdido la inocencia, es capaz de jugar, de asombrarse, de quererme y aceptarme, sin juicios, como quieren los niños; desde que estamos juntos algo se ha abierto dentro de mí, he cambiado, veo el mundo de otra manera y yo misma me quiero más, porque me veo a través de sus ojos. Por su parte Ernesto me ha confesado en los momentos de más terror que no imaginó encontrar el arrebato visceral que siente cuando te abraza, eres su perfecto complemento, te ama y te desea hasta los límites del dolor, se arrepiente de cada hora que estuvieron separados. ¿Cómo iba a saber yo que dispondríamos de tan poco tiempo? me ha dicho temblando. Sueño con ella, Isabel, sueño incansablemente con estar a su lado otra vez y hacer el amor hasta la inconsciencia, no puedo explicarte estas imágenes que me asaltan, que sólo ella y yo conocemos, esta ausencia suya es una brasa que me quema, no dejo de pensar en ella ni un instante, su recuerdo no me abandona, Paula es la única mujer para mí, mi compañera soñada y encontrada. ¡Qué extraña es la vida, hija!

Hasta hace poco yo era para Ernesto una suegra distante y algo formal, hoy somos confidentes, amigos íntimos.

El hospital es un gigantesco edificio cruzado de corredores, donde nunca es de noche ni cambia la temperatura, el día se ha detenido en las lámparas y el verano en las estufas. Las rutinas se repiten con majadera precisión; es el reino del dolor, aquí se viene a sufrir, así lo comprendemos todos. Las miserias de la enfermedad nos igualan, no hay ricos ni pobres, al cruzar este umbral los privilegios se hacen humo y nos volvemos humildes.

Mi amigo Ildemaro vino en el primer vuelo que consiguió en Caracas durante una interminable huelga de pilotos y se quedó conmigo una semana. Por más de diez años este hombre cultivado y suave ha sido para mí un hermano, mentor intelectual y compañero de ruta en los tiempos en que me consideraba desterrada. Al abrazarlo sentí una certeza absurda, se me ocurrió que su presencia te haría reaccionar, que al oír su voz despertarías.

Hizo valer su condición de médico para interrogar a los especialistas, ver informes, exámenes y radiografías, te revisó de pies a cabeza con ese cuidado que lo distingue y con el cariño especial que siente por ti. Al salir me cogió de la mano y me llevó a caminar por los alrededores del hospital. Hacía mucho frío.

– ¿Cómo ves a Paula?

– Muy mal…

– La porfiria es así. Me aseguran que se recuperará por completo. – Te quiero demasiado para mentirte, Isabel. – Dime lo que piensas entonces. ¿Crees que puede morir? – Sí–replicó después de una larga pausa.

– ¿Puede quedarse en coma por mucho tiempo? – Espero que no, pero también ésa es una posibilidad. – ¿Y si no despierta más, Ildemaro…? Nos quedamos en silencio bajo la lluvia.

Trato de no caer en sentimentalismos, que tanto horror te producen, hija, pero deberás disculparme si de repente me quiebro.

¿Me estaré volviendo loca? No reconozco los días, no me interesan las noticias del mundo, las horas se arrastran penosamente en una espera eterna. El momento de verte es muy breve, pero el tiempo se me gasta aguardándolo. Dos veces al día se abre la puerta de Cuidados Intensivos y la enfermera de turno llama por el nombre del paciente. Cuando dice Paula entro temblando, no hay caso, no he podido habituarme a verte siempre dormida, al ronroneo del respirador, a las sondas y agujas, a tus pies vendados y tus brazos manchados de moretones. Mientras camino de prisa hacia tu cama por el corredor blanco que se estira interminable, pido ayuda a la Memé, la Granny, el Tata y tantos otros espíritus amigos, voy rogando que estés mejor, que no tengas fiebre ni el corazón agitado, que respires tranquila y tu presión sea normal. Saludo a las enfermeras y a don Manuel, que empeora día a día, ya apenas habla. Me inclino sobre ti y a veces aplasto algún cable y suena una alarma, te reviso de pies a cabeza, observo los números y líneas en las pantallas, los apuntes en el libro abierto sobre una mesa a los pies de la cama, tareas inútiles porque nada entiendo, pero mediante esas breves ceremonias de la desesperación vuelves a pertenecerme, como cuando eras un bebé y dependías por completo de mí. Pongo mis manos sobre tu cabeza y tu pecho y trato de transmitirte salud y energía; te visualizo dentro de una pirámide de cristal, aislada del mal en un espacio mágico donde puedes sanar. Te llamo por los sobrenombres que te he dado a lo largo de tu vida y te digo mil veces te quiero, Paula, te quiero, y lo repito una y otra vez hasta que alguien me toca el hombro y anuncia que la visita ha terminado, debo salir. Te doy un último beso y luego camino lentamente hacia la salida. Afuera espera mi madre. Le hago un gesto optimista con el pulgar hacia arriba y las dos ensayamos una sonrisa. A veces no la logramos.

Silencio, busco silencio. El ruido del hospital y de la ciudad se me ha metido en los huesos, añoro la quietud de la naturaleza, la paz de mi casa en California. El único sitio sin ruido en el hospital es la capilla, allí busco refugio para pensar, leer y escribirte. Acompaño a mi madre a misa, donde por lo general estamos solas, el sacerdote oficia sólo para nosotras. Suspendido sobre el altar y rodeado de mármol negro, un Cristo sangra coronado de espinas, no puedo mirar ese pobre cuerpo torturado. No conozco la liturgia, pero de tanto escuchar las palabras rituales, empieza a conmoverme la fuerza del mito: pan y vino, fruto de la tierra y del trabajo del hombre, convertidos en cuerpo y sangre de Cristo. La capilla queda detrás de la sala de Cuidados Intensivos, para llegar allí debemos dar la vuelta completa al edificio; he calculado que tu cama se encuentra justamente al otro lado del muro, y puedo dirigir el pensamiento en línea recta hacia ti. Mi madre sostiene que no morirás, Paula. Está negociando el asunto directamente con el cielo, dice que has vivido al servicio de los demás y que aún puedes hacer mucho bien en este mundo, tu muerte sería una pérdida absurda. La fe es un regalo, Dios te mira a los ojos y dice tu nombre, así te escoge, pero a mí me apuntó con el dedo para llenarme de dudas.

La incertidumbre comenzó a los siete años, el día de mi Primera Comunión cuando avancé por la nave de la iglesia vestida de blanco, con un velo en la cabeza, un rosario en una mano y un cirio adornado con un lazo en la otra. Cincuenta niñas marchábamos en dos filas bajo los acordes del órgano y el coro de las novicias. Lo habíamos ensayado tantas veces, que en el proceso memoricé cada gesto, pero se me perdió el propósito del sacramento. Sabía que masticar la hostia consagrada significaba condena segura en las pailas del infierno, pero ya no recordaba que era a Jesús a quien recibía. Al acercarme al altar mi vela se quebró por la mitad. Se partió sin provocación alguna, la parte superior quedó colgando de la mecha, como el cuello de un cisne muerto, y yo sentí que desde lo alto me habían señalado entre mis compañeras para castigarme por alguna falta que tal vez olvidé confesar el día anterior. En realidad había elaborado una lista de pecados mayores para impresionar al sacerdote, no deseaba aburrirlo con bagatelas y también saqué la cuenta que si cumplía penitencia por pecados mortales, aunque no los hubiera cometido, en el lote quedaban perdonados los veniales. Me confesé de todo lo imaginable, aunque en el algunos casos no sabia el significado:

homicidio, fornicación, mentira, adulterio, malos actos contra mis padres, pensamientos impuros, herejía, envidia… El cura escuchó en pasmado silencio, luego se levanto apesadumbrado, le hizo seña a una monja, cuchichearon un rato y enseguida ella me cogió por un brazo, me llevó a la sacristía y con un profundo suspiro me lavó la boca con jabón y me ordenó rezar tres Ave Marías. Por la tarde la capilla del hospital está iluminada apenas por velas votivas.

Ayer sorprendí allí a Ernesto y su padre, las cabezas entre las manos, las anchas espaldas vencidas, y no me atreví a acercarme.

Se parecen mucho, ambos son grandes, morenos y firmes, con rasgos de moros y una manera de moverse que es una rara mezcla de virilidad y gentileza. El padre tiene la piel curtida por el sol, el pelo gris muy corto y arrugas profundas, como cicatrices de cuchillo, que hablan de sus aventuras en la selva y de cuarenta años viviendo en la naturaleza. Parece inquebrantable, por eso me conmovió verlo así de rodillas. Se ha convertido en la sombra de su hijo, no lo deja nunca solo, tal como mi madre no se mueve de mi lado, lo acompaña a clases de aikido y lo saca a caminar por los campos durante horas, hasta que ambos quedan extenuados.

Tienes que quemar energía, si no estallarás, le dice. A mí me lleva al parque cuando el día está despejado, me coloca de cara al sol y me dice que cierre los ojos y sienta el calor en la piel y escuche los sonidos de los pájaros, del agua, del tráfico lejano, a ver si me calmo. Apenas supo de la enfermedad de su nuera voló desde las profundidades amazónicas para acudir al lado de su hijo; no le gustan las ciudades ni las aglomeraciones, se sofoca en el hospital, le molesta la gente, va y viene por el corredor de los pasos perdidos con la impaciencia triste de una bestia enjaulada.

Eres más valiente que el más macho de los hombres, Isabel, me dice seriamente, y sé que es lo más halagador que puede pensar de mí este hombre acostumbrado a matar serpientes a machetazos.

Vienen médicos de otros hospitales a observarte, nunca habían visto un caso de porfiria tan complicado, te has convertido en una referencia y me temo que ganarás fama en los textos de medicina; la enfermedad te golpeó como un rayo, sin escatimar nada. Tu

marido es el único tranquilo, los demás estamos aterrados, pero también él habla de la muerte y de otras posibilidades peores.

– Sin Paula nada tiene sentido, nada vale la pena, desde que ella cerró los ojos se fue la luz del mundo–dice-. Dios no puede arrebatármela ¿para qué nos juntó entonces? ¡Tenemos tanta vida para compartir todavía! Ésta es una prueba brutal, pero la pasaremos. Me conozco bien, sé que estoy hecho para Paula y ella para mí, nunca la abandonaré, nunca amaré a otra, la protegeré y la cuidaré siempre.

Pasarán mil cosas, tal vez la enfermedad o la muerte nos separen físicamente, pero estamos destinados a reunirnos y estar juntos en la eternidad. Puedo esperar.

– Se recuperará por completo, Ernesto, pero la convalecencia será larga, prepárate para eso. Te la llevarás a casa, estoy segura.

¿Te imaginas cómo será ese día?

– Pienso en eso a cada rato. Tendré que subir los tres pisos con ella en brazos… Le voy a llenar el apartamento de flores…

Nada lo asusta, se considera tu compañero en espíritu, a salvo de las vicisitudes de la vida o de la muerte, no le alarman tu cuerpo inmóvil ni tu mente ausente, nos dice que está en contacto con tu alma, que puedes oírlo, que sientes, te emocionas y no eres un vegetal, como prueban las máquinas a las cuales estás conectada. Los médicos se encogen de hombros, escépticos, pero las enfermeras se conmueven ante ese amor obstinado y a veces lo dejan visitarte a horas prohibidas porque han comprobado que cuando te toma la mano, varían los signos en las pantallas. Tal vez se puede medir la intensidad de los sentimientos con los mismos aparatos que vigilan las pulsaciones del corazón.


    Ваша оценка произведения:

Популярные книги за неделю